La increíble historia de... - Mi tía terrible

David Walliams

Fragmento

cap-2

1

La gran nevada

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Todo se veía borroso.

Primero solo distinguió colores.

Luego líneas.

Poco a poco, Stella empezó a ver las cosas con más nitidez, hasta que la habitación apareció con todo detalle ante sus ojos.

La niña se dio cuenta de que estaba acostada en su propia cama. Su habitación era solo una de las muchas que había en la gran mansión familiar. A la derecha quedaba el armario ropero, y a la izquierda, un pequeño tocador junto a un imponente ventanal. Stella conocía aquella habitación como la palma de su mano. Vivía en Saxby Hall desde que había nacido. Pero, por algún motivo, en ese instante todo le pareció extraño.

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Fuera no se oía ni una mosca. La casa nunca había estado tan silenciosa. Era sobrecogedor. Sin levantarse, Stella se volvió para mirar por la ventana.

Todo se veía blanco. La nieve había caído con fuerza y lo cubría absolutamente todo hasta donde alcanzaba la vista: la larga pendiente de césped, el inmenso y profundo lago, los campos que se extendían más allá de la casa.

Había carámbanos de hielo colgados de las ramas de los árboles. Todo estaba helado.

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No había ni rastro del sol. El cielo se veía pálido como la cera. No parecía que fuera de noche, pero tampoco de día. ¿Serían las primeras horas de la mañana o las últimas de la tarde? La niña no habría sabido decirlo.

Stella tenía la impresión de que llevaba durmiendo una eternidad. ¿Habrían pasado días, meses, años? Tenía la boca seca como la arena del desierto; el cuerpo, pesado como una losa. E inmóvil como una estatua.

Por un instante se le ocurrió que a lo mejor seguía dormida y estaba soñando. Soñando que estaba despierta en su habitación. Stella había tenido ese sueño antes, y le daba miedo porque, en él, no podía moverse por más que lo intentara. ¿Sería la misma pesadilla? ¿O algo peor aún?

ImagenPara salir de dudas y comprobar si estaba realmente soñando, pensó que lo mejor sería intentar moverse. Empezando por el extremo más alejado de su cuerpo, intentó menear el dedo meñique de un pie. Si estaba despierta y pensaba en menear el meñique, este la obedecería al instante. Sin embargo, por más que lo intentaba, el meñique no se movía ni pizca. No se inmutó siquiera. Como si aquello no fuera con él. Uno tras otro, Stella intentó mover todos los dedos del pie izquierdo, y luego del pie derecho. Y uno tras otro, todos los deditos se negaron a obedecer. Cada vez más asustada, la niña intentó mover los tobillos en círculos, estirar las piernas, doblar las rodillas y, finalmente, se concentró con todas sus fuerzas en intentar levantar los brazos. Pero todo fue en vano. Era como si la hubiesen enterrado en arena del cuello para abajo.

Entonces creyó oír algo al otro lado de la puerta. La casa de la familia Saxby había ido pasando de generación en generación desde hacía siglos. Era tan antigua que crujía a todas horas, y tan grande que hasta el más leve ruido resonaba en su interminable laberinto de pasillos. A veces, la joven Stella creía que la casa estaba encantada. Que un fantasma se paseaba por Saxby Hall a altas horas de la noche. Cuando se metía en la cama, creía oír a alguien o algo moviéndose al otro lado de la pared. A veces hasta creía oír una voz que la llamaba. Aterrada, se iba corriendo al dormitorio de sus padres y se metía en su cama. Ellos la abrazaban con fuerza y le decían que no se preocupara, que todos esos ruiditos extraños no eran más que el traqueteo de las viejas cañerías y el crujir de los tablones del suelo.

Stella no las tenía todas consigo.

ImagenSus ojos volaron hasta la gran puerta de roble de la habitación, que tenía cerradura pese a que Stella nunca la usaba ni sabía dónde podía haber ido a parar la llave. Lo más probable era que la hubiese perdido siglos atrás alguno de sus tataratatarabuelos, uno de esos caballeros y damas, de la nobleza que habían pasado a la posteridad con cara de pocos amigos en los retratos al óleo que adornaban los pasillos de la casa.

Por el agujero de la cerradura se colaba un haz de luz que de pronto se apagó. La niña creyó distinguir un globo ocular observándola a través del orificio.

—Mamá, ¿eres tú? —preguntó. Al oír su propia voz, Stella supo que no estaba soñando.

Al otro lado de la puerta reinaba un silencio de lo más inquietante.

Stella reunió valor para volver a hablar.

—¿Quién hay ahí? —preguntó con voz temblorosa—. ¡Dime quién eres, por favor!

Los tablones del suelo crujieron al otro lado de la puerta. Alguien o algo había estado espiándola a través de la cerradura.

El pomo giró y la puerta se abrió despacio. La habitación seguía a oscuras, pero el pasillo estaba iluminado, y lo primero que vio Stella fue una silueta recortada a contraluz.

La silueta en cuestión medía tanto de ancho como de alto, era rechoncha como un barril y tirando a bajita. Fuera quien fuese, llevaba una chaqueta tipo sastre y unos bombachos (esos pantalones que usan algunos jugadores de golf, con la pernera corta y holgada). Un gorro como el de Sherlock Holmes coronaba su cabeza, con las solapas de las orejas colgando a los lados de la cara, lo que no le favorecía demasiado. De sus labios asomaba una larga y robusta pipa. Las volutas de humo no tardaron en llenar el dormitorio con su empalagoso olor a tabaco dulzón. En una mano llevaba puesto un grueso guante de cuero, sobre el que se erguía la silueta inconfundible de un búho.

Stella supo al instante de quién se trataba: era su malvada tía Alberta.

—Vaya, por fin te has despertado, criatura —dijo la mujer. Su voz era grave y profunda como el retumbar de un trueno. Cuando cruzó el umbral y entró en la habitación de su sobrina, sus grandes botas marrones con puntera de acero resonaron en los tablones del suelo.

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Ahora que la veía en penumbra, Stella distinguió el grueso tweed de su traje, así como las largas y afiladas garras del ave que se aferraba a su mano enguantada. Era un gran búho de las montañas de Baviera, la especie más grande de búhos que se conocía. En las aldeas de Baviera, los lugareños se referían a esa clase de pájaros como «osos voladores» por su tamaño descomunal. Ese búho en particular se llamaba Wagner. Era un nombre bastante extraño para una mascota, pero la tía Alberta tampoco era lo que se dice una persona normal y corriente.

—¿Cuánto tiempo llevo dormida, tía Alberta? —preguntó Stella.

La mujer dio una larga calada a su pipa y sonrió.

—Ah, unos meses de nada, criatura.

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