Cid. El primer caballero (Colección Alfaguara Clásicos)

José María Plaza

Fragmento

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1. SUEÑOS DE GLORIA EN VIVAR

En un lugar del condado de Castilla, cerca de la próspera ciudad de Burgos, dos niños se peleaban, espada en mano, en un interminable combate cuerpo a cuerpo. No había heridas ni sangre, pero sí muchas palabras y más ganas aún de convertirse en los mejores guerreros del mundo.

—¡Os echaré del territorio, perro! —gritaba uno de ellos.

—¡Vos y cuántos más! —se defendía el otro.

—No me hagáis reír. Yo solo me basto para haceros morder el polvo a vos y a todos vuestros parientes.

—Dejaos de palabras y preocupaos de manejar mejor la espada.

—¿Estáis buscando una estocada? —Le miró a los ojos apuntándole con su arma—. ¡Con gusto os complaceré!

—Rendíos y entregadme esa fortaleza que hace frontera con mi territorio.

—Defenderé hasta la muerte mis dominios. Un castellano nunca se rinde...

—Eso no vale —protestó el más alto con un tono de voz menos solemne del que habían empleado hasta entonces—. Yo soy el castellano y vos sois el navarro.

—¿Por qué siempre tengo que ser yo el enemigo?

—Porque mi padre es el que lucha contra los navarros. El vuestro...

Esta y otras discusiones parecidas tenían los dos niños los días que jugaban a luchar, y como luchaban todos los días, los dos amigos no cesaban de pelearse en su imaginario campo de batalla, porque aspiraban a ser los mejores caballeros del mundo. Sus interminables combates, sin embargo, solían ser interrumpidos con frecuencia.

—¡Rodrigo, venid a casa a comer!

—No puedo, madre. Aún me quedan por conquistar las tierras de La Rioja.

—Hacedlo después de comer. ¿Os creéis que los soldados no comen?

—¡Pero, madre…!

—Venga, no discutáis, que se enfría el asado. Venid a comer. Así estaréis más fuerte.

—Está bien. —Y, dirigiéndose a su amigo, añadió—: Lo dejamos aquí. Recordadlo. Vos pisabais esa roca y yo os estaba atacando.

—¡Vale!

—¿Venís a comer con nosotros?

—No creo que en vuestra casa les guste. Yo soy hijo de un labriego, y vuestro padre es infanzón de Castilla y el que gobierna estas tierras.

—Eres mi amigo, y eso es lo importante. Cuando el rey me nombre conde, ya que voy a conquistar nuevas tierras para Castilla, vos estaréis a mi lado, como ahora.

—¿Seguro?

—Seguro. ¡Nunca os dejaré solo!

Nada más pronunciar estas palabras, se oyó, a lo lejos, el retumbar de los cascos de los caballos.

—¡Eh!

Entonces Rodrigo dio tranquilamente la espalda a su amigo y corrió hacia aquella nube de polvo que se acercaba al pueblo. No se veía nada, pero el niño ya sabía de quién se trataba.

—¡Padre! ¡Padre!

Diego Laínez —su padre— pertenecía a la baja nobleza, aunque se casó con una dama de alta cuna. Más importante que un hidalgo, pero menos que un conde, era un infanzón de Castilla que tenía bajo su dominio varios pueblos cercanos a Burgos y limítrofes con las tierras de Pamplona. Su misión era defender las fronteras del reino.

—¿Habéis conquistado más poblados?

—No ha habido lucha esta vez, hijo. Ha sido una expedición de fuerzas. Esos perros navarros han de saber que siempre estamos con las armas afiladas y dispuestos a entrar en combate.

—La próxima vez llevadme con vosotros, padre. ¡Mirad qué bueno soy! —dijo, moviendo en el aire la espada de madera que le había regalado su abuelo.

—Todo a su tiempo, hijo.

Rodrigo aún no había cumplido ocho años, pero ya era un experto en manejar las armas y sabía montar a caballo mejor que los jinetes del batallón.

Agotado por la carrera, el niño se alzó a lomos de la montura de su padre. Al fondo se veía el pueblo, y también a su madre, que ya se había olvidado de la comida y corría a recibir a su marido con los brazos abiertos. Muño, el hijo del labriego, los miraba desde un rincón, admirando la suerte de su amigo, cuyo padre mandaba un escuadrón de victoriosos guerreros.

De todos eran conocidas las gestas de Diego Laínez. Además de defender firmemente la frontera oriental de Burgos, había conquistado para su rey las fortalezas de Úrbel, La Piedra y Ubierna. Eran tiempos de gloria para el señor de Vivar.

Rodrigo, que había vivido ese ambiente de continua pelea, soñaba con ser un guerrero tan valeroso como él y con dominar las tierras que alcanzaba a ver desde el campanario de la iglesia, y aún más lejos. Y su padre le enseñaba a usar cada vez mejor las armas y hasta le daba lecciones de estrategia.

—¡Recordadlo, Rodrigo —le gustaba repetir—, un guerrero debe saber manejar bien las armas, pero mejor la cabeza!

Y el joven Rodrigo se lo repetía, a su vez, a su amigo Muño, el hijo del labriego, que no lo veía nada claro.

—Pero, Rodrigo, nosotros no tenemos casco.

—¿Y qué?

—Pues que nos romperemos la crisma si comenzamos a cabezazos con los enemigos. Mi cabeza es muy dura —dijo, dándose un manotazo en ella—, pero ¿no es mejor una buena espada?

Rodrigo se sentía incapaz de explicar a su amigo lo que su padre le quería explicar con ello. Así que atajó.

—Olvidad lo que os he dicho. Cuando vayamos a la batalla, seguidme y haced siempre lo que yo haga.

—¡Qué bien! ¿Vamos a ir a pelear por fin de verdad?... —preguntó Muño—. ¿Ya nos deja ir vuestro padre?

Por aquel entonces no había grandes batallas. Eran tiempos de casi paz. Una paz incómoda, salpicada de escaramuzas y ataques de uno y otro bando. Resultaba amenazante una frontera tan cerca de Burgos, la capital del condado, la ciudad donde estudiaba Sancho, el infante.

El rey Fernando I tomó una decisión, y se lo comunicó a sus fieles, entre ellos, a Diego Laínez.

—Tenemos que ampliar nuestro territorio por el este. Así que vamos a atacar las posiciones del reino de Pamplona. Se prepara la gran batalla.

El propio monarca llegó personalmente con sus tropas, pero a Diego Laínez le concedió el honor de ser la avanzadilla que abriese el hueco en el ejército enemigo.

—Así lo haré, majestad.

—Id preparando todo lo necesario para entrar en combate. ¡Antes del otoño la victoria ha de estar de nuestro lado!

Según habían pactado, era la batalla definitiva: si vencían los castellanos, se quedarían con los territorios próximos a su frontera, camino de La Rioja; si triunfaban los navarros, percibirían gran cantidad de dinero y la promesa de no volver a ser atacados.

Ambos reinos se jugaban mucho. El padre de Rodrigo andaba muy ocupado con los preparativos de la batalla, así que apenas podía ver a su hijo, que se hacía grandes preguntas.

—¿Nuestros enemigos no son los moros? —le preguntó a su padre un domingo al salir de la iglesia.

—¡Los enemigos son todos aquellos que te atacan o pueden atacarte para conseguir tus tierras o robar tus riquezas!

Su padre ya había ido con las tropas del rey Fernando, y Rodrigo le esperaba impaciente mientras proseguía con sus duelos de cada día con Muño, que se había convertido en su mejor amigo.

Un atardecer, al fin, apareció su padre con algunos

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