Encabezado Invisible
Muy muy temprano, recién salido el sol en la mañana de Navidad, una chica llegó a las puertas de la fábrica de chocolate del señor Willy Wonka. Una niña púrpura.
Tenía la frente púrpura, la nariz púrpura, las mejillas púrpuras y el cuello púrpura. Cuando se quitó los guantes de lana, se hizo evidente que no había ni un centímetro de su piel que no fuera púrpura: todos los dedos eran púrpuras, hasta las uñas. Agarró con tanta fuerza los portones helados que el púrpura oscuro de sus nudillos se tornó violeta.
Y a sus pies tenía un saco enorme que se retorcía.
Dentro de la fábrica, mientras los demás aún dormían, Charlie Bucket estaba la mar de ajetreado para que todo estuviese listo para el DÍA DE NAVIDAD.
Se había pasado la noche entera transformando el gran Recinto del Chocolate: la mintilla, esa hierba comestible, estaba ahora cubierta de un reluciente chocolate blanco que CRUJÍA bajo los pies como la nieve recién caída. Había árboles hechos con troncos de Navidad, exquisito bizcocho de chocolate y nata montada de los que colgaban adornos de caramelo. Se veía a hombres de jengibre brotar de las flores pintadas de rojo, verde y dorado que rodeaban los senderos pavimentados con empanadas calentitas de carne. Una niebla de canela envolvía la sala y hacía que todo el lugar tuviera un aroma DELICIOSAMENTE festivo, y en el burbujeante río de chocolate el barco de caramelo rosa del señor Wonka estaba decorado con reluciente espumillón comestible.
Charlie miró el espumillón con hambre, sobre todo los trocitos que se arrastraban por el chocolate derretido. Pero se había prometido a sí mismo que no comería nada.
No hasta que llegaran los niños.
Porque este año el día de Navidad contaría con tres invitados muy especiales: los afortunados ganadores de tres billetes de papel de plata con rayas rojas, verdes y doradas. Por primera vez, Charlie Bucket abriría su fábrica durante un solo día, igual que había hecho el señor Wonka años atrás. Era el tema del momento y no se hablaba de otra cosa en el planeta.
Charlie había estado tan ocupado desde que el señor Wonka se jubiló que todavía no había tenido tiempo de invitar a nadie a la fábrica. Claro que todo el mundo sabía que en su interior ocurrían cosas especiales, porque los ruidosos CLONCS y BANGS, junto con el humo de extraños colores que salía por las chimeneas, no dejaban lugar a dudas. Sí que había algunos productos nuevos ya en tiendas, como la Pasta de Dientes de Chocolate de Charlie, todo un éxito de ventas… y un trabalenguas imposiblemente pegajoso. Era exactamente lo que ponía en la etiqueta: pasta de dientes de chocolate. Pero, como limpiaba los dientes mejor que la pasta de verdad, los adultos no podían poner ninguna pega. Los niños de todo el país lucían, gracias a ella, unas sonrisas tan brillantes que los profesores tenían que echar mano de las gafas de sol en las clases y cada día quebraba el negocio de algún dentista. Así que, con incorporaciones tan divertidas como esta en la línea de chocolate Wonka, era lógico pensar que lo que había dentro de la fábrica, lo que aún no se había visto ni probado, debía de ser realmente especial. Charlie quería estar a la altura de los rumores, y por eso deseaba ofrecer a los tres ganadores un día inolvidable, como el que él había pasado. Solo esperaba que fueran niños buenos, no niños como Veruca, Mike o Vio…
—¡VIOLET! —Se oyó gritar al señor Willy Wonka, que entró en la sala vestido con una bata de terciopelo color ciruela, igual que su característico frac. Aunque ya era mayor, sus ojos mantenían el brillo de siempre—. ¡Violet Beauregarde está en la entrada de la fábrica! —Se volvió hacia un Oompa-Loompa y le dijo—: Y sigue muy púrpura.
(Años atrás, cuando la mejor creación de chicle del señor Wonka estaba aún en fase de desarrollo, Violet lo había masticado y se había vuelto de color púrpura. Por lo que parecía, para siempre).
El Oompa-Loompa sacó un portapapeles y anotó un comentario en la sección de EFECTOS SECUNDARIOS A LARGO PLAZO DE LOS CHICLES NUEVOS.
Charlie se quedó de piedra, incapaz de creer lo que estaba oyendo. Eran —miró su reloj— ¡las seis de la mañana! ¿Qué querría Violet Beauregarde? Hacía años que no la veía, desde que ambos habían encontrado BILLETES DORADOS en sus chocolatinas y se convirtieron en los primeros niños en ver el interior de la fábrica del señor Wonka. Salió corriendo por el pasillo apretándose el cinturón de la bata de estar por casa. El señor Wonka iba al galope detrás de él y golpeaba el suelo rápidamente con su bastón dorado mientras intentaba seguirle el ritmo.
—¿Qué crees que quiere, mi querido muchacho? —le preguntó a Charlie.
—No tengo ni idea —dijo Charlie al tiempo que quitaba el cerrojo de la puerta y salía al gélido exterior. Allí entre la nieve pudo ver a Violet de pie, en toda su gloria púrpura; en ese momento, le volvió a la memoria cada segundo de su primer viaje a la fábrica. Y una enorme sonrisa se le dibujó en el rostro.
—¡Oye, date prisa y abre! ¡Que esto es una emergencia! —gritó Violet.
Charlie miró hacia una ventana iluminada en lo alto de la fábrica y asintió con la cabeza. Se oyó un clic y un pequeño zumbido, y la puerta se abrió.
En cuanto lo hizo, pudo ver el saco que se retorcía a los pies de Violet.
—Es una larga historia, Charlie —dijo con las palabras entrecortadas al ritmo del chicle que mascaba. Empezó a arrastrar el saco hacia él y luchaba por moverlo más de un centímetro con cada tirón.
—¿Qué hay en…? —empezó Charlie.
—AL MENOS, ¡DÉJAME ANDAR! —El grito salió del interior del saco.
Violet se detuvo, suspiró y empezó a desatar las cuerdas.
—Violet… —dijo Charlie lentamente—. ¿Quién está ahí dentro?
El señor Wonka estaba escondido detrás de la puerta. Rara vez salía de la fábrica. Y esto ya era una costumbre arraigada.
—¿Qué pasa? —susurró. Pero Charlie no podía oírle entre los silbidos del viento helado.
—A ver, lo que yo quería demostrar era que él es real —dijo Violet mientras forcejeaba con las cuerdas.
A Charlie se le encogió el estómago. No podía ser. Violet no habría…
—El año pasado masqué mogollón de chicles Wonka —explicó Violet—. Los suficientes como para forrar una chimenea.
—Ay, no —gimoteó Charlie.
—Charlie, muchacho, ¿qué está diciendo? —siseó el señor Wonka, pero Charlie seguía sin oírle.
—Me dio hasta un calambre en la mandíbula de tanto mascar —continuó Violet—. Y forré cada centímetro de la chimenea con ellos. Después, él bajó y…
—¡Oh, no! —gritó Charlie.
—Efectivamente. Pero la cosa va a peor —dijo Violet.
—¡¿A peor?! —exclamó Charlie.
—¿Es por lo del tema del púrpura? —El señor Wonka seguía intentando llamar la atención de Charlie.
—Yo ni me enteré de que lo había atrapado. No durante un rato… largo —continuó Violet—. Así que estuvo allí horas antes de que yo fuese a ver si lo había logrado… No sé… ¿Cuántas horas pasaron? —Bajó la mirada hacia el saco que se retorcía, justo cuando salía de él un anciano con barba.
—¡Cuatro horas! —gritó este indignado y poniéndose de pie.
—Cuatro horas con sus sesenta minutos. Sí —confirmó Violet asintiendo con la cabeza—. Lo suficiente como para desbaratarle los plazos de entrega de regalos. Además, en esas cuatro horas, los renos se largaron volando con el trineo y todos los regalos.
Charlie no podía hablar de la impresión. Se sentía tan pequeño como una mota de polvo al lado de aquel hombre, que era exactamente como Charlie se lo había imaginado: RECHONCHO de pura magia, con un traje rojo brillante, una lustrosa barba blanca y grandes botas negras que dejaban un rastro de hollín sobre la nieve. Sí le sorprendieron más los chicles que tenía pegados por todas partes y la expresión de furia de su cara.
—En fin, que, para resumir —continuó Violet—, me dijo que solo podría salvar la Navidad si lo traía a ver a su viejo amigo, porque era la única persona del mundo que podría ayudarlo.
—¡Kringle, mi querido deshollinador! —Se oyó gritar. Charlie se dio la vuelta y vio al señor Wonka de pie en la puerta, haciéndole un gesto a Papá Noel para que entrara.
Violet se inclinó hacia Charlie y le susurró:
—Al parecer se conocen desde hace bastante tiempo.
Charlie observó, sin poder creer lo que veían sus ojos, cómo el señor Wonka y Papá Noel se sentaron a degustar unas buenas tazas de chocolate caliente junto al río de chocolate. Hablaban entre ellos muy concentrados, con semblantes serios.
Charlie pensó que tenía sentido que se conocieran. Quizá todos los que hacían que el mundo para los niños fuese MÁGICO se conocían. Igual hasta había un club.
Miró a Violet y vio que ella también los observaba. Y supo que debía de estar pensando lo mismo que él: lo mágico e imposible que todo aquello parecía.
Charlie comprobó la hora. ¡Eran casi las siete! Los ganadores del concurso llegarían en cualquier momento.
—¡No se hable más entonces! —Oyó Charlie decir al señor Wonka—. Voy a por mi ascensor de cristal y me pondré a buscar a los renos y los regalos. Aún estamos a tiempo de salvar la Navidad. Y sé lo que hay que hacer para quitarte ese chicle de la barba. ¡O esa barba de mi chicle! Siéntate y relájate, pon los pies en alto y disfruta del chocolate.
—De hecho —dijo Charlie nervioso—, es posible que no pueda hacer nada de eso. En breve llegarán los tres niños para visitar la fábrica.
—Ah, bueno —dijo Papá Noel—, en ese caso probablemente debería esconderme.
—Te esconderemos en lo más profundo de la fábrica —dijo el señor Wonka mientras dos Oompa-Loompas aparecían junto a Papá Noel y lo agarraban de un brazo cada uno—. Ellos te acompañarán a un lugar lo suficientemente secreto… y delicioso.
Charlie respiró aliviado. Pero duró poco, porque casi al segundo notó un temblor bajo sus pies. Sin entender nada, vio cómo los adornos caían de los árboles y los hombres de jengibre se desplomaban de bruces sobre la nieve. ¡Ahora vibraba todo el lugar!
Aparecieron los padres de Charlie en la puerta, y a continuación sus abuelos.
—Charlie —dijo el abuelo Joe—. ¿Qué es ese ruido?
—¡La dentadura postiza me está dando botes! —gritó la abuela Georgina.
Charlie miró a los Oompa-Loompas en busca de una respuesta, pero parecían estar igual de confusos que el resto.
El estruendo se hizo más fuerte, tanto que el río de chocolate empezó a temblar como si fuese gelatina.
—¡Agarraos los sombreros! —gritó el señor Wonka—. Porque si todo el lugar salta por los aires…, ¡al menos nuestros sombreros estarán a salvo!
—¡¿Si salta por los aires?! —gritó Charlie, pero su voz apenas se oía por el ensordecedor sonido que los rodeaba.
La idea de que todo aquello explotara hizo que Papá Noel entrara en pánico.
—¡Es Navidad! —rugió—. ¡No puedo morirme en Navidad! —Y, con las mismas, se zambulló de un salto en el río de chocolate.
—¡Papá Noel está en apuros! —gritó el abuelo Joe cuando Papá Noel desapareció de la vista.
—Oh… —dijo el señor Wonka antes de pararse a reflexionar sobre lo sucedido—. Normalmente, me pondría furioso si alguien me ensuciara el río de chocolate, pero una buena pizca de la magia de Papá Noel le vendría fenomenal. Y los niños nunca lo verán ahí dentro, así que es una solución estupenda, ¿no te parece, Charlie?
Pero, antes de que Charlie pudiese responder, sonó un potente CRAC en el techo. Todos levantaron la vista.
Se empezó a oír un peculiar sonido de rasguños y arañazos, y enseguida empezaron a caerles encima trocitos de tejado que parecían bolas de granizo.
—¡Creía que era la mejor fábrica de chocolate del mundo! —se burló Violet—. Y hay que ver cómo está el techo…
Charlie se metió bajo un árbol para ponerse a salvo y observó con asombro cómo los agujeritos que habían aparecido en el tejado los volvían a rellenar ahora… unas botas minúsculas. Un par, luego dos, luego miles de ellas, todas con un cascabel en la punta rizada.
—Este no es uno de tus inventos nuevos, ¿verdad? —gimió Violet.
—No —susurró Charlie justo cuando las botas empezaron a atravesar el techo. Pero aquello no eran solo botas: estaban unidas a pequeñas CRIATURAS, cientos de ellas, que ahora descendían hacia el interior de la fábrica.
—¡Son ELFOS! —gritó Violet totalmente pasmada.
—Sí, somos elfos —chilló uno de ellos—. ¡Y somos temibles! ¡Hemos venido a salvar a Papá Noel!
—¡Tenemos bastones de caramelo y no dudaremos en usarlos! —dijo otro.
—¡Cuidado con el perfecto suelo de chocolate y nieve! —Charlie hacía muecas de dolor mientras corría de un lado a otro intentando atraparlos antes de que cayeran al suelo. Pero no le sirvió para nada. Un elfo tras otro aterrizaba con un ruido sordo, levantando polvo de chocolate blanco. En breve, la sala entera quedó envuelta en una polvareda de chocolate blanco.
Charlie tosió y fue hacia el grupo de elfos agolpados en el centro del Recinto del Chocolate. Cuando por fin se disipó la polvareda, los pudo ver bien.
Tenían el pelo rojo y la ropa verde. Llevaban calzas a rayas como las de los bastones de caramelo.
No se lo podía creer.
—¡Bienvenidos, elfos! —dijo el señor Wonka con los brazos abiertos a modo de saludo—. Dejadme que os asegure que Papá Noel se encuentra bien y a salvo.
—Ah, ¿sí? Entonces ¿dónde está? —preguntó un elfo.
Se hizo un silencio incómodo.
—Ha ido a darse un bañito rápido —dijo Charlie indeciso—. En el río de chocolate.
Todas las miradas se centraron en el burbujeante río.
—Lo pescaremos y quedará como nuevo —dijo despreocupadamente el señor Wonka—. Mejor que nuevo, en realidad, porque estará totalmente achocolatado.
Los elfos se apiñaron y empezaron a parlotear como locos. Charlie miró su reloj. Por muy bonito que hubiese sido confirmar la existencia de los elfos, no tenía tiempo para esto.
—Nos enteramos de un rumor que dice que acabó aquí en contra de su voluntad. Que «alguien» lo había atrapado —dijo un elfo separándose del grupo en dirección a Charlie—. ¿Quién lo hizo? Oímos que podrían haberlo hecho con un simple chicle.
—¿Cómo que con un simple chicle? —se mofó Violet—. ¡El mejor chicle del mundo! Y no con uno solo, sino con un montón. De hecho, probablemente cantidades récord.
Al oír aquello, todos los elfos alzaron a la vez los bastones de caramelo.
—No hay necesidad de enfadarse. Por favor, dejad que os traiga un poco de chocolate —dijo Charlie con una sonrisa de oreja a oreja—. Y lo hablamos…
¡TOLÓN!… ¡TOLÓN!
—¡Charlie! —gritó el abuelo Joe—. ¡Son las siete! ¡Han llegado los ganadores del concurso!
Felicity Custard había sido la primera persona en encontrar un billete rojo, verde y dorado escondido en el envoltorio de la primerísima chocolatina Wonka que compró. Siempre había tenido una sueRte increíble y, si había algo que ganar en cualquier circunstancia de azar, siempre lo ganaba. Sin embargo, eso hacía que su vida a veces le resultara un poco aburrida. Es difícil apreciar las cosas cuando te llegan como caídas del cielo. Y por eso ahora tenía esa expresión algo hosca, delante de los portones, allí plantada con una diadema enorme cubierta de coles de Bruselas (una verdura que había tenido la suerte de no tener que comer nunca). Su madre, de pie a su lado, observaba nerviosa la fábrica. Aunque su hija había tenido mucha suerte, la fábrica tenía mala fama. Y su madre había oído los rumores de la chica púrpura.
—Yo me pregunto cuál será la sorpresa —dijo el chico que estaba junto a ellas. Era Jim Roarman, el segundo niño que había encontrado un billete rojo, verde y dorado. Tenía el pelo alborotado y llevaba unas gafas de sol que no venían muy a cuento. Pero es que él había encontrado su billete tras inventar esas gafas especiales, que podían ver a través del envoltorio exterior de cualquier chocolatina. Después de eso, encontrar un billete era una simple cuestión de viajar alrededor del mundo y entrar en todas las tiendas que vendían chocolatinas Wonka hasta hallar una ganadora. Con ayuda de su abuela, la había conseguido después de solo dos semanas de búsqueda. Su abuela estaba a su lado, orgullosa, con unas gafas iguales sujetas a duras penas en la punta de su nariz larguirucha.
—¿Qué quieres decir con «la sorpresa»? —preguntó Felicity Custard mirando desconcertada a Jim—. ¿Y por qué llevas gafas de sol?
—En realidad, estas son las Gafas de Escaneo de Chocolatinas Wonka —dijo con orgullo—. La última vez que escondieron billetes dorados en las chocolatinas Wonka, un científico llamado profesor Foulbody intentó fabricar una máquina que pudiera ver a través de los envoltorios, pero fracasó. ¡Pues yo lo he conseguido! Voy a enseñarle a Charlie mis increíbles Gafas de Escaneo, para que pueda mejorar su sistema de billetes en el futuro.
—No deberías decirle nada —dijo la niña con una sonrisa socarrona—. Así, cuando vuelvan a poner billetes, podrás vender las gafas. Ganarías una auténtica fortuna.
El niño barajó la posibilidad un momento. Y luego continuó:
—Da igual. La sorpresa de la que hablaba es… Bueno, ya conoces la historia, ¿verdad? Yo lo he leído todo. Hace años, entraron los niños en la fábrica para visitarla, pero el señor Willy Wonka acabó dándosela entera a Charlie. Seguro que esta vez también habrá una sorpresa final. ¡Y puede que uno de nosotros reciba una fábrica de chocolate por Navidad!
La niña se rio.
—Charlie solo lleva siete años a cargo de la fábrica. ¡Y no es mucho mayor que nosotros! No tiene pinta de que vaya a dejar la fábrica en breve.
—Me pregunto si la sorpresa no será que nos hacemos amigos de los Oompa-Loompas y ¡luego vienen a jugar a nuestras casas! —gritó alguien detrás de ellos.
Se giraron para ver a un tercer niño con un billete rojo, verde y dorado en la mano. Se llamaba Winston Diminuto y era el más pequeño de los ganadores. A pesar de lo que sugería su apellido, Winston no era diminuto, sino de estatura media para su edad. Le faltaba un diente, una de las paletas, y llevaba una camiseta en la que ponía: «Me chiflan los Oompa-Loompas».
—Yo solo he venido por los Oompa-Loompas —dijo.
Había traído con él a su padre, que tenía la cara bastante verde. Había ayudado a Winston a encontrar el billete comiéndose todo el chocolate que fue capaz… y batió el récord mundial con las diez mil chocolatinas que se comió en un mes. Así que era comprensible que se notara algo indispuesto ante la idea de ver una fábrica llena de chocolate.
—No creo que un Oompa-Loompa estuviese interesado en ir a jugar a tu casa —dijo Felicity Custard como si nada—. Solo viven o en la fábrica de chocolate o en Loompalandia. Y me temo que los dos sitios son increíblemente MÁGICOS.
—Yo tengo unos columpios buenísimos en mi jardín —protestó el niño—. Son tan estupendos que te dejan sin dientes. Y un perro llamado Doompety…
Frente a los portones de la fábrica también se había congregado una gran multitud de curiosos, deseosos de ver si podían atisbar, aunque fuese de refilón, el interior. Algunos aún estaban en pijama y otros jugaban con sus nuevos regalos de Navidad. Unos cuantos niños se quejaban de que Papá Noel se había olvidado de ir a visitarlos. Había equipos de televisión, periodistas y gente ansiosa por conseguir una foto de Charlie el gran chocolatero… e igual lograban ver también a Willy Wonka. Había gran emoción y una expectación contagiosa en el ambiente cuando el reloj dio diez campanadas.
¡TOLÓN!… ¡TOLÓN!
Todo el mundo contuvo la respiración para observar con asombro cómo, justo a tiempo, empezaron a abrirse los portones, que apartaron la espesa nieve fácilmente… y se detuvieron con un chasquido cuando el reloj dejó de dar las campanadas.
Todo y todos se callaron.
Hubo un momento en que no pasó nada, en que nadie respiraba; el mundo se quedó completamente inmóvil. Y de repente ¡una luz! Una pequeña luz púrpura se encendió sobre la entrada. La multitud ahogó un grito y la puerta de la fábrica se abrió.
Al instante, el olor a chocolate invadió la calle, y todo el mundo empezó a aspirar el delicioso aroma.
Después, un joven salió del interior y la multitud enloqueció. Tenía una sonrisa enorme y un ALEGRE jersey navideño de punto con chocolatinas Wonka bordadas. Abrió los brazos y dijo:
—¡Feliz Navidad a todos! Los que tengan el billete, ¡que pasen por favor!
Los ganadores no perdieron ni un segundo. Avanzaron rápidamente, a pesar de que les resbalaban y deslizaban los pies a medida que lo hacían.
Pero entonces, para asombro de la multitud, salió otra figura de la fábrica, y todo el mundo volvió a quedarse en silencio.
—¿Es…? No, no puede ser… Yo creo que sí, que es Violet Beauregarde —susurró alguien, lo que provocó que se propagara la emoción entre la multitud.
—¡Sí que es ella!
—¡La niña del chicle! —gritó otra persona.
—Siempre pensé que tendría que haber ganado ella. ¡Cómo le gustaba el chicle!
—Mira lo que te puede pasar si intentas comer algo dentro de la fábrica —le susurró la madre de Felicity Custard al oído a su hija.
—¡QUÉ GUAY! —dijo Felicity Custard mirando a Violet de arriba abajo con devota admiración.
Charlie sonrió a los niños:
—¿Estáis preparados para una Navidad que nunca olvidaréis?
Charlie se paró delante de las puertas del Recinto del Chocolate y respiró hondo. Había dejado que se ocuparan del problema de los elfos su familia, el señor Wonka y los Oompa-Loompas… Así que cabía la posibilidad de que estuviera a punto de abrir la puerta y encontrarse un lío espectacular.
Los tres niños lo miraron expectantes.
—Esta… es una habitación importante —dijo Charlie, tratando de ganar cada segundo de tiempo que podía. Sacó una llave de su bolsillo y la metió en la cerradura, y, aunque le preocupaba lo que pudiese haber al otro lado, tenía una burbujeante alegría. Era igual de emocionante compartir la fábrica con los demás que para los niños recorrerla.
—Este es el centro neurálgico de toda la fábrica —prosiguió con el corazón a punto de salírsele por la boca. Pensaba en que quizá estos niños se sentían tan IMPRESIONADOS como él lo había estado en su momento… y en cómo lo seguía estando cada vez que abría las puertas del Recinto del Chocolate. Se volvió hacia ellos y sonrió.
—Le he dado un toque festivo, ¡solo para vosotros!
Empujó lentamente las puertas para abrirlas.
¡Los niños soltaron un grito ahogado!
¡Los adultos soltaron un grito ahogado!
¡Charlie soltó un grito ahogado!
El lugar estaba libre de elfos. No había ni una sola huella en la nieve comestible, que habían dejado lisa lisa, como estaba antes, y perfecta. Los agujeros del techo seguían allí, pero nadie parecía reparar en ellos.
—Todo esto es para vosotros —dijo Charlie amablemente—. Por favor, servíos lo que queráis, porque es comestible.
Los niños abrieron la boca de par en par al ver el río de chocolate. Todos habían oído hablar de él, pero verlo con sus propios ojos era algo realmente especial.
—Tomad —dijo Charlie dándoles una taza con motivos navideños—. Probadlo.
Todos metieron con premura las tazas en el BURBUJEANTE líquido y bebieron; sus caras se iluminaron al instante de pura y azucarada ALEGRÍA. Luego rompieron las asas de las tazas y ¡se las comieron también!
Charlie quitó un poco de espumillón del barco y les dio unas tiras, que ellos se enrollaron al cuello como bufandas mientras dejaban caer la barbilla para probar las hebras masticables. Enseguida, niños y adultos estaban recorriendo el recinto a mordiscos, y probaban cada cosa que veían a su paso. Había gente que trepaba por los árboles de Navidad de chocolate y gente tumbada bocabajo zampándose el sendero de las empanadas de carne. Se lanzaban unos a otros por los aires hombres de jengibre, adornos de tofe y puñados de nieve de chocolate blanco. La sala se llenó de bocados, crujidos y suspiros de puro placer.
—En este recinto se celebrará la comida de Navidad —dijo Charlie entusiasmado—. ¡Los Oompa-Loompas pondrán la mesa mientras nosotros visitamos el resto de la fábrica!
Al oír hablar de Oompa-Loompas, Winston Diminuto se puso a dar vueltas y chillidos de emoción.
—Es que es superfán de los Oompa-Loompa —explicó Felicity Custard.
—¿Los vamos a ver pronto? —preguntó impaciente Winston.
—¡Pues claro! —dijo Charlie mientras se deslizaba por aquel paraíso invernal—. En breve los conoceremos a todos. Y ahora recordad que es muy importante que me sigáis y que no os alejéis, porque ¡tenemos mucho que ver! Visitaremos algunas salas que solo están en Navidad. Eso sí, no veremos toda la fábrica, pues es demasiado grande para hacerlo en una sola visita.
Sin previo aviso, el señor Wonka se materializó junto a Charlie. Todos dejaron lo que estaban comiendo y miraron boquiabiertos a aquel hombre tan extraordinario.
—¡Es el señor Willy Wonka! —dijo con la voz entrecortada la abuela de Jim.
El señor Wonka les hizo una reverencia.
—Y ahora me voy —anunció quitándose el sombrero—. Voy a buscar los regalos en mi ascensor de cristal y salvaré la Navidad.
Todos se quedaron perplejos.
—Tú preocúpate solo de tus invitados, Charlie, y déjame el resto a mí. Volveré antes de que te des cuenta. —Y, a continuación, se fue.
Charlie sonrió al grupo.
—Siempre tan excéntrico, ¿eh? —rio nervioso.
—¿Qué quería decir con «salvar la Navidad»? —preguntó Jim Roarman.
—Eh…, eh… —tartamudeó Charlie.
—¿Podemos ir a ver otra sala? —suplicó Winston—. ¿Una con un Oompa-Loompa en su interior?
—Sí, claro —dijo Charlie aliviado de poder cambiar de tema—. ¡Venga, seguidme y subamos a bordo!
Y, dicho y hecho, se deslizó por una colina cubierta de chocolate y pegó un brinco hacia la barca de caramelo rosa. El barco se balanceó y salpicó de chocolate líquido a los niños que estaban en la orilla, que abrieron mucho la boca para atraparlo con la lengua.
—Parece un poco inestable —dijo la madre de Felicity Custard—. ¿Crees que puede llevarnos a todos, Charlie? ¿Tienes seguro a todo riesgo?
—Ah, no se preocupe, por favor —la tranquilizó Charlie—. Este barco está tallado en puro caramelo duro de la mejor calidad. ¡Y no hay nada más seguro que eso!
La madre de Felicity Custard enarcó una ceja. Pero los niños no necesitaban que nadie los calmara; saltaron rápidamente a la barca y se colocaron detrás de Charlie en una fila perfecta. En los asientos de atrás se sentaron los adultos y Violet.
—¡Sujetaos fuerte! —ordenó Charlie; y con un bamboleo y un FIUUU se pusieron en marcha.
Charlie se mantenía erguido en la proa, navegando por el agitado río de chocolate mientras pasaban por debajo de un puente y doblaban una curva. Atravesaron un laberinto de oscuros túneles, cada uno con un olor más delicioso que el anterior. Finalmente, giraron en una última curva antes de detenerse ante una puerta en la que se leía: «¡JOU, JOU, JOU!».
—Un poco de humor Oompa-Loompa —dijo Charlie—. En realidad, es una sala de degustación de dulces navideños muy importante. Aquí desarrollamos algunos de nuestros dulces navideños más sabrosos. Incluido este. —Y levantó una piruleta que parecía un pudin de Navidad—. Está inspirado en el famoso chicle Wonka que hizo que Violet se volviera… violeta.
Todos se giraron para observar embobados a Violet, y ella les devolvió la mirada.
—Con esta piruleta puedes degustar toda una comida de Navidad —explicó Charlie.
—Oooh —dijo Jim—. Yo he inventado algo muy parecido: el dedosán. Es un cruasán que te puedes poner en los dedos de los pies.
—Parece exquisito, Jim —dijo Charlie.
—¡Déjame ver esa piruleta! —exclamó Jim quitándosela a Charlie de la mano.
—Yo no la probaría —dijo Charlie—. Aún tenemos que perfeccionar la receta.
—No lo hagas, Jim —susurró Violet de repente sin su habitual frialdad.
Pero Jim no hizo caso y le dio un mordisco.
—¡Anda! —dijo enseguida—. Sabe a pavo, patatas, coles de Bruselas y…
—¡Se ha puesto verde! —gritó la abuela de Jim.
—Oh, cielos. Eh, por favor, no se preocupe —le dijo Charlie mientras buscaba desesperadamente alguna palabra que la tranquilizara—: En realidad, Jim, eh…, el verde te queda estupendo.
—¡Vuélvelo a poner como era! —gritó su abuela—. No quiero que mi nieto sea verde. ¡Tiene el mismo color que un vómito!
—O —apuntó Charlie— el de una hermosa planta, o el de un montón de guisantes, o el de una brillante rana…
—¡Pagarán por esto!
—No lo harán —dijo Violet con una mirada cómplice.
—Le prometo que al final del día revertiremos cualquier efecto secundario —dijo Charlie con una sonrisa—. Hemos hecho un grandísimo progreso en nuestro departamento de soluciones. Ahora, entremos en la sala de degustación navideña. Si crees que esa piruleta estaba DELICIOSA, Jim, ¡espera y verás!
Charlie bajó del barco y se dirigió a la puerta de la sala de degustación, serpenteando.
—Aquí hay muchos tesoros. Medias de gelatina tejidas con riquísimos encajes de fresa y regaliz. Y te las puedes poner perfectamente, siempre que no te las comas primero. Ah, y mi favorito: Limonada de Muérdago. Todavía estamos trabajando en el efecto de congelación, porque se pega a los labios al beber y te quedas haciendo morritos todo el rato, lo que no es muy apropiado…
Pero no le prestaban demasiada atención; cuchicheaban entre ellos, distraídos por su nuevo amigo verde.
—Bienvenidos —anunció Charlie con grandilocuencia— a la sala… —Abrió la puerta de golpe y se quedó helado. Dentro, estaban casi todos los Oompa-Loompas de la fábrica aplastados contra las paredes, el techo y entre ellos, ¡intentando controlar lo que parecían al menos mil elfos enfurecidos!
Cerró la puerta rápidamente de un portazo.
Todos dejaron de cuchichear y lo miraron.
—Mejor que no veamos ahora mismo esta sala —murmuró Charlie.
—¿Por qué? —preguntó Winston Diminuto, y Charlie se sintió un poco más tranquilo: era evidente que no habían llegado a ver lo que había dentro.
Saltó entonces al barco y se puso de nuevo a navegar por el túnel.
—Se me ha ocurrido algo mejor —exclamó cuando el barco se detuvo junto a una hilera de máquinas expendedoras con forma de casitas de jengibre—. ¡Aquí están nuestros Caramelos Eternos del Polo Norte! Estos sí que son especiales.
Y Charlie colocó una moneda de chocolate en la ranura de la máquina expendedora y giró la manivela. Se oyó un clic y salió un caramelo con rayas rojas y doradas. Lo sujetó con cuidado entre los dedos y lo levantó para que lo vieran los niños.
—Esto —susurró— sabe a comida de elfos.
—¿Comida de elfos? —dijeron todos los niños a la vez—. ¿Y a qué sabe la comida de elfos?
—Sobre todo a MAGIA —dijo Charlie—, pero con un toque de nubes de azúcar. —Hizo un gesto con la mano—. ¿Quién quiere probarlo?
—¡YO! —gritó Winston Diminuto.
Violet le puso una mano en el hombro.
—Que sepas —susurró— que probar cosas en esta fábrica cuando tienes un nombre o apellido tan descriptivo, como «Violet» o «Diminuto», nunca acaba bien.
—¿Eh? —dijo Winston—. Pero yo me apellido Diminuto y voy a probar un prototipo de caramelo con sabor a comida de elfos…, así que ¿qué podría salir mal?
Y se metió uno en la boca.
—¿A que está buenísimo? —dijo Charlie con una sonrisa.
De las orejas de Winston empezó a salir humo.
—¡Sabe muy bien! —gritó Winston—. ¡Pero noto raros los oídos!
—Hum —dijo Charlie, que se agachó para inspeccionarle las orejas. Parecían estar deformándose, estirándose…
Cuando el humo se disipó, el padre de Winston gritó:
—¡Tus orejas, Winston! ¡Tienes orejas de elfo puntiagudas!
—Hum —dijo Violet—. Realmente pensé que iba a…
—No es nada, solo un efecto secundario menor —dijo Charlie deseoso de que el contratiempo no afectara a la excursión.
—¡¿«Menor»?! —gritó el padre de Winston—. A mí me parecen bastante grandes. ¡Mira, esta es igual que mi pie!
—No se preocupe —dijo Charlie mientras volvían a subir al barco y los dirigía hacia las entrañas de la fábrica—. Todo es temporal, tienen mi palabra.