Pieza a pieza

David Aguilar

Fragmento

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Rosas, margaritas y demás

Todo empezó en el hospital, en la habitación 102.

Allí estaban mis abuelos, mi tatarabuela y mis tías, esperando; esperándome.

Ya me conocían; era David, el hijo fuerte y sano que esperaban mis padres, que ya querían mis abuelos y que toda la familia estaba impaciente por que naciera.

Mi abu Basi estaba sentada, frotándose los dedos de las manos, nerviosa, emocionada; se retorcía el anillo constantemente. Esperaba a que mi padre abriera la puerta en cualquier momento, con una sonrisa en los labios y conmigo en brazos, envuelto en el arrullo que ella misma había cosido con tanto esmero, y…

Y sí, supongo que más o menos fue eso lo que pasó.

Mientras tanto, mi padre recorría con los ojos llorosos los largos pasillos, desde quirófano hasta la habitación, hundido por las circunstancias. No se atrevía a entrar en la habitación, pero finalmente abrió la puerta en un momento cualquiera, y yo estaba en sus brazos, envuelto en el arrullo. Pero a mi padre le faltaba la sonrisa y a mí un brazo, y el arrullo absorbía las lágrimas que caían de sus ojos. Cosas que pasan.

—Ferran, ¿qué…? —preguntó mi abuela, levantándose—. ¿Y esa cara… y…? ¿Todo bien? ¿Cómo está Nathalie?

Pero mi padre no podía articular palabra y los demás no podían dejar de mirarlo asustados. Todos se quedaron pálidos al verlo entrar, más blancos que la bata de cualquiera de los médicos de ese hospital. Y yo estaba ahí, ajeno a todo, al terror de mis familiares, a la inquietud de mi abuela y a la pena de mi padre. Tan ajeno que, bueno, ni me acuerdo de nada de esto, por supuesto; lo sé por las veces que lo ha contado papá.

—Pues David… Pues… —intentaba responder.

—David ¿qué? —En ese instante, mi abu se acercó más y descubrió parte del arrullo, viendo por primera vez mi muñón—. Oh, Ferran… —Fue lo único capaz de decir.

—Solo eso… Solo eso… Por lo demás, el médico dice que está perfecto.

Basi empezó a acariciarme las mejillas, la frente, la cabecita. Me cogió la manita, la que sí tengo, y me la acarició con el pulgar. Luego me besó en la frente antes de decir:

—Pues claro que está perfecto, ¿no lo ves?

Curiosamente, de ese beso sí que me acuerdo.

Podéis haceros una idea de cómo fue el resto del día…, y de la semana…, y de, prácticamente, la mitad de mi vida. Las miradas de lástima, como viejas amigas, me han acompañado siempre, hasta las llamo por su nombre y nos saludamos: está la «penasco» (cuando les das lástima, pero también asquete; ¡como si el muñón les fuera a morder!), la «penalivio» (cuando se compadecen de tus padres mientras se alegran de que su hijo haya salido con dos brazos) y la «penobre» (la de, simplemente, «ay, pobre»). Pero bueno, de esto ya os hablaré más adelante, porque tendríamos para un capítulo entero o varios. El caso es que mi madre se despertó de la anestesia poco después, asustada de no verme y cuando lo pudo hacer, lloró, claro, porque fue una sorpresa para todos.

Como si nos quisiera consolar, casi sin darnos cuenta y pese a ser 25 de febrero, la primavera se adelantó: la habitación se llenó de flores, y las flores escondían palabras como «Lo siento», «Ánimos» y «Nuestro apoyo incondicional» en forma de tarjetas que pinchaban más que cualquier espina. Familiares lejanos, vecinos, conocidos se volcaron tanto al conocer el suceso que el polen permaneció flotando por la habitación y acabó formando una nube sobre los ramos que quedaban amontonados fuera, al lado de la puerta.

Ahora mismo, la verdad, me gustaría poder viajar en el tiempo y aparecer allí, frente a la habitación 102, esquivar las rosas, apartar las margaritas para poder abrir la puerta y decirles a mis padres:

—Tranquilos, habéis hecho un buen trabajo.

En aquel entonces lo del brazo les parecía la mayor sorpresa de su vida, pero la verdadera sorpresa vendría más tarde, con lo que conseguirían. Acabaron sorprendiéndose a sí mismos, y yo acabé sorprendiendo al mundo. Mamá y papá están orgullosos de su labor como padres.

Y es que eso de llamar dis-capacidad a lo diferente no hace más que matar en vida al que es distinto. Pero esto lo fui aprendiendo yendo por el camino difícil.

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¿Discapacitado?

Lista de cosas que mi padre pensó que no podría hacer conmigo:

• Jugar a la Play

• Tocar la guitarra

• Llevarme a esquiar

• Enseñarme a montar en bici

• Ir juntos en bici los domingos después de haberme enseñado a montar en bici

Lista de cosas que he hecho con mi padre:

• Jugar a la Play

• Tocar el drumpad y componer

• Ir a esquiar

• Aprender a montar en bici

• Ir juntos en bici los domingos después de haber aprendido a montar en bici

• Ir en patinete eléctrico y representar a una gran marca

• Aeromodelismo

• Montar en kayak

• Hacer natación

• Hacer escalada

Mamá pasó un par de semanas ingresada en el hospital, y yo con ella. Lo suyo fueron complicaciones de la cesárea; lo mío, el «bracito», por supuesto. Todos, durante mucho tiempo, lo llamaban así: «bracito». Igual que a la preposición «sin», también me tuve que acostumbrar a los diminutivos durante mucho tiempo, incluso cuando dejé de ser pequeño. Lo aceptaba porque así me veía yo mismo en muchas ocasiones: diminuto, minúsculo…; en definitiva, -ito. Hasta que, tras demostrar siempre que no era así, decidí no sentirme así.

Los médicos me observaron, me hicieron pruebas y decidieron que era mejor que me quedara en el hospital con mi madre. No supieron fijar un diagnóstico demasiado claro: una malformación regular, una no formación…; fuera lo que fuera, no había rastros de nada maligno. El «bracito» faltaba, y punto. Así que mientras lo verificaban, me quedé allí con mi madre y mi padre, que no se separaba de nosotros.

Y mi abuela tampoco; siempre estaba ahí. Cada día. Le traía comida a mi padre, que arañaba tanto como podía los pocos días de baja de paternidad que daban por entonces, y se pasaba horas conmigo en sus brazos.

—No sé qué haremos, mamá —le decía mi padre. Le corroían las dudas, no dejaba de preguntarse si sería difícil.

—¿Con qué?

—¡Con el niño! —le respondió, como si no fuera evidente. La abu Basi se paseaba lentamente de un lado a otro de la habitación, acunándome para que me quedara dormido, y le pedía que bajara la voz para que no despertase a mi madre—. ¿Qué le dirán los niños en el colegio? ¿Cómo se atará los zapatos? ¿Cómo irá en bici? ¿Cómo conducirá?

Tranquila como ella sola ante este tipo de situaciones, siempre la voz de la razón y del amor, se sentó junto a papá y, aun conmigo entre sus brazos, me besó las mejillas y me pellizcó la nariz. Mi padre lo recuerda con total claridad, y así lo contó por pri­mer

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