El clan de la foca (Crónicas de la Prehistoria 2)

Michelle Paver

Fragmento

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La hembra de uro apareció de pronto entre los árboles al otro lado del río.

Un instante antes, Torak estaba contemplando los sauces moteados de sol, y de repente ahí estaba el animal. Era más alto que el más alto de los hombres y sus grandes cuernos curvos podrían ensartar un oso. Si cargaba contra él, Torak estaría en un aprieto.

Por desgracia, el viento llevaba su olor directamente hacia el uro. Torak contuvo la respiración al verlo arrugar el negro hocico y olisquear. El animal soltó un bufido y rascó la tierra con una pezuña enorme.

Fue entonces cuando Torak vio al ternero entre los helechos, y se le revolvió el estómago. Los uros son criaturas mansas, excepto cuando tienen terneros. Sin hacer ruido, retrocedió hacia las sombras. Si no la asustaba, quizá no le atacaría.

La hembra de uro volvió a resoplar y revolvió los helechos con sus cuernos. Al cabo de unos instantes, pareció comprender que Torak no le estaba dando caza y se tumbó en el lodo para revolcarse.

Torak exhaló un profundo suspiro.

El ternero se acercó tambaleante a su madre, resbaló, soltó un balido y se cayó. La madre levantó la cabeza y lo ayudó a ponerse en pie con el hocico; luego volvió a tenderse en el lodazal.

Agazapado tras un matorral de enebro, Torak se preguntó qué hacer. Fin-Kedinn, el líder del clan, lo había mandado en busca de un haz de corteza de sauce que habían dejado en remojo en el río; no quería volver al campamento sin él, pero tampoco quería que lo aplastara un uro.

Decidió esperar a que el animal se marchara.

Era un día caluroso de los inicios de la Luna Sin Penumbra, y el Bosque estaba amodorrado de sol. Los cantos de los pájaros resonaban entre los árboles; una brisa cálida del sureste traía el dulzor de la tila. Al cabo de un rato Torak se sosegó del todo. Oyó a unos jóvenes verderones disputarse a chillidos la comida en un avellano. Observó una serpiente que tomaba el sol en una roca. Trató de concentrar sus pensamientos en eso pero, como le sucedía con tanta frecuencia, divagaron hacia Lobo.

Lobo sería para entonces casi adulto, aunque apenas era un lobezno cuando Torak lo había conocido; un lobezno que tropezaba sobre sus patas y siempre quería que Torak le diera bayas de arrayán...

«No pienses en Lobo —se dijo con firmeza—. Se ha ido. Jamás volverá. Piensa en el uro, o en la serpiente, o...»

En ese momento vio al cazador.

Estaba en la misma ribera que él, a veinte pasos río abajo, pero a salvo del olfato del uro. Las sombras eran demasiado densas para distinguirle el rostro, pero Torak comprobó que, al igual que él, llevaba un jubón de gamuza sin mangas y calzas hasta la rodilla, con unas botas ligeras de pellejo sin curtir. A diferencia de Torak, lucía un colmillo de jabalí en una correa en torno al cuello. Era del Clan del Jabalí.

Habitualmente eso habría tranquilizado a Torak. Los Jabalíes tenían una relación cordial con el Clan del Cuervo, donde él llevaba viviendo las últimas seis lunas. Pero había algo extraño en aquel cazador. Avanzaba con paso torpe y dando bandazos, la cabeza oscilando de un lado a otro. Y pretendía acechar al uro. Llevaba dos hachas arrojadizas de pizarra en el cinturón y, al tiempo que Torak lo observaba incrédulo, extrajo una para sopesarla.

¿Estaba loco? Ningún hombre luchaba solo contra un uro. Un uro constituía la mayor presa del Bosque, la más fuerte. Atacar a un uro en solitario era buscarse una muerte segura.

La hembra de uro, contenta y despreocupada, profirió un gruñido y se revolcó aún más en el lodo, disfrutando de poder aliviarse de los molestos mosquitos. Por su parte, el ternero olisqueaba unas adelfillas a la espera de que su madre acabara.

Torak se puso en pie y avisó al cazador haciéndole apremiantes señales con la mano: «¡Peligro! ¡Retrocede!»

El cazador no lo vio. Flexionando un brazo musculoso, apuntó y arrojó el hacha. El arma cruzó silbando el aire para caer con un ruido sordo en la tierra a un palmo del ternero, que huyó asustado.

Su madre profirió un bramido de cólera y se incorporó pesadamente, tratando de distinguir al atacante. Pero el cazador se hallaba aún contra el viento y el animal no captó su olor.

Por increíble que pareciera, el hombre se llevó la mano a su segunda hacha.

—¡No! —susurró Torak con voz ronca—. ¡Sólo conseguirás herirla y harás que nos mate a los dos!

Sin hacerle caso, el cazador empuñó el hacha.

Torak pensó con rapidez. Si el hacha alcanzaba su objetivo, no habría forma de detener a la hembra de uro. Pero si la asustaba en lugar de herirla, quizá sólo haría ademán de atacar antes de huir con su ternero. Tenía que apartarla del alcance del hacha, y rápido.

Respirando hondo, empezó a brincar al tiempo que chillaba:

—¡Aquí! ¡Aquí!

Funcionó... en cierto sentido. El animal soltó un bramido de furia y cargó contra Torak, y el hacha fue a caer allí donde se hallaba un instante antes. Torak logró ocultarse tras el tronco de un grueso roble antes de que la bestia lo alcanzase, pero no tenía tiempo de trepar. El uro ya estaba casi encima de él. Lo oyó gruñir al subir por la ribera del río, sintió sus bufidos cada vez más cerca... En el último momento, el animal viró bruscamente, dando coletazos, para internarse en el Bosque con el ternero galopando detrás.

Cuando hubo desaparecido, el silencio fue ensordecedor.

Torak tenía la cara empapada de sudor cuando se apoyó contra el tronco y soltó un suspiro de alivio. El cazador permanecía en pie con la cabeza gacha, meciéndose de un lado a otro.

—¿Qué pretendías? —le recriminó Torak—. ¡Podría habernos matado!

El hombre no contestó. Tambaleándose, cruzó el río para recuperar sus hachas. Luego volvió arrastrando los pies. Torak seguía sin verle la cara, pero distinguió sus miembros musculosos y el cuchillo de pizarra de filo irregular. Si se enzarzaban en una lucha, Torak perdería. No era más que un niño; ni siquiera tenía trece veranos.

De pronto el cazador trastabilló, se apoyó contra un haya y empezó a vomitar.

Torak olvidó sus recelos y acudió en su ayuda.

El hombre estaba a cuatro patas y vomitaba una baba amarillenta. Arqueó la espalda y, tras una arcada convulsiva, escupió algo viscoso y oscuro, del tamaño del puño de un niño. Parecía... parecía pelo.

Una ráfaga de viento movió las ramas y un rayo de luz permitió a Torak verlo con claridad por primera vez.

Aquel hombre se había arrancado puñados de pelo del cuero cabelludo y la barba, dejando retazos de piel en carne viva. Tenía el rostro cubierto de costras color miel, como el cancro de un abedul. La baba le burbujeó en la garganta cuando escupió el resto de pelo. Luego se sentó sobre los talones para rascarse una erupción de ampollas en el antebrazo.

Torak retrocedió un paso y se llevó una mano a la tira de pellejo de lobo que llevaba cosida al jubón, el distintivo de su clan. ¿Qué le ocurría a aquel hombre?

Renn lo sabría. «Las fiebres —le había contado en cierta ocasi

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