La increíble historia de... - Un amigo excepcional

David Walliams

Fragmento

cap-1

 

1

 

Rascar y oler

El señor Fétido no olía mal... sino requetefatal. Lo suyo era lo que se dice una fetidez fétidamente fétida. Es una lástima que no exista el verbo «fetidar», porque le habría ido que ni pintado. Podría decirse que era el ser más apestoso, nauseabundo y maloliente que haya atufado jamás la faz de la Tierra.

La fetidez es la peor clase de olor que existe. Es peor incluso que un hedor. Y un hedor es peor que una peste. Y una peste es peor que un tufo. Y con un ligero tufo basta para que se te arrugue la nariz.

El señor Fétido no tenía la culpa de oler tan mal. Al fin y al cabo, era un vagabundo. No tenía casa, y por tanto no podía ducharse, como hacemos tú y yo. Con el paso del tiempo, su fetidez se fue haciendo cada vez más insoportable. He aquí al señor Fétido.

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Está hecho un figurín, con esa pajarita y esa chaqueta de tweed, ¿verdad? Pero no os dejéis engañar. Esta ilustración no le hace justicia, porque falta el olor. Este podría ser uno de esos libros que huelen cuando los rascas, pero apestaría tanto que tendríais que tirarlo a la basura. Y luego enterrar el cubo. Muy hondo.

Esa perrita negra que veis a sus pies es Duquesa. No era un perro de raza, sino un simple chucho, y también apestaba lo suyo, aunque no tanto como el señor Fétido. Nada en el mundo olía tan mal como él. A no ser su barba. La barba del señor Fétido estaba llena de trocitos de huevo, salchicha y queso que se le habían caído de la boca años atrás. Nunca, pero nunca, se la había lavado con champú, así que la barba tenía su propia y peculiar fetidez, peor aún que la general.

Cierta mañana, el señor Fétido se presentó en el barrio sin más y se instaló en un viejo banco de madera. Nadie sabía de dónde había venido ni adónde se dirigía, si es que iba a alguna parte. Por lo general, la gente del barrio se mostraba amable con él. A veces dejaban unas pocas monedas a sus pies y se alejaban a toda prisa tapándose la nariz. Pero nadie quería ser su amigo. Nadie se paraba a charlar un rato con él.

Eso cambió el día que una niña reunió el valor suficiente para dirigirle la palabra. Y ahí es donde empieza esta historia.

—Hola —dijo la niña, con la voz algo temblorosa por los nervios. Se llamaba Chloe. Solo tenía doce años y nunca había hablado con un mendigo. Su madre le tenía prohibido acercarse a «esa gentuza». De hecho, ni siquiera le gustaba que Chloe hablara con los chicos que vivían en los bloques de protección oficial. Pero Chloe no creía que el señor Fétido fuera gentuza, sino un hombre que seguramente tenía una historia muy interesante que contar, y si algo le gustaba a Chloe eran las historias.

Todos los días pasaba por delante del vagabundo y de la perrita en el coche de sus padres, de camino a su escuela privada para niñas pijas. Lloviera o hiciera sol, allí estaba el señor Fétido, siempre sentado en el mismo banco con la perra a sus pies. Mientras Chloe iba tan ricamente en el asiento de cuero del coche, junto a su hermana pequeña, una viborilla llamada Annabelle, lo veía por la ventanilla y no podía evitar hacerse preguntas.

Los pensamientos se atropellaban en su mente. ¿Quién era ese hombre? ¿Por qué vivía en la calle? ¿Habría tenido un hogar alguna vez? ¿Qué comía su perro? ¿Tendría algún amigo o familiar? Y si los tenía, ¿sabrían que vivía en la calle?

¿Dónde pasaría la Navidad? Si querías mandarle una carta, ¿qué dirección tenías que poner en el sobre?, ¿«El banco, ya sabéis cuál, un poco más allá de la parada de autobús, nada más doblar la esquina»? ¿Cuándo se habría bañado por última vez? ¿Y se llamaría realmente señor Fétido?

Chloe tenía una imaginación muy fértil. A menudo se tumbaba en la cama e inventaba historias acerca del señor Fétido. A solas en su habitación, se le ocurrían toda clase de peripecias fantásticas. Tal vez el señor Fétido fuera un viejo y heroico marino que había ganado muchas medallas al valor pero no había podido adaptarse a la vida en tierra firme. O quizá fuera un famoso cantante de ópera que una noche, tras dar el do de pecho en la ópera de Londres, se había quedado sin voz y nunca había podido volver a cantar. O tal vez fuera en realidad un agente secreto ruso que iba disfrazado de mendigo para espiar a la gente del barrio...

Chloe no sabía nada de él. Pero lo que sí sabía, el día que se paró a hablar con él por primera vez, era que el vagabundo necesitaba mucho más que ella ese billete de cinco libras que tenía en la mano.

También parecía muy solo, no porque no hubiese nadie a su lado, sino porque daba la impresión de no tener ningún amigo. Eso apenó a Chloe. Sabía muy bien qué era la soledad, porque la había experimentado en sus propias carnes. Veréis, a Chloe no le gustaba demasiado ir al cole. Su madre se había empeñado en apuntarla a una escuela de secundaria muy pija solo para chicas en la que no había podido hacer ni una amiga. Tampoco es que le gustara demasiado estar en casa. Allá donde fuera, siempre tenía la sensación de que no acababa de encajar.

Además, era la época del año que menos le gustaba: la Navidad. Se supone que todo el mundo adora la Navidad, sobre todo los niños, pero Chloe la detestaba. Detestaba el espumillón, las galletas sorpresa y los villancicos, detestaba tener que ver el discurso de la reina por la tele, detestaba los dulces típicos y que nunca cayera una nevada como las de las tarjetas navideñas, detestaba sentarse a la mesa con su familia sabiendo que la cena se alargaría durante horas y horas, y por encima de todo detestaba tener que fingir que estaba contenta solo porque era 25 de diciembre.

—¿En qué puedo servirla, joven dama? —preguntó el señor Fétido. Para sorpresa de Chloe, hablaba con un tono exquisitamente educado. Como nadie se había parado nunca a hablar con él, se quedó mirando a esa niña regordeta, un poco desconfiado.

De pronto Chloe sintió una punzada de miedo. Tal vez no hubiese sido tan buena idea pararse a hablar con el viejo vagabundo. Llevaba semanas, meses incluso, intentando reunir el valor necesario para hacerlo, pero no era así como había imaginado que pasaría.

Para colmo de males, Chloe tuvo que dejar de respirar por la nariz. El hedor empezaba a marearla. Era como si una criatura viva se le hubiese metido por la nariz sin que se diera cuenta y le escociera en la garganta.

—Hummm, perdone que le moleste...

—¿Sí...? —dijo el señor Fétido, un poco impaciente, para sorpresa de Chloe. ¿A qué venía tanta prisa? El hombre se pasaba el día sentado en su banco. No podía creer que de repente tuviera que irse.

En ese momento Duquesa empezó a ladrarle, y Chloe se sintió todavía más asustada. El señor Fétido tiró de la correa, que en realidad era un viejo trozo de cuerda, para que la perra dejara de ladrar.

—Pues, verá... —empezó a explicar Chloe, nerviosa—, mi tía me ha mand

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