El monstruo que se alimenta de nuestros miedos

Roberto Iannucci

Fragmento

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—¿Cuántos años tienes? —preguntó Fernando tras unos momentos de silencio.

—Siete.

—Entonces no puedes ser un niño pequeño, porque tienes la misma edad que nosotros —reflexionó él mientras se ajustaba las gafas—. Lo que significa que eres una niña.

Jaime puso los ojos como platos. Era la primera vez que oía aquello, y nunca se lo había planteado. Además, Fernando parecía haberlo dicho en serio, y no en un intento de reírse de él.

—Yo no soy una niña —se defendió, molesto.

—¿Y entonces por qué no juegas al fútbol? —repitió Mario, que ya empezaba a enfadarse también.

—¡Porque no me gusta!

—Lo que tú decías —le dijo el pelirrojo a Fernando—. Es una niña.

Y se fue con los demás, que ya habían empezado el partido.

—Mario es idiota —dijo Jaime una vez estuvieron solos.

Su compañero no respondió a aquello. De hecho, ni despegó los labios. Lo único que hacía era mirarlo con fijeza, como si fuera un espejo sucio en el que intentara encontrar su reflejo entre la mugre.

—¿Qué pasa? —se exasperó Jaime.

—Lo siento, pero no puedo ser tu amigo.

—¿Por qué?

—Porque no te gusta el fútbol.

Y después de pronunciar aquellas palabras, se giró y salió corriendo, dejando a Jaime solo. Ya no quedaba nada del genial hijo del militar al que todos le querían preguntar. Ahora solo quedaba un niño al que no le gustaba el fútbol. O, más bien, una niña.

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El monstruo abandona los setos que le sirven de escondite y se aferra a la pierna de Jaime. Después empieza a subir por ella como una serpiente por un tronco. Y una vez arriba, se asienta en sus pequeños y temblorosos hombros y comienza a alimentarse de su tristeza y la angustia. Como pago, le inyecta unos venenosos pensamientos que lo hacen hundirse poco a poco en un barro del que le será difícil salir.

Para cuando deja de llorar, Jaime tiene una cosa clara: o fútbol o humillación para el resto de su vida.

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