CUADERNO DE NOTAS DE GUADSON
Cuatro de la madrugada. Revisión de las cámaras de seguridad del puerto de Albatros. La ciudad está en calma.
Veo un barco que se acerca al puerto con todas las luces apagadas. En el muelle, un camión amarillo, también sin luces, espera bajo una farola que no da luz.
Junto al camión hay dos hombres: Uno alto con boina morada y bigote rizado, y otro bajo y regordete con chaleco amarillo y pantalones de cuadros que hace pompas con un chicle.
Cuando el barco atraca en el puerto, el del chaleco amarillo y los pantalones de cuadros escupe el chicle y se mete otro nuevo en la boca. El alto se atusa el bigote y se ajusta la boina a la cabeza. Con la ayuda de la tripulación del barco, comienzan a descargar grandes cajas de madera.
Por suerte, las cámaras que instalé en el puerto también registran sonidos. Se escucha un fuerte golpe y un alarido dentro de la última de las cajas, la más grande, que mueven con la ayuda de una carretilla. El del chaleco y el de la boina pegan un bote que hace que se tambaleen.
—¿Podrías hacerme el favor de no ser tan torpe, pedazo de tonel con patas? —dice el de la boina al del chaleco.
—Oh, por supuesto. Y tú, ¿serías tan amable de cerrar tu boca de murciélago con caries? —responde el del chaleco al de la boina.
Cruzan sus miradas y, sin decirse nada más, aprietan el paso, refunfuñando, para subir la caja en el camión. Una vez están todas las cajas dentro, suspiran. Parecen aliviados. El alto con bigote rizado se limpia el sudor de la frente con la boina y el regordete del chaleco amarillo hace una pompa con el chicle. Luego sacan un fajo de billetes y se los entregan a los del barco.
Sergio y Lorena avanzaban por la avenida principal de Albatros a cincuenta kilómetros por hora. Iban montados en un patinete y agarrados al camión de la basura. Sergio gritaba que iba a morir sin haber resuelto nunca un cubo de Rubik, mientras Lorena apartaba las mondas de plátano que volaban del camión a su cara.
—Deja de gimoteeearrrfapuaj —dijo Lorena mientras una cáscara de plátano le daba de lleno en la boca.
Estaban a punto de resolver su primer caso juntos. O de morir en el intento. Si una semana antes se lo hubieran dicho, no lo habrían creído. Y todo era por culpa de ese trabajo de Matemáticas. En realidad, por culpa de Sara, que se empeñó en probarse una de las pulseras de Lorena. Aunque era por culpa de la tía de Lorena, en realidad, que le regaló aquel kit para hacer pulseras. Bueno, en realidad, todo era culpa de las pulseras.
—Lorena, por favor, cámbiate de sitio y ponte aquí, en primera fila, junto a María —dijo Guadalupe, la profe de Matemáticas.
Sara había roto una de las pulseras de Lorena cuando intentaba probársela. Las cuentas de colores salieron disparadas por toda la clase.
Lorena resopló y miró a Sara con ojos asesinos, fastidiada. Se había quedado sin una de las pulseras que más horas le había costado hacer.
A regañadientes, cogió sus libros y el estuche, y se sentó al lado de María.
Todo el mundo sabe que sentarse en primera fila es lo peor. Si estás en primera fila solo ves la mesa de la profe y la pizarra. En cambio, en la última, tienes una visión panorámica de toda la clase. Y a Lorena eso le gustaba. Como buena fan de las novelas de Sherlock Holmes y las series de detectives, quería tener todo controlado. Desde atrás, podía ver a Paul dibujando animales en su cuaderno, a Nikita escuchando música con los cascos y trasteando con la calculadora, a María sacándose un moco mientras miraba su álbum de cartas Pokémon, y a Sergio juguetear con uno de sus cientos de cubos de Rubik. Cubos que, por cierto, jamás había resuelto.
Cuando Lorena llegó al lado de María, repasó el pupitre con la mirada antes de dejar las cosas. Con el trajín de la pulsera rota no había podido localizar dónde estaba pegado el moco que María amasaba como si fuera plastilina hacía unos minutos. Sin embargo, pronto se dio cuenta de que el moco desaparecido no era el mayor de sus problemas. El mayor de sus problemas lo tenía sentado justo detrás: Sergio.
Y es que, aunque Sergio era incapaz de hacerle daño a una hormiga, no podía estarse quieto ni un segundo, así que no paraba de mover las piernas y darle pataditas a Lorena por debajo de la mesa. Por no hablar del constante cracrá de su cubo de Rubik, que era como una taladradora en la oreja de Lorena. La niña notó un tic nervioso en el ojo.
Sergio estaba tan concentrado en su cubo que ni siquiera la escuchó y continuó con su bucle de patadas y sus cracrás. Hay pocas cosas que saquen de sus casillas a Lorena, pero las pataditas y el cracrá son dos de ellas. Sin avisar, se dio la vuelta y le arrancó a Sergio el cubo de las manos.
—Objetivo conseguido —dijo Lorena mientras sacudía su larga melena—. Pataditas desactivadas.