Mi hermano se llama Jessica

John Boyne

Fragmento

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1

Una tarde muy extraña

La historia de cómo mi hermano se hizo esa cicatriz que tiene sobre el ojo izquierdo, casi paralela con la ceja, me la han contado muchas veces. Cuando yo nací él ya había cumplido los cuatro años y desde que tenía memoria había anhelado un hermano, una hermana o un perro, pero mamá y papá siempre le decían que no.

—Nadie necesita más de un hijo —insistía papá—. El planeta ya está superpoblado. ¿Sabes que, en esta misma calle, en la casa de al lado, hay una familia con siete niños menores de seis años?

—¿Y eso cómo es posible? —preguntó mi hermano Jason, quien, a pesar de que en aquel entonces no era más que un niño, entendía bastante bien cómo funcionaba el mundo.

—Dos pares de gemelos —respondió papá con una sonrisa.

—Y a los perros hay que sacarlos a pasear constantemente —añadió mamá—. Y antes de que nos asegures que lo sacarás tú, ya sabemos que eso es lo que dices ahora, pero a la larga seremos papá o yo quienes terminemos haciendo la mayoría del trabajo pesado.

—Pero...

—Además, ensucian muchísimo —dijo papá.

—¿Quiénes? —preguntó Jason—. ¿Los perros o los hermanos?

—Ambos.

Mamá y papá insistieron tanto en que no habría más incorporaciones en nuestra familia que mi hermano debió de sufrir una especie de shock cuando un día le pidieron que se sentara y le informaron de que, pese a todo, su deseo se cumpliría y seis meses más tarde habría un nuevo bebé en casa. Al parecer se emocionó a tal punto que salió disparado al jardín trasero y estuvo corriendo en círculos durante veinte minutos, gritando a más no poder, hasta que se mareó tanto que se cayó y se golpeó la cabeza contra un gnomo de jardín.

Aunque no fue eso lo que le causó la cicatriz.

Yo nací con un problema. Tenía un agujero en el corazón y los médicos creían que no sobreviviría mucho tiempo. El agujero era apenas del tamaño de una cabeza de alfiler, pero, si eres un recién nacido y tu corazón tiene el tamaño de un cacahuete, puede ser bastante peligroso. Me mantuvieron en una incubadora unos cuantos días y luego me trasladaron a un quirófano, donde un equipo de cirujanos intentó resolver el problema. Durante todo ese tiempo mi hermano estuvo en casa con la canguro, llorando con tanta fuerza por la preocupación que se cayó de la silla y se golpeó la cabeza contra una mesita auxiliar.

Aunque tampoco fue eso lo que le causó la cicatriz.

Los médicos informaron a mis padres de que la semana posterior sería crítica, pero, como los dos siempre tuvieron trabajos muy importantes —hoy en día mamá ya es ministra, aunque en aquella época no era más que una parlamentaria común y corriente, y papá siempre ha sido su secretario personal—, no podían estar conmigo todo el tiempo, de modo que se turnaban para visitarme en el hospital. Mamá venía las mañanas en que la cámara no celebraba sesión, pero la llamaban constantemente para que asistiera a alguna reunión, y papá venía por las tardes, aunque no le gustaba quedarse mucho rato por si se producía «alguna novedad», como decía él, que lo obligara a regresar a Westminster lo más rápido posible. A mi hermano lo trajeron a verme por primera vez la noche siguiente a la operación y, aunque en ese momento no tenía más que cuatro años, se negó a volver a casa y armó tal jaleo que las enfermeras terminaron preparándole una cama plegable en la habitación contigua a la sala de incubadoras.

—Tal vez el bebé perciba que hay alguien velando por él —dijo la enfermera—. ¿Qué daño puede hacerle?

—Y al menos sabemos que aquí estará a salvo —respondió mamá.

—Además, no tendremos que pagar horas extra a la canguro —añadió papá.

Sin embargo, unas noches más tarde, una de las máquinas que me mantenían con vida emitió un ruido que asustó a mi hermano, que se bajó de la cama plegable para ir a buscar a un médico. Ahora bien, como la habitación estaba a oscuras tropezó con el cable de algo llamado «soporte para bomba de infusión intravenosa» y cuando, unos momentos más tarde, apareció la enfermera, yo seguía durmiendo profundamente, pero él estaba tumbado en el suelo, aturdido y con sangre encima del ojo, donde se había abierto una brecha.

—¡No deje que mi hermano se muera! —gritaba mientras la enfermera le examinaba la herida.

—Sam no se va a morir — respondió ella—. Míralo, se encuentra bien. Está totalmente dormido. A ti, en cambio, habrá que ponerte puntos. Ten, sujétate esta toalla contra la frente y vayamos a mi despacho.

Pero mi hermano Jason estaba convencido de que mi problema era terriblemente grave y que si me dejaba a solas ocurriría algo espantoso. De modo que insistió en quedarse en la habitación, hasta que la enfermera no tuvo más remedio que coserle la herida allí mismo, y probablemente fuera bastante novata, porque no lo hizo muy bien.

Y eso fue lo que le causó la cicatriz.

Esa herida siempre me ha despertado un cariño especial, porque cada vez que la miro pienso en esa historia y en cómo Jason insistió en quedarse a mi lado cuando yo estuve enfermo. Me recuerda lo mucho que mi hermano me ha querido siempre. Incluso cuando se dejó crecer el flequillo y ya no se le veía la cicatriz como antes, yo sabía que estaba allí. Y lo que significaba.

Mi hermano Jason me ha cuidado desde que tengo memoria. Tuve canguros, por supuesto —montones de canguros—, porque, según decía mamá, si no priorizaba a sus votantes, ellos votarían por el otro partido en las elecciones siguientes y entonces el país se hundiría. Y papá insistía en la importancia de que mamá siempre ganara por una diferencia considerable para poder seguir ascendiendo por la resbaladiza ladera de la política.

—Al partido le da buena imagen no sólo que gane, sino que gane por mucho —explicaba.

La mayoría de las canguros no se quedaban demasiado tiempo; según decían, eran profesionales cualificadas, con estudios universitarios, que conocían sus derechos, y no estaban dispuestas a que se las tratara como a esclavas. Aunque mamá siempre les señalaba que, siendo tan cultas como decían, seguramente sabían que a los esclavos no se les pagaba, mientras que a ellas sí, y a continuación se volvía hacia papá y soltaba algo así como: «Éstas son de las que acuden a manifestaciones y protestan contra todo, pero en realidad no mueven un dedo para mejorar las cosas», momento en el cual estallaba una discusión sobre todo tipo de temas, desde las deficiencias del sistema sanitario hasta el desarme nuclear, pasando por el aumento del precio del transporte y el proceso de paz en Oriente Próximo.

A veces mis padres y la canguro llegaban a una especie de acuerdo, pero las cosas no tardaban más de unas semanas en volver a empeorar. Entonces repasaban el anuncio original y la chica (aunque en una ocasión también hubo un chico) indicaba que en él no se decía nada sobre tener que planchar la ropa de los padres, arrancar las malas hierbas del jardín o doblar mi­les de folletos electorales y meterlos en sobres mientras veía la televisión en su habitación durante su tiempo libre. Pero mamá le mostraba la parte en que se mencionaban «otras tareas generales del hogar» y acto seguido empezaban a grit

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