Santa Clara 8 - Quinto grado en Santa Clara

Enid Blyton

Fragmento

Índice

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CAPÍTULO 1

CAPÍTULO 2

CAPÍTULO 3

CAPÍTULO 4

CAPÍTULO 5

CAPÍTULO 6

CAPÍTULO 7

CAPÍTULO 8

CAPÍTULO 9

CAPÍTULO 10

CAPÍTULO 11

CAPÍTULO 12

CAPÍTULO 13

CAPÍTULO 14

CAPÍTULO 15

CAPÍTULO 16

CAPÍTULO 17

CAPÍTULO 18

CAPÍTULO 19

CAPÍTULO 20

CAPÍTULO 21

CAPÍTULO 22

CAPÍTULO 23

CAPÍTULO 24

CAPÍTULO 1

El internado de Santa Clara había permanecido desierto y silencioso durante las ocho semanas que duraron las vacaciones de verano. Aparte del rumor de los cepillos y estropajos de la limpieza y de algún que otro timbrazo de los proveedores, el lugar había sido un remanso de paz. El gato del colegio echaba de menos a las muchachas y estuvo una o dos semanas vagando por las aulas con aire triste.

Pero, por fin, ahora todo había cambiado. Los coches de la escuela subían por la colina, abarrotados de chicas parlanchinas y risueñas. ¡Empezaba un nuevo curso en el Santa Clara!

—¡Nadie diría que empieza el curso! —le dijo Pat O’Sullivan a su hermana melliza Isabel—. El sol calienta tanto como en verano. Creo que incluso podremos jugar unos partidos de tenis.

—Yo, desde luego, pienso nadar en la piscina —añadió Bobby Ellis, que tenía más pecas en la cara que nunca—. Supongo que hoy habrán cambiado el agua. Es posible que me bañe después de merendar.

—¡Madre mía, Bobby! —exclamó Claudina, la joven francesa—. ¡Tú siempre estás a punto de jugar al tenis o nadar, correr o saltar! ¡Y cuántas pecas tienes! ¡Jamás había visto tantas pecas en una cara! Estas vacaciones he procurado esconderme del sol, ¡y no me ha salido ni una!

Las muchachas se echaron a reír. A Claudina siempre le habían dado horror las pecas, a pesar de que nunca le había salido ninguna ni en su pálido rostro ni en sus blancas manos.

Las chicas entraron en el internado llamándose unas a otras, dejando sus raquetas de lacrosse por todas partes y precipitándose hacia la familiar escalera para subir a las aulas.

—¡Hola, Hilary! ¡Hola, Janet! ¡Ah, ahí está Carlota, más morena que nunca! ¡Eh, Carlota! ¿Dónde has pasado las vacaciones? Estás más negra que el carbón.

—He estado en España —explicaba Carlota—. Unos parientes míos viven allí. Me lo he pasado de miedo.

—¡Allí está Mirabel! —exclamó Isabel—. ¡Madre mía! ¡Cómo ha crecido! Gladys parece un ratoncito a su lado.

—¡Hola! —saludó la alta y rolliza Mirabel acercándose—. ¿Cómo estáis todas?

—¡Hola, Mirabel! ¡Hola, Gladys! —dijeron las muchachas—. Habéis pasado las vacaciones juntas, ¿verdad? ¡Seguro que os habéis dedicado a nadar y a jugar al tenis todo el tiempo!

Tanto Mirabel como Gladys eran muy aficionadas a los deportes, y aquel curso Mirabel se había empeñado en ser jefa de deportes del Santa Clara. Llevaba dos cursos en quinto grado, y Annie Thomas, la jefa anterior, le había permitido que la ayudara. Como Annie había dejado el colegio, era posible que Mirabel ocupase su puesto, pues en sexto grado no había ninguna alumna más capacitada para el cargo.

—Vamos a ver nuestra clase —propuso Bobby Ellis—. Dijeron que iban a arreglarla durante estas vacaciones. Me gustaría saber qué aspecto tiene.

Todas subieron en masa a la espaciosa aula de quinto grado. Estaba realmente preciosa, pintada de color amarillo pálido, en un tono plátano. La luz era clara y límpida, y desde las ventanas se contemplaba una bella vista.

—¡Solo nos queda este curso aquí y luego pasaremos a sexto! —exclamó Hilary—. ¡Parece mentira que hayamos llegado ya al último curso! Recuerdo que la primera vez que vine al Santa Clara, las alumnas de quinto y sexto me parecían chicas muy mayores. Casi no me atrevía a hablar con ellas.

—Probablemente las pequeñas piensan lo mismo de nosotras —añadió Janet—. La mayoría de ellas se apartan de mi camino cuando me ven, como conejos asustados.

—Este curso tengo una hermana en el segundo grado —les contó Claudina, la chica francesa—. Ha venido conmigo de Francia. ¡Miradla, allí está! Se llama Antoinette.

Desde las ventanas, las muchachas vieron a una chica de unos catorce años, muy parecida a Claudina, con la piel pálida y el pelo oscuro, que permanecía de pie observando a las demás. Daba la impresión de que estaba muy segura de sí misma.

—¿Por qué no bajas a enseñarle el colegio? —le sugirió Pat a Claudina—. Estoy segura de que se siente muy sola y desplazada.

—No —respondió Claudina—. Antoinette no es tímida. Sabe arreglarse sola, como yo.

—Querrás decir «arreglárselas sola» —la corrigió Bobby con una risita—. ¿Es que nunca vas a aprender a hablar bien nuestro idioma, Claudina? ¡Ah, ahí está la vieja Mademoiselle!

En efecto, la profesora de francés salía al jardín en aquel momento con expresión ansiosa.

—¡Está buscando a la pequeña Antoinette! —dedujo Claudina—. Hace dos años que no la ve. ¡La llenará de besos y abrazos! ¡Sin duda, considerará a su sobrinita Antoinette tan fantástica como yo, su sobrina Claudina!

Mademoiselle era tía de Claudina,circunstancia que a veces resultaba una ventaja para Claudina y otras, un estorbo. Esto último fue, de hecho, lo que supuso la buena mujer para Antoinette en aquel momento. La muchacha había pasado un buen rato contemplando a las excitadas chicas inglesas, mientras estas se abrazaban y daban vueltas unas con otras, persiguiéndose y comportándose con el habitual alboroto escolar, un alboroto al que la seria y formal Antoinette no estaba acostumbrada. Entonces, de improviso, cayó sobre ella un verdadero alud.

Dos brazos rollizos estuvieron a punto de estrangularla, y una potente y excitada voz dejó ir en sus oídos una serie de frases cariñosas en francés. Sonoros besos chocaron contra sus mejillas y un nuevo abrazo la obligó a tomar aliento.

Oh, la petite Antoinette, mon petit chou! —dijo Mademoiselle a voz en grito.

Todas las chicas interrumpieron sus juegos y contemplaron, divertidas, a Antoinette y a Mademoiselle. Saltaba a la vista que a

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