Nacidos en la inundación (El reino del bambú 1)

Erin Hunter

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Orquídea Altoárbol alargó una pata buscando un asidero y se izó por la resbaladiza ladera usando las garras. La lluvia empapaba su espeso pelaje calándolo hasta la piel, y aunque a ella le habría encantado sacudirse el agua de encima, sabía que eso era impensable. Si perdía pie...

—¡Orquídea! —gruñó Bulbo—. ¡Cuidado!

La osa alzó la vista justo a tiempo. Una mata de bambú, arrancada por el incesante torrente de agua, descendía por la montaña en su dirección con las ramas agitándose peligrosamente. Orquídea rugió y se echó a un lado, y el bambú pareció rugirle a su vez cuando pasó cortando el aire cerca de sus orejas. La osa empezó a resbalar de nuevo, pero logró agarrarse a un tronco arraigado con más firmeza y miró hacia abajo. En su frenético descenso, el bambú también iba a pasar muy cerca de Bulbo, pero él ya se había apartado para evitar que se lo llevara por delante. Orquídea vio cómo la mata de bambú saltaba por el borde del precipicio, caía con estrépito al caudaloso río y se veía arrastrada al instante por la espantosa corriente.

Se quedó inmóvil un momento, aferrada al árbol e intentando recuperar el aliento, mientras su pareja trepaba hacia ella con su pelaje blanco y negro lleno de barro y hojas. La cortina de lluvia martilleaba en sus nucas. El Reino del Bambú al completo parecía huir del río desbordado, que ahora llenaba de lodo las orillas de musgo suave y las cómodas rocas donde se tumbaban al sol de la tarde. Las criaturas del bosque se desperdigaban tratando de escapar de la subida de las aguas. Orquídea vio a un panda rojo a poca distancia, con la peluda cola empapada por el barro y muerto de miedo mientras intentaba encaramarse a uno de los árboles. A la osa panda le habría gustado ayudarlo, pero no podía hacer nada por él.

Tenía que proteger a sus cachorros.

—No podemos ir mucho más lejos... —resolló cuando Bulbo llegó a su lado—. Nuestros hijos no tardarán en nacer; lo noto.

—Encontraremos algún sitio seguro, Orquídea —respondió él—. Mira, ahí arriba hay un saliente rocoso. La corriente no llegará hasta allí. Sólo un poco más.

Ella asintió, muy seria, y continuó impulsándose con sus potentes patas traseras para alcanzar el siguiente asidero en la resbaladiza senda. Esperaba que Bulbo tuviese razón. Ya no había nada seguro. Quizá todo el Reino del Bambú acabaría viéndose arrastrado por la riada.

Pero no tenían otra opción que seguir ascendiendo, así que Orquídea continuó trepando paso a paso por la devastada ladera con la vista clavada en el saliente rocoso. Estaban tan cerca que ya podía imaginar la sensación del suelo firme bajo sus patas. Con un poco de suerte, allí encontrarían un refugio. Sólo necesitaba un árbol robusto o una pequeña repisa donde traer al mundo a sus cachorros sin temer que los arrastrase el agua...

—¡Eh! —chilló una voz desconocida por encima de Orquídea.

La osa levantó la cabeza y soltó un respingo cuando la lluvia la cegó por un instante.

—¡Mirad eso, son osos panda!

Orquídea parpadeó para aclararse la vista y distinguió un grupo de desaliñadas figuras de cola larga agarradas a las oscilantes ramas de los árboles. Eran monos dorados, unos diez... quizá los únicos que quedaban de su manada. Miraban a Orquídea y a Bulbo mostrándoles sus afilados colmillos, con aquellas extrañas caras azules de nariz chata contraídas de rabia.

—¡Esto es culpa vuestra! —gritó uno de ellos por encima del rugido de la lluvia, señalándolos con un largo dedo—. ¡Se supone que teníais que avisarnos!

—¡No lo sabíamos! —repuso Orquídea, alzando la voz para hacerse oír.

—¿Dónde está vuestro portavoz del Dragón? —quiso saber otro de los monos.

Orquídea se puso tensa cuando los primates empezaron a bajar de los árboles, primero despacio y luego más rápido, saltando de tronco en tronco como si estuvieran tan enfadados que ya no les importara si resbalaban o caían.

—¿Por qué el portavoz no nos contó lo que iba a suceder?

—No es culpa de Ocaso —gruñó Bulbo, cambiando cautelosamente de posición e interponiéndose entre Orquídea y el avance de los monos—. El Gran Dragón no dijo nada sobre esto.

«Eso no es cierto —pensó Orquídea, desesperada—. O, por lo menos, no sabemos si es lo que pasó... ¿Dónde se ha metido Ocaso Bosqueprofundo?»

—Pata Ligera está muerta... —se lamentó una mona que había saltado al suelo y se había quedado allí, sacudiendo la cola—. Corazón Veloz está muerto... Muchos han desaparecido...

—Y todo porque los pandas han dejado que suceda —gruñó otro mono—. Ellos nos han hecho esto. ¡Nunca volveremos a hacer caso a ningún panda! ¡A por ellos!

—¡Corre! —bramó Bulbo cuando los monos se lanzaron tras ellos, chapoteando en el barro.

Orquídea se giró y clavó de nuevo la vista en la cornisa rocosa. Si lograba llegar hasta allí, si alcanzaba un lugar donde plantar bien las zarpas, entonces esos monos ya podían abalanzarse... porque si ella tenía suelo firme bajo las patas los partiría en dos a dentelladas.

Miró hacia atrás y el pánico la invadió al descubrir que su compañero no la seguía.

—¡Bulbo, no! —bramó.

Pero él ya estaba enfrentándose a los monos, soltándoles gruñidos mientras ellos atacaban. Agarró a uno por la cola y lo lanzó a varios osos de distancia con una fuerte sacudida de la cabeza, y aun así enseguida se vio rodeado por varios más, que se arrojaron sobre su lomo, lo cogieron del pelo y las orejas y empezaron a morderlo y a arañarlo. Orquídea se dispuso a correr a su lado, pero justo en ese momento su compañero resbaló...

El instante pareció prolongarse una eternidad: Bulbo siguió retorciéndose en el barro incluso al tiempo que caía, tratando de liberarse de las garras de los monos.

Un poco más abajo, la cuadrilla de primates se separó de él de un brinco mientras rodaban por la ladera, pero Bulbo no podía frenar...

Y Orquídea vio cómo se estrellaba contra el borde del precipicio, igual que lo había hecho la mata de bambú unos momentos antes. El impacto fue espeluznante y, a pesar de la distancia, pudo oírlo perfectamente. Su compañero rodó y cayó por el despeñadero hasta la corriente crecida. Durante unos segundos, un destello blanco y negro cabeceó en la superficie y finalmente desapareció.

Orquídea soltó un rugido lleno de dolor, pero el estruendo de la lluvia engulló su lamento.

La osa casi deseó que los monos se volvieran contra ella; así podría llevarse por delante a unos cuantos antes de caer también... Pero se habían apiñado de golpe en las ramas más altas y habían enmudecido.

Y, antes de que Orquídea se diese cuenta, se habían esfumado y ella se había quedado completamente sola.

«No, sola no...»

¿Era la voz de Bulbo abriéndose paso a través de su conmoción? ¿O era la suya propia? ¿U otra cosa? Viniera de donde viniese, tenía razón: Orquídea únicament

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos