La hija de la víbora (Crónicas de la Prehistoria 7)

Michelle Paver

Fragmento

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1

Un murciélago pasó revoloteando cuando Torak sacaba una flecha del carcaj. Lobo levantó el hocico y olisqueó la brisa. Miró de refilón a Torak y luego, hacia la espesura. «Allí.»

Avanzaron con sigilo entre una maraña de alisos. Torak chapoteaba, hundido hasta la rodilla en las aguas negras; Lobo no hacía el menor ruido con sus grandes pezuñas. El chico arrancó un pelo de una ramita: era áspero y de un marrón rojizo. Las crías de alce eran de ese color. La madre debía de haberse ocultado entre los matorrales buscando dónde pacer.

Torak miró por encima del hombro, hacia el lago. Los alces pueden bucear muy hondo. Podía estar en cualquier parte, sumergiéndose hasta el fondo para arrancar nenúfares con la lengua.

Lobo se quedó inmóvil, con una pezuña en alto y las orejas hacia delante. Entre los árboles, Torak distinguió débilmente una silueta oscura con la forma de una cría de alce.

La cría baló y se levantó sobre sus patas temblorosas. Tenía la altura de un caballo. Un solo golpe de aquellas pezuñas delanteras podría partirle el cráneo a Torak.

Mientras montaba la flecha en el arco, Lobo soltó un bufido de advertencia y, de pronto, la madre alce surgió del lago entre un caos de espuma blanca y frenesí de cascos. Torak se agachó y el animal partió un tronco junto a su cabeza. Lobo dio un salto y le hundió los colmillos en el flácido hocico. La hembra lo levantó en el aire, pero él siguió aferrado a ella. El chico no acertaba a disparar la flecha, no podía arriesgarse a darle a su hermano de camada. Con una fuerte sacudida, la hembra de alce lanzó a Lobo por los aires, que fue a parar contra un árbol con un gañido. Torak avanzó entonces hacia él vadeando el lago. La madre y la cría se habían adentrado en el Bosque y habían desaparecido.

Aturdido, Lobo se puso en pie y meneó la cola; Torak soltó una risa nerviosa.

«¡Por los pelos!»

Renn se burlaría de él cuando se enterara de que un alce había estado a punto de romperle la crisma.

Al emerger entre los matorrales, vio una partida de caza del Clan del Sauce: dos mujeres y dos hombres, cargados con el cuerpo de un corzo dividido en cuatro. Lobo se internó en el Bosque, como hacía siempre que se acercaban extraños, pero Torak se llevó los puños al pecho en un gesto de amistad. Sin pensárselo dos veces, les preguntó si habían visto a su compañera.

—Renn, del Clan del Cuervo —explicó—. Ha ido a ver a los suyos, pero regresa hoy.

Uno de los hombres se dio la vuelta y, en la penumbra, sus tatuajes de clan quedaron al descubierto: tres hojas de sauce entre los ojos, como un ceño fruncido permanente.

—¡La vi hace un par de días! —exclamó en respuesta—. Río abajo, muy lejos.

—Ah, entonces no era ella, porque los Cuervos acampan río arriba.

El ceño del hombre se frunció de verdad.

—Sé muy bien a quién vi. Tiene el pelo rojo como el de su tío Fin-Kedinn, el líder de los Cuervos. El verano pasado tomó como compañero al espíritu errante, el muchacho que habla con los lobos. Ése debes de ser tú. —Entornó los ojos y se llevó una mano al amuleto de hueso de su túnica: «No te me acerques.»

—Parecía haber emprendido un viaje —añadió con sorna una de las mujeres—. Remaba en una canoa, llevaba un morral y un saco para dormir.

Torak sintió una oleada de crispación.

—Pues entonces no era ella, seguro.

La mujer se rió por lo bajo.

—A lo mejor se ha cansado de ti.

Reanudaron su camino, riendo.

Torak seguía enfadado cuando llegó al campamento. Estaba sumido en la oscuridad, sin un fuego que le diera la bienvenida, sin Renn.

Ni Lobo ni su compañera, Pelaje Oscuro, habían vuelto aún de cazar, pero los lobeznos se abalanzaron sobre él para lamerle el pecho y gimotear pidiendo comida, mientras que su hermano mayor, Guijarro, se limitó a saludarlo con un gesto distraído. Guijarro se tomaba muy en serio la tarea de vigilar a los lobeznos y rara vez se relajaba.

En el refugio, Torak encontró el saco para dormir doble tal como lo había dejado, aunque ligeramente mordisqueado. Sintió una punzada de inquietud. Estaban en la Luna de la Mora de los Pantanos, cuando algunas partes del río rebosaban de salmones, y eso significaba que podía haber osos. Renn siempre decía que se preocupaba demasiado por los osos. Torak le respondía que ella se preocuparía también si uno hubiera matado a su padre.

Pero Renn sabía cuidar de sí misma: con un arco, era la mejor tiradora del Bosque. Si él salía en su busca, se enfadaría.

Se levantó un viento que empezó a arrojarle vilano de cardo en la cara como si fuera nieve de verano. Los pinos se agitaban inquietos: sabían que pasaba algo malo.

Seguir un rastro era lo que a Torak se le daba mejor e incluso a la luz de las estrellas encontró el de Renn, de tres días atrás. Se alarmó al ver que no conducía hacia el valle donde estaba acampado su clan, sino hacia el Río del Endrino, donde Renn y él tenían su canoa. Y la canoa había desaparecido. Las huellas que habían dejado al arrastrarla y unas ramitas dobladas le revelaron que Renn había remado río abajo, como le había dicho el hombre del Clan del Sauce.

«Parecía haber emprendido un viaje. Llevaba un morral y un saco para dormir.»

Nada de eso era posible, no podía tratarse de Renn. Habría tenido que preparar esas cosas en secreto: raspar y coser pellejos de reno para el saco, trenzar varas de sauce para hacerse el morral. Habría tenido que engañarlo durante días.

No, no podía ser cierto. Renn no haría algo así. No lo abandonaría sin decir palabra.

Pero lo había hecho.

Muchas Luces y Penumbras atrás, cuando Lobo era una cría, sus padres y sus hermanos de camada se habían ahogado en una terrible Agua Rápida. Lobo había pasado mucho miedo y mucha hambre hasta que apareció Alto Sin Cola. Eran hermanos de camada desde entonces.

Alto Sin Cola no era un lobo auténtico, pues caminaba sobre las patas de atrás y no tenía pelaje ni cola, pero sí el corazón y el espíritu de un lobo y formaba parte de la camada. Lobo y él habían cazado juntos su primer ciervo, habían luchado juntos contra demonios y otras cosas malas, y los dos habían conseguido compañera. Pero, aunque Lobo compartía el aliento con su compañera y sus lobeznos, siempre había sabido que su misión era estar con Alto Sin Cola y protegerlo. Ésa era la misión de Lobo.

El Ojo Brillante Caliente ya ascendía en el cielo cuando Lobo y su compañera trotaron de vuelta a la guarida con las panzas llenas de salmón. Los lobeznos los atacaron con ansiosos lametones y gimiendo de hambre: «¡Yo primero, yo primero!»

Entre arremetidas y empujones, se zamparon el delicioso pescado regurgitado; luego se dejaron caer unos sobre los otros y se quedaron dormidos.

La compañera de Lobo estaba ahora tumbada con el hocico entre las zarpas e incluso el mayor de los lobeznos dormitaba, pero Lobo se sentía intranquilo. Algo andaba mal, lo notaba en el pelaje. Los pinos que protegían la guarida estaban gimiendo. ¿Qué habían captado?

Entonces Lobo lo percibió también: una sombra y una amenaza, las de una criatura en el Bosque que no formaba

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