Los cinco detectives 14 - Misterio de los mensajes sorprendentes

Enid Blyton

Fragmento

cap-1

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El señor Goon, el policía del pueblo, estaba de un humor endiablado.

Se sentó a su mesa de trabajo, mirando fijamente unas hojas de papel que tenía esparcidas encima, con sus correspondientes sobres. Tanto los sobres como el papel eran de muy baja calidad.

En cada hoja de papel había varias palabras pegadas de una manera irregular.

—Son palabras recortadas de algún periódico —dijo el señor Goon hablando para sí—. Ha recurrido a este truco para evitar que la escritura a mano lo delate.

Cogió las cartas y volvió a leerlas en voz alta, añadiendo comentarios despectivos de vez de cuando.

—¡Vaya una sarta de tonterías! «Échalo de Las Yedras». ¿Qué significa esto? Me gustaría saberlo —iba diciendo el señor Goon—. Y esta otra: «Pregúntale a Smith cuál es su verdadero nombre». ¿Quién es ese tal Smith?

Leyó detenidamente el último papel, en el que las palabras pegadas decían: «¿Crees que eres un buen poli? Será mejor que veas a Smith».

—¡Bah! —exclamó el señor Goon—. Solo sirven para tirarlos a la papelera.

Tomó luego los sobres y los inspeccionó detenidamente. Eran cuadrados, estaban confeccionados con papel barato y en cada uno de ellos se leían solamente estas dos palabras:

Señor goon

Al igual que las cartas, las palabras de los sobres habían sido recortadas y pegadas cada una por separado. El apellido del señor Goon estaba escrito sin mayúsculas, por eso el policía hizo un gesto de desaprobación con la cabeza.

—Debe de ser una persona sin estudios, puesto que escribe mi nombre con minúscula —exclamó—. ¿Qué relación habrá entre este lugar llamado Las Yedras y el sujeto llamado Smith? El autor de estos mensajes sin duda es un loco, además de un maleducado. ¡Llamadme «poli»! ¡Le cantaré las cuarenta en cuanto lo pille! —Y dejando de momento sus indignados comentarios, se puso a gritar—: ¡Señora Hicks, venga ahora mismo, por favor!

La señora Hicks, que estaba al servicio del señor Goon desde hacía varios años, contestó desde el fondo de la casa, también a gritos:

—Déjeme que me seque las manos y voy en seguida.

El señor Goon frunció el ceño. La señora Hicks lo trataba como si fuera un hombre cualquiera y no un policía. Él habría deseado que el más mínimo de sus gestos de enfado asustara a la mujer y que esta, nada más oír su voz, acudiera con la máxima rapidez. Sin embargo, no era así, y prueba de ello es que transcurrieron un par de minutos antes de que llegara la buena señora Hicks, jadeando como si hubiera corrido varios kilómetros.

—Justamente cuando estoy lavando… —refunfuñó la recién llegada. Y sin esperar a ser interrogada, comenzó—: Permítame que le diga, señor Goon, que es necesario comprar un par de tazas y…

—Ahora no tengo tiempo para hablar de sus cacharros —la interrumpió el policía de mal talante—. Mire esto…

—Además, el mantel para tomar el té está hecho jirones —prosiguió tercamente la señora Hicks—. ¿Cree usted que se puede lavar la ropa en estas condiciones?

—¡Señora Hicks! La he llamado para un asunto de suma importancia —exclamó el policía severamente.

—Está bien, está bien —dijo la señora Hicks con un bufido—. ¿Qué ocurre? Si quiere saber mi opinión sobre el sujeto que anda por estos alrededores robándonos la verdura, quizá pueda darle una pista. Yo…

—¡Cállese de una vez! —gritó el señor Goon, con ganas de encerrar a la señora Hicks en una celda por un par de horas—. Solamente quiero hacerle unas cuantas preguntas.

—¿De qué se trata? Yo no he hecho nada malo —contestó la mujer, un poco alarmada por la cara de pocos amigos que ponía el señor Goon.

—¿Se acuerda de estas tres cartas? —preguntó él, mostrándole los sobres—. ¿Dónde las encontró exactamente? Dijo usted que una de ellas estaba en la carbonera, sobre la pala de recoger el carbón.

—Así es —afirmó la señora Hicks—. La habían colocado precisamente en el centro de la pala y lo único que ponía en el sobre era: «Señor goon». Por eso se la entregué esta misma mañana.

—¿Y dónde dijo usted que encontró las otras? —preguntó el policía como si se encontrara en un interrogatorio oficial.

—Una de ellas en el buzón —respondió la señora Hicks—, y como no estaba usted en casa, se la dejé en la mesa del despacho. La segunda la encontré sobre el cubo de la basura, pegada con un trozo de celo, y no la vi hasta que fui a vaciar el cubo. Por cierto, pensé: «¡Vaya un sistema más original de dejar notas en todas partes!».

—Sí, sí —asintió el señor Goon. Y añadió—: ¿Ha visto usted a alguien merodeando detrás de la casa? Alguna persona tiene que haber saltado la verja para dejar estas cartas en la carbonera y dentro del cubo de la basura, y tal vez usted la vio.

—No he visto a nadie —replicó la señora Hicks—, pero le aseguro que si llego a encontrar a alguien, del escobazo que le arreo en la cabeza… ¿Son importantes estas cartas, señor?

—No —dijo el policía—. Probablemente son obra de algún gracioso. ¿Conoce algún sitio llamado Las Yedras?

—¿Las Yedras? —repitió la señora Hicks, con aire pensativo—. No, no conozco ninguno. ¿No querrá usted decir Los Álamos? Allí vive un señor muy simpático. Trabajo para él los viernes que no vengo a su casa. Es una persona muy agradable…

—He dicho Las Yedras, no Los Álamos —atajó el señor Goon—. Bueno, eso es todo. Puede irse, pero eche una ojeada al jardín de vez en cuando, ¿de acuerdo? Me gustaría disponer de una descripción de la persona que deja estas notas en mi casa.

—Desde luego, señor —respondió la mujer—. ¿Y de la compra de un par de tazas más? Una se me ha roto en las manos y…

—De acuerdo, compre las tazas —dijo el señor Goon—. Y tome nota de que no quiero que nadie me moleste durante una hora. Tengo un trabajo muy importante que hacer.

—Yo también —contestó la señora Hicks—. El horno de la cocina pide a gritos una buena limpieza y…

—Bien, pues vaya y procure que pare de gritar —contestó, enojado, el policía, viendo el cielo abierto cuando la señora Hicks desapareció con sus bufidos.

El señor Goon estudió de nuevo las tres notas, tratando de adivinar el enigma que entrañaban las palabras recortadas y pegadas sobre el papel. ¿De qué periódico habían sido recortadas? Esta sería una buena pista, pero el señor Goon no veía la posibilidad de descubrirlo. ¿Quién las había enviado y por qué? Por otra parte, en Peterswood no había ningún sitio llamado Las Yedras.

Comprobó, una vez más, la guía de calles y direcciones. Después llamó por teléfono a la oficina de correos.

—Soy el policía Goon —se presentó dándose importancia. Cuando pasaron su llamada al departamento principal, añadió—: Señor jefe de correos, deseo una información, por favor. ¿Hay aquí en Peterswood alguna casa, probablemente de reciente construcción, llamada Las Yedras?

—¿Las Yedras? No, no existe ninguna con este nombre. Hay una que se llama Los Álamos, quizá podría ser esta la que busca.

—No, no. No se trata de Los Ála

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