Hamster Princess y las doce princesas ratonas bailongas (Hamster Princess 2)

Ursula Vernon

Fragmento

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Érase una vez, en un reino situado más allá de la colina, vivía una intrépida hámster guerrera llamada Harriet de Hamsteria.

Sus padres eran el rey y la reina, por lo que Harriet era princesa, eso está claro, pero ella estaba más interesada en cazar monstruos que en la mayoría de las ocupaciones tradicionales de las princesas.

Hasta hace unos meses, Harriet había sido invencible, debido a la maldición de una bruja que no salió tal como se esperaba, pero ahora era simplemente muy muy cabezota.

Harriet estaba un poco mosca porque tuvo que abandonar el salto de altura. Lanzarse desde un acantilado es un deporte magnífico si eres invencible, pero es algo menos magnífico si puedes acabar rompiéndote todos los huesos del cuerpo en el intento.

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—No sé, Mumfrey —dijo—. Si vuelvo a casa, mamá querrá que vaya a clases de buenas maneras. No creo que pueda soportar otra vez lo de andar con un libro en la cabeza.

—Cuíc… —dijo Mumfrey, que en codorniz quiere decir «Sí, pero ¿qué le vas a hacer?».

—Necesito una aventura —prosiguió Harriet—. ¡Necesito hacer algo! ¡Ya casi tengo doce años y medio! ¿Sabes cuánto tiempo ha pasado desde que luché contra un ogro?

—Cuíc… —preguntó Mumfrey, que en codorniz quiere decir «Siete semanas y media».

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El problema, decidió Harriet, era que estaba aburrida. Los monstruos habían oído hablar de ella.

La mayoría de los ogros habían dejado de comerse a la gente y muchos se habían hecho vegetarianos, para que ella no se presentara de sopetón y comenzara a golpearlos con su espada. Se habían cambiado las reglas de las justas y torneos, y ahora decían que si habías ganado los últimos tres años y eras un hámster cuyo nombre empezaba por hache, tenías que darte un descanso y dejar que otro lo intentara. Harriet había estado fuera de casa tres semanas, tratando de encontrar algo que hacer. Pero no había nada.

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—Cuíííc —dijo Mumfrey, pero lo hizo en voz baja. Sabía que en una tierra llena de dragones, ogros, caballeros oscuros y terribles maldiciones, no había nada tan peligroso como Harriet cuando estaba aburrida.

Harriet trotaba a lomos de Mumfrey cuando oyó una voz a un lado del camino.

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—Oh, valerosa guerrera, ¿sería mucho pedir que os detuvierais y ayudarais a un alma desdichada?

La princesa hámster detuvo su codorniz y miró con desconfianza a quien había pronunciado esas palabras.

Había una viejecita sentada en una roca al lado del camino. Era una musaraña, la musaraña más menuda, requetevieja y encorvada que Harriet hubiera visto nunca.

—Por favor, poderosa guerrera, ¿no compartiríais un mendrugo de pan con una anciana hambrienta? —preguntó la musaraña. Su voz era débil y chirriante y sonaba igual que una bisagra oxidada bajo la lluvia.

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Harriet ya había tenido que lidiar con hadas ratonas y brujas malvadas y con sus hechizos y maldiciones.

Y no le tomaban el pelo así como así.

«Nadie habla de este modo en la vida real —pensó —. Y estoy a unas seis horas del próximo pueblo, lo que significa que esta anciana ha debido pegarse una buena caminata para llegar hasta aquí.»

Por lo general debes ser educado con la gente, eso está claro. Pero si estás vagando por una tierra mágica y una viejecita te pide ayuda, tienes que ser extremadamente cortés con ella, por si acaso. De lo contrario, es posible que te despiertes con lombrices saliéndote de la boca cada vez que digas una palabra, o con cualquier otro hechizo igual de espantoso.

—Claro —dijo Harriet, bajándose de Mumfrey y hurgando en sus alforjas—. Nada me haría más feliz. ¡Vamos a almorzar juntas!

La princesa había preparado dos sándwiches de queso y unos palitos de zanahoria para el almuerzo. Por si las moscas, le dio a la vieja musaraña la mayor parte de los palitos de zanahoria, junto con un sándwich.También se aseguró de tener la espada al alcance de la mano. Nunca se sabía con las viejas hechiceras.

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La musaraña se comió su sándwich y la mayoría de los palitos de zanahoria, y también la magdalena que Harriet había guardado para los postres. Y soltó un eructo. Un ruidoso eructo.

—Gracias, querida —dijo la anciana, dando palmaditas a Harriet en la rodilla—. Ha sido muy amable de vuestra parte.

—Me encanta poder ser de ayuda —dijo Harriet.

La musaraña le tocó la nariz con sus largas garras.

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Hubo una breve e incómoda pausa.

—Oh, vaya —dijo la musaraña, con una voz mucho menos débil—. Me has descubierto, ¿eh?

—Perdona —dijo Harriet—, pero estás muy lejos de la ciudad para ser una viejecita achacosa. Además, has exagerado mucho con lo de la pobre ancianita desvalida. Y lo definitivo —se aclaró la garganta— es lo de tu sombra. ¡No tienes!

—¡Diablos! —gruñó la anciana, y silbó bruscamente.

Su sombra, que había estado jugueteando entre las sombras centelleantes de las hojas de los sauces, dio un respingo y se deslizó a toda prisa por la hierba.

Se ajustó a los talones de la anciana y se adhirió a ella cabizbaja.

—¡Estamos apañados! ¡La dejas una vez que campe a sus anchas y se lo toma por costumbre! —dijo la musaraña frunciendo el ceño.

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—Te crees muy lista, ¿no? —dijo la musaraña, visiblemente enojada—. Pues bien. Hemos acabado. Esperaré al siguiente héroe.

Harriet suspiró. Es lo que tienen las hadas. Hay algunas que son muy sentidas.

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—Bueno…

—Es posible que tenga otra por aquí —dijo Harriet—. Iba a guardarla para Mumfrey, pero si vamos a ir los dos a tu famosa misión…

—¡Cuíc! —protest

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