Esta de aquí es Rita, la madre de Frank.
La tía Flip es la tía de papá. A veces cuida de Frank.
El señor Grande es el jefe de una banda criminal, y es sorprendentemente pequeño. Ya sea de día o de noche, siempre va con su pijama de seda, su batín y unas zapatillas de terciopelo con el monograma «Señor G» bordado.
El señor Grande tiene dos matones a sueldo, Manilargo y Pulgarzón.
Manilargo se llama así por sus dedos afilados, perfectos para robar carteras.
Pulgarzón tiene unos dedos enormes que usa para torturar a los enemigos del señor Grande.
Tom y Jerry son los temibles sobrinos de Pulgarzón.
Chang es el siniestro mayordomo del señor Grande.
La madre Judith es la párroca del pueblo.
El sargento Chasco es el policía del pueblo.
El señor Peonza es tuerto y trabaja como celador en la cárcel.
El juez Pilar es conocido por tener el corazón duro como una piedra.
Raj es un quiosquero.
¡BRRRUM!
¡BRRRUM!, rugió el coche de papá mientras corría a toda velocidad por la pista de tierra batida. El padre de Frank era piloto de carreras de coches de desguace. Un deporte peligroso. Los coches se estrellaban unos contra otros...
...y pasaban zumbando, dando vueltas sin parar.
El padre de Frank iba al volante de un viejo Mini cuyo motor él mismo había trucado. Le había pintado la bandera del Reino Unido y lo había bautizado como «Reina» en honor a una señora a la que admiraba, Su Majestad la Reina de Inglaterra. El coche se había hecho tan famoso en los circuitos de carreras como su piloto. El motor de Reina sonaba de una manera inconfundible, como el rugido de un león: ¡BRRUM!
El padre de Frank era el rey del circuito, el mejor piloto de coches de desguace que habían visto nunca en el pueblo. La gente venía de todo el país para verlo correr. Tenía el récord de victorias consecutivas. Semana tras semana, mes tras mes, año tras año, Gilbert levantaba el trofeo mientras la multitud lo aclamaba y coreaba su nombre:
La vida era una fiesta. Como el padre de Frank era el héroe local, todo el mundo quería ser su amigo. Siempre que lo llevaba a comer una empanada de carne, el dueño de la tienda les dejaba repetir y no consentía que le pagaran. Si Frank iba andando por la calle con su padre, la gente que pasaba en coche tocaba el claxon...
¡PIII! PIII!
... y lo saludaba con una sonrisa. Cada vez que eso ocurría, el chico se sentía muy orgulloso. Su profesor de mates hasta le subió la nota de un examen después de sacarse una foto con Gilbert en la fiesta de padres de la escuela.
Pero el mayor fan de Gilbert era su propio hijo.
El chico adoraba a su padre. Lo veía como un héroe. Frank soñaba que algún día sería como su padre, un campeón de las carreras. Lo que más deseaba en el mundo era ponerse al volante de Reina.
Como era de esperar, padre e hijo se parecían bastante físicamente. Ambos eran bajitos, rechonchos, y tenían orejas de soplillo. Era ver al chico y pensar que su padre había pasado por una máquina de encoger personas. Frank sabía que nunca sería el más alto, ni el más guapo, ni el más fuerte, ni el más listo, ni el más gracioso de la escuela. Pero había visto la y el asombro que su padre inspiraba en los demás con su habilidad y valentía en el circuito de carreras. Esa sensación era lo que más deseaba experimentar en la vida.
Sin embargo, Gilbert había prohibido a Frank verlo competir. La carrera empezaba con veinte coches dando vueltas al circuito a toda pastilla, pero al final solo un coche quedaba entero. No era raro que los pilotos se hicieran mucho daño cuando los coches acababan amontonados unos sobre otros, y a veces hasta los salían malparados cuando los vehículos se estrellaban contra las gradas.
—Es peligroso, socio —decía Gilbert. Siempre le llamaba «socio». Eran padre e hijo, pero también grandes amigos.
—Pero, papá... —protestaba el chico mientras su padre lo arropaba en la cama.
—Nada de peros, socio. No quiero que vengas a ver cómo me hago daño.
—¡Pero si eres el mejor! ¡Nunca te harás daño!
—He dicho que nada de peros. Venga, pórtate bien. Dame un achumaco[1] y a dormir.
Papá siempre lo besaba en la frente antes de salir a disputar una carrera. Frank cerraba los ojos y fingía quedarse dormido. Sin embargo, tan pronto oía que la puerta se cerraba, se levantaba de la cama sin hacer ruido y se escabullía por el pasillo, gateando para que su madre no se diera cuenta. Siempre que Gilbert salía de casa, la mujer se encerraba en su dormitorio y se ponía a cuchichear por teléfono. Sin quitarse el pijama, el chico se iba corriendo hasta el circuito de carreras.
Justo por fuera del estadio se alzaba una inmensa pila de viejos coches oxidados que no habían sobrevivido a las carreras anteriores. Frank se encaramaba a lo alto de aquella torre, que tenía las mejores vistas de la carrera. El chico se sentaba con las piernas cruzadas en el techo del último coche y veía cómo aquellos viejos cacharros daban vueltas a toda velocidad. Cada vez que el Mini de su padre, Reina, pasaba zumbando ante sus ojos, rugiendo sin parar, el chico lo animaba.
¡DALE, PAPÁ, DALE!
Su padre no tenía ni idea de que Frank estaba allá arriba. Le había prohibido asistir a las carreras porque temía que pasara lo peor.
Y una noche eso fue justo lo que pasó.
FUERA DE CONTROL
La noche del accidente, el coche de Gilbert empezó a dar señales de que algo iba mal desde el principio. En lugar de emitir su característico rugido, el motor del Mini chirriaba estrepitosamente, como si estuviera a punto de explotar.
Ya en la línea de salida, en cuanto puso la primera y arrancó, Reina se precipitó hacia delante y avanzó a trompicones, como un toro desbocado.
Esa noche fatídica, Frank asistía a la carrera sentado en lo alto de la pila de coches, por fuera del estadio, como siempre. Estaban en pleno invierno, llovía a cántaros y soplaba bastante viento. Aunque acabara calado hasta los huesos, el chico nunca se perdía una carrera.
Pero esa noche algo salió mal. Terriblemente mal.
En cuanto la bandera ondeó en el aire, dando comienzo a la competición, el padre de Frank empezó a tener problemas para controlar su propio coche.
Esa noche no se oyó el típico rugido del motor del Mini, sino solo aquel chirrido inquietante. En las gradas se hizo un silencio sepulcral, y Frank notó que se le encogía el estómago.
De pronto, el tubo de escape de Reina pareció saltar por los aires.
—¡PAPÁ! —gritó el chico. El hombre no podía oírlo a tanta distancia, y menos con el estruendo de los motores de los otros coches. Frank solo pensaba en ayudar a su padre. Tenía que hacer algo, lo que fuera. Pero lo cierto es que no podía haber hecho nada para impedir lo que estaba a punto de suceder.
El Mini ganó mucha velocidad, y luego no podía frenar.
Estaba fuera de control.
El secreto de un buen piloto de carreras es saber cuándo acelerar y cuándo frenar. Frank no tardó en comprender que su padre estaba tomando las curvas demasiado deprisa, lo que no era propio de un campeón de las carreras. El corazón le latía como si quisiera salírsele del pecho. Los frenos de Reina debían de estar fallando. Pero ¿cómo podía ser? Su padre siempre revisaba el coche una y mil veces antes de cada competición.
De repente, Reina viró bruscamente para evitar darse de morros con un Ford Capri. Pero el Mini iba demasiado deprisa, y al tomar la curva volcó y empezó
El coche de Gilbert quedó patas arriba en medio del circuito. El Jaguar que venía detrás lo embistió a toda velocidad. El Mini salió volando por los aires, volvió a estrellarse contra el suelo...
¡CATAPUMBA!
... y se quedó inmóvil.
—¡NO, PAPÁ, NO! —gritó Frank desde lo alto de la pila de coches.
Abajo, en el circuito, también se estaba formando una buena pila, porque los coches no lograban frenar a tiempo y se empotraban contra el Mini.
El ruido del metal abollado se mezclaba con el de los cristales rotos.
¡Uno de los coches explotó, provocando una bola de fuego!
—¡NOOO! —chilló Frank.
El chico se descolgó a toda prisa de la torre de coches y, abriéndose paso entre la multitud, corrió hasta el Mini de su padre. Un helicóptero de los servicios médicos planeó sobre el circuito y aterrizó en la pista. Frank cogió la mano de su padre entre un amasijo de hierros mientras los bomberos intentaban liberarlo con una sierra eléctrica.
—¿Qué haces aquí, socio? —le preguntó el hombre con un hilo de voz—. Deberías estar en la cama.
—Lo siento, papá —contestó Frank.
—Cuando salga de esta, voy a necesitar el mayor achumaco de todos los tiempos.
—Todo saldrá bien, papá. Te lo prometo.
Pero aquella era una promesa que el chico no podía cumplir.
A LA PATA COJA
¡NIIINOOO, NIIINOOO!
Frank no soltó la mano de su padre mientras la ambulancia lo trasladaba al hospital a toda velocidad. La pierna derecha de Gilbert había quedado aplastada a causa del accidente, y el hombre perdía mucha sangre.
—Señor Buenote —empezó el médico en cuanto el padre de Frank ingresó en urgencias—. Tengo malas noticias. Hay que amputarle la pierna.
—¿Cuál de ellas? —preguntó el hombre, sin perder el sentido del humor en un momento tan terrible.
—La derecha, por supuesto. Si no lo operamos enseguida, es posible que muera.
—¡No quiero que te mueras, papá! —exclamó Frank.
—Tranquilo, socio. Se me da muy bien saltar a la pata coja.
Mientras se lo llevaban volando al quirófano, Frank intentó llamar a su madre una y otra vez, pero el teléfono no dejó de comunicar durante horas. La operación se alargó toda la noche. Frank daba vueltas y más vueltas en la sala de espera, incapaz de pegar ojo. Al día siguiente, cuando su padre se despertó de la anestesia, lo primero que vio al abrir los ojos fue a su hijo.
—Socio, eres el mejor —dijo con un hilo de voz. Saltaba a la vista que le dolía mucho.
—¡Cuánto me alegro de que te hayas salvado, papá! —contestó Frank.
—Por supuesto. ¿Cómo iba a perderme el placer de verte crecer? ¿Dónde está tu madre?
—No lo sé, papá. Anoche la llamé un montón de veces, pero el teléfono comunicaba todo el rato.
—Ya vendrá.
Pasaron un par de horas hasta que lo hizo.
—¡Ay, Gilbert! —exclamó al verlo, y rompió a llorar como una magdalena.
La reunión familiar fue breve, sin embargo, ya que la madre de Frank no tardó en marcharse. Gilbert estuvo ingresado en el hospital durante meses, pero las visitas de su esposa se fueron haciendo cada vez menos frecuentes y más breves. Sin embargo, las enfermeras montaron una camita plegable para Frank, que no pasó ni una noche lejos de su padre.
Un día, los médicos trajeron una prótesis de madera para Gilbert. Le iba perfecta. En cuestión de días, aprendió a caminar de nuevo y cuando le dieron el alta insistió en volver a casa andando.
—¡Aún puedo hacer de todo! —proclamó con orgullo.
Gilbert cojeaba al andar, y Frank no le soltó la mano en ningún momento, pero al final llegaron a su bloque de apartamentos.
Cuando entraron en casa, no encontraron a la madre de Frank. La mujer había dejado una nota sobre la mesa de la cocina. Decía así:
HOMBRES MALCARADOS
—¿Qué significa esta nota, papá? ¿Por qué dice que lo siente?
—Porque se ha ido.
—¿No va a volver?
—No.
—¿Por qué no?
—Tu mamá se ha ido a vivir a una casa grande con un hombre pequeño.
—¡Pero...!
—Lo siento, Frank. Lo he hecho lo mejor que he podido. Pero al parecer tu madre no tiene bastante con eso.
—Lo siento, papá.
—Necesito un achumaco.
—Yo también.
Padre e hijo se abrazaron con fuerza y se pegaron una buena llantina.
El padre de Frank nunca se rebajó a hablar mal de su mujer —que para entonces era ya su exmujer—, pero al chico le dolía mucho que su madre se hubiese marchado sin ni siquiera despedirse de él.
Aunque ahora vivía en una casa enorme, la madre de Frank nunca lo invitó a visitarla. Ni una sola vez. Cuando se olvidó del cumpleaños de su hijo por segundo año consecutivo, Frank ya no tenía el menor interés en verla. Las semanas y los meses fueron pasando sin que tuviera noticias de ella, hasta que de pronto le parecía impensable llamarla siquiera. Pero Frank nunca dejó de pensar en su madre. Era un lío tremendo porque, por mucho daño que le hubiese hecho, seguía queriéndola.
Su padre perdió muchas cosas a raíz del accidente. No solo la pierna, sino también a su mujer. Y estaba a punto de perder otra cosa que apreciaba mucho.
Su trabajo.
Gilbert adoraba ser piloto de carreras. Era su gran sueño desde niño. Pese a sus súplicas, los dueños del circuito le prohibieron volver a participar en las carreras. Le echaban la culpa del accidente y no querían volver a verlo por allí. Peor aún, le dijeron que, por su propio bien, no debía correr con una sola pierna.
Así que Gilbert intentó por todos los medios encontrar otro trabajo, de lo que fuese. Sin embargo, había mucho desempleo en el pueblo, y un hombre con una pata de palo siempre sería el último de la lista de aspirantes.
El padre de Frank estaba acostumbrado a que lo trataran como una estrella del rock, pero de pronto se sentía como un cero a la izquierda.
Dos gélidas Navidades después, nada había cambiado. Cuanto más tiempo pasaba, más se preocupaba Frank por su padre. A veces lo encontraba sentado a solas en el sillón, con la mirada perdida. Era capaz de pasar varios días sin salir del piso.
Ya nadie tocaba el claxon para saludarlos cuando iban por la calle, y no podían permitirse el lujo de salir a comer una empanada en la tienda de la esquina, donde ya no los invitaban a repetir sin pagar.
El día que Frank cumplió once años, su padre le regaló un enorme circuito de carreras en miniatura. El chico lo adoraba.
Era el mejor regalo que le habían hecho nunca. Su padre hasta pintó la bandera británica en uno de los Mini en miniatura que venían con el juguete para que fuera idéntico a Reina. Se quedaban jugando juntos hasta las tantas, reviviendo las famosas victorias de Gilbert en las carreras.
Sin embargo, por m