Érase una vez en un país lejano una bella princesa llamada Harriet de Hamsteria, que, como su nombre puede llevar a pensar, era una hámster.
Era valiente e inteligente y sobresalía en las habilidades tradicionales de las princesas hámster, como el juego de damas y las fracciones.
Pero no destacaba en lo de deambular por el palacio con pasos etéreos y lanzando suspiros, que también es algo muy de princesa, por lo que sus padres tuvieron que contratar a unos maestros de buenas maneras para que le enseñaran a comportarse.
El maestro de buenas maneras trató de hacerla andar con un libro en la cabeza para mejorar su forma de caminar. Lo encontraron más tarde en la biblioteca con un libro metido en la boca y Harriet estuvo un mes castigada.
A Harriet le encantaba montar a Mumfrey, su codorniz trotona, y cabalgar juntos por el campo. Las codornices trotonas no pueden volar, pero son unos excelentes corceles para los hámsteres. Harriet y Mumfrey salían por todas partes a cazar monstruos, ya que los padres de la princesa no la dejaban ir a cazar dragones y Harriet estaba muy disgustada por ello.
Aunque la mantenían alejada de los dragones, Harriet solía ser una princesa alegre y feliz y no era tan irritante como otras. Sin embargo, a sus papás se les solía ver deprimidos porque sabían que un negro nubarrón se cernía sobre Harriet y sobre todo el reino.
Cuando la princesa contaba solo doce días, el día de su bautizo, había sido objeto de una terrible maldición y, a pesar de todos sus esfuerzos, ni el rey hámster ni la reina hámster habían podido romperla.
El día del bautizo de la princesa, todos los residentes del palacio y gran parte de la gente más importante del reino fueron a presenciar la ceremonia.
No se reparó en gastos. Siguiendo la tradición del Reino de Hamsteria, hicieron acto de presencia duques y barones y hasta un margrave, que es algo así como un marqués, y varios vizcondes, un conde e incluso un pretor. (El pretor había salido de caza hacía unas semanas y se había perdido. No sabía muy bien de qué iba la ceremonia de los hámsteres, pero oyó hablar de que habría comida gratis. Y los pretores, unos funcionarios que prestan sus servicios en según qué reinos, nunca dejan pasar la ocasión de comer gratis.)
Y allí estaban también las tres hadas ratonas, encargadas de bendecir a la princesa. Y, claro, la propia princesa.
La multitud allí congregada se estremeció cuando hizo su aparición la malvada bruja ratona, ya que era obvio que no se trataba de un hada ratona más, sino que quien comparecía era Sombría, que era la tercera de la Lista de las Brujas Ratonas Más Malvadas desde hacía once años. Se rumoreaba que estaba algo amargada porque hacía tiempo que no podía subir posiciones en el ranking y planeaba dar la campanada.
Sombría era alta y delgada y tenía las uñas tan largas que se curvaban en una especie de garfio, por lo que, al sonarse, se lesionaba el apéndice nasal. Tenía un pelaje blanco como los huesos, y los ojos rojos, y en donde tendría que estar la cola se le veía solo un muñón, ya que la había cambiado por más poder cuando era joven. (Esto es algo que las ratas pueden hacer, aunque la mayoría están tan apegadas a su cola que ni en sueños osarían separarse de ella.)
Sombría se precipitó hacia el estrado donde estaba la cuna de la princesa. Dos de las tres hadas ratonas retrocedieron asustadas, pero la más joven agarró la cuna, dispuesta a arrebatarle a Sombría la princesa si la malvada bruja pretendía cogerla.
Pero Sombría ni tan siquiera tocó a Harriet. Solo la miró fijamente y, juntando sus largas uñas de garfio, se echó a reír con unas risotadas que parecían huesos repiqueteando al caer por un agujero oscuro.
—Así que hoy hace doce días que nació la criaturita… —dijo la malvada bruja ratona—. Pues bien, ¡cuando cumpla los doce años, se pinchará el dedo en una rueda de hámster y caerá en un sueño letal!
Sombría se desvaneció en una espesa nube de humo que olía a pelo quemado, y los habitantes del reino se miraron unos a otros, consternados. ¡La princesa estaba maldita!
Qué vamos a hacer? —gritaron los duques.
—¡No hay nada que hacer! —exclamaron los barones.
—Son muy difíciles de romper, las maldiciones de las brujas ratonas —dijo el margrave.
—Se hacen realidad sin remedio —aseguraron los vizcondes.
—Lo revuelven todo a su antojo y no dejan títere con cabeza —añadió el conde.
—Quizá las hadas ratonas podrían hacer algo —sugirió el pretor, arramblando con el bufé.
Todos lo miraron fijamente.
—¡Pues claro! —gritaron los duques, los barones, el margrave, los vizcondes y el conde—. ¿Cómo no se nos había ocurrido?
—No entiendo por qué los soldados del imperio nunca os conquistaron cu