El linaje perdido (Los dioses del norte 3)

Jara Santamaría

Fragmento

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Prólogo

Una noche más, el sol se escondía tras las montañas y la oscuridad caía como una manta sobre el valle. Los vecinos la recibían frotándose las manos para calentar sus dedos, abrochándose un botón más del abrigo y mirando al cielo en busca de la luna. Pero esa noche no había rastro de ella. El cielo estaba inusitadamente oscuro. Los humanos tenían por costumbre llamar a aquel fenómeno «luna nueva».

Los más supersticiosos inventaban leyendas sobre por qué desaparecía una vez al mes. Los que observaban las estrellas, en cambio, aseguraban que era producto de la sombra de la Tierra, que tapaba por completo su visión del sol. Pero muy pocos sabían lo que ocurría de verdad.

Cuando se aseguró de que la sombra la cubría por completo, la Luna respiró profundamente. Era libre, una vez más. Libre para adoptar su segunda forma con la que conseguía bajar al mundo de los humanos y mezclarse entre ellos para disfrutar de sus placeres, de su música, de esa hambre de vida tan impaciente que solo podían tener los mortales. Le divertía hacerse pasar por uno de ellos. Bailar durante horas, escoger a un humano cualquiera y hacerle preguntas, para acabar hablando de asuntos importantes o de cualquier trivialidad que le resultase especialmente exótica, como el precio de las verduras o el resultado de ese partido del que todo el mundo parecía querer hablar.

Había algo fascinante en la manera en la que concebían el paso del tiempo. Le sorprendían sus contrastes. Por un lado, parecían deliberadamente conscientes de su propia mortalidad (esa necesidad casi enfermiza de dejar huella, de encontrar el sentido a su presencia en el mundo...) y al mismo tiempo tenían una habilidad innata para perder el tiempo y preocuparse por asuntos de lo más insignificantes. Ese conflicto tan vivo era algo que la Luna, incluso con todo su poder, incluso siendo la fuente de la magia de todos los brujos de Gaua... no podría llegar a comprender nunca.

Porque ella nunca sería mortal. Ella había nacido para vivir para siempre.

Muy lentamente, la diosa desentumeció sus músculos y estiró su figura, dejando entrever dos brazos y dos piernas de mujer envueltas en un vestido plateado. Su cabello blanco se deslizó por sus hombros cuando echó un último vistazo desde las alturas, dispuesta a descender hacia el valle. Pero una voz muy conocida truncó sus planes.

—Hace una noche preciosa.

La Luna hizo esfuerzos por reprimir su sorpresa. No quería darle ese gusto a la figura que la miraba, envuelta en un abrigo de piel de lobo. En su lugar, se giró hacia él con lentitud y se encogió de hombros, como si enfrentarse a él no le alterase ni lo más mínimo. No era cierto: ni siquiera ella era capaz de sostener su mirada sin inquietarse. Era negra como el más profundo de los abismos.

—¿Acaso no lo son todas? —le retó.

Como toda respuesta, Gaueko sonrió y asintió con la cabeza. Respiró profundamente y echó una ojeada bajo sus pies, observando a los humanos moverse como hormigas, apenas pequeños puntitos insignificantes que daban vueltas sobre sí mismos como si estuviesen aturdidos. Después devolvió su vista a la Luna y la detuvo en sus hombros blancos, que emitían destellos de plata.

—Tienes razón, siempre hemos hecho un buen equipo —dijo, y echó un vistazo a su alrededor, animándola a imitarle—. Mira lo que hemos creado, es imposible no apreciar su belleza. Solo los necios o los cobardes pueden negarlo.

La Luna permaneció en silencio. Las palabras de Gaueko siempre lograban sacudirla de una manera que le gustaría evitar. Ella era hija de Mari. La primera hija de Mari, la que engendró precisamente para dar luz allá donde había oscuridad. Ella no era una aliada de la oscuridad, por mucho que Gaueko se empeñase en hacerla sentir así y envolverla en un millón de dudas. Ella era luz, era vida y consuelo de los humanos. Durante años la habían adorado por ello, ¡la habían venerado! Al menos hasta que...

Un pinchazo de dolor se hundió en su pecho cuando recordó lo sucedido, hacía miles de años, cuando los hombres le hicieron una plegaria a Mari para que acabase con el reinado de las sombras porque la luz de la Luna no era suficiente para acabar con ellas. Así llegó al mundo su hermana el Sol, a la que su madre la había dotado de un poder tan evidente como cegador, y ella... ella quedó relegada a un segundo plano. Era el Sol y no ella quien protegía a los humanos. De pronto ella había pasado a ser su relevo, apenas una tenue luz que era invisible a su lado y que debía salir solo cuando su hermana descansaba.

Ella, que había amado a los humanos, que había jurado protegerlos... de pronto era un elemento más en un cielo estrellado, si acaso un símbolo recurrente para poetas y compositores. No servía para nada más que para eso.

Era frustrante. Hiriente.

Y, por supuesto, eso era algo que Gaueko sabía perfectamente.

—Me pregunto si ella es necia o cobarde —dijo, con curiosidad.

—¿De quién hablas?

—De Mari, ¿quién si no? —Hizo una breve pausa—. Yo apostaría por cobarde, ¿tú qué opinas? Plegarse ante las exigencias de los humanos de esa manera, humillando a su propia hija...

Esta vez sí, la Luna clavó sus ojos en los de él.

—No hables así de mi madre.

—¿Por qué no? ¿Acaso es mentira? ¿Acaso no creó al Sol aun sabiendo lo que eso significaría para ti? —Dejó escapar el aire en un resoplido—. Tuvo que ser duro, no puedo imaginar lo que tiene que ser algo así. Y como si no hubiera sido suficiente, años después castiga a los brujos, ¡tus... propios hijos!, encerrándoles en un mundo del que no pueden salir desde que cumplen los quince años. No se me ocurre una manera más retorcida de resolver un conflicto.

—No te atrevas a culpar a Mari de eso —espetó—. Recuerda quién empezó esta guerra. Fuiste tú quien quiso raptar al Sol. Fuiste tú quien provocó a mi madre.

—Y tú quien no opuso excesiva resistencia. —Sonrió—. Jamás me delataste.

Una nueva punzada se hundió en su corazón.

Tenía razón: no hizo nada.

Y, precisamente, por su incapacidad de tomar partido pagaban ahora sus hijos, los brujos. Era su maldición; como ella no pudo decidir, ellos deberían hacerlo: debían escoger entre el Mundo de la Luz o la magia. Y era una decisión dolorosa, imposible, que vivirían todos y cada uno de ellos y que pesaba sobre su conciencia como una enorme losa.

¿Por qué no había sido capaz de frenar el plan de Gaueko? De no haber sido porque el Basajaun escuchó sus planes y acudió a Mari para impedirlo, Gaueko podría haber ganado e instaurado un reinado de Tinieblas para toda la humanidad. Y ella no hizo nada. ¡Nada! ¿Por qué no había sido capaz de delatar el que iba a ser el rapto de su propia hermana? Se lo preguntaba muchas noches, cuando observaba a los humanos desde el cielo.

Tal vez tuviera algo que ver el efecto que ejercían las palabras de Gaueko en ella, el hecho de que compartían una hija y el vínculo inevitable que eso suponía para ambos. Pero, tal vez, una parte de ella secretamente también quería recuperar todo aquello que había perdido. Tal vez incluso había querido vengarse del Sol, o de Mari, que nunca había hecho el más mínimo esfuerzo por comprenderla. Ese pensamiento la atormentaba más

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