Aqui, en el mundo real

Sara Pennypacker

Fragmento

MUNDO_REAL-EPUB-2

1

Ware posó la mano sobre los dos ladrillos que había conseguido en su paseo matinal, ahora apilados junto a él al borde de la piscina. Al día siguiente los haría añicos para construir las murallas de su castillo, pero aquella tarde pretendía darles otro uso.

Movió las piernas en el agua, de color turquesa a la luz del crepúsculo. Exactamente a las 7.56, se colocó las gafas, las ajustó y, como si fuera la voz en off de una película, dijo:

—El muchacho se preparó para el gran acontecimiento.

Lo susurró, por si había alguna ventana abierta o por si los Reyes Gemelos andaban merodeando por allí.

En realidad, los Reyes Gemelos no eran gemelos, sino solo dos ancianos que se vestían del mismo modo, con unas bermudas a cuadros y un sombrero tipo pescador. Tampoco eran reyes, pero se paseaban por la residencia de ancianos Sunset Palms como si fueran verdaderos tiranos, fastidiando a cualquier persona que se cruzara en su camino.

Ware había estudiado la Edad Media en la escuela. Los reyes de aquella época podían ser amables y sabios o crueles y chiflados. Todo era cuestión de suerte: tanto si se nacía siervo como caballero, no había más opción que resignarse.

La primera vez que los Reyes Gemelos se habían topado con Ware, él estaba tumbado boca abajo, con la mejilla apoyada en el césped, observando una hilera de hormigas que ascendía pacientemente por una roca para bajar después por el otro lado, mientras pensaba en lo mucho que la vida humana se complicaría si la gente no supiera que algunos obstáculos pueden rodearse. Los Reyes Gemelos lo habían apodado Hombre de la Luna, afirmando que tenían que llamarlo a gritos tres veces para que les hiciera caso.

Desde entonces, cuando se cruzaban con él, soltaban algún chascarrillo que siempre encontraban extremadamente gracioso, hasta el punto de doblarse de la risa. Sin embargo, sus ocurrencias no eran en absoluto graciosas. Eran solo mezquinas.

De todos modos, no tenía importancia. La gente solía burlarse de él diciéndole que estaba en Babia. Ware ya se había acostumbrado.

No, lo que lo había avergonzado había sido que la Capitana apareció y los hizo salir pitando con solo mirarlos. Se suponía que era el niño de once años y medio el que debía proteger a su abuela, no al contrario.

«Oh, son inofensivos —había dicho la Capitana aquella misma noche, riendo y haciéndolo sentir aún peor—. Los microbios les horrorizan, así que basta con decirles que estás enfermo. La diarrea es lo más efectivo».

Como si acabara de convocarlos con el pensamiento, los Reyes Gemelos doblaron la esquina, con las manos apoyadas sobre sus reales barrigas.

—¡Tierra llamando a Hombre de la Luna! —graznó entre carcajadas el más bajito—. ¡Cuidado con el tubo de oxígeno, que no se te enganche en ese desagüe!

Ware echó un vistazo a sus espaldas, hacia el apartamento que ocupaba su abuela, y se encaró con ellos.

—Yo que vosotros no me acercaría mucho. Tengo ganas de vomitar.

Se agarró la tripa y soltó un convincente gemido. Los Reyes Gemelos se marcharon sin más por el mismo camino por el que habían venido.

Ware miró de nuevo el reloj: las 7.58. Movió las piernas en el agua al ritmo de los segundos que faltaban.

A las 7.59, agarró los ladrillos. A continuación, se llenó los pulmones con aquel aire cargado de protector solar —caliente y empalagoso, como si alguien estuviera cocinando dulce de coco justo al lado— y se sumergió en la parte más honda. Los ladrillos enseguida parecieron doblar su peso y lo arrastraron suavemente hacia el fondo.

Jamás había conseguido permanecer en el fondo debido a cierta cantidad de relleno natural que actuaba como dispositivo de flotación. «Esas lorcitas… Algún día serán músculos», aseguraba su madre. Tras días de verse en bañador en el espejo de su abuela, se había dado cuenta de que su madre había omitido un detalle crucial en su predicción: cómo iban a transformarse en músculo. Con toda seguridad, el ejercicio tenía algo que ver. Quizá mañana.

Desde el fondo, Ware ubicó las cuatro enormes palmeras datileras que marcaban las esquinas de la piscina. Las ondas del agua hacían temblar sus gruesos troncos y los deformaban como si fueran gárgolas vivientes.

A las ocho en punto, las guirnaldas luminosas que envolvían dichos troncos se encendían. Y esa tarde lo vería desde el fondo de la piscina. Vale, de acuerdo, no es que «el gran acontecimiento» fuera un espectáculo asombroso, pero había descubierto que todo se veía mucho más interesante desde el agua: misteriosamente distorsionado, pero, de algún modo, también más definido. Era capaz de aguantar la respiración durante más de un minuto, así que dispondría de tiempo suficiente para apreciar el efecto.

Sin embargo, cinco segundos después… Sorpresa. Las hojas de las palmeras empezaron a emitir destellos rojos.

Ware enseguida comprendió lo que ocurría: una ambulancia. Aquellas luces rojas estroboscópicas ya lo habían despertado en tres ocasiones durante las semanas que llevaba en Sunset Palms; algo que no era extraordinario en una residencia para ancianos. Conocía el procedimiento: la ambulancia silenciaba la sirena en la entrada (no era necesario provocar más infartos), aparcaba entre los edificios y, a continuación, el personal sanitario rodeaba a toda prisa la piscina hacia las puertas correderas de los apartamentos, que facilitaban la entrada de las camillas y la salida de los enfermos.

Al igual que en las ocasiones anteriores, mandó por telepatía un mensaje a la persona que ocupaba la camilla en aquel momento: «No tengas miedo». La gente asustada le hacía pensar en los huevos cuando rompías la cáscara, que no dejaban de temblar. Se sentía mal solo con pensarlo.

Mientras observaba el pulso de las palmeras, trató de pensar en otra cosa. En la felicidad, que podía presentarse de forma inesperada cuando, por ejemplo, te enviaban a pasar el verano con tu abuela, algo que sabes que odiarás, pero que al final te encanta porque, por primera vez en tu vida, pasas mucho tiempo solo y en completa libertad. Bueno, con la única pega de esos dos ancianos tan inofensivos aterrorizados por los microbios.

Una garza, tan blanca y definida como si estuviera tallada en jabón, atravesó el cielo púrpura con las alas extendidas. En las películas, el vuelo de un único pájaro solía indicar que el protagonista iba a emprender un viaje. Como siempre sucedía cada vez que veía algo maravilloso, Ware deseó poder compartirlo con alguien: «¿Has visto eso? ¡Guau!». Pero allí no conocía a nadie, aparte de a su abuela, y aquel día no se había encontrado muy bien. Apenas había salido de…

Ware soltó los ladrillos, ascendió como un rayo, se quitó las gafas y lo vio: la puerta corredera de cristal de la Capitana, abierta de par en par y, en el interior, dos sanitarios inclinados sobre una camilla.

La conductora de la ambulancia miraba hacia la piscina. Su chaqueta blanca parpadeaba bajo los destellos de color rosa de las luces, como si los latidos de su corazón fueran de neón. La señora Sauer, del apartamento número 4, merodeaba tras ella, aferrándose el albornoz al pecho y con expresión tensa. Al ver a Ware, levantó un brazo huesudo como si fuera un rifle y lo apuntó directamente hacia él.

Ware nadó como u

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