La Cronopandilla

Ana Campoy

Fragmento

cap-1

1

El hámster Leonardo era un ejemplar marrón de pelo largo. Había vivido con la familia de Eric cerca de un año, disfrutando de una vida corriente aunque no exenta de placeres. Los hámsteres corrientes suelen vivir uno o dos años, al igual que el resto de los roedores. Es un período bastante aceptable. Pero, como en todas las estadísticas, se trata solo de una media: la media que se le aplicaría a cualquier hámster feliz y bien alimentado.

Leonardo era manso y tranquilo. Es decir, un verdadero aburrimiento. La rueda de su jaula permanecía quieta y sin estrenar, pues Leonardo era demasiado perezoso para introducirse en ella y ponerse a dar vueltas. En lugar de eso, no hacía otra cosa que dormir por el día y caminar a paso calmado algunas noches. Con aquellas costumbres, cualquiera habría apostado a que Leonardo sería un hámster verdaderamente longevo. Sin embargo, y a pesar de la tranquilidad con la que afrontaba la vida, su final llegó de sopetón y antes del tiempo estipulado.

Eric, su madre y su hermana Ángela se habían trasladado al pueblo de Alterna acompañados de todas sus pertenencias, incluido Leonardo. La madre de Eric tenía que empezar allí su nuevo trabajo en el periódico local, así que los tres habían llegado a casa de la abuela acompañados de un camión, inmenso en sus tres dimensiones.

Es sabido que las mudanzas suelen conllevar problemas —es algo inherente a las mudanzas—, sin embargo, el día en que la familia de Eric desembarcó en Alterna, nadie podía predecir que los problemas se transformarían de inmediato en tragedia.

Tras una jornada agotadora en la que Eric y su hermana no hicieron otra cosa que trasladar cajas de un lado para otro, ambos decidieron que Leonardo podía salir al porche a tomar el fresco. Por culpa de la recogida de trastos y del viaje hasta la casa de la abuela, hacía más de cuatro días que el hámster no ponía una pata fuera de su jaula. Sin embargo, Eric tuvo la fatal idea de sacarlo en el momento más inapropiado: justo cuando su madre soltaba una caja gigante sobre el suelo de la entrada. El resultado fue que Leonardo llegó al fin de sus días apacibles y que Eric y Ángela se vieron obligados a inaugurar el jardín con un entierro inesperado.

La mañana siguiente al accidente, Eric observaba el montoncito de tierra apilado ante ellos, aún impactado por el suceso. Ángela había colocado sobre él un trozo de papel con el nombre de Leonardo escrito con boli. Permanecía muy cerca de su hermano y guardaba silencio. Eric pensó en el cuerpo del animal y en su descanso eterno. Cuando uno se muda a una casa nueva, suele hacerse ilusiones sobre todo lo que va a encontrar. Está ansioso por hacerse un hueco. Sin embargo, quién iba a imaginarse que Leonardo encontraría el suyo bajo el jardín de la casa de la abuela.

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Eric agarró la mano de Ángela y la animó a que se metieran dentro. Entendía la pena que sentía su hermana en esos momentos, pero no era cuestión de perder el tiempo velando algo que iba a quedarse igual por los siglos de los siglos. Al llegar junto a la mesa de la cocina, los dos se sentaron frente al bote de los cereales. Sin embargo, ninguno probó bocado. Aquella fatal experiencia les había quitado el hambre.

De repente, la voz de su madre fue como un calambre que les hizo levantarse de la silla. Al otro lado de la casa las cosas parecían distintas.

—¡Chicos, venid!

Aquella energía no encajaba con la tristeza de ese primer desayuno, así que los hermanos se miraron entre sí y acudieron a la salita donde la abuela y Emma, su madre, aguardaban expectantes.

—Pero ¿qué es esto?—murmuró Ángela al toparse con la novedad que sostenía Emma en la mano.

—Pues, ¡otro Leonardo! —respondió su madre mostrando al nuevo candidato—. A rey muerto, rey puesto. ¿No te parece?

Ángela guardó para sí sus pensamientos, aunque Eric dedujo al instante cuáles eran. Él tampoco estaba para recibimientos. De hecho, se había hecho el firme propósito de no encargarse de más animales en lo que le quedara de vida.

En cambio, su madre no parecía darse cuenta. Sostenía el nuevo hámster, desorientado y muerto de miedo, agarrándolo por el pescuezo. Al verlo, Eric pensó que si la abuela le hubiera tratado a patadas cuando él entró en la casa, jamás se lo habría perdonado. Así que decidió ser amable. Tomó el hámster y lo metió en la jaula del malogrado Leonardo, aunque con la promesa de no cogerle demasiado cariño.

Tras instalarlo en su nuevo hogar, Eric observó el aspecto del recién llegado. Después, sacó su libreta y se puso a dibujarlo. Su madre se había esforzado en elegir un ejemplar marrón, muy similar al hámster desaparecido, pero era evidente que el nuevo Leonardo se diferenciaba bastante de su predecesor. Sus ojos le observaban como dos aceitunas inquietas, sedientas de aventuras. Era evidente que a aquella hora de la mañana, el antiguo Leonardo jamás habría estado despierto. Se habría pasado el día cobijado dentro de su calcetín y encerrado en su mundo. Sin duda, Leonardo II era distinto; parecía dispuesto a sacar todo el jugo a la vida, así que Eric soltó el lápiz y decidió ir a casa de J. J. a enseñárselo.

Eric pulsó el timbre de la casa de J. J., aunque no fue él quien abrió la puerta. En su lugar, apareció Robert, el hermano mayor, que al ver a Eric con el hámster puso una cara mezcla de repelús e indiferencia. Tal vez estaba extrañado por la presencia de Eric en aquel lugar, o puede que el raro fuera el hámster. O ambas cosas a la vez. Sea como fuere, no hubo tiempo de saberlo. Miranda, la madre de Robert y J. J., asomó la cabeza, medio metro por debajo de la de su hijo, y al ver allí a Eric con la jaula, soltó una exclamación de sorpresa.

—¡Qué chulo! —exclamó verdaderamente emocionada—. ¿Es nuevo?

A Eric le hizo gracia que la madre de J. J. hablara así de un ser vivo, como si se tratara de un televisor o una lavadora. Aunque sabía que lo hacía con la mejor de las intenciones. Estaba claro que procuraba ser amable con el hijo de su amiga, ese chaval solitario que aún estaba traumatizado por haber perdido a su hámster y que llamaba a la puerta mendigando la compañía de su hijo.

A pesar de sus buenos modales, se veía que Miranda no tenía mucho tiempo para alabanzas. Encaminó a Eric hasta la cocina y cogió el bolso para salir. Después se puso el abrigo e intentó abrocharlo sobre su tripa de embarazada.

—Me parece que he llegado a un punto crítico —dijo al ver que los botones no alcanzaban los ojales—. Me temo que ha llegado la hora de visitar la tienda de tallas grandes.

J. J. se echó a reír tras su tazón de leche.

—Pues sí, mamá. A menos que sepas cómo aumentar la densidad de tu materia, jamás entrarás ahí dentro.

—Déjate de densidades y acábate el desayuno.

J. J. obedeció sin sentirse ofendido en absoluto. La lucha verbal era una constante en su familia y su madre era una gran competidora en aquel ring. Aunque parecía que aquella mañana no estaba para muchas batallas. Miranda desistió de abrocharse el abrigo y desapareció hacia el piso de arriba a todo correr.

Eric miró a J. J., que sorbía la leche con actitud triunfante. Conocía su mirada de vencedor. Sus madres eran amigas de to

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