La casa del reloj en la pared (Los casos de Lewis Barnavelt 1)

John Bellairs

Fragmento

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Lewis Barnavelt se revolvió y se secó las palmas sudorosas en el asiento del autobús que rugía hacia New Zebedee. Transcurría el año 1948, y era una cálida y ventosa noche estival. Afuera, al menos. Lewis veía los árboles tenuemente iluminados por la luna mecerse con suavidad al otro lado de su ventana, cerrada como el resto de ventanas del autobús.

Se miró los pantalones de pana morada, de esos que hacen frufrú cuando caminas. Levantó la mano y se la pasó por el pelo, peinado con raya al medio y engominado con aceite en crema de la marca Wildroot. Ahora se le había quedado la mano grasienta, así que se la volvió a limpiar en el asiento. Movía los labios pronunciando una oración. Era una de sus oraciones de monaguillo.

Quia tu es Deus fortitudo mea; quare me repulisti, et quare tristis incedo, dum affligit me inimicus?

Siendo tú, oh Dios, mi fortaleza, ¿cómo me siento yo desamparado, y por qué me hallo triste al verme importunado por mi enemigo?

Trató de recordar más oraciones, pero lo único que le vino a la mente fue otra pregunta:

Quare tristis es anima mea, et quare conturbas me?

¿Por qué penas, oh alma mía, y por qué me afliges?

Lewis tenía la sensación de que lo único en lo que pensaba últimamente eran preguntas: ¿Adónde voy? ¿A quién conoceré? ¿Me caerá bien? ¿Qué me va a pasar?

Lewis Barnavelt tenía diez años. Hasta hacía muy poco había vivido con sus padres en una pequeña ciudad cerca de Milwaukee. Pero una noche su padre y su madre habían muerto repentinamente en un accidente de coche, y ahora Lewis se dirigía a New Zebedee, la sede del condado de Capharnaum, en el estado de Michigan. Iba a vivir con su tío Jonathan, a quien no había visto en su vida. Por supuesto, Lewis había oído algunas cosas sobre su tío Jonathan, como que fumaba y bebía y jugaba al póquer. No eran cosas demasiado terribles para una familia católica, pero Lewis tenía dos tías solteras que eran bautistas, y le habían advertido sobre Jonathan. Esperaba que sus advertencias resultaran innecesarias.

Mientras el autobús tomaba una curva, Lewis miró su reflejo en la ventana que había junto a su asiento. Vio un rostro regordete y con aire despistado de mejillas lustrosas. El rostro movía los labios. Lewis estaba recitando de nuevo sus oraciones de monaguillo, esta vez con la esperanza de agradar a su tío Jonathan. Judica me Deus… Júzgame, oh Dios… No, no me juzgues: ayúdame a vivir una vida feliz.

Eran las nueve menos cinco cuando el autobús se detuvo frente a la droguería Heemsoth’s Rexall, en la ciudad de New Zebedee. Lewis se levantó, se secó las manos en los pantalones y tiró de la enorme maleta de cartón que colgaba del borde del portaequipajes metálico. El padre de Lewis había comprado esa maleta en Londres al final de la Segunda Guerra Mundial. Estaba forrada de pegatinas arrugadas y desvaídas de la naviera Cunard Line. Lewis tiró con fuerza y la maleta se precipitó sobre su cabeza. Retrocedió tambaleándose por el pasillo, con la maleta alzada peligrosamente en el aire. Entonces se sentó repentinamente y la maleta aterrizó en su regazo con un golpe seco.

—¡Oh, vamos! ¡No te mates antes de que tengamos oportunidad de conocernos!

Ahí, en el pasillo, había un hombre con una poblada barba pelirroja veteada de blanco en varias zonas. La protuberante barriga le abultaba los pantalones color caqui marca Big Mac frente al cuerpo, y llevaba un chaleco rojo con botones dorados sobre una camisa azul de trabajo. Lewis se fijó en que el chaleco tenía cuatro bolsillos: de los dos superiores asomaban limpiapipas, y entre los dos inferiores colgaba una cadenita hecha con clips. Un extremo de la cadena estaba enganchado a la ruedecilla con la que se daba cuerda a un reloj dorado.

Jonathan van Olden Barnavelt se sacó la pipa humeante de la boca y le tendió la mano.

—Hola, Lewis. Soy tu tío Jonathan. Te he reconocido por una foto que me mandó una vez tu padre. Bienvenido a New Zebedee.

Lewis le estrechó la mano, y se fijó en que Jonathan tenía el dorso cubierto por una mullida mata de vello rojizo. El manto de vello subía por la manga y desaparecía. Lewis se preguntó si todo su cuerpo estaría cubierto por aquel pelo rojo.

Jonathan sopesó la maleta y bajó los peldaños del autobús.

—Dios santo, ¡menudo monstruo! ¡Debería tener ruedas en la base! ¡Uf! ¿Has metido dentro unos cuantos ladrillos de tu casa? —Lewis se puso tan triste ante la mención de su casa que Jonathan decidió cambiar de tema. Se aclaró la garganta y dijo—: Bueno, pues como iba diciendo, bienvenido al condado de Capharnaum y a la hermosa New Zebedee, villa histórica. Seis mil habitantes, sin contar…

En las alturas, una campana empezó a dar la hora.

Jonathan se quedó callado. Clavado en el sitio. Soltó la maleta y dejó caer los brazos flácidos a ambos lados del cuerpo. Asustado, Lewis lo miró. Jonathan tenía los ojos vidriosos.

La campana siguió tañendo. Lewis alzó la vista. El sonido procedía de una alta torre de ladrillo que se erigía al otro lado de la calle. Los arcos del campanario componían una boca abierta en un aullido y dos ojos expectantes. Bajo la boca había un enorme reloj con números de hierro.

Tolón. Otro tañido. Era una cavernosa campana de hierro, y el sonido hizo que Lewis se sintiera indefenso y desesperanzado. Las campanas como aquella siempre le hacían sentir así. Pero ¿qué le pasaba al tío Jonathan?

El tañido cesó. Jonathan salió de su trance. Sacudió la cabeza convulsivamente y, con un movimiento vacilante, se llevó la mano a la cara. Sudaba profusamente. Se enjugó la frente y las mejillas chorreantes.

—Mmm… ¡Ja! ¡Grmmf! ¡Oh! Lo siento, Lewis… Acabo…, acabo de recordar que me he dejado la tetera hirviendo en el fuego. Siempre pierdo el hilo cuando recuerdo algo que había olvidado, o al verrés. Seguro que el culo del cazo ya se ha echado a perder. Vamos. Pongámonos en marcha.

Lewis miró intensamente a su tío, pero no dijo nada. Los dos echaron a andar juntos.

Salieron de Main Street, fuertemente iluminada, y poco después bajaban trotando a buen paso por una avenida flanqueada por árboles llamada Mansion Street. Las ramas suspendidas convertían Mansion Street en un largo túnel crepitante. La luz de las farolas se extendía a lo lejos. Mientras caminaban, Jonathan le preguntó a Lewis qué tal le iba en el colegio, y si sabía cuál era el promedio de bateo de George Kell aquel año. Le dijo que tendría que hacerse fan de los Tigers ahora que vivía en Michigan. Jonathan no volvió a quejarse de su maleta, pero se detuvo bastantes veces para apoyarla en el suelo y flexionar los dedos de la mano enrojecida.

Lewis tuvo la sensación de que Jonathan alzaba el tono de voz en la oscuridad entre farola y farola, aunque Lewis no sabía por qué. Se supone que los adultos no le tienen miedo a la oscuridad y, de todas maneras, aquella no era una calle oscura y solitaria. Había luz en la mayoría de las casas, y Lewis oía a gente riendo y hablando y cerrando puertas. Su tío era, sin duda, un ti

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