Boy (Colección Alfaguara Clásicos)

Roald Dahl

Fragmento

Papá y mamá

Papá y mamá

Mi padre, Harald Dahl, era noruego, y procedía de una pequeña ciudad vecina de Oslo llamada Sarpsborg. Su padre, o sea, mi abuelo, fue un comerciante bastante próspero que tenía una tienda en Sarpsborg en la que vendía prácticamente de todo, desde queso a tela metálica para gallineros.

Escribo estas palabras en 1984, pero este abuelo mío nació, créase o no, en 1820, poco después de la derrota de Napoleón por Wellington en Waterloo. Si mi abuelo viviera hoy tendría, pues, 164 años. Mi padre alcanzaría la edad de 121. Tanto mi padre como mi abuelo tardaron bastante respecto al hecho de tener hijos.

Cuando mi padre tenía 14 años, es decir, hace más de un siglo, estaba en el tejado de su casa reponiendo algunas tejas cuando resbaló y cayó. Se fracturó el brazo izquierdo por debajo del codo. Alguien corrió a llamar al médico, y media hora después este caballero hacía una majestuosa y ebria aparición en su calesín tirado por un caballo. Tan borracho estaba que tomó la fractura de codo por una dislocación de hombro.

—¡Enseguida ponemos esto de nuevo en su sitio! — exclamó, y se llamó a dos hombres de la calle para que ayudasen a estirar. Se les instruyó a fin de que sujetasen a mi padre por la cintura mientras el médico le agarraba por la muñeca del brazo roto y gritaba—: ¡Tirad, hombres, tirad! ¡Tirad con todas vuestras fuerzas!

El dolor debió de ser agudísimo. La víctima prorrumpió en alaridos, y su madre, que observaba con horror la manipulación, gritó: «¡Basta!». Mas para entonces los que así estiraban habían causado ya tanto estrago que asomaba una astilla de hueso perforando la piel del antebrazo.

Esto sucedía en 1877, y la cirugía ortopédica no era entonces lo que es hoy. Así que le amputaron, sin más, el brazo por el codo, y mi padre hubo de valerse con un solo brazo el resto de su vida. Afortunadamente, era el izquierdo el brazo perdido, y poco a poco, con los años, aprendió a hacer más o menos todo lo que precisaba con los cuatro dedos y el pulgar de su mano derecha. Podía anudarse un zapato tan presto como vosotros o como yo y, para cortar la comida en el plato, afilaba el borde de un tenedor, que de este modo le servía de tenedor y cuchillo al mismo tiempo. Guardaba este ingenioso instrumento en un estuchito de piel y lo llevaba siempre en el bolsillo dondequiera que fuese. La pérdida de un brazo, solía decir, le deparaba sólo un inconveniente serio. Le resultaba imposible desmochar un huevo duro.

Mi padre llevaba un año o así a su hermano Oscar, pero estaban ambos excepcionalmente compenetrados, y poco después de dejar la escuela salieron a dar un largo paseo juntos con el propósito de trazar planes para el futuro. Decidieron que una pequeña ciudad como Sarpsborg en un país pequeño como Noruega no era el lugar más indicado para hacer fortuna. Resolvieron, pues, que lo que les convenía era irse a un país grande, como Inglaterra o Francia, donde las oportunidades de medrar serían ilimitadas.

Pero el padre, un amable gigante de dos metros de estatura, carecía del impulso y la ambición de sus hijos, y se negó a costear aquella insensata idea. Cuando les prohibió que se marcharan, se escaparon de casa, y de una manera u otra se las arreglaron para llegar a Francia a bordo de un buque de carga.

Desde Calais viajaron a París, y en París acordaron separarse porque los dos querían ser mutuamente independientes. Tío Oscar, por alguna razón, puso rumbo al oeste, a La Rochelle, en la costa del Atlántico, mientras que mi padre se quedaba en París por el momento.

La historia de estos dos hermanos, iniciando cada uno negocios separados en tierras diferentes, y el modo en que cada cual por su parte hizo fortuna son interesantes, pero no hay tiempo para contarla aquí sino en la forma más breve.

Empecemos por tío Oscar. La Rochelle era entonces, y aún sigue siéndolo, un puerto pesquero. Cuando llegó a sus 40 años, mi tío era ya el hombre más rico de la ciudad. Poseía una flota de bous denominada Pêcheurs de l’Atlantique y una gran fábrica de conservas donde se enlataban las sardinas que traían sus bous. Adquirió una esposa de buena familia, y una espléndida casa en la ciudad, y una gran quinta de recreo en el campo. Se hizo coleccionista de muebles Luis XV, buenos cuadros y libros raros, y todos estos objetos preciosos junto a las dos fincas pertenecen aún a la familia. Yo no he visto la quinta campestre, pero estuve en la casa de La Rochelle hace un par de años y verdaderamente es admirable. Sólo por los muebles merecería estar en un museo.

Mientras que el tío Oscar se ajetreaba en La Rochelle, su hermano manco Harald (mi padre) no se estaba precisamente sentado sin hacer nada. Había conocido en París a otro joven noruego llamado Aadnesen, y ambos decidieron asociarse en una empresa de armadores navieros. Un armador naviero es la persona que provee a un buque de todo lo que necesita cuando llega a puerto: combustible y víveres, cordaje y pintura, jabón y toallas, martillos y clavos, y miles de pequeños artículos más. Un armador naviero es una especie de enorme tendero para embarcaciones, y el género más importante que les suministra es, con mucho, el combustible que hace funcionar los motores de la nave. Por aquellos días combustible significaba sólo una cosa. Significaba carbón. No había en esa época motonaves de gas-oil navegando en alta mar. Todos los barcos eran barcos de vapor, y aquellos viejos vapores cargaban cientos y a menudo miles de toneladas de carbón en cada viaje. Para los armadores, el carbón era oro negro.

Mi padre y su flamante amigo, el señor Aadnesen, comprendieron todo eso muy bien. Lo sensato, se dijeron, sería establecer su negocio de armadores en uno de los grandes puertos carboneros de Europa. ¿Cuál sería este puerto? La respuesta era sencilla. El mayor puerto carbonero del mundo en aquella época era Cardiff, al sur del País de Gales. Conque a Cardiff se encaminaron estos dos jóvenes ambiciosos, con poco o ningún equipaje. Pero mi padre tenía algo más delicioso que cualquier equipaje. Tenía una esposa, una muchachita francesa llamada Marie, con quien hacía poco se había casado en París.

Se fundó, pues, en Cardiff la firma de armadores navieros Aadnesen & Dahl, y se alquiló un local de una sola pieza en la calle Bute, como oficina. A partir de ese instante nos encontramos con una de esas historias de éxitos continuos que suenan a exagerados cuentos de hadas, pero en realidad fue el fruto de la ardua y concienzuda actividad de aquellos dos amigos. Muy pronto Aadnesen & Dahl tuvo más negocio del que los asociados podían

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