El dragón de la noche (Los dioses del norte 4)

Jara Santamaría

Fragmento

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Prólogo

Hay pocos lugares más oscuros que un mundo en el que siempre es de noche. Uno podría recorrer la Tierra en busca de espacios recónditos y aun así es muy probable que jamás llegase a experimentar una oscuridad como aquella, una oscuridad asentada, implacable, acostumbrada a impregnarlo todo de un frío tan reconocible que calaba hasta los huesos.

Aun así, a Uria le parecía que había noches más oscuras que otras. Y la de aquel día era, sin duda, de las peores.

Caminaba sin rumbo fijo. Si encontraba a algún viandante le diría que volvía a Elizondo después de un día ajetreado haciendo recados en Irurita, pero mentiría: la realidad es que caminaba sin ningún propósito concreto, tratando de buscar algo de consuelo en el silencio solo interrumpido por el crujido de las ramas de los árboles al contacto con sus pies. Era una de las noches más negras que recordaba. Le gustaba fijarse en esas cosas, observar y analizarlo todo despacio, desde fuera, como si fuese una mera espectadora: esa noche la oscuridad parecía haber querido colarse en cada recoveco de Gaua y lo había llenado todo de un silencio casi inquietante, como si ocultase en secreto que algo terrible estaba a punto de suceder.

Uria disfrutaba de ese silencio. De hecho, lo buscaba.

Tal vez por eso encontró en esa noche una oportunidad perfecta para caminar durante horas.

Para ella, no era tan fácil. Tenía que encontrar un lugar donde verdaderamente no hubiera nadie ni por asomo cerca. Para encontrarse con el silencio, no bastaba con acudir a algún lugar en el que la gente estuviera callada, porque cada uno de los pensamientos de cualquier persona que encontrase a su paso retumbaba en su cabeza con la violencia de un grito. Era el castigo de ser Empática, ella lo sabía; lo había arrastrado toda su vida y creía que había aprendido a vivir con ello, pero últimamente era una carga demasiado pesada. Allá donde fuera, podía escucharlos a todos. Incluso los viandantes que le dedicaban una tímida sonrisa con una intención evidentemente amable no podían ocultar la curiosidad en sus pensamientos: «Es ella, ¿no?», pensaban. «Uria, la exlíder de los Empáticos». Y rara vez se detenían allí: «Es la que casi nos lleva a la ruina en la batalla contra Gaueko. La que ordenó que atacásemos a las criaturas».

Sus pensamientos sonaban tan altos y claros, tan contundentes, que se clavaban en ella y la obligaban a mirar al suelo. «Se la ve mal, no parece ella», pensaban algunos. «Aunque es normal... ¿Qué será de ella? Desterrada del liderazgo de los Empáticos, tiene que sentir una vergüenza tremenda. ¿Qué pensará su familia?».

Y algunos, los menos cautelosos, ni siquiera se esforzaban en controlar su juicio y, mirándola de arriba abajo, con una mueca de desagrado, pensaban alto y claro que se lo merecía. Conscientes, probablemente, de que podía escucharlos a todos. «Dicen que planeaba dejar vendidos al resto de los linajes, ¡que iba a dejarnos tirados en plena batalla!, que ordenó a los Empáticos que se retiraran para salvarse y nos dejaran a nuestra suerte. Si no llega a ser por Unax...».

Unax. Allí es donde terminaban casi todos los pensamientos, como si aquel nombre fuese una runa mágica a la que poder aferrarse. Unax. Todos estaban enormemente agradecidos por ese nuevo líder que había llegado para salvarles del terrible destino que les esperaba con Uria. De repente, era como si todos hubieran olvidado lo que había hecho su familia: el padre de Unax había organizado una revuelta para romper el portal, había secuestrado a una niña y había sido el auténtico responsable de que hubiera habido una guerra con Gaueko. Si no hubieran secuestrado a Ada, ¡nada de todo aquello habría pasado! Y aun así, de repente, ¿todos estaban decididos a confiar ciegamente en su hijo? Y era ella la que debía cargar con la vergüenza de todo el valle. Nadie parecía recordar que ella fue quien asumió el mando para intentar deshacer el caos que había generado la familia de Unax, y que lo hizo lo mejor que pudo, aun siendo demasiado joven para estar preparada para algo así.

A lo lejos, un soplido de viento agitó las ramas de los árboles y Uria se detuvo. «Basta ya, Uria», se dijo. No tenía sentido pensar en todo aquello. Otra vez no. ¿No se merecía un poco de paz? Había repasado una y otra vez cada uno de los pasos que siguió el día de la batalla y había identificado y aprendido cada uno de los errores que cometió, pero, por mucho que los estudiara y se mortificase analizándolos, ya no podía hacer nada por deshacerlos. Debía aprender a seguir adelante con su equivocación y tal vez, si ella conseguía llegar a perdonarse algún día, el pueblo de Gaua terminaría por hacerlo también.

Apoyó la espalda en el tronco de un árbol y cerró los ojos, decidida a disfrutar un rato más del rumor del viento. Se concentró en sus sensaciones más inmediatas: la madera contra la espalda, contra la nuca, el aire frío acariciándole las mejillas, el crujido de unas ramas a lo lejos, el ulular de algún búho, el olor a hierba mojada, el crujido de las ramas cada vez más cerca... ¿O eran pisadas? Abrió un ojo despacio, esperando encontrar a un animal entre los arbustos, pero lo que vio la sobresaltó y sus manos se tensaron contra el árbol.

—¿Hola? —dijo.

Aquello no era un animal. No muy lejos de ella, agazapado entre la maleza, una figura que parecía humana caminaba con dificultad. Uria miró a su alrededor, presa del instinto, aunque enseguida comprendió que no tenía mucho sentido buscar ayuda en un lugar como ese, en la mayor profundidad del bosque, alejada de todo atisbo de civilización. Estaban, literalmente, en medio de la nada.

¿Cómo habría llegado hasta allí? ¿Se habría perdido?

Le observó unos instantes más desde su posición antes de acercarse, muy despacio, como si temiera asustarle.

—Hola —repitió, esta vez un poco más alto—. ¿Te encuentras bien?

Cuando venció la distancia que les separaba, pudo observarle mejor y se quedó paralizada. Efectivamente se trataba de un hombre, aunque su postura encorvada, con los brazos suspendidos hacia delante para ayudarse a caminar, hacía difícil identificarlo como tal. Apenas podía verle la cara. El pelo le caía largo y despeinado, cubriéndole los ojos y parte de la nariz, y la barba estaba igualmente desaliñada. Vestía con harapos, tan sucios como su piel y rotos a la altura de las rodillas, como si los hubiera desgastado reptando durante años. Uria entreabrió los labios para decir algo cuando el desconocido alzó la mirada hacia ella. Y se dio cuenta de que, en realidad, no tenía ni idea de qué decir.

No habría sabido explicarlo, pero algo en la presencia de ese hombre la inquietaba muchísimo y había acelerado su corazón. Se quedaron en silencio unos segundos, examinándose el uno al otro con la misma cautela que dos animales heridos, desconfiados. Segundos en los que Uria terminó por comprender que el problema era precisamente ese: el silencio. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, no era capaz de escuchar los pensamientos. Es cierto que no era algo tan inaudito, ni mucho menos imposible: los magos más experimentados terminaban aprendiendo a contener o modular sus pensamientos en presencia de un Empático, pero... ¿no escuchar nada en absoluto? Eso era, cuanto menos, raro. Y más teniendo en cuenta el estado en que estaba. Debía tratarse de un mendigo, Uria no tenía ninguna duda. Y parecía estar en apuros. Su experiencia le decía que los humanos encontraban mucha más dificultad en esconder sus pensamientos en momentos de miedo o desesperación, así que, ¿cómo era posible? Había pillado a ese hombre por sorpresa, arrastrándose por el bosque con evidente esfuerzo, como si hiciera meses que no se llevaba nada a la boca y, en cambio, había sido perfectamente capaz de proteger la intimidad de su mente. Todavía sin atreverse a reaccionar, a Uria le atravesó la certeza de que se encontraba frente a un brujo que pudo haber sido muy poderoso. Tal vez incluso llegó a serlo un día.

Se apresuró a agacharse.

—Necesitas ayuda —le dijo, e intentó tocarle un brazo para ayudarle a incorporarse del todo, pero el desconocido se revolvió y la miró con una mezcla de estupor y rechazo—. No voy a hacerte daño. Confía en mí, quiero ayudarte. ¿Dónde vives? ¿Eres de por aquí cerca? ¿Quieres que te acompañe a algún sitio? No... no tengo nada encima, pero puedo llevarte a algún sitio a que te preparen algo de comer, o que te dejen algo de ropa limpia, o...

Pero la batería de preguntas de Uria no obtuvo más respuesta que unos ojos abiertos que la escudriñaban, con casi tanto recelo como curiosidad. Uria arrugó el entrecejo.

—¿Hablas mi idioma? —volvió a intentar. No había valorado la posibilidad de que se hubiera extraviado y llegase desde muy lejos, pero podía ser, ¿no? ¡O quizá incluso nunca había hablado! Podría haberse criado en el bosque como un animal más, o...

—¡Mh!

—¿Qué? ¿Qué has...? —El mendigo estaba tratando de decirle algo. Gruñía y, no sin dificultad, trataba de incorporarse.

Uria quería ayudarle, pero él se desprendía de su ayuda agitando los brazos en el aire. De pronto, se dio cuenta de que se estaba señalando los pies. Solo entonces se fijó en ellos y le llamaron la atención. Teniendo en cuenta su estado general, habría esperado que estuviera descalzo, pero llevaba los pies envueltos en unas botas de cuero perfectamente atadas que le llegaban hasta la altura de los tobillos, aunque sí estaban llenas de arañazos y marcas. El mendigo llevó las manos a ellas y clavó las uñas, tironeando con sus escasas fuerzas pero sin conseguir ningún resultado. Uria creyó comprender.

—¿Quieres quitártelas? ¿Es eso? ¿Estás herido? —dijo, y el mendigo esta vez no opuso resistencia cuando ella llevó las manos a los cordones y comenzó a aflojarlos. Tuvo que hacer mucha más fuerza de la que esperaba. Los cordones ofrecían una resistencia con la que no contaba y parecían querer adherirse a su piel, pero finalmente logró desatarlos por completo y se preparó para liberarle los pies tirando de las botas—. ¿Estás preparado? Están muy duras. Voy a tirar, ¿vale? No sé dónde tienes la herida, voy a intentar no hacerte daño, pero es posible que te duela un poco. Será solo un momento, ¿de acuerdo? Después buscaremos algo con lo que curarte. Confía en mí. Una... dos... ¡y tres!

La inercia del movimiento tumbó a Uria contra el suelo y se golpeó la cabeza con dureza contra una de las raíces prominentes de un árbol. Por un momento, temió perder el conocimiento, pero el mareo terminó por cesar y consiguió incorporarse, despacio, mientras se llevaba una mano a la nuca dolorida. Afortunadamente, parecía que no se había abierto la cabeza.

Todavía tenía la vista borrosa, pero consiguió a duras penas enfocarla en el mendigo cuando escuchó que profería una risa, al principio corta y brusca, cargada de incredulidad, y al final plena y satisfecha, casi histérica. Una risa que le heló el corazón. El mendigo se había puesto de pie y no había ningún atisbo de herida en sus pies. Al contrario, caminaba perfectamente cuando recogió las botas del suelo y, tras conectarlas atando los cordones entre sí, se las colgó en el cuello. No hizo ningún ademán de socorrerla ni volvió la vista hacia ella para ayudarla a levantarse. Simplemente siguió riendo, le dio la espalda y observó su entorno unos instantes.

Uria se frotó los ojos. Tal vez fuera el golpe, y muy probablemente estuviera volviéndose loca, pero juraría que en ese momento el desconocido comenzaba a cambiar de forma y los pies descalzos mudaban su piel hasta convertirse en escamas, que fueron cubriéndole el cuerpo por completo hasta alcanzarle la cabeza. Y entonces, justo después de proferir un último gruñido satisfecho, se desvaneció en el aire dejando a su paso un halo de fuego.

Uria creyó que había dejado de respirar. Trató de incorporarse, pero el corazón le iba demasiado deprisa y parecía que el oxígeno no quería llegarle a los pulmones. ¿De verdad era posible lo que acababa de ver? Ese halo de fuego..., las escamas... No era posible, ¿verdad? Aquello era solo uno de esos cuentos antiguos que circulaban por el valle, pero que no tenían ninguna validez. Esa criatura no era real. Sugaar, criatura de la destrucción, dios del Caos, la más terrorífica de todas las leyendas que había escuchado nunca, era solo eso: una leyenda. ¡Tenía que serlo! Nadie había dado nunca credibilidad a esos cuentos.

Pero entonces ¿cómo era posible que acabara de verlo con sus propios ojos?

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1

Ada

Me desperté sobrecogida.

Otro día más.

El corazón me latía violentamente dentro del pecho, como si quisiera escaparse y abandonar la habitación.

Me incorporé un poco; lo suficiente para colocar un cojín encima de la almohada y mirar a mi alrededor, reconociendo el dosel de la cama, las paredes del Ipurtargiak, las velas apagadas. Era como un ritual, unos segundos de búsqueda de lo conocido mientras se calmaba mi respiración.

A esas alturas, ¡cualquiera diría que debería estar acostumbrada! Era el mismo sueño cada noche, prácticamente idéntico, hasta casi podría habérmelo aprendido de memoria. Pero no, no lo conseguía. No sé si podría algún día acostumbrarme a ver a mi madre.

A veces me despertaba gritando. Pero no era miedo, sino impotencia. En mi sueño se repetía una y otra vez aquella única ocasión en que nos vimos. Cuando la conocí, cuando por fin conseguí encontrarla después de tanto tiempo y entré en su casa, apenas vi un atisbo de todo lo que escondía. No habíamos compartido juntas más de un par de horas, y en ese breve espacio de tiempo recuerdo que me quemé la mano, y ella... me curó.

Cada uno de esos detalles sucedían siempre en mi sueño, así que intentaba fijarme mejor, observar si había pasado algo por alto: sentir el tacto delicado de su piel sobre la mía, sanando la herida, buscando que me ofreciera algún tipo de explicación. Era lo más impactante, lo más alucinante e inesperado que me había pasado nunca. Y lo mejor de todo era que ella me había asegurado que yo también lo podía hacer. Y que había muchas más cosas que desconocía en mi poder. En aquel momento, cuando lo dijo, yo sentí una alegría inmensa, ¡porque teníamos tantas cosas en común! ¡Tenía tanto que contarme! Y entonces... entonces Gaueko nos encontró y la perdí para siempre.

No había nada que yo pudiera hacer en el sueño para cambiar el curso de lo sucedido. Nada que yo pudiera decir o gritar conseguía evitar que Gaueko apareciera entre nosotras y la arrebatase de mi lado. Yo quería advertirle, quería pedirle que huyera, que no perdiera el tiempo curándome esta vez, pero ella parecía no poder escucharme. Me miraba atentamente, con esos ojos tan fijos, la nariz respingona y su expresión indescifrable, como si estuviera viendo a un fantasma o a un ser inerte.

Revivir aquel día una y otra vez no me ayudaba. ¿Cómo podía ser al mismo tiempo el mejor y el peor de mi vida? Aparté la sábana con los pies y repté por la cama hasta quedar a la altura de la ventana. Era una noche tan oscura que a duras penas podía distinguir la luz de la luna. Era una de las noches más oscuras que recordaba.

Tenía un nudo enorme en la garganta. Desde aquel día, siempre que estaba en el pueblo cogía la bicicleta, me adentraba en el bosque, me subía a lo alto de una colina y observaba la puesta de sol. Ella me dijo que estaría conmigo cada vez que cayera la noche, y de alguna forma esperaba que aquello fuese tangible y real. Ella era la nueva Diosa de las Tinieblas, y eso significaba que cada vez que cayera el sol estaría a mi lado.

Supongo que una parte de mí pensó que estaría de verdad. Que podría verla. Hablar con ella, interactuar de alguna manera. Supongo que no pensé que todo cuanto podría hacer sería sentirla y confiar en que realmente estuviera allí. Porque la realidad es que tenía muchas preguntas. ¡Muchas! Y algunas, la mayoría, solo podía contestarlas ella.

Mi magia, por ejemplo. ¿De verdad sabía curar? ¿Y qué más cosas sabía hacer? ¿Y cómo aprendería a hacerlas si ella no iba a poder enseñármelas?

¿Y qué pasaba si no lograba hacerlo nunca?

Nunca imaginé que me quedaría con esa duda viviendo eternamente dentro de mí, vagando en mi interior sin poder salir a flote, sin respuesta de ningún tipo. Porque sí, en Gaua había cuatro linajes. Uno de ellos, el famoso linaje perdido, el mío. El problema es que yo era la única que estaba sola. Y no había nadie que pudiera explicarme qué hacer o cómo podía desarrollar mi poder.

Aun así, no me rendía. En todo ese tiempo, había compaginado las idas y venidas a Gaua para seguir en el mismo colegio de siempre, pero cada vez que cruzaba el portal aprovechaba para intentar aprender algo nuevo. No tenía muchos avances, pero había algo (tan inútil como impresionante) que había descubierto hacía unos meses. Por lo visto, si Teo me hacía cosquillas a mí, yo era capaz de «pasárselas» a Emma. ¡Sí, tal cual! No sabría explicarlo mejor. Solo sé que, si cogía la mano de Emma, o si le tocaba la piel del brazo o algo así, ella podía sentir perfectamente la misma sensación que yo y empezaba a reír y a pedirme que parase.

Algo me decía que este poder tenía que servir para algo más que para chinchar a mis primos, pero por el momento su función me resultaba lo suficientemente satisfactoria como para percibirlo como un triunfo. A veces, incluso, si me concentraba mucho podía sentir yo las cosquillas de Teo si era Emma la que se las hacía, o algo así.

Pero ¿aparte de eso? Nada de curar y nada que pudiéramos considerar ni remotamente útil.

Miré la inmensidad de la noche al otro lado de la ventana. La busqué en el espesor de aquel negro tan frío.

«Mamá, ¿dónde estás?», quise decir.

En la cama de al lado, Emma dormía plácidamente. Le esperaba un día importante. La miré unos segundos antes de decidir volver a tumbarme.

La primavera había estallado en Gaua como un festival de fuegos artificiales. Un buen día de marzo, sin previo aviso, aparecieron todas las flores y lo hicieron de golpe, desplegando sus pétalos al unísono y llenando la noche de cientos de colores que iluminaban la oscuridad como luces de neón. Las luciérnagas estaban como locas, saltando de flor en flor y haciendo dibujos en el aire. Si lo miraba desde arriba, desde la ventana de mi cuarto, podía ver todos esos puntitos de luz formando una especie de arcoíris, creando formas que no había visto en la vida. Quitaba la respiración.

Muchos decían que era la primavera más espectacular que se recordaba en años, y, por lo que parecía, tenía algo que ver con la apertura del portal. Desde que Mari había decidido eliminar la Gran Decisión y los brujos podían ir y venir entre Gaua y el Mundo de la Luz, algunas cosas habían empezado a cambiar un poco. Las flores estaban más contentas que nunca y parecían querer salir por todas partes: en los pequeños resquicios de las piedras, en los bancos y hasta en las grietas de las paredes del Ipurtargiak. Por lo que nos contaba Nagore, los expertos no tenían muy claro por qué estaba ocurriendo y se pasaban el día investigando los nuevos fenómenos que ocurrían en el valle. Pero mientras ellos investigaban, el pueblo de Gaua celebraba. Cantaban canciones a las flores, hacían juegos, algunos se disfrazaban, habían instalado un puesto de dulces en la plaza del pueblo... ¡Ay, los dulces! Teo se estaba poniendo morado, claro. No tenía ningún tipo de autocontrol y el muy burro se llenaba los bolsillos de provisiones como si se preparase para el fin del mundo. Creo que fueron los dulces los principales responsables de que Teo se decidiera a pasar las fiestas de primavera en Gaua, la verdad. No es que no viniera nunca a este lado del portal, pero sí que era el que menos lo pisaba habitualmente, porque toda su vida estaba en Francia, en el Mundo de la Luz, con sus padres y su conservatorio. Estaba encantado con el conservatorio. Encantado. Y cuando digo encantado, digo, bueno..., que estaba un poco pesado también.

Un poco como la Amona, en realidad, aunque por motivos diferentes. ¡No había quien la arrancase de Gaua! Y no era para menos. Después de toda una vida apartada de la magia, desprendida de una parte de sí misma tan importante y que la hacía ser tan ella, por fin había podido recuperarla. Estaba como una niña, con un destello de ilusión en los ojos, dispuesta a aprovechar al máximo esta segunda oportunidad. Aunque su casa seguía estando en el Mundo de la Luz, iba y venía a su antojo, a veces a comprar algún ingrediente específico que solo encontraba en el mercado de Gaua, a tomarse un chocolate con sus viejas amigas en la plaza o a poner a prueba su destreza con el catalizador con algún truco que después nos mostraba con infinito orgullo.

En general, yo creo que el valle entero estaba feliz, tranquilo, y se respiraba un optimismo en el ambiente que hacía tiempo que no se veía por aquí. Es cierto que los líderes tenían muchísimo trabajo (gestionar el comercio con el Mundo de la Luz, reelaborar los censos de población, controlar el paso por el portal y un montón de gestiones aburridísimas de las que siempre hablaba Unax y que, la verdad, siempre terminaban con Teo bostezando y Emma dándole un golpe en las costillas), pero es que, salvo por eso, ¡todo estaba bien! Y eso era mucho decir para un lugar como este. Gaueko se había ido y ya no era una amenaza para nadie, éramos libres.

Pero si alguien era feliz, feliz de verdad, esa era Emma. Su vida había cambiado tanto, de una forma tan radical, que si la vieras de repente no serías capaz de reconocerla. No hacía mucho que había celebrado su decimoquinto cumpleaños, y yo no podía evitar preguntarme qué habría elegido de haber tenido que enfrentarse a la Gran Decisión. Menos mal que no tuvo que tomarla, porque algo me dice que su corazón estaba tan enraizado en Gaua que habría sido incapaz de desprenderse de ella y habría tenido que decirnos adiós a todos para siempre.

Desde que acabó la batalla con Gaueko, Emma había ido pasando cada vez más tiempo en Gaua, hasta que al final consiguió convencer a sus padres para pasar el verano entero y, para cuando quisimos darnos cuenta, su vida entera estaba aquí. Se había apuntado al equipo de pelota, tenía amigos... Creo que nunca la había visto tan feliz. Y era como... ¿raro? Emma feliz, sin ese ceño fruncido antes de echarte la bronca por cualquier cosa, sin casi poner los ojos en blanco ni nada de nada. ¡A ver, no puedo decir que me queje! Pero es que a veces hasta la veíamos sonreír a santo de nada y Teo y yo nos mirábamos con un poquito de miedo, esperando que en cualquier momento estallase y nos soltase una bordería de compensación, yo qué sé.

Aquel día era importante para ella. ¡Le esperaba la final del Torneo de Primavera! Se enmarcaba dentro de las celebraciones del pueblo y consistía en varios partidos de pelota por parejas que se sucedían durante varios días hasta proclamar al vencedor. Emma había conseguido llegar a la final, tras mucho esfuerzo. Y hoy era su día. Estaba radiante. Llevaba puesto el uniforme de su equipo y hablaba con sus compañeras con una naturalidad y una efusividad que no había visto nunca en ella. Hasta parecía que tenían un saludo especial que hacían con las manos antes de salir al frontón, y mira que yo estaba convencida de que en cualquier otro momento, si Emma hubiera visto algo así, habría puesto los ojos en blanco y habría dicho que eso era «como de los boy scouts, qué pereza». Casi hasta podía oí

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