I 
ALGO EN LA NIEVE
Silas Heap se envolvió apretadamente en la capa para protegerse de la nieve. Había dado una larga caminata por el Bosque y estaba helado hasta los huesos. A pesar del frío, en los bolsillos tenía las plantas que Galen, la médico, le había dado para su último hijo, Septimus, que acababa de nacer ese mismo día.
Al aproximarse al Castillo, Silas alcanzaba a divisar las luces parpadeantes a través de los árboles a medida que se iban colocando velas en las ventanas de las altas y exiguas casas que se apiñaban alrededor de las murallas exteriores. Era la noche más larga del año, y las velas seguirían ardiendo hasta el alba para ayudar a mantener a raya la oscuridad. A Silas siempre le había gustado ese paseo hasta el Castillo. No temía el Bosque durante el día y disfrutaba de un apacible recorrido por la angosta senda que se abría paso, metro a metro, a través de la espesura. Ahora se encontraba cerca del lindero del Bosque, los altos árboles empezaban a escasear y, al internarse la senda en el lecho del valle, Silas podía ver el Castillo entero alzarse ante él. Las viejas murallas abrazaban el anchuroso y serpenteante río y zigzagueaban alrededor de los desordenados grupos de casas. Todas ellas estaban pintadas de vivos colores y aquellas que daban al oeste parecían en llamas cuando sus ventanas captaban los últimos rayos del sol invernal.
El Castillo había nacido como una pequeña aldea. Al estar tan cerca del Bosque, los aldeanos habían levantado algunas piedras altas como protección contra los zorros, las brujas y los hechiceros, que solo pensaban en robarles sus ovejas, sus gallinas y en ocasiones sus niños. Cuantas más casas se construían, más se extendían las murallas para que todos pudieran sentirse a salvo.
Pronto el Castillo atrajo a hábiles artesanos de otros pueblos. Creció y prosperó tanto, que a sus habitantes empezó a faltarles espacio, hasta que decidieron construir los Dédalos. Los Dédalos, que era donde Silas, Sarah y los niños vivían, era una gran edificación de piedra que se levantaba a la orilla del río. Se extendía casi cinco kilómetros a lo largo de la ribera y volvía al Castillo. Era un lugar ruidoso y bullicioso ocupado por una maraña de pasadizos y cámaras, pequeños talleres, escuelas y tiendas mezcladas con residencias, minúsculas terrazas ajardinadas e incluso un teatro. No había mucho espacio en los Dédalos, pero a la gente no le importaba; siempre había buena compañía y los niños siempre encontraban compañeros de juegos.
Mientras el sol de invierno se hundía bajo los muros del Castillo, Silas aceleró el paso. Necesitaba llegar a la puerta norte antes de que la cerraran al anochecer e izaran el puente levadizo.
Fue entonces cuando Silas notó que algo andaba cerca. Algo vivo, pero apenas nada más. Era consciente de que en algún lugar, cerca de él, latía un pequeño corazón humano. Silas se detuvo. Como mago ordinario era capaz de notar cosas, pero no era un mago ordinario especialmente bueno, tenía que hacer un gran esfuerzo de concentración. Se quedó quieto mientras la nieve caía deprisa a su alrededor y cubría sus pisadas. Y entonces oyó algo… ¿un sollozo, un gimoteo, una leve respiración? No estaba seguro, pero fue suficiente.
Debajo de un matorral, junto al camino, había un fardo. Silas levantó el fardo y, para su sorpresa, se encontró mirando fijamente a los ojos adustos de un pequeñísimo bebé. Silas cogió al bebé en brazos y se preguntó cómo habría acabado aquella niña allí, tirada en la nieve en el día más frío del año. Alguien la había envuelto, bien arropada, en una gruesa manta de lana, pero ya se estaba quedando helada: tenía los labios amoratados y nieve en las pestañas. Mientras los ojos violeta oscuro le miraban intensamente, Silas tuvo la incómoda sensación de que la niña había visto en su corta vida más de lo que ningún bebé debería ver.
Tras pensar en su Sarah, que estaba en casa, caliente y a salvo con Septimus y los chicos, Silas decidió que tendrían que hacer espacio para un pequeño más. Cuidadosamente envolvió al bebé en su capa verde de mago y lo apretó contra él mientras corría hacia la puerta del Castillo. Llegó al puente levadizo justo cuando Gringe, el portero, estaba a punto de salir y gritarle al chico que empezara a izarlo.
–Estás apurando mucho –gruñó Gringe–. Pero los magos sois raros. No sé por qué queréis todos estar fuera en un día como este.
–¿Oh? –Silas quería dejar atrás a Gringe lo antes posible, pero antes tenía que cruzarle la palma de la mano con plata. Silas rápidamente encontró un penique de plata en uno de sus bolsillos y se lo dio–. Gracias, Gringe. Buenas noches.
Gringe miró el penique como si se tratara de un asqueroso escarabajo.
–Marcia Overstrand me dio media corona hace un momento; pero ella tiene clase, ahora es la maga extraordinaria.
–¿Qué? –Silas casi se atraganta.
–Sí. Clase, eso es lo que tiene.
Gringe retrocedió para dejarle pasar, y Silas se coló. Aunque Silas se moría de ganas de saber por qué Marcia Overstrand era de repente la maga extraordinaria, notaba que el fardo empezaba a rebullir en la calidez de su capa y algo le dijo que sería mejor que Gringe no supiera nada de él.
Mientras Silas desaparecía en las sombras del túnel que llevaba hasta los Dédalos, una figura alta salió y le cerró el paso.
–¡Marcia! –exclamó Silas–. ¿Qué demonios…?
–No le cuentes a nadie que la has encontrado. Es tu hija. ¿Lo entiendes?
Impresionado, Silas asintió con la cabeza y, antes de que le diera tiempo a decir nada, Marcia desapareció en un resplandor de niebla púrpura. Silas pasó el resto del largo y sinuoso viaje por los Dédalos con la mente hecha un lío. ¿Quién era esa recién nacida? ¿Qué tenía Marcia que ver con ella? ¿Y por qué ahora era Marcia la maga extraordinaria? Y mientras Silas se acercaba a la gran puerta roja que conducía a la abarrotada casa de la familia Heap, se planteó otra pregunta aún más acuciante: ¿qué diría Sarah al tener que cuidar a otro bebé más?
Silas no tuvo que pensar mucho rato la última cuestión. Cuando se disponía a abrir la puerta, esta se abrió y salió disparada una mujer gruesa y de cara roja, vestida con la túnica azul oscuro de comadrona, que a punto estuvo de darse de bruces con él. Ella también llevaba un fardo, pero el fardo estaba vendado de la cabeza a los pies y lo llevaba bajo el brazo como si fuera un paquete y llegase tarde a correos.
–¡Muerto! –gritó la comadrona.
Apartó a Silas de un fuerte empellón y corrió por el pasillo. Dentro de la habitación, Sarah Heap chillaba.
Silas entró con el corazón encogido. Vio a Sarah rodeada de seis niñitos de caras blancas, demasiado asustados para llorar.
–Se lo ha llevado –se lamentó Sarah con impotencia–. Septimus ha muerto y ella se lo ha llevado.
En ese momento un líquido caliente empezó a empapar el fardo que Silas aún ocultaba bajo su capa. Silas no tenía palabras para lo que quería decir, de modo que se limitó a sacar el fardo de debajo de su capa y colocarlo en los brazos de Sarah.
Sarah Heap rompió a llorar.
2 
SARAH Y SILAS
El fardo se crió en el hogar de los Heap y se llamó Jenna, como la madre de Silas.
El más pequeño de los chicos, Nicko, solo tenía dos años cuando Jenna llegó y pronto se olvidó de su hermano Septimus. Los chicos mayores poco a poco también lo olvidaron; querían a su hermanita y llevaban a casa todo tipo de tesoros para ella de las clases de Magia que recibían en el colegio.
Por supuesto, Sarah y Silas no podían olvidar a Septimus. Silas se maldijo a sí mismo por dejar a Sarah sola y salir a buscar hierbas para el bebé por consejo de la médico. Sarah se culpaba a sí misma por lo ocurrido. Aunque apenas podía recordar lo sucedido aquel terrible día, Sarah sabía que había intentado devolverle la vida al bebé y había fracasado. Recordaba ver a la comadrona vendar a su pequeño Septimus de la cabeza a los pies y luego correr hacia la puerta, mientras gritaba por encima del hombro: «¡Muerto!». Sarah recordaba bien todo aquello.
Pero Sarah pronto empezó a querer a su niñita tanto como había querido a Septimus. Durante un tiempo temió que viniera alguien a llevarse a Jenna también, pero, a medida que pasaban los meses y Jenna se convertía en un bebé regordete y gorjeante que gritaba «Mamá» más fuerte que ninguno de los chicos, Sarah se relajó y casi dejó de preocuparse.
Hasta el día que su mejor amiga, Sally Mullin, llegó sin resuello a la puerta de su casa. Sally Mullin era una de esas personas que estaban al corriente de todo lo que sucedía en el Castillo. Era una mujer menuda y revoltosa cuyo ralo cabello pelirrojo sobresalía siempre de algo parecido a un mugriento gorro de cocinero. Tenía una agradable cara redonda, un poco rechoncha de comer tantos pasteles, y sus ropas solían estar salpicadas de harina.
Sally dirigía un pequeño café situado abajo, en el pontón junto al río. El cartel de la puerta anunciaba:
Salón de té y cervecería Sally Mullin
Habitaciones limpias
Gentuza no
No había secretos en el café de Sally Mullin; todo aquello o todo aquel que llegase al Castillo por agua era advertido y se convertía en objeto de comentarios, y la mayoría de la gente que se dirigía al Castillo prefería llegar por barco. A nadie le gustaban las oscuras sendas que atravesaban el Bosque que rodeaba el Castillo. El Bosque estaba infestado de árboles carnívoros, y los zorros lo invadían por la noche. Y luego estaban las brujas de Wendron, que siempre andaban escasas de dinero y de las que se sabía que tendían trampas para esquilar al viajero incauto y lo dejaban con poco más que la camisa y los calcetines.
El café de Sally Mullin era una cabaña bulliciosa y humeante que colgaba precariamente sobre el agua. Barcos de todas las formas y tamaños amarraban frente al pontón del café y de ellos salía todo tipo de personas y animales; la mayoría, decididos a recuperarse de su viaje tomándose al menos una de las potentes cervezas de Sally, un pedazo de pastel de cebada e intercambiando las últimas habladurías. Y cualquiera del Castillo que dispusiera de media hora libre y a quien le rugieran las tripas pronto se encontraban en el hollado sendero que atravesaba Port Gate, pasado el vertedero de basuras de la orilla del río y a lo largo del pontón que daba al salón de té y cervecería de Sally Mullin.
Sally tenía la costumbre de visitar a Sarah todas las semanas y mantenerla al corriente de todo. En opinión de Sally, Sarah era una víctima, con siete hijos que cuidar, por no hablar de Silas Heap, que poco contribuía, por lo que ella podía comprobar. Las historias de Sally solían referirse a personas de las que Sarah nunca había oído hablar y a las que ni conocía, pero aun así esperaba con ilusión las visitas de Sally y disfrutaba escuchando lo que pasaba a su alrededor. Sin embargo, esta vez lo que Sally tenía que decirle era distinto. Esta vez era más serio que el chismorreo cotidiano y esta vez concernía a Sarah. Y, por primera vez, Sarah sabía algo que Sally ignoraba.
Sally entró y cerró la puerta con aire conspirador.
–Tengo noticias terribles –susurró.
Sarah, que intentaba limpiar los restos del desayuno que embadurnaban la cara de Jenna y que el bebé había esparcido por todas partes, y al mismo tiempo recoger la suciedad del nuevo cachorro de perro lobo, no estaba realmente escuchando.
–Hola, Sally –la saludó–. Aquí tienes un sitio limpio. Ven y siéntate. ¿Una taza de té?
–Sí, por favor. Sarah, ¿tú te crees…?
–¿Qué ocurre, Sally? –le preguntó Sarah, esperando oír algo sobre el último que había armado una bronca en el café.
–La reina. ¡La reina ha muerto!
–¿Qué? –exclamó Sarah. Sacó a Jenna de la silla y la llevó hasta un rincón de la habitación donde estaba su cuna. Sarah acostó a Jenna para que echara una siesta. Creía que los bebés debían ser mantenidos al margen de las malas noticias.
–Muerta –repitió Sally con tristeza.
–¡No! –exclamó Sarah–. No puedo creerlo. No se encuentra bien desde el nacimiento de su bebé, por eso no la hemos visto desde entonces.
–Eso es lo que han dicho los guardias custodios, ¿no es cierto? –preguntó Sally.
–Bueno, sí –admitió Sarah, sirviendo el té–. Pero son sus guardaespaldas, ellos deben saberlo. Aunque no entiendo por qué la reina de repente ha querido ser custodiada por semejante hatajo de matones.
Sally tomó la taza de té que Sarah le había puesto delante.
–Gracias. Hum… qué bueno. Bien, exactamente… –Sally bajó la voz y miró a su alrededor como si esperase que le saliera un guardia custodio de un rincón o no se hubiera dado cuenta de que había uno en medio de la sala desordenada de los Heap–. Son un puñado de matones. En realidad, ellos la han asesinado.
–¿Asesinado? ¿La han asesinado? –exclamó Sarah.
–Chis… Bueno, veamos… –Sally acercó la silla a la de Sarah–. Bueno, circula una historia, y yo la sé de boca de la interesada…
–¿A qué boca te refieres? –preguntó Sarah con una sonrisa pícara.
–Solo puede ser la de la señora Marcia –respondió Sally triunfante. Se recostó y cruzó los brazos–. Esa boca es.
–¿Qué? ¿Cómo es que te codeas con la maga extraordinaria? ¿Fue a tomar una taza de té?
–Casi. Terry Tarsal lo hizo. Había estado en la Torre del Mago entregando unos zapatos realmente extraños que había hecho para la señora Marcia. Así que, cuando dejó de lamentarse de su mal gusto para los zapatos y de lo mucho que odiaba las serpientes, me dijo que había sorprendido a Marcia hablando con una de las otras magas. Endor, la pequeña gordita, creo. Bueno, ¡dijeron que habían matado a la reina de un disparo! Los guardias custodios. Uno de sus Asesinos.
Sarah no daba crédito a lo que estaba oyendo.
–¿Cuándo? –clamó.
–Bueno, esto es lo realmente horrible –susurró con excitación Sally–. Dicen que le dispararon el día que nació su bebé. Hace seis meses de esto y no sabíamos nada. Es terrible… terrible. Y también dispararon al señor Alther. Lo mataron. Así es como Marcia asumió…
–¿Alther muerto? –se lamentó Sarah–. No puedo creerlo. Realmente no puedo… Todos pensábamos que se había retirado. Silas fue su aprendiz hace años. Era encantador…
–¿Ah sí? –preguntó distraídamente Sally, ansiosa por seguir con el relato–. Bueno, eso no es todo, verás. Porque Terry creyó entonces que Marcia había rescatado a la princesa y la había llevado a algún lugar seguro. Endor y Marcia estaban charlando, preguntándose cómo se las habría arreglado. Pero claro, cuando se percataron de que Terry estaba allí con los zapatos, dejaron de hablar. Marcia fue muy grosera con él, según me contó Terry. Al rato se sintió un poco raro y creyó que le habían echado un hechizo para olvidar, pero se escabulló detrás de un pilar cuando la vio murmurar y no funcionó del todo. Está realmente disgustado por eso, pues no puede recordar si le pagó los zapatos. –Sally Mullin hizo una pausa para tomar aliento y beber un largo sorbo de té–. Esa pobre princesita… ¡Dios asista a la chiquitina! Me pregunto dónde estará ahora. Probablemente consumiéndose en alguna mazmorra. No como tu angelito… ¿Cómo está la pequeña?
–¡Oh, está bien! –respondió Sarah, que normalmente se hubiera explayado sobre los resfriados de Jenna, el diente que le había salido y cómo se sentaba y sujetaba su propia taza. Pero en aquel momento Sarah quería desviar la atención de Jenna, porque Sarah se había pasado los últimos seis meses preguntándose de quién era realmente su bebé y ahora lo sabía.
Jenna era, pensó Sarah, sin duda debía de ser… ¡la princesa!
Por una vez en su vida, Sarah se alegraba de despedirse de Sally Mullin. La observó cruzar afanosamente el pasillo y, cuando cerró la puerta, respiró aliviada. Luego corrió hacia la cuna de Jenna.
Sarah cogió a Jenna en brazos. Jenna sonrió a Sarah y extendió la mano para coger su collar amuleto.
–Bueno, princesita –murmuró Sarah–, siempre supe que eras especial, pero nunca soñé que fueras nuestra princesa.
Los ojos violeta oscuro del bebé miraron fija y solemnemente a Sarah como si le dijera: «Bueno, ahora ya lo sabes».
Sarah volvió a dejar con cuidado a Jenna en su cuna. Le daba vueltas la cabeza y le temblaban las manos cuando se sirvió otra taza de té. Le resultaba duro creer todo lo que había oído. La reina estaba muerta y Alther también. Su Jenna era la heredera del Castillo, la princesa. ¿Qué estaba ocurriendo?
Sarah pasó el resto de la tarde repartiéndose entre contemplar a Jenna, la princesa Jenna, y preocupándose por lo que sucedería si alguien descubría dónde estaba. ¿Y dónde andaba Silas cuando lo necesitaba?
Silas estaba disfrutando de un día de pesca con los chicos.
Había una pequeña playa de arena en la curva del río, justo a continuación de los Dédalos. Silas les enseñaba a Nicko y a Jo-Jo, los dos más pequeños, cómo atar sus tarros de mermelada al final de un palo y hundirlos en el agua. Jo-Jo ya había pescado tres pececillos, pero Nicko seguía hundiendo el suyo y estaba empezando a enfadarse.
Silas cogió a Nicko en brazos y lo llevó a ver a Erik y a Fred, los gemelos de cinco años. Erik estaba perdido en felices ensoñaciones con los pies metidos en el agua cálida y cristalina. Fred hurgaba con un palito debajo de una piedra; era un enorme escarabajo de agua. Nicko lloriqueó y se agarró con fuerza al cuello de Silas.
Sam, que tenía casi siete años, era todo un pescador. Le habían regalado una caña de pescar de verdad en su último cumpleaños y tenía dos pequeños peces plateados sobre una roca a su lado. Estaba a punto de pescar otro cuando Nicko soltó un grito de emoción.
–Llévatelo, papá, que espantará la pesca –pidió Sam contrariado.
Silas se alejó de puntillas con Nicko y fue a sentarse junto a su hijo mayor, Simon. Simon tenía una caña de pescar en una mano y un libro en la otra. La ambición de Simon era llegar a ser mago extraordinario y estaba muy ocupado leyendo todos los viejos libros de Magia de Silas. Silas pudo observar que estaba leyendo El perfecto encantador de peces.
Silas esperaba que todos sus hijos fueran algún tipo de mago; les venía de familia. La tía de Silas había sido una famosa bruja blanca y tanto el padre como el tío de Silas habían sido transmutadores, una rama muy especializada que Silas esperaba que sus hijos evitasen, pues los transmutadores de éxito se vuelven cada vez más inestables al hacerse mayores; a veces son incapaces de mantener su propia forma durante más de unos minutos. El padre de Silas acabó desapareciendo en el Bosque transformado en árbol, pero nadie sabía en cuál. Ese era uno de los motivos por los que Silas disfrutaba de sus paseos por el Bosque: solía dirigir comentarios a algún árbol de aspecto desaliñado con la esperanza de que fuera su padre.
Sarah Heap procedía de una familia de magos y hechiceros. De niña, Sarah había estudiado hierbas y curación con Galen, la médico en el Bosque, que era donde un día conoció a Silas. Silas había estado buscando a su padre en el Bosque; se sentía perdido y triste, y Sarah lo llevó a ver a Galen. Galen ayudó a Silas a comprender que si hacía unos años su padre, como transmutador que era, había elegido que su destino final fuera ser árbol, ahora debía de ser realmente feliz. Y Silas también, por primera vez en su vida, se percató de que se sentía realmente feliz sentado al lado de Sarah junto al fuego de la médico.
Cuando Sarah aprendió todo lo que pudo sobre hierbas y curación, se despidió cariñosamente de Galen y se fue con Silas a su cuarto de los Dédalos. Y allí se habían quedado desde entonces, apretujándose con cada vez más niños. Silas dejó de buena gana su aprendizaje y se puso a trabajar como mago ordinario eventual para pagar las facturas, mientras Sarah hacía tintes de hierbas en la mesa de la cocina cuando tenía un momento libre, lo cual no ocurría demasiado a menudo.
Aquella noche, mientras Silas y los chicos subían los escalones de la playa para volver a los Dédalos, un enorme y amenazador guardia custodio, vestido de negro de la cabeza a los pies, les cerró el paso.
–¡Alto! –bramó, y Nicko rompió a llorar.
Silas se detuvo y les dijo a los chicos que se portasen bien.
–¡Papeles! –gritó el guardia–. ¿Dónde están vuestros papeles?
Silas le miró perplejo.
–¿Qué papeles? –preguntó en voz baja, pues no quería causar problemas con seis niños cansados a su alrededor que necesitaban ir a casa a cenar.
–Vuestros papeles, escoria de magos. La zona de la playa está prohibida para todo aquel que no tenga los papeles necesarios –se mofó el guardia.
Silas estaba asustado. De no haber estado con los chicos le habría replicado, pero había visto la pistola que llevaba el guardia.
–Lo siento –se disculpó–, no lo sabía.
El guardia los miró de arriba abajo como si estuviera decidiendo qué hacer, pero por suerte para Silas tenía otras personas a quienes aterrorizar.
–Saca a tu patulea de aquí y no vuelvas –le espetó el guardia–. Vuelve a tu sitio.
Silas apremió a los impresionados chicos para que subieran la escalera y entraran en el abrigo de los Dédalos. Sam dejó caer su pescado y empezó a sollozar.
–Vamos, vamos –intentó tranquilizarlos Silas–, no pasa nada.
Pero Silas sentía que las cosas no iban precisamente bien. ¿Qué estaba ocurriendo?
–¿Por qué nos ha llamado escoria de magos, papá? –preguntó Simon–. Los magos son los mejores, ¿verdad?
–Sí –respondió Silas distraídamente–, los mejores.
Pero Silas pensó que el problema era que si eres mago, no puedes ocultarlo. Todos los magos, y solo ellos, tenían esa clase de problemas. Silas los tenía, Sarah los tenía y todos los niños, salvo Nicko y Jo-Jo, los tenían. Y en cuanto Nicko y Jo-Jo fueran a clase de Magia en la escuela, ellos también los tendrían. Lenta pero inexorablemente, hasta no dejar ningún género de dudas, los ojos de un niño mago se volvían verdes al exponerse al aprendizaje de la Magia. Siempre había sido algo de lo que sentirse orgulloso, hasta ahora, en que de repente resultaba peligroso.
Aquella noche, cuando por fin los niños se quedaron dormidos, Silas y Sarah conversaron hasta bien entrada la noche. Hablaron de su princesa y sus niños magos y de los cambios que habían ocurrido en el Castillo. Debatieron sobre si escapar a los marjales o internarse en el Bosque y vivir con Galen, pero cuando rompió el alba y cayeron dormidos, Silas y Sarah decidieron hacer lo que solían hacer los Heap: pasar desapercibidos y esperar lo mejor.
Y de esta manera, durante los siguientes nueve años y medio, Silas y Sarah guardaron silencio. Cerraron su puerta a cal y canto, hablaron solo con sus vecinos y con aquellos en quienes podían confiar y, cuando en el colegio cesaron las clases de Magia, enseñaron a sus hijos Magia en casa por las noches.
Y ese es el motivo por el cual, nueve años y medio más tarde, todos los Heap, excepto uno, tenían unos penetrantes ojos verdes.
3 
EL CUSTODIO SUPREMO
Eran las seis de la mañana y aún estaba oscuro. Habían transcurrido diez años desde el día en que Silas encontrara el fardo.
Al final del corredor 223, detrás de la gran puerta negra con el número 16 grabado en ella por la patrulla numérica, el hogar de los Heap dormía plácidamente. Jenna yacía cómodamente acurrucada en la camita que Silas le había hecho con la madera que el río había arrastrado hasta la orilla. La cama se encontraba completamente empotrada en un enorme armario a la entrada de una gran habitación, que era en realidad la única habitación que los Heap poseían.
Jenna adoraba su camita del armario. Sarah le había hecho unas alegres cortinas de patchwork que Jenna corría alrededor de la cama para resguardarse del frío y de sus revoltosos hermanos. Lo mejor de todo era el ventanuco en la pared, encima de la almohada, que daba al río. Si Jenna no podía dormir, miraba por la ventana durante horas enteras y contemplaba la incesante variedad de barcos que iban y venían del Castillo, y a veces en las noches oscuras le encantaba contar las estrellas hasta quedarse dormida.
La gran habitación era el lugar donde todos los Heap vivían, cocinaban, comían, hablaban y, en ocasiones, hacían sus deberes, por lo que estaba hecha una leonera. Estaba abarrotada de todo lo que habían ido acumulando durante los veinte años que hacía desde que Sarah y Silas fundaran su hogar. Había cañas de pescar y carretes, zapatos y calcetines, cuerdas y trampas para ratones, bolsas y ropa de cama, redes y tejidos de punto, ropas, cacharros de cocina y libros, libros, libros y más libros.
Si eras lo bastante estúpido como para echar una ojeada a la habitación de los Heap con la esperanza de encontrar un lugar donde sentarte, había muchas posibilidades de que lo hubiera ocupado antes un libro. Había libros por doquier. En estanterías combadas, en cajas, colgando en bolsas del techo, sobresaliendo de la mesa y apilados en altas columnas tan precarias que amenazaban con derrumbarse en cualquier momento. Había libros de cuentos, libros de hierbas, de cocina, de barcos, de pesca, pero sobre todo había cientos de libros de Magia que Silas había hurtado de la escuela cuando la Magia fue prohibida algunos años atrás.
En medio de la habitación, un gran hogar, desde el que partía una alta chimenea que serpenteaba hasta el tejado, contenía los rescoldos de un fuego, ahora apagado, alrededor del cual los seis niños Heap y un perro grandote dormían en una caótica montaña de colchas y mantas.
Sarah y Silas también estaban profundamente dormidos, refugiados en el pequeño espacio del altillo que Silas había construido pocos años antes gracias al sencillo método de hacer un agujero en el techo, después de que Sarah dijera que no podía resistir más tiempo la convivencia con seis niños en pleno crecimiento en una sola habitación.
Pero en medio del caos de la gran habitación destacaba una pequeña isla de pulcritud: una mesa larga, y bastante desvencijada, cubierta con un mantel limpio de tela blanca. Encima de ella había nueve platos y tazas, y en la cabecera de la mesa una sillita decorada con bayas de invierno y hojas. Sobre la mesa, ante la silla, habían colocado un regalo, cuidadosamente envuelto en un papel de alegres colores y atado con una cinta roja, para que Jenna lo abriera en su décimo cumpleaños.
Todo estaba silencioso y tranquilo mientras el hogar de los Heap dormía pacíficamente durante las tres horas de oscuridad previas al amanecer invernal.
Sin embargo, al otro lado del Castillo, en el palacio de los custodios, el sueño, plácido o no, se había acabado.
El custodio supremo había sido levantado de su lecho y, con la ayuda del criado nocturno, se había puesto a toda prisa la túnica negra ribeteada de pieles y un manto negro y dorado. Después había instruido al criado nocturno sobre la manera de atar los zapatos de seda con bordados. Luego él mismo se había colocado cuidadosamente una hermosa corona en la cabeza. El custodio supremo nunca había sido visto en público sin la corona, que estaba mellada desde el día que se cayó de la cabeza de la reina y chocó contra el suelo de piedra. Tenía la corona ladeada en su cabeza calva y levemente puntiaguda, pero el criado nocturno, que era nuevo y estaba aterrorizado, no se atrevía a decírselo.
El custodio supremo caminaba con paso presuroso por el pasillo que conducía a la sala del trono. Era un hombre pequeño de aspecto ratonil, con ojos pálidos y casi descoloridos y una complicada barba de chivo a la que tenía la costumbre de dedicar varias felices horas de cuidados. Casi desaparecía bajo la voluminosa capa que tenía prendidas varias medallas militares, y su aspecto era bastante ridículo debido a la corona ladeada y ligeramente femenina. Pero si lo hubieseis visto aquella mañana, no os habría provocado risa. Os habríais escabullido en las sombras con la esperanza de pasar desapercibidos, pues el custodio supremo tenía un aire poderosamente amenazador.
El criado nocturno ayudó al custodio supremo a tomar asiento en el ornado solio de la sala del trono. Luego, le indicó con un gesto que podía retirarse y desapareció agradecido, pues su turno casi había acabado.
El helado aire de la mañana entraba pesadamente en la sala del trono. El custodio supremo se sentaba impasible en el solio, pero su respiración, que empañaba el aire frío en pequeños y rápidos estallidos, delataba su nerviosismo.
No tuvo que esperar mucho tiempo hasta que una joven alta, enfundada en el severo manto negro y la túnica roja de un Asesino, entrara a paso raudo e hiciera una reverencia, barriendo el suelo de piedra con sus largas y anchas mangas.
–Han encontrado a la Realicia, señor –anunció la Asesina en voz baja.
El custodio supremo se sentó y la contempló con sus pálidos ojos.
–¿Estás segura? Esta vez no quiero errores –advirtió amenazadoramente.
–Nuestra espía, señor, llevaba tiempo sospechando de esa niña. La considera una extraña en su familia. Ayer nuestra espía descubrió que la niña tiene la misma edad.
–¿Qué edad exactamente?
–Hoy ha cumplido diez años, señor.
–¿De veras? –El custodio supremo se recostó en el trono y meditó sobre lo que la Asesina le había dicho.
–Aquí tengo un retrato de la niña, señor. Considero que se parece mucho a su madre, la antigua reina.
Del interior de su túnica, la Asesina sacó un pedacito de papel en el que había dibujado a una niña con ojos violeta oscuro y un largo cabello negro. El custodio supremo cogió el dibujo. Era cierto. La niña se parecía notablemente a la reina muerta. Tomó una rápida decisión y chasqueó fuerte los huesudos dedos.
La Asesina inclinó la cabeza.
–¿Señor?
–Hoy a medianoche. Irás a hacerle una visita a… ¿dónde está?
–Habitación dieciséis, corredor doscientos veintitrés.
–¿Cuál es el apellido?
–Heap, señor.
–¡Ah! Llévate la pistola de plata… ¿Cuántos son en la familia?
–Nueve, señor, incluida la niña.
–Y nueve balas por si hay problemas. Plata para la niña. Y tráemela, quiero pruebas.
La joven palideció. Era su primera y única prueba. No había segundas oportunidades para un Asesino.
–Sí, señor.
Hizo una breve inclinación y se retiró; le temblaban las manos.
En un tranquilo rincón del salón del trono, el fantasma de Alther Mella se levantó del frío banco de piedra en el que estaba sentado. Suspiró y estiró las viejas piernas de fantasma. Luego se envolvió en sus raídas vestimentas de color púrpura, respiró hondo y atravesó la gruesa pared de piedra del salón del trono.
Una vez fuera, se encontró a sí mismo colgado a veinte metros del suelo en el frío aire de la mañana y, en lugar de retirarse de una manera digna, como correspondería a un fantasma de su edad y condición, Alther desplegó los brazos como un pájaro y descendió grácilmente en picado a través de la nieve que caía.
Volar era casi lo único que a Alther le gustaba de ser un fantasma. Desde que se convirtió en fantasma, había perdido su paralizador miedo a las alturas y se pasaba muchas electrizantes horas perfeccionando sus movimientos acrobáticos. Pero, aparte de eso, no le gustaban muchas más cosas de ser un fantasma, y sentarse en el salón del trono, donde en realidad se había convertido en uno y en consecuencia había tenido que pasar el primer año y un día de su fantasmez, era una de sus ocupaciones menos predilectas. Pero tenía que hacerlo; Alther consideraba su obligación saber lo que planeaban los custodios e intentaba tener a Marcia al corriente. Con su ayuda, Marcia había conseguido estar un paso por delante de los custodios y mantener a Jenna a salvo. Hasta el momento.
A lo lejos, en su lejano escondite de las montañas fronterizas, DomDaniel había intentado seguirle la pista a Jenna desde que el primer Asesino dejó incompleta su tarea hacía diez años. Después de que DomDaniel asesinara a la reina, envió a su emisario, el custodio supremo, junto con sus esbirros, los custodios, y un ejército de guardias custodios, a tomar el Castillo y dar caza a la princesa, o la Realicia, como desdeñosamente la llamaba DomDaniel. Habían transcurrido diez largos y frustrantes años durante los cuales cualquier intento de encontrarla había sido abortado por Alther Mella.
Sin embargo, DomDaniel no se percataba de que su viejo aprendiz aún intentaba impedirlo. Ninguno de los fantasmas del Castillo se le aparecía, dadas sus conexiones con la Oscuridad, y DomDaniel no era consciente de su presencia, ni siquiera de la de Alther. Culpaba a la exasperante Marcia Overstrand de su fracaso en la tarea de encontrar a la princesa y estaba cada vez más impaciente. No obstante, aunque DomDaniel no lo sabía, hacía poco había tenido un golpe de suerte.
Cuando el custodio supremo tomó el Castillo, una de las primeras cosas que hizo fue prohibir a las mujeres entrar en el juzgado. El tocador de señoras, que ya no se necesitaba, se había convertido en la pequeña sala de reuniones del comité. Durante el mes pasado, que había sido especialmente frío, el comité de los custodios se reunía en el tocador de señoras, que tenía la gran ventaja de contar con una estufa de madera, en lugar de reunirse en la cavernosa sala de reuniones del comité de custodios, donde silbaba un viento helado que convertía sus pies en bloques de hielo.
Y así, sin saberlo, por una vez los custodios iban un paso por delante de Alther Mella; porque, como fantasma, Alther solo podía ir a los lugares en los que había estado en vida. Y, como joven mago bien educado, Alther no había puesto jamás un pie en el tocador de señoras. Lo máximo que podía hacer era merodear por los alrededores y esperar, tal como había hecho cuando estaba vivo y cortejaba a la juez Alice Nettles.
A última hora de una tarde particularmente fría de hacía unas semanas, Alther había observado al comité custodio mientras se trasladaba al tocador de señoras. La pesada puerta con el cartel de SEÑORAS aún visible en desgastadas letras doradas se cerró en sus narices y Alther se quedó fuera, con la oreja pegada a la puerta, tratando de escuchar lo que sucedía. Pero, por mucho que lo intentara, no pudo oír la decisión del comité de enviar a su mejor espía, Linda Lane, con el pretexto de su «interés» por las hierbas y la curación, a vivir en la habitación 17, corredor 223. Eso estaba justo en la puerta contigua a los Heap.
Así que ni Alther ni los Heap tenían la menor idea de que su nueva vecina era una espía. Y muy buena.
Mientras Alther Mella volaba por el aire nevado pensando en cómo salvar a la princesa hizo dos dobles rizos casi perfectos, antes de bajar rápidamente en picado a través de los copos de nieve para alcanzar la pirámide dorada que coronaba la Torre del Mago.
Alther aterrizó con desenvoltura sobre sus pies. Por un momento permaneció en perfecto equilibrio de puntillas. Luego levantó los brazos por encima de la cabeza y empezó a girar, cada vez más rápido, hasta que se hundió lentamente a través del tejado y entró en la habitación que había abajo, donde erró el aterrizaje y cayó en el dosel de la cama de Marcia Overstrand.
Marcia se sentó, asustada. Alther estaba espatarrado sobre la almohada con aspecto azorado.
–Lo siento Marcia. Sé que es poco galante. Bueno, al menos no tenías los rulos puestos.
–Mi pelo es rizado natural, gracias, Alther –respondió Marcia enojada–. Deberías haber esperado a que me despertara.
Alther tenía un aspecto grave y se volvió algo más transparente que lo habitual.
–Me temo, Marcia –dijo muy serio–, que esto no pueda esperar.
4 
MARCIA OVERSTRAND
Marcia Overstrand salió de su alta torre dormitorio con vestidor adjunto, abrió la pesada puerta de púrpura que conducía al descansillo y comprobó su aspecto en el espejo graduable.
–Menos ocho coma tres por ciento –ordenó al espejo, que tenía un temperamento nervioso y temía el momento en que la puerta de Marcia se abría cada mañana.
Con el transcurso de los años, el espejo había llegado a leer los pasos que atravesaban las tablas de madera, y aquel día le habían puesto al espejo los nervios a flor de piel. Muy a flor de piel. Se puso en posición de firmes y, en su avidez por complacer, hizo el reflejo de Marcia un ochenta y tres por ciento más delgado, de modo que parecía un furioso insecto palo púrpura.
–¡Idiota! –le espetó Marcia.
El espejo volvió a hacer el cálculo. Odiaba las matemáticas a primera hora del día y estaba convencido de que Marcia le pedía horribles porcentajes a propósito. ¿Por qué no podía pedirle un bonito número redondo para ajustar su delgadez, como un cinco por ciento? O aún mejor, ¿un diez por ciento? Al espejo le gustaban los diez por ciento; los podía calcular.
Marcia sonrió ante su reflejo, tenía buen aspecto. Vestía su uniforme de invierno de maga extraordinaria y le sentaba bien. Su capa doble de seda púrpura tenía un ribete de la más fina piel de angora de color añil. Caía con gracia desde sus anchos hombros y se ceñía obedientemente alrededor de sus pies puntiagudos. Los pies de Marcia eran puntiagudos porque le gustaban los zapatos puntiagudos y se los había encargado especialmente. Estaban hechos de la piel de serpiente que había mudado la pitón púrpura que el zapatero, Terry Tarsal, criaba en el patio trasero, solo para los zapatos de Marcia. Terry odiaba las serpientes y estaba convencido de que Marcia pedía piel de serpiente a propósito. Bien podía haber estado en lo cierto. Los zapatos de pitón púrpura de esta brillaban a la luz reflejada por el espejo, y el oro y el platino de su cinturón de maga extraordinaria lanzaban impresionantes destellos. Alrededor del cuello llevaba el amuleto Akhentaten, símbolo y fuente de poder del mago extraordinario.
Marcia estaba satisfecha. Aquel día necesitaba lucir un aspecto impresionante. Impresionante y un poco temible. Bueno, un poquito temible si era necesario, aunque esperaba que no lo fuera.
Marcia no estaba segura de si parecía temible. Ensayó unas cuantas expresiones en el espejo, que se estremeció en silencio, pero no estaba segura de ninguna de ellas. Marcia no era consciente de que ante la mayoría de la gente se hacía muy bien la temible; de hecho, era una perfecta campeona en ese arte.
Marcia chasqueó los dedos.
–¡Espalda! –exclamó.
El espejo le mostró la visión de su espalda.
–¡Lados!
El espejo le mostró ambos lados.
Y luego se fue, bajó los escalones de dos en dos hasta la cocina para aterrorizar al cocinero, que la había oído aproximarse y estaba intentando desesperadamente esfumarse antes de que entrara por la puerta.
No lo consiguió y Marcia estuvo de mal humor todo el desayuno.
Marcia dejó el servicio del desayuno para que él mismo se lavara y salió con paso decidido por la maciza puerta púrpura que conducía a sus aposentos. La puerta se cerró con un ruido suave y respetuoso detrás de ella, mientras Marcia saltaba a la escalera de caracol plateada.
–Abajo –ordenó a la escalera, que empezó a girar como un sacacorchos gigante y la bajó lentamente por la alta torre a través de pisos aparentemente interminables y diversas puertas que conducían a habitaciones todas ellas ocupadas por una sorprendente variedad de magos.
De las habitaciones salía el sonido de la práctica de hechizos, el soniquete de los encantamientos y la cháchara general de los magos durante el desayuno. El olor de tostadas, panceta y gachas se mezclaba extrañamente con las vaharadas de incienso que flotaban en el aire, procedentes del salón de abajo, y cuando la escalera de caracol se detuvo con delicadeza y Marcia se bajó, se sintió un poco mareada y con ganas de salir a tomar el aire fresco. Caminó a paso veloz por el vestíbulo hasta las enormes puertas de plata maciza que guardaban la entrada de la Torre del Mago. Marcia pronunció la contraseña; las puertas se abrieron en silencio ante ella y en un instante atravesaba el umbral plateado y se encontraba fuera en el frío glacial de una mañana nevada de pleno invierno.
Mientras Marcia bajaba los escalones, pisando con cuidado la nieve crujiente con sus finos zapatos afilados, sorprendió al centinela que estaba ociosamente tirando bolas de nieve a un gato callejero. Una bola de nieve aterrizó con un golpe sordo en la seda púrpura de su capa.
–¡No hagas eso! –gritó Marcia, cepillándose la nieve de su capa.
El centinela se puso firme de un salto; parecía aterrado. Marcia miró fijamente al muchacho menudo con aire de niño perdido. Vestía un uniforme de gala de centinela, un diseño bastante ridículo, hecho en algodón fino, compuesto por una túnica a rayas rojas y blancas con puntillas púrpura alrededor de las mangas. También llevaba un gran sombrero amarillo desmadejado, pantalones blancos y botas amarillas, y en su mano izquierda, que estaba desnuda y amoratada por el frío, sostenía una pesada pica.
Marcia puso objeciones cuando los primeros centinelas llegaron a la Torre del Mago. Dijo al custodio supremo que los magos no necesitaban protección; podían cuidarse ellos solos perfectamente, muchas gracias. Pero, con una de sus petulantes sonrisas, le había asegurado de manera desabrida que los centinelas eran para la seguridad de los magos. Marcia sospechaba que los había puesto no solo para espiar las idas y venidas de los magos, sino también para que parecieran ridículos.
Marcia miró al centinela que lanzaba las bolas de nieve. El sombrero le venía grande, se le caía, y solo lo frenaban las orejas que sobresalían de modo muy conveniente en el lugar preciso para evitar que el sombrero le tapara los ojos. Aquel sombrero daba al flaco y huesudo rostro del chico un color macilento de poca salud, y sus dos profundos ojos grises la miraban aterrorizados al percatarse de que su bola de nieve había hecho diana en la maga extraordinaria.
Marcia pensó que parecía muy pequeño para ser un soldado.
–¿Cuántos años tienes? –le preguntó en tono acusador.
El centinela se sonrojó. Nadie como Marcia le había mirado nunca y mucho menos hablado.
–Di… diez, señora.
–Entonces, ¿por qué no estás en la escuela? –le exigió Marcia.
El centinela parecía orgulloso.
–No me hace falta ir a la escuela, señora. Estoy en el ejército joven. Nosotros somos el orgullo de hoy y los guerreros del mañana.
–¿No tienes frío? –le preguntó Marcia inesperadamente.
–N… no, señora. Estamos entrenados para no sentir el frío. –Pero los labios del centinela tenían un color azulado y tiritaba al hablar.
–¡Ja! –Marcia salió pisando fuerte la nieve, dejando al chico apechando con sus cuatro horas de guardia restantes.
Marcia cruzó con paso decidido el patio que salía de la Torre del Mago, y salió por una puerta lateral que la condujo hasta un tranquilo sendero cubierto por la nieve.
Hasta la fecha llevaba diez largos años siendo la maga extraordinaria y mientras se disponía a iniciar su viaje, sus pensamientos volvieron al pasado. Recordó el tiempo que había pasado como pobre aspirante, leyendo todo lo que podía sobre Magia, esperando aquella cosa rara, un aprendizaje con el mago extraordinario, Alther Mella. Fueron años felices en los que vivió en una pequeña habitación en los Dédalos entre tantos otros aspirantes, la mayoría de los cuales pronto se establecieron como aprendices con magos ordinarios, pero Marcia no. Ella sabía lo que quería y quería lo mejor. Sin embargo, Marcia aún no podía creer en su suerte cuando tuvo la oportunidad de ser la aprendiz de Alther Mella. Y aunque ser su aprendiz no significara necesariamente que llegase a ser maga extraordinaria, estaba un paso más cerca de su sueño. Y de este modo Marcia se pasó los siguientes siete años y un día viviendo en la Torre del Mago como aprendiz de Alther Mella.
Marcia se sonrió al recordar el mago maravilloso que Alther Mella había sido. Sus clases eran divertidas, era paciente cuando los hechizos salían mal y siempre tenía un nuevo chiste que contarle. También era un mago extraordinariamente poderoso. Hasta que Marcia no se convirtió en maga extraordinaria, no se dio cuenta de lo bueno que había sido Alther. Pero, sobre todo, Alther era una persona adorable. Marcia sonreía al recordar cómo solía saludarla desde la ventana de la cima de la torre, la ventana que ahora era la suya. Pero su sonrisa se desvaneció al recordar el modo en que había ocupado su lugar y pensó en el último día de la vida de Alther Mella, el día que ahora los custodios llamaban día Uno.
Perdida en sus pensamientos, Marcia subió los angostos escalones que conducían hasta la amplia y protegida cornisa que corría justo por debajo de la muralla del Castillo. Era un modo rápido de llegar al lado norte, como se llamaban ahora los Dédalos, y adonde se dirigía aquel día. La cornisa estaba reservada para el uso de la patrulla custodia armada, pero Marcia sabía que, incluso ahora, nadie impediría a la maga extraordinaria ir a cualquier lado. Así que, en lugar de arrastrarse a través de innumerables y minúsculos y a veces abarrotados pasadizos, como solía hacer algunos años antes, avanzó a paso ligero por la cornisa hasta que media hora más tarde vio una puerta que reconoció.
Marcia respiró hondo. «Esta es», se dijo para sí.
Marcia bajó un tramo de escaleras desde la cornisa y se quedó frente a frente con la puerta. Estaba a punto de empujarla cuando la puerta se asustó ante su presencia y se abrió. Marcia la atravesó disparada y rebotó en la pared del otro lado, bastante pegajosa. La puerta se cerró de un portazo y Marcia tomó aliento. El pasadizo era oscuro, húmedo y olía a col hervida, orín de gato y mierda seca. Marcia no lo recordaba así. Cuando vivía en los Dédalos, los pasadizos estaban calientes y limpios, iluminados por antorchas de junco que quemaban a intervalos junto al muro, y sus orgullosos habitantes los barrían todos los días.
Marcia esperaba recordar el camino del cuarto de Silas y Sarah. En sus días de aprendiz había pasado a menudo por su puerta a toda velocidad, con la esperanza de que Silas Heap no la viera y no la invitase a entrar. Sobre todo recordaba el ruido, el ruido de tantos niños gritando, saltando, peleándose y haciendo lo que hacen los niños pequeños, aunque Marcia no estaba segura del todo de qué es lo que hacían los niños pequeños, pues prefería evitarlos en la medida de lo posible.
Marcia estaba bastante nerviosa mientras caminaba por los oscuros y tétricos pasadizos. Empezaba a imaginarse cómo irían las cosas en su primera visita a Silas después de más de diez años. Temía lo que iba a tener que decirles a los Heap e incluso se preguntaba si Silas la creería. Era un viejo mago obstinado, pensó Marcia, y sabía que ella no era de su agrado. Y de este modo, con estos pensamientos rondándole por la cabeza, Marcia caminaba decididamente por los pasadizos sin prestar atención a nada más.
Si se hubiera molestado en prestar atención, le habría sorprendido la reacción de la gente al verla. Eran las ocho de la mañana y era lo que Silas Heap llamaba «la hora punta». Cientos de personas de cara pálida se dirigían al trabajo; sus ojos somnolientos parpadeaban en la oscuridad y se arrebujaban en sus delgadas ropas baratas para protegerse del frío pelón de las húmedas murallas de piedra. La hora punta en los pasadizos del lado norte era un momento que había que evitar; la aglomeración podía arrastrarte, a menudo más allá de tu calle, hasta que de algún modo conseguías escabullirte entre la multitud y unirte a la corriente que avanzaba en sentido contrario. El aire de la hora punta estaba lleno de lamentos quejumbrosos:
–¡Déjenme salir de aquí, por favor!
–¡Basta de empujarme!
–¡Mi calle, mi calle!
Pero Marcia había hecho que la hora punta desapareciese. No había sido necesaria la Magia para ello: la mera visión de Marcia era suficiente para dejar a todo el mundo petrificado. La mayoría de la gente del lado norte nunca había visto a la maga extraordinaria. De haberla visto, h