Julio Verne - Dos años de vacaciones (edición actualizada, ilustrada y adaptada)

Julio Verne

Fragmento

Índice

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 1

CAPÍTULO 1

AQUELLA NOCHE DE MARZO DE 1860, UN BARCO RÁPIDO, una goleta de cien toneladas llamada Sloughi, iba dando tumbos entre las olas en medio de una gran tormenta.

Eran las once de la noche. En la parte del mundo por donde navegaba la goleta, las noches son cortas en marzo; amanecería a las cinco de la mañana. Pero ¿de qué serviría la luz del sol? Si la tormenta seguía así, la Sloughi acabaría hecha mil pedazos y se hundiría en alta mar.

En la popa del barco, cuatro chicos luchaban por sujetar el timón. Uno de ellos tenía catorce años, dos tenían trece y el más pequeño, un grumete de raza negra, doce. Todos se esforzaban por resistir las embestidas de las olas, que amenazaban con volcar el barco, pero el timón daba unas sacudidas tan fuertes que los chicos corrían peligro de ser arrastrados y salir lanzados por la borda.

Más tarde, poco antes de la medianoche, un golpe de mar empujó el costado del barco con tanta fuerza que los cuatro muchachos cayeron al suelo, aunque pudieron levantarse enseguida.

—¿Todavía funciona el timón, Briant? —preguntó uno de ellos.

—Sí, Gordon —respondió Briant, que había vuelto a su puesto y se mantenía tranquilo.

—Aguanta, Doniphan —añadió Briant, dirigiéndose al tercero de los chicos—. Tenemos que salvar a los demás.

Briant hablaba inglés con acento francés. Se volvió hacia el grumete:

—¿Te has hecho daño, Moko?

—No, señor Briant —dijo el grumete—. Pero tenemos que mantener el barco de cara a las olas porque de lo contrario nos iremos a pique.

En ese momento se abrió la escotilla de la escalera de acceso al salón y aparecieron las caras de dos niños y la cabeza de un perro que comenzó a ladrar.

—¡Briant! ¡Briant! —gritó uno de los niños, de nueve años—. ¿Qué ha pasado?

—Nada, Iverson, nada —replicó Briant—. ¡Volved abajo ahora mismo!

—¡Es que tenemos miedo! —exclamó el otro chico, que era aún más pequeño y se llamaba Dole.

—¿Y los demás? —preguntó Doniphan.

—Los demás también tienen miedo —repuso Dole.

—Bueno —intervino Briant—. Bajad. Encerraos, tapaos con las mantas, cerrad los ojos y no tendréis miedo. No hay ningún peligro.

—¡Cuidado! —gritó Moko—. ¡Otra ola!

Un golpe de mar sacudió la popa de la Sloughi. Por suerte, el agua no llegó a entrar por la escotilla abierta.

—¡Adentro de una vez! —ordenó Gordon—. ¡Largo, o vais a saber quién soy yo!

—Vamos, niños, volved adentro —dijo Briant en tono más suave.

Las dos cabezas desaparecieron. La cara de otro chico mayor asomó por la escotilla.

—¿No nos necesitas, Briant?

—No, Baxter —contestó Briant—. Con nosotros cuatro es suficiente. Quédate con Cross, Service y Wilcox y cuidad de los pequeños.

Baxter cerró la escotilla desde dentro.

¿Qué estaba pasando allí?

¡En aquella goleta arrastrada por el huracán no había más que niños! Eran quince en total, contando a Gordon, Briant, Doniphan y el grumete. ¿Qué hacían allí solos? ¿Dónde estaban el capitán y la tripulación del barco? Un barco de cien toneladas necesita al menos un capitán, un contramaestre y cinco o seis marineros... ¡pero allí solo había un grumete!

Los muchachos ni siquiera sabían la posición exacta de la Sloughi en el inmenso océano Pacífico, el más grande de la Tierra.

En aquellos momentos, lo único que podían hacer Briant y sus compañeros era esforzarse para impedir que las olas volcaran la goleta.

—¿Qué hacemos? —preguntó Doniphan.

—Todo lo que podamos. Que el cielo nos ayude —repuso Briant.

La violencia de la tempestad aumentaba. Las ráfagas de viento amenazaban con destrozar el barco. Además, el palo mayor se había roto cuarenta y ocho horas antes y era imposible colocar una vela en él para poder gobernar mejor la goleta. El palo de atrás, el de mesana, que había perdido la parte superior, aún se mantenía en pie, aunque tarde o temprano se caería. Solo quedaba la vela de este palo, pero amenazaba con desgarrarse; si se rompía, la goleta ya no podría moverse con el viento, las olas la harían volcar de costado y se hundiría.

Hasta entonces no habían visto ni una isla en alta mar ni tierra firme al este. Acercarse a la costa durante una tormenta es algo muy peligroso, pero los niños hubieran preferido las rocas del litoral a las sacudidas de la tormenta, y miraban al horizonte buscando alguna luz que los guiase.

De pronto, sobre la una de la madrugada, se oyó un ruido aterrador que resonaba por encima del silbido del huracán.

—¡Se ha roto el palo de mesana! —gritó Doniphan.

—¡No! —exclam

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