A Lucía solo le quedaba por abrir un regalo de Navidad, pero cuando lo hizo no se lo podía creer: ¡unos zapatos de color violeta con tacón envueltos en papel plateado! Imaginó que serían de parte de Lorena, la mujer de su padre, él no podía tener tanta imaginación, así que le dio las gracias con la mirada. Al fin podría mirar a los demás desde una estatura más que aceptable, y caminar moviendo las caderas igual que hacían las famosas en la tele, como si fuera lo más normal del mundo. Tenía doce años, pero con esos tacones conseguiría aparentar alguno más. Sí, por una vez, Lorena se lo había currado. Llevaba casada con su padre desde hacía mucho y casi nunca conseguía sorprenderla…. Quizá podría lucirlos el próximo día que quedara con las chicas para ir a dar una vuelta por el centro comercial o al cine, a ver la última del buenorro de Mario Casas. Aun así… ¡no era lo que más quería que le regalaran! Lo que más deseaba lo había subrayado en su carta con todos los rotuladores de colores que guardaba en el cajón de su escritorio. Sí, a pesar de que ya no era una niña pequeña, continuaba haciendo carta de Reyes, una de las ventajas de ser hija de padres divorciados: así se repartían los regalos entre ellos y no había peleas (o había menos de las que podrían).
A lo que iba… No entendía por qué no estaba debajo de ese árbol lo que más le importaba de toooda la carta. Cuando vio que su madre no se lo regalaba en Nochebuena después de la comilona, había dado por hecho que el regalo en cuestión habría ido a parar a la parte que le tocaba a su padre y que se lo daría la noche de Reyes… Pero parecía que NO, su padre no se enteraba... Arrugó la nariz pequeña y chata y miró por todas partes en busca de otra caja que pudiera servir. La esperanza es lo último que se pierde, dicen.
¿Y si…? Lucía desvió sus ojos hacia Aitana, el fruto del amor de Lorena y su padre. Con solo seis años, era un auténtico terremoto. Muy bonita, eso sí, con sus rizos dorados y sus mejillas rosadas, pero lo que mejor se le daba era destruir las cosas de su hermana mayor. La pequeñaja estaba a los pies del árbol de Navidad rompiendo envoltorios cual trituradora. Y justo debajo de los papeles estrujados había un paquete que se le había escapado a Lucía: iba envuelto en papel de color rojo, no el típico infantil que tenían los demás regalos de la niña.
Esa caja tenía que ser suya, no podía ser de otra manera… Lucía se puso en pie de un salto, pero entonces vio como Aitana estaba a punto de coger ese regalo para arrasar con él como lo había hecho con los otros. En tres zancadas (más bien cortas porque sus piernas no daban para mucho) se plantó frente al regalo, apartó a su hermana de un empujón y se puso de rodillas para protegerlo. Aitana rompió a llorar enseguida, como solía cada vez que no le dejaban hacer lo que quería: la trataban como si fuera la reina de la familia.
—¡Lucía! —replicó Lorena con su voz de «en esta casa se hace lo que yo digo».
Mientras su padre se mantenía sentadito y callado en una de las butacas que rodeaban al árbol, ella iba de aquí para allá haciendo fotos emocionadísima. También daba órdenes, para variar:
—¡Pídele perdón a tu hermana!
Mi hermana??? Esa niña mimada no es mi hermana», se dijo para sí Lucía. Con las luces del árbol dándole en toda la cara, Lorena se veía más congestionada de lo normal y había cosas que era mejor pronunciar por lo bajini. Ignoró la regañina y se concentró en ese paquete, su última esperanza. Efectivamente, en la tarjeta que colgaba de él ponía su nombre en mayúsculas, bien claro:
Sí, ¡esa era su caja! Y por muy útiles que le fueran los demás regalos, ninguno significaba tanto en ese momento: ni la maleta de maquillaje de Pucca, ni el maillot de ballet, ni el iPod, ni el diario. Rezó para que aquella caja guardara lo que ella quería.
Como si fuera un auténtico tesoro, Lucía abrió con mucho esmero el envoltorio: retiró primero un extremo lentamente y después el otro. Se contuvo de arrancarlo todo de un tirón para disfrutar cada segundo de aquel momento. Al quitar el último celo y deshacerse del papel, se encontró con una sencilla caja de cartón. La abrió con las dos manos como si fuera un frágil cofre de cristal y, al ver lo que contenía, de su boca surgió un grito de alegría que les asustó a todos
Su padre, Lorena y Aitana se la quedaron mirando cada uno a su manera. La niñata ya había acabado de llorar y tenía la boca abierta, enseñando el polvorón que su madre le había dado para contentarla. Pensarían todos quizá que Lucía estaba completamente chiflada... ¿ponerse así por eso? Pero su padre le preguntó si le gustaba el regalo desde la butaca, y en su cara se notaba que se alegraba de verdad por verla así de emocionada. Lucía le respondió con una sonrisa que iba, literalmente, de una oreja a la otra, y un asentimiento exagerado... ¡Claro que le encantaba!
Estaba tan contenta que hasta le dio un abrazo a Aitana. Al fin y al cabo, la niña tampoco había hecho nada malo, por lo menos no había llegado a tocar lo que era suyo, que ya es mucho. Recogió todos los regalos para ponerlos en un rincón y tirar los papeles. Después estuvo un rato haciendo de hermana mayor para que no hubiera quejas: jugó con Aitana a las cajitas y le preguntó por los nombres de sus muñecas.
Cuando creyó que ya era suficiente, se fue a su habitación cargada de todos los paquetes. Quería saber si era la primera en anunciar su nueva adquisición en esa noche de Reyes...
Lucía encendió la luz de su cuarto, chutó el puf de espuma y se sentó frente al ordenador, que permanecía encendido casi el día entero cuando ella estaba en casa. Era su manera de estar siempre conectada con las chicas.
«Plan zapatillas rojas en marcha», escribió en su estado del Tuenti, junto a una foto bastante buena en la que aparecía recién salida de la peluquería: flequillo perfectamente recortado y recto justo por encima de las cejas y melena pelirroja sin puntas debilitadas.
Sentada en su silla con respaldo flexible, esperaría a que respondieran Frida y Bea. Marta era la única que ya tenía unas zapatillas rojas y no necesitaba pedirlas por Navidad.
Lucía estaba emocionada con el plan que habían ideado, se sentía como si estuviera a punto de hacer un viaje y tuviera que planear todo lo que debía meter en la maleta. Se dio cuenta de que no podía estarse quieta en esa silla hasta que las demás dijeran algo. Eso no era lo suyo. Miró a su alrededor buscando algo con que entretenerse. La verdad era que su padre y Lorena le habían montado una habitación alucinante: le habían pintado las paredes de color violeta, su favorito, y su padre le había puesto un corcho enorme justo detrás de la cama para colgar lo que quisiera. Lo tenía bien aprovechado con un montón de fotos de sus amigas y recortes de revistas, como el de las dunas de Egipto, a donde le gustaría ir algún día. Su cama no era de las grandes, pero le encantaba la colcha a juego con las paredes y la lámpara del techo.
Cogió el diario que acababan de regalarle, colocó las zapatillas nuevas en la mesa y, con el carboncillo, comenzó a dibujarlas en la primera página en blanco.
La idea de que todas consiguieran esas Navidades unas zapatillas rojas había surgido hacía pocos días para responder con hechos a la horrible tragedia de que Marta se marchara a vivir fuera... ¡justo después de Reyes! La noticia las dejó a todas sin palabras. Incluso Frida, la cotorra de la pandilla, se quedó muda. Llevaban juntas desde primero de primaria (¡y ya estaban en primero de ESO!) y Marta sería la primera en separarse del grupo de amigas. La cosa era que a su madre, que era alemana, le habían ofrecido un fantástico trabajo en Berlín y se llevaría consigo a toda la familia. De hecho, ella ya se había marchado el mes anterior para empezar a organizarlo todo, pero había regresado durante las fiestas para pasarlas todos juntos en Barcelona.
A Lucía le costó un montón asumir que el viaje de su amiga no sería temporal. Quizá no volvía a vivir en la misma ciudad que ella nunca más… Por eso se habían dedicado a aprovechar todo el tiempo que les quedaba de estar juntas antes de que llegara el fatídico día: viendo todas las pelis que Marta se perdería; comiendo todas las napolitanas de chocolate que Marta no volvería a catar; probándose todos los modelitos de las tiendas que no volvería a pisar; oliendo el mar y caminando por la arena que en Berlín no encontraría… Y como todo eso no era suficiente, Lucía y las demás habían planeado montar un club de amigas inseparables. El objetivo: que, a pesar de todos los kilómetros que las separaran, su amistad se mantuviera intacta. Ese club las mantendrías tan unidas como lo habían estado siempre, hablando a diario, compartiéndolo absolutamente todo, siendo las mejores amigas.
También había ayudado a decidirlas lo sucedido entre Marta y Julia (su tutora y profesora de lengua). Marta vivía cerca de donde estaba el colegio e iba y venía siempre andando. Una mañana, había tenido que ir al colegio en zapatillas porque llevaba varios días diluviando y los zapatos del cole no se le habían secado. Las zapatillas eran de color rojo, su favorito. Sin embargo, al verla llegar, la Urraca (como también era conocida Julia por su vestimenta negra y su voz irritante) la paró a la entrada y le prohibió entrar.
—¿Dónde están los zapatos azules del uniforme? —se ve que le preguntó.
—Pues… en casa —respondió ella recogiendo su paraguas blanco de topos negros—. Están empapados por la lluvia, profesora.
—Eso no es asunto mío. Así no puedes entrar en clase —gruñó la Urraca estirada como un palo.
—Pero profe, ¡voy a agarrar un resfriado de cuidado! —se quejó Marta. A la pobre todavía le caían gotas de lluvia por su pelo rubio casi blanco.
—Me da lo mismo, Marta