Colegio de poderes secretos 2 - El conjuro mágico

César Mallorquí

Fragmento

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La existencia era dulce y agradable en el Colegio Zener para Niños y Niñas con Poderes Secretos. Al menos, lo fue hasta que una figura misteriosa se materializó en el pabellón de deportes, asustando a todos los presentes.

Pero no adelantemos acontecimientos… Retrocedamos incluso a cuando los problemas todavía no habían aparecido en la vida de nuestros amigos. De momento, Axel Zas y su mascota, el gato llamado Trece, disfrutaban una estancia de lo más apacible en el colegio. Aunque no todo era miel y rosas, también había sus problemillas.

Hacía dos meses y medio que Axel había ingresado en el colegio. Su primer susto llegó cuando le entregaron los libros del curso. Al verlos, descubrió que, aparte de los poderes psíquicos, había asignaturas más comunes, como Matemáticas, Lengua, Historia o Geografía.

—¿En serio vamos a dar Matemáticas? —preguntó, sorprendido—. Yo creía que estudiaríamos poderes mentales y cosas así…

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Augusto Apio, su tutor, agitó un dedo delante de su nariz y le dijo:

—¿Y de qué te valdrán los poderes mentales si tienes la cabeza vacía, muchachito?

Así que todos los días estudiaban asignaturas normales por la mañana y materias psíquicas por la tarde. Axel había avanzado mucho en el control de sus poderes. Por ejemplo, en telequinesis: ahora podía mover una canica con la mente. Solo un par de centímetros, es cierto, pero era un gran avance. Aunque, claro, nada comparado con lo que podían hacer los alumnos de cursos superiores.

El deporte más popular en el colegio era el mentalball. Se jugaba en una pista rectangular de cuatro metros de largo por cincuenta centímetros de ancho. En el centro se colocaba una bola de hierro de treinta kilos de peso, y los contrincantes se situaban en los extremos del rectángulo.

A una señal, los jugadores comenzaban a empujar la esfera con la mente, cada uno en sentido contrario. El que conseguía traspasar la línea de fondo de su rival ganaba. Si al cabo de quince minutos la bola no cruzaba ninguna de las dos líneas, el jugador que la tuviera más cerca perdía.

A Axel le encantaba el mentalball.

No podía jugarlo porque su poder telequinético todavía era demasiado débil. Pero le gustaba contemplarlo, pues le parecía muy mágico. Trece, por su parte, estaba en total desacuerdo con él.

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—Es tan aburrido como ver crecer la hierba —decía—. Dos tipos frente a frente mirando una bola con cara de estreñidos, sin hacer nada. ¿Que la bola se mueve un centímetro para un lado? ¡Oh, qué emoción! No, espera, que ahora se mueve un centímetro para el otro. ¡Puaj! Menudo rollo, no sé qué le ves, chaval. Yo creo que es simple postureo: «Huy, mira, puedo mover cosas con la mente. Cómo molo».

Había otros deportes psíquicos aparte de este. El más espectacular era el que practicaban quienes tenían el poder de la levitación; es decir, los que podían volar. Era una especie de baloncesto, pero con las canastas situadas a cincuenta metros de altura.

Axel todavía no jugaba a ningún deporte mental y se limitaba al ping-pong de siempre. Lo extraordinario era que jugaba al ping-pong contra sí mismo. En el colegio, Axel había aprendido a controlar su primer poder: la bilocación, el don de estar en dos lugares a la vez. Así que creaba un doble suyo y jugaba contra él.

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La primera vez que se manifestó su poder, Axel creó sin querer docenas de duplicados de sí mismo. Tantos que a punto estuvo de reventar el aula donde se encontraba. Eso se llama «multilocación». Pero ahora, para evitar problemas, solo los materializaba de uno en uno.

En cierta ocasión, los profesores le pidieron que creara un duplicado y lo mantuviera todo lo posible, para ver cuánto tiempo podía hacerlo. De modo que, durante seis horas y cuarenta y dos minutos, Axel deambuló por el colegio acompañado por un gemelo. A Trece eso lo sacaba de quicio.

—¡Por la gran sardina! —se lamentaba—. Ya era chungo aguantar a un Axel, ¡y ahora tengo que soportar a dos!

—Confiesa que me quieres, chiquitín —dijeron los dos Axeles a la vez en tono burlón.

—¡Arggg! —exclamó Trece, bizqueando—. ¡Es como si viera y oyera doble! ¡Yo de esta me chiflo!

Incluso en un lugar tan lleno de poderes extraños como el Colegio Zener, el don de Axel era de lo más raro. Ahora bien, si hablamos de poderes especiales, el más peculiar, y el más bonito también, era el de Lola, la mejor amiga de Axel.

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Una tarde, hacía no demasiado tiempo, estaban los dos dando un paseo por los alrededores del colegio y, al llegar a la cima de un acantilado, se sentaron sobre la hierba, frente al mar.

Lola apoyó la espalda contra el tronco de un árbol y contempló el paisaje.

—Qué bonito es esto —comentó.

Su mascota, un ratón blanco llamado Goliat, asomó la cabeza por el bolsillo de su blusa y se desperezó. Trece soltó un bufido.

—Ese maldito roedor me cae gordo —masculló.

—Peor le caerás tú a él —replicó Axel—. Si pudieras, te lo comerías.

Hubo un silencio. Solo se escuchaba el rumor del viento en las copas de los árboles, el susurro de las olas al romper abajo, en la orilla, y los graznidos de las gaviotas.

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—Ya sé cuál es mi poder —dijo Lola, sonriendo.

—La telepatía, ¿no? —comentó Axel—. Se te da muy bien.

—Qué va. Solo puedo emitir mensajes tel

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