
El hotel encantado



















el MISTERIO
Resuelve
Resuelve


Traducción de Isabel Llasat
Lauren Magaziner





















































































































































































El hotel encantado



















el MISTERIO
Resuelve
Resuelve

PORTADILLA
Título original inglés: Case Closed 3: Haunting at the Hotel.
Autora: Lauren Magaziner.
Publicado por acuerdo con Katherin Tegen Books, un sello
de HarperCollins Publishers.
© Lauren Magaziner, 2020.
© de la traducción: Isabel Llasat Botija, 2021.
© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2021.
Avda. Diagonal, 189. 08018 Barcelona.
rbalibros.com
© Ilustraciones de las páginas 69, 72, 211, 309, 444 y 465: Shutterstock.
© Diseño de interior: Compañía.
realización de la versión digital · el taller del llibre
Primera edición: marzo de 2021.
rba molino
ref.: odbo838
isbn: 978-84-272-2390-5
Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del
editor cualquier forma de reproducción, distribución,
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CRÉDITOS
Para Robin Magaziner,
Sé que hace ⌛ que
es🍐bas un
«guste» CI «no digo la verdad»
Pues bien, ¡bienvenida a esta página!
M tú siempre has creído Í
y
¡☕ ♥!
Como madre, te mereces
UN
--------------
SALIENTE
Gracias por tu ayuda con esta serie. Por comprar la pizarra blanca, por comentarme mis ideas y por repartir marcadores de libro a cada ser humano con el que has hablado exactamente un segundo.
Pero, sobre todo, ¡gracias por
ser mi mejor amiga para siempre!
Eres MILunaLÓN.
DEDICATORIA


















































































































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—eliza está muy equivocada. no suele ocurrir, porque mi mejor amiga Eliza también es la mejor a la hora de aplicar la lógica y resolver enigmas. Pero hoy es una de esas pocas veces en las que no tie-ne razón y parece que eso sacuda los cimientos de la Tierra. Seguimos discutiendo mientras bajamos todos del coche en tropel.
—Por última vez, Carlos —insiste—, te digo que los fantasmas no existen.
Lo dicho, muy equivocada.
—Los fantasmas no existen... —lo repito como una cantinela.
—Búrlate lo que quieras, pero es así.
Me ajusto el anorak. Aunque ahora mismo no nie-va, la capa del suelo ya tiene varios centímetros.

primer día
PRIMER DÍA

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Lo de la nieve y la altitud ya me lo había avisado mi madre, pero del viento helado no me habían dicho nada. En la cima del monte Sugarcrest el viento no es ninguna tontería. Es como si te dieran de bofetadas con un carámbano. Y ahora que se está poniendo el sol, el frío se deja notar aún más.
—Eliza, admítelo.
—Demuéstrame que hay fantasmas —dice, con las mejillas rojas de frío.
—¡Demuéstrame tú que no los hay!
—No, no va así —replica—. Es imposible demostrar que algo no existe. Lo que sí se puede demostrar es que algo existe.
—¡Claro que hay fantasmas! —grito—. ¿Qué me di-ces de los miles de personas en el mundo que han vis-to fantasmas con sus propios ojos? ¿Qué son para ti?
—Miopes.
—¿Es que no van a parar nunca de discutir? —pre-gunta Frank, tirándole a mi madre de la manga.
Frank es el hermano de Eliza y es más pequeño que nosotros. Merece tres premios: al más ruidoso, al más raro y al más pesado. Pero, tras resolver juntos dos misterios, le he cogido cariño. Frank es el mejor para meterse gateando por los sitios y para encontrar pistas donde menos te lo esperas.
—Carlos y Eliza llevan una hora discutiendo sobre lo mismo —le dice mi madre—. Ya no viene de aquí.

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—Seguro que ya te has arrepentido de invitarnos —le digo bromeando.
—Estaba pensando justo lo contrario, cariño —dice mi madre, tirándome del anorak para arrimarme a ella.
No es nuestro primer caso, pero sí el primero en el que nos deja participar a Eliza, a Frank y a mí. En los dos misterios anteriores tuvimos que colarnos sin que lo supiera.
Mi madre tiene una agencia a medias con su socio, Cole, la agencia de detectives Las Pistas, que durante un tiempo estuvo a punto de irse a pique. El primer misterio que resolvimos en la mansión de una millo-naria fue un caso robado a mi madre para salvar la agencia. El segundo misterio ocurrió en unos estudios de televisión, en el plató de mi programa favorito. En teoría, no teníamos permiso para investigar. Mi madre nos pilló intentando resolver su misterio y acabamos trabajando juntos.
Los cuatro formamos tan buen equipo que mi ma-dre decidió nombrarnos detectives júnior para el si-guiente caso... que es este.
Un fantasma aterroriza a los huéspedes del hotel Sugarcrest Park, un hotelito situado en la cima de una montaña. Desde hace un mes y medio, casi cada noche se produce alguna aparición. Los huéspedes han hui-do del hotel gritando en plena noche. Casi todos los que han pasado por ahí tienen alguna historia horripi-
















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lante de fantasmas por contar. Las reseñas en internet son espantosas. La dueña del hotel, Reese Edelweiss, nos ha contratado para rescatar su negocio y para que detengamos al fantasma antes de que pase algo real-mente trágico.
—O sea que estamos ante un caso de apariciones —le digo a Eliza—, ¿y tú no crees que pueda ser un fantas-ma de verdad?
—No puede ser un fantasma de verdad —contesta— porque, repito, los fantasmas de verdad no existen.
—¡Y dale! —exclamo, levantando las manos al cielo.
Frank hace una bola de nieve y me la tira. Me da en el cuello y siento cómo el hielo me baja por la espalda. Le lanzo una mirada asesina.
—¿Qué? —dice, pestañeando para hacerse el ino-cente—. ¡Ha sido un fantasma!
—Bueno, ya basta —interrumpe mi madre, parán-dose en la entrada despejada de nieve del hotel—. Es-tamos a punto de entrar y de causar la primera impre-sión y tiene que ser profesional. O sea, que nada de discutir. Solo llegaremos a la verdad del caso si reuni-mos el máximo de información posible y trabajamos en equipo. Y eso significa que los dos tenéis que abrir la mente a las teorías del otro.
—¿Y yo qué? —pregunta Frank.
—Vacíate los bolsillos —le ordena mi madre.

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Frank se lleva las manos a los bolsillos y saca una bola de nieve de cada uno de ellos.
—Otra vez.
Frank suspira y saca una segunda bola de nieve de cada bolsillo.
—Venga, la última.
—¡Pero es mi mascota de nieve! —protesta Frank con el ceño fruncido—. Le he puesto de nombre Nievina.
—¡Suelta! —le ordena mi madre como si se dirigie-ra a un perro con una pelota en la boca.
Frank deja a Nievina en el suelo con delicadeza. Y luego la aplasta de un pisotón.
—¡Soy un yeti!
—Frank —dice mi madre—, ni bolas de nieve ni pe-dos delante de la clienta.
El hotel es el único edificio que hay en la cima de este pico, que no es el más alto de la cordillera, pero sí lo suficiente como para que se me tapen los oídos en el coche. Mi madre nos hace beber mucha agua para que no suframos mal de altura.
Alrededor no hay prácticamente nada: ni pueblo, ni supermercado ni casas. Lo más cercano es otro hotel construido algo más abajo. Se llama Super Hotel Ex-press y parece cinco veces más grande.
Pero no es ni la mitad de bonito que el hotel Sugar-crest Park, que respira todo él ambiente montañero. La fachada está revestida de madera y tiene dos chi-































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meneas de piedra por las que sale una nube de humo que contrasta con el cielo blanco.
—Parece que va a nevar —dice mi madre, escudri-ñando el cielo—. Pero no creo que pase de una ventis-ca. Espolvoreará un poco y ya está.
«Y esas fueron sus últimas palabras», pienso tragan-do saliva mientras entro en el hotel detrás de mi madre.
La recepción del Sugarcrest Park se halla en el centro del vestíbulo, arropada entre dos escaleras. A la izquier-da hay una puerta abierta que conduce a una gran sala de estar de decoración rústica. Me asomo. Hay una chi-menea de doble cara rodeada de sofás y, al fondo del salón, una puerta que conduce a la biblioteca. Eso lo deduzco por el cartel que pone «SILENCIO EN LA BI-BLIOTECA... PERO SI TOCAS EL PIANO ¡TÓCALO, FORTE!».
Y eso me llama mucho la atención, porque ¿quién mete un piano en una biblioteca? Quizá las bibliotecas personales pueden saltarse las normas.
Regreso al vestíbulo. Mi madre, Eliza y Frank lo están curioseando. Todas las decoraciones que vemos son... espantosas, la verdad. Hay alfombras de piel de oso por todas partes. Y en las paredes, cabezas diseca-das de todo tipo de animales —ciervos, arces, wapitíes y osos— con bolitas en lugar de ojos.

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La expresión de Eliza muestra una clara desapro-bación.
—Tranquila, son de mentira —dice la mujer de la recepción.
Es más joven que mi madre. Se me da fatal adivinar la edad de los adultos, pero me arriesgaría a decir que tiene veintipico años. Lleva el pelo de color azul bri-llante, un piercing en la nariz y un maquillaje muy co-lorido sobre la piel pálida y tiene los ojos de distinto color, uno azul y el otro verde. Parece una sirena.
—Bienvenidos al hotel Sugarcrest Park —dice—. Me llamo Cricket McCoy y seré su recepcionista. ¿Vienen a hospedarse?
—Bueno, sí y no —contesta mi madre—. Venimos de la agencia de detectives Las Pistas. ¿Puede avisar a Reese Edelweiss de nuestra llegada, por favor?
—Por supuesto —responde con mirada sorprendi-da. Abre un cajón y saca un walkie-talkie—. Señora Edelweiss, han llegado sus detectives.
—Voy enseguida —dice Reese Edelweiss al otro lado del aparato.
—¡Menos mal que han venido! —dice Cricket, guar-dando el walkie-talkie en el cajón—. Últimamente esto parece una película. Una de miedo y de risa a la vez. —Mira de reojo la ventana; el sol se ha puesto muy deprisa—. Ya anochece... Espero que estén preparados.
—¿Preparados? —pregunto.














































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—Para el fantasma —dice nerviosa mientras jugue-tea con las puntas abiertas de su cabello.
—¡Yo estoy SUPERPREPARADO! —grita Frank, al-zando el puño.
—Eso lo dices ahora. Pero esto es una pesadilla. Solo hoy ya hemos tenido trece cancelaciones. La mi-tad de nuestros huéspedes se han ido sin terminar su estancia. He pedido permiso para irme a casa cuando se pone el sol —dice Cricket bajando la voz— y salir de aquí antes de que llegue el fantasma. Pero a veces la señora Edelweiss me hace trabajar hasta altas horas de la noche, sobre todo ahora que a los huéspedes les puede dar por marcharse a las tres de la madrugada...
—¿Qué tal es como jefa la señora Edelweiss? —pre-gunto.
—¡Muy buena! ¡La mejor jefa del mundo! —dice Cricket con una amplia sonrisa. Pero su voz sube una octava.
Miente. Miro a Eliza, que está concentrada en una hoja de papel que hay sobre el mostrador. Creo que ni siquiera ha seguido la conversación.
De modo que me vuelvo hacia mi madre. No mueve ni un músculo de la cara, pero veo un destello en sus ojos, lo que me indica que ella también se ha dado cuenta de que la voz de Cricket ha cambiado al hablar de Reese Edelweiss.
Se produce un silencio embarazoso, la estrategia de

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interrogatorio favorita de mi madre. Le gusta dejar pausas molestas en la conversación para que la gente se sienta incómoda.
Pero con Cricket no funciona.
—Si lo prefieren —dice, carraspeando y poniéndose firme tras el mostrador—, pueden esperar a la familia Edelweiss junto al fuego. No creo que tarden. —Se vuel-ve hacia el ordenador y se pone a teclear.
Está claro que se nos ha quitado de encima. Entra-mos en el salón de las chimeneas y vemos que uno de los sofás junto al fuego está ocupado por un hombre oron-do de mediana edad. Aun sentado se nota que es bajo; no creo que pase mucho a mi madre. Lleva gafas de me-dia montura y luce ojeras y una barba incipiente sobre un rostro rosado. Se ve que esta noche no ha dormido.
Está escribiendo con furia en su portátil y a su lado tiene tres libros y un cuaderno abiertos.
—¡Huéspedes! —exclama al alzar la vista—. ¡Bien-venidos!
—Encantada, me llamo Cat Serrano —dice mi ma-dre, tendiéndole la mano—. Este es mi hijo, Carlos, y sus amigos, Eliza y Frank. ¿Trabaja usted aquí?
—No —contesta el hombre—. Yo también soy un huésped. Al parecer, el único lo bastante valiente como para quedarse más de una noche. Últimamente este lugar parece un pueblo fantasma. —Se ríe con el chiste que le ha salido—. Me llamo Byron Bookbinder.





























































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—Y entonces ¿qué hace usted aquí, señor Bookbin-der? —pregunta mi madre.
—¿A usted qué le parece que hago?
—Mmm... ¡Parpadear! —exclama Frank—. No, no, ¡respirar! No, no, ¡las dos cosas! ¡Impresionante!
—Escribo —dice Byron—. Un ensayo sobre apari-ciones de fantasmas.
—Entonces no es coincidencia que haya venido us-ted a parar a este hotel, ¿verdad? —dice Eliza.
—En efecto —contesta Byron—. Este hotel tiene una historia de fantasmas y quería venir a comprobar-lo en persona. Imaginen mi sorpresa cuando vi que mi medidor de campos electromagnéticos se disparaba.
—¿Medidor de campos electromagnéticos? —repito yo, justo al mismo tiempo que Eliza pregunta:
—¿Qué historia de fantasmas?
Byron Bookbinder sonríe, busca su bolsa y saca algo parecido a un mando a distancia de televisor.
—Esto es un medidor de campos electromagnéti-cos. A los fantasmas normalmente no se los ve, pero sí se pueden sentir. Cuando sus espíritus deambulan por nuestro mundo, se produce una interrupción del cam-po electromagnético. Mientras la luz roja está encen-dida, todo es normal. Pero, cuando ves la luz verde, ¡significa que hay un fantasma cerca! —dice emocio-nado.
—¿Y se pone verde alguna vez? —pregunto.

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—Desde que estoy aquí, cada noche. Esto está lleno de fantasmas.
—¡Vamos a probarlo! —exclama Frank, intentando alcanzar el interruptor.
—Esto no es un juguete, muchacho —dice Byron, guardando el medidor en su bolsa.
—Antes se ha referido a algo que ocurrió en este hotel, ¿verdad? —le recuerda mi madre a Byron.
—Ah, sí, una historia muy interesante. Hace unos setenta años, seis excursionistas se detuvieron a des-cansar en este refugio durante su ascensión a la cima. Forzaron la entrada porque estaba todo tapiado con maderas. No había leña, comida ni suministros de nin-gún tipo. Por la noche, el temporal empeoró tanto que el refugio quedó enterrado casi por completo bajo la nieve. Cuando por fin los encontraron... —Byron hace una pausa—. Bueno, digamos que ya no necesitaban oxígeno. La leyenda cuenta que, desde entonces, apa-recen por el hotel, aún desesperados por terminar su ascensión.
—Seis —susurro—, aquí murieron seis personas. ¿Significa eso que hay seis fantasmas?
De pronto parece que aquí dentro hace más frío, pese a lo vivo que está el fuego.
Por un momento me arrepiento de haber venido con mi madre. Era la primera vez que me dejaba ser detective júnior en uno de sus casos y yo quería parti-










































































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cipar. Me daba miedo decirle que no, pero, ahora que estoy aquí, ¡lo que me asusta es haber dicho que sí!
Me asusta porque los fantasmas me aterran. Y me asusta porque no quiero fallar a mi madre. Ahora que espera algo de mí, siento más presión que nunca por demostrar que realmente me merezco un lugar como de-tective.
Íbamos a hacerle más preguntas a Byron Bookbin-der, pero entran tres personas en el salón. Seguro que son la familia Edelweiss, los dueños del hotel. Nos acercamos a ellos y dejamos a Byron, que estira las orejas todo lo que puede.
—Siento muchísimo haberles hecho esperar —dice una mujer con la sonrisa más contagiosa que he visto nunca.
Es lo primero que veo en ella. Tiene rasgos asiáticos y pelo negro, liso y brillante, que lleva recogido en una cola de caballo, con varias mechas sueltas colocadas tras la oreja. Viste de traje y tacones y todo en ella tiene cierto aire de perfección, como si no tuviera que esfor-zarse por aparentar profesionalidad y estilo, porque ya lo tiene todo. De forma natural.
—Me llamo Reese. Este es mi marido, Harris. Y nues-tra hija, Bianca Edelweiss.
Reese no ha pronunciado ni cuatro frases seguidas y todo en ella irradia calidez. Es una de esas personas que parecen auténticas y buenas.

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En cambio, su marido Harris es lo contrario. Es un tipo grande y ceñudo vestido con camisa de leñador. Es de piel blanca y cabello pelirrojo recogido en un moño. Luce una barba increíblemente espesa y sus ojos son grises y melancólicos. Tiene la mirada fija en la venta-na, como si deseara estar en cualquier otra parte.
Bianca Edelweiss, su hija, parece tener la misma edad que Eliza y yo, o tal vez un año más. Como su madre, tiene el cabello negro y brillante. Al igual que su padre, presenta una mueca de disgusto. A diferen-cia de los dos, lleva unos grandes auriculares pegados a las orejas.
—Bianca, cielo, no seas maleducada —le dice su ma-dre, bajándole los auriculares al cuello—. Ya escucha-rás música luego.
—No estoy escuchando música —gruñe Bianca—, estoy haciendo música.
—Sí, cielo, pero ahora mismo debemos practicar la hospitalidad, no hacer de pinchadiscos. —Reese se vuelve hacia nosotros con una sonrisa encantadora—. Ya la perdonarán, está aprendiendo.
Bianca se cruza de brazos.
Mi madre nos presenta y Reese nos da la mano. También a Frank, pese a que le tiende un fideo hervi-do más que una mano.
—Si me acompañan al comedor —dice Reese—, le pediré a Fernando que nos prepare un tentempié.

























































































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Nos despedimos con un gesto de Byron Bookbinder, que parece decepcionado porque a él no lo invitan. El comedor está al otro lado del vestíbulo, de modo que volvemos a pasar por delante de Cricket McCoy. Cric-ket baja la vista cuando pasan los Edelweiss.
El comedor es tan rústico como el vestíbulo: raque-tas colgadas en las paredes, un candelabro hecho con cornamentas entrelazadas, una mesa de tablones de madera nudosa y dos largos bancos a cada lado. En el comedor ya hay alguien: una mujer con uniforme de limpiadora. Es muy esbelta, tiene rasgos asiáticos y lle-va una melena corta, justo hasta debajo de las orejas. Cuando entra la familia Edelweiss, observo cierto res-pingo en la nariz.
Enseguida veo que Reese y Harris no le caen bien.
—Lo siento —dice con un tono de voz muy poco apesadumbrado—. No sabía que necesitarían el come-dor. Estaba limpiando el polvo.
—Gracias, Sunny. Lleva el equipaje de los Serrano y de los Thompson a la habitación 237, por favor.
—Por supuesto —murmura.
Mientras sale del comedor, se vuelve con curiosidad.
—Les hemos dado dos habitaciones contiguas, la 237 y la 236 —dice Reese sonriendo—, pero dejo en sus manos la distribución.
—¿Quién era? —pregunta mi madre.
—¿Quién? ¡Ah, Sunny! —dice Reese—. Es mi... eh,

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bueno, es la camarera del hotel, la que les cambiará las sábanas y les llevará otra almohada si la necesitan. ¿Nos sentamos? —dice, señalando los bancos a ambos lados de la mesa.
Sin comentarlo siquiera, la familia Edelweiss se sienta a un lado y nosotros al otro.
—Es un hotel lleno de encanto —dice mi madre—. ¿Cuánto tiempo lleva usted aquí?
—He crecido aquí. Mis padres lo compraron cuan-do inmigraron al país, mucho antes de que naciéra-mos mi hermana y yo. Hace unos años fallecieron y yo me hice cargo del hotel. Algún día será de Bianca.
Bianca gruñe. No levanta la vista del móvil. De pronto se abre la puerta doble y entra un hombre de bigote rizado con una bandeja en la mano.
—¡Mozzarella fritta, ensalata di pomodoro y bocados de spaghetti para los seniores! —anuncia con un acento italiano muy falso. Deposita la bandeja en el centro de la mesa y saluda con una inclinación—. ¡Encantato! Io me ocuparé de tutti sus necesidades gastronómicas.
—¿Qué ha dicho? —pregunta Frank.
—Que nos dará de comer —traduce Eliza.
El hombre sonríe.
—Me llamo Fernando di Cannoli, el mejor cocinero de Italia —dice.
Por el tono de piel y el cabello moreno, tiene aspec-to de italiano, pero su acento no se acerca ni de lejos.








































































































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—Parece delicioso, Fernando, gracias —dice Reese mientras Fernando se retira.
Harris, Bianca y Frank empiezan a comer.
Yo aún no puedo porque estoy observando a mi madre, que abre su cuaderno. La conozco y sé que se saltará el tentempié y empezará de inmediato a pre-guntar. Pero, para mi sorpresa, me está mirando a mí. Como si esperara que yo hiciera alguna pregunta.
¿Por dónde empiezo?

Para preguntar cómo han sido las últimas
apariciones, ve a la página 533.
o p
Para preguntar cuándo y cómo empezaron las apariciones, ve a la página 455.



























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—Seguro que ha observado alguna tensión entre los Edelweiss y el personal del hotel —digo—. ¿Ha presenciado alguna discusión?
—Por supuesto —dice Byron—. Como observador externo de todos los problemas del Sugarcrest Park, nunca salgo de mi sorpresa cuando veo hasta qué pun-to no les importa discutir delante de mí. Como presen-cia transitoria en este preciso momento, soy el perfec-to testigo silencioso.
Me desespera la forma de hablar de Byron, con esos aires y ese darse importancia todo el tiempo.
—Vale —digo, intentando dejar a un lado mi irrita-ción—, pero ¿qué es lo que ha oído exactamente?
—Mejor sería preguntar qué es lo que no he oído —responde con una risita—. A ver: una bronca entre los tres miembros de la familia Edelweiss. Una dis-cusión por teléfono entre Cricket y una persona misteriosa. Un altercado entre Reese y Luther. Una pelea entre Bianca y Sunny que no sé qué compro-baba.
—¿Que compró baba? —exclama Frank.
—Comprobaba, del verbo comprobar —le aclara Eliza.
Demasiado tarde: Frank ya ha empezado a dejar caer un hilo de baba. Luego la sorbe sonoramente.
—¿Y de qué iban las discusiones? —le pregunto a Byron cuando logro controlar mi cara de paciencia.






















































































































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—Distinguí claramente la frase «¡Es que no me en-tendéis!» que gritó la joven Edelweiss a sus padres. Comportamiento típico de adolescentes. Creo que Reese y Luther discutían, como siempre, sobre la venta del Sugarcrest Park. Y Bianca y Sunny hablaban en voz baja, demasiado baja para oírla. Pero sus expresiones faciales indicaban antagonismo. Sí, sí, se habían enfa-dado mucho entre ellas. Y, por supuesto, en el caso de Cricket solo oí su parte de la conversación, pero pare-cía bastante angustiada.
Me pregunto de qué y con quién hablaría Cricket. En cuanto a Bianca y Sunny, ¿qué motivo podían te-ner para relacionarse más allá de una simple conver-sación de cumplido? La bronca entre Luther y Reese ya sabemos de qué va, aunque ¿hasta dónde estaría dispuesto a llegar Luther para quedarse con el Su-garcrest Park?
Miro a Byron, que echa el aliento sobre sus gafas y las limpia con un pañuelo.
—Señor Bookbinder, ¿cree que alguno de ellos po-dría ser el fantasma?
—¡Pues claro que no! —exclama ofendido—. Los fantasmas son los seis excursionistas de los que os he hablado, los que murieron en este mismo salón. Si realmente queréis resolver el misterio de esos seres espectrales, ¡tenéis que conocer la historia! ¡La histo-ria os indicará el camino!

25

Para pedirle a Byron que nos cuente
la historia de los excursionistas,
ve a la página 136.
o p
Para poner fin a la conversación,
ve a la página 218.






































































































































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—Tenemos que salir a buscar a ese perro antes de que ataque a nadie más —digo.
Bianca asiente y abre la puerta con cuidado. El ves-tíbulo está vacío y helado. La puerta principal sigue abierta de par en par y el viento hace entrar la nieve, que cada vez se acumula más. Bianca cruza en direc-ción a la escalera derecha.
—¡Vamos! —nos llama.
Pero Eliza y yo nos lo tomamos con más calma y va-mos del brazo.
Las luces parpadean y por un momento no veo nada.
Entonces...
Ahí está.
Justo detrás de Bianca.
El fantasma no tiene rasgos en la cara, solo un círcu-lo negro donde debería estar la boca y otros dos en el lugar de los ojos. Dos agujeros negros, vacíos y crueles. Tiene el cuerpo doblado de forma imposible. Extiende sus manos en garra...
—Bianca, ¡detrás de ti...!
Pero el fantasma la agarra. Bianca chilla. La «cosa» la arrastra hacia atrás, escaleras arriba, mientras Bianca pide ayuda a gritos.
Corremos tras ella.
Cuando llegamos al final de la escalera, el fantasma monstruoso ya está a medio pasillo con Bianca. La arras-

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tra gateando hacia atrás, como una araña. Bianca ex-tiende los brazos hacia nosotros.
Tras ellos, la puerta de la Habitación Muerta está abierta de par en par. Se me hiela la sangre. Aunque se resiste a golpes y patadas, Bianca desaparece dentro.

Para seguirlos y entrar en la Habitación Muerta, ve a la página 345.
o p
Para salir corriendo, ve a la página 162.





















































































































































28

Decido interrogar primero a Harris sobre las huellas fluorescentes porque, desde que ayer en-trevistamos a toda la familia Edelweiss, sé que oculta algo.
Como no lo encontramos en su despacho, subi-mos a su suite. Enseguida reconocemos la puerta de Reese y Harris porque es más elegante que el resto. Además, en la cerradura tiene una sistema codifica-do con símbolos en lugar de números. Levanto la mano para llamar, pero Frank se interpone entre la puer-ta y yo.
—¡Con tu permiso! —dice, y se pone a aporrear la puerta usando los puños como mazos en un juego de aplastar topos.
—¡Ya voy, ya voy! ¡Basta, por favor! —dice alguien al otro lado de la puerta.
Es Harris, que abre con aire demacrado. Tiene la barba despeinada y los ojos azules irritados y lleva un pijama a cuadros.
—Intentaba echarme una siesta —dice—. Lo de acostarme a las tres de la madrugada ya no lo llevo tan bien como de joven. ¿Tan urgente es?
—Sí —insisto—. ¿Podemos entrar? —Suspira y se aparta para dejarnos pasar.
—¿De qué se trata? —pregunta.
—Le va a parecer un poco raro —digo—, pero querría-mos ver sus zapatos.

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—¿Mis... mis zapatos? —Por un momento, frunce el gesto—. ¿Es relevante para el caso? ¿O es solo una cosa de críos?
—Es relevante para el caso —contestamos Eliza y yo al unísono, justo al mismo tiempo que Frank dice:
—Es una cosa de críos.
—Está bien —dice Harris, aún desconcertado.
Nos lleva hasta su armario y nos enseña seis pares de zapatos. Eliza y yo comprobamos las suelas de to-dos mientras Frank se pone un par de chancletas en las orejas.
—¿No tiene más? —le pregunta Eliza a Harris.
—Solo faltan mis mocasines, que desaparecieron hace unas semanas. Tengo que pedirme unos nuevos y siempre lo olvido. A ver si lo hago hoy.
¿Podrían ser los mocasines perdidos justo los que estamos buscando? Y, si Harris los ha perdido... ¿en-tonces quién los tiene?
—Estamos en un callejón sin salida —dice Eliza—. No nos vamos a poner a buscar unos zapatos que se perdieron hace semanas cuando tenemos tantas pistas de apariciones por examinar. Sobre todo sin estar se-guros de que sean los que dejaron las huellas fluores-centes.
—Bueno, tampoco cuesta nada hablar antes con Fernando di Cannoli o Byron Bookbinder, no vaya a ser que las huellas sean de sus zapatos.




































































































































































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—Me parece bien. Elige tú, Carlos —dice Eliza—. ¿Qué te dice el instinto?

Para ir a ver los zapatos de Fernando,
ve a la página 267.
o p
Para ir a ver los zapatos de Byron,
ve a la página 203.

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—Lo siento, Cricket —digo—, pero tenemos que contarle a Reese lo que Luther y tú tramabais. Ella es la que nos ha contratado y nuestro deber es infor-marle de lo que descubramos.
—¡ESPERAD! —grita Cricket, con la frente empa-pada en sudor—. ¡Esperad! Dejadme al menos que an-tes os enseñe algo importante —dice, señalando hacia una puerta situada bajo el hueco de la escalera—. Hay un túnel secreto que recorre toda la casa —dice, abrien-do la puerta.
—¿Aquí dentro? —dice Frank, mientras entra ga-teando—. ¿De verdad?
Eliza y yo nos quedamos en el umbral.
—¿Por qué nos enseñas est...? ¡Aaaaah!
Unas manos me han empujado de pronto. Eliza y yo caemos rodando. Y la puerta se cierra a nuestras espaldas.
—¡Eh! —grito—. ¡Esto es un armario! —Un armario polvoriento y que huele a alcanfor—. ¡Sácanos de aquí!
—No hasta que aprendáis a no meter vuestras moco-sas narices en los asuntos de los demás —dice Cricket.
—¡Mocosas! —se ríe Frank.
—¡Y a ver si aprendéis buenos modales!
GRACIAS por encerrarme en este armario.
¿Me concedes una segunda oportunidad, POR FAVOR?

CASO CERRADO
CASO CERRADO


















































































































































































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Nos acercamos a la pantalla.
—¿Dónde están las palomitas? —pregunta Frank.
No le hago ni caso y me acerco aún más a la panta-lla. Al parecer, tienen cámaras ocultas en casi todas las estancias del hotel y todo lo que graban viene a parar a este centro de control. La pantalla se divide en nueve cuadrados: veo a Cricket en el vestíbulo desde dos án-gulos distintos, a Byron y a Harris en el salón de las chimeneas, a Sunny en el pasillo de los huéspedes y a Fernando en la cocina. También veo la biblioteca y el comedor vacíos, el pasillo de las habitaciones del per-sonal también sin nadie y el pasillo de los despachos de Reese y Harris.
—¡Qué peli tan ABURRIDA! —se queja Frank—. ¡Aquí no pasa nada!
—¿Alguien ve a mi madre? —pregunto, buscando cualquier indicio de su desaparición.
—No, no está en ninguno de estos sitios.
—¡No puede ser! ¡Tiene que estar! ¿Dónde está mi madre?
—Debe de estar en la habitación de alguien —dice Eliza—. Es la única explicación lógica.
—¿Y qué me dices de esos espacios entre las pare-des? Está claro que aquí hay muchos secretos que aún no entendemos.
—O a lo mejor —continúa Eliza como si no me oye-ra— fue a interrogar a Luther Covington y se quedó

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atrapada allí cuando estalló la tormenta. Ya habéis oído a Harris, están cortadas todas las líneas de telefonía, móviles y fijas.
—Si pudiéramos rebobinar esas cámaras, podría-mos ver qué le pasó cuando desapareció estando justo detrás de nosotros.
—A lo mejor se ha ido en trineo —dice Frank.
Eliza y yo lo miramos.
—¿En trineo? ¿Lo dices en serio?
—Eso es lo que yo haría —contesta, encogiéndose de hombros.
Me concentro en las personas que se ven en la pan-talla. Sigo sin tener ni idea de quién puede estar detrás de las apariciones. Quizá debería mirar sobre la mesa.

Para revisar los papeles que hay en la mesa, ve a la página 443. p


































































































































































































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—¡Por aquí! —grito mientras tiro de mi ma-dre hacia el barrizal que hay al pie del tobogán.
Veo que el fantasma nos sigue con cuidado, desli-zándose entre las telas rápido como una brisa.
Se me hunden los pies en el barro y aún nos sigue. Oigo el chapoteo de los pies de la persona-fantasma. Vale, un poco más y será nuestra.
¡CHAF!
Una bola de fango me da en toda la cara. No me da tiempo ni a cerrar los ojos, por no hablar de la boca, que ya está escupiendo barro. Me pican los ojos y no veo nada. Empiezan a llovernos más bolas de barro, también sobre mi madre. El fantasma aprovecha para escapar.
Cuando Reese y la policía llegan al sótano, no hay ni rastro del fantasma y tenemos las manos vacías.
Reese hace que toda la prensa hable de nuestro fra-caso. Ella se ve obligada a vender el hotel a Luther Covington; nosotros nos quedamos sin trabajo y vol-vemos a la casilla de salida, con la reputación de la agencia de mi madre por los suelos.
Aunque salimos del barrizal... nos quedamos em-pantanados para siempre.

CASO CERRADO
CASO CERRADO
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El hotel no es tan grande. Byron, Cricket y Bianca no pueden haber salido; seguro que los en-contramos.
—Gracias —le digo al grupo—. Quédense aquí, tene-mos que... comprobar algo.
Sunny levanta las cejas y Fernando nos dirige una mirada algo torcida, pero no nos siguen.
—¿Qué haces, Carlos? —susurra Eliza cuando sali-mos al vestíbulo.
—Creo que deberíamos ir a buscar a los sospecho-sos ausentes. Si somos rápidos, a lo mejor hasta pilla-mos al fantasma.
—O sea —dice Eliza— que buscas a Byron y a Bianca. Desde luego, es raro que Byron haya abandonado el ordenador. Seguramente ha salido con mucha prisa. No lo hubiera dejado ahí para retirarse a la habita-ción.
—Y Cricket —digo, señalando a la recepción vacía—. ¿No ha dicho antes que Reese la obliga a trabajar casi toda la noche porque los huéspedes se están yendo a las tres de la madrugada? Pues ahora no está en su puesto. ¿Dónde estará?
—No lo sé ¡NI ME IMPORTA! —grita Frank.
¡POM!
¿Qué ha sido eso? ¿Otra vez el fantasma? Miro ha-cia lo alto de la escalera, hacia el segundo piso. De ahí venía el ruido.

















































































































































































































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—Deberíamos ir a ver qué ha sido eso —digo.
—No, Carlos, ¿no lo ves? No podemos irnos aún. ¡Tenemos una gran oportunidad! Podemos registrar el mostrador de Cricket aprovechando que no está. ¿No quieres ver si...?
Eliza no acaba la frase. Se queda con la mirada per-dida sobre el mostrador. Es la segunda vez que le pasa eso en la recepción. La primera ha sido cuando hemos conocido a Cricket.
—¿Qué es? —pregunto.
—¡Sí! —pregunta Frank—. ¿Por qué estás tan rara?
—Creo —contesta Eliza, con los ojos centelleantes— que hay una pista sobre el mostrador de Cricket, a la vista de todos.
¡POM!
Otra vez el ruido. No puedo estar en dos lugares a la vez, tengo que elegir.

Para seguir registrando el mostrador
de Cricket, ve a la página 139.
o p
Para subir en busca del origen del ruido,
ve a la página 297.

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Tiro de la palanca de las uvas y oigo un clic. Pero no es la puerta del congelador abriéndose. Es el sonido de las tres palancas regresando a su posi-ción inicial. Vuelvo a intentarlo con todas, pero están completamente congeladas.
—Malas noticias —anuncio—: No era la palanca de las uvas.
—¿Nequedaré azí tadalaída? —pregunta, con la len-gua aún pegada al poste.
No me atrevo a decirle que sí, que se quedará así toda la vida. O al menos hasta que Fernando di Can-noli necesite algo del congelador. Y quién sabe cuándo será eso.
¡Cómo siento haber tirado de la palanca de las uvas! ¡Está claro que esos no eran los frutos que espe-rábamos que diera nuestra investigación!

CASO CERRADO
CASO CERRADO































































































































































































































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Giro la cerradura de la caja fuerte de Fernando a la posición veinte y se abre. Por fin podre-mos ver lo que ha guardado tan desesperado al vernos entrar. Quizá sean joyas o material para montar apari-ciones, como líquido fluorescente.
Pero no, solo hay una carta.
Querido señor Di Marco:
Gracias por hacerme llegar su reclamación. Me es grato ofrecerme como testigo en cual-quier procedimiento contra las acciones irres-ponsables de los propietarios del hotel Sugarcrest Park. Entiendo que usted solo quiere una com-pensación, pero le conmino —por el bien de los futuros empleados que puedan cruzarse en el peligroso camino de Reese— a buscar el cierre definitivo de su negocio. Yo le ayudaré en cuan-to usted precise.
Luther Covington
—¡Covington! —exclamo.
—¿El «peligroso camino de Reese»? —dice Eliza—. ¿El «cierre definitivo de su negocio»? Todo esto suena a un plan para montar apariciones.

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—¡Sabía que Luther era una víbora! Pero ¿quién es Di Marco? —pregunto.
Eliza se encoge de hombros.
—¡Esperad! —grita Frank cuando estamos a punto de cerrar la caja fuerte—. ¡Mirad ESTO!
Mete la mano hasta el fondo, donde casi ni se ve qué puede haber, y saca un permiso de conducir. Tiene la foto de Fernando di Cannoli pero el nombre de otra persona: Stefano di Marco.
—Misterio resuelto —digo—. Bueno, creo. Nuestro cocinero tiene un nombre real y una identidad falsa. Pero ¿cuál es una y cuál es la otra?
—¿Crees que Fernando di Cannoli suena más real que Stefano di Marco? —me pregunta Eliza levantan-do las cejas.
—Nunca se sabe.
Mi madre me ha enseñado a no dar nada por su-puesto. Si quiero impresionarla con este caso, debo se-guir sus consejos. Hablando de ella... me gustaría sa-ber qué piensa de nuestro descubrimiento.
—¡Mamá! —digo por el walkie-talkie—. Código rojo. Tienes que venir a la cocina cuanto antes. Sola. Repi-to: código rojo.
—Diez-cuatro —me contesta, «recibido» en lenguaje de radio.
Entra en la cocina a los pocos minutos, sin aliento.
—¿Has venido corriendo? —pregunto.















































































































































































































































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—¡Has dicho código rojo! Es un código de emer-gencia —dice—. Estaba fuera, cavando...
—No hay tiempo —interrumpo, mirando el reloj de la pared.
¡Ya han pasado diez minutos! ¿Cuánto tiempo más podrá retener Bianca a Fernando? Le enseño a mi ma-dre la carta de Luther y el permiso de conducir.
—Hemos pillado a Fernando escondiendo esto.
—Ajá, interesante... —dice, frunciendo el entrecejo ante las dos pistas.
Y no dice nada más. Pero sé que Eliza quiere co-mentar más la jugada.
—Sí, a nosotros también nos ha parecido intere-sante —dice para ver si pica—. ¿Por qué Fernando iba a usar un nombre falso? ¿Y por qué se escribe con Luther?
—¿Podemos deducir de esto que Fernando tiene un móvil o los medios para actuar? —añado, esperando impresionar a mi madre tanto como sé que le impre-siona Eliza.
—Fernando ya tenía los medios por el mero hecho de trabajar en el hotel —dice mi madre—. Pero es cier-to que esta carta contiene pistas de un posible móvil de Fernando.
De pronto oímos que se acercan unos pasos.
Eliza, Frank y yo nos quedamos petrificados, pero mi madre, una auténtica profesional, no mueve ni un

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músculo de la cara. Cierra deprisa el cuadro que es-conde la caja fuerte de la pared.
—Hay que esconderse.
—Pero ¿dónde? —dice Eliza.
Todos miramos a Frank, que es, con diferencia, el mejor jugando al escondite.
—¡Allí! —dice, señalando cuatro contenedores de basura de tamaño industrial, en la otra punta de la cocina—. ¡O ahí! —grita, señalando la gran puerta me-tálica del almacén congelador.
—Yo no pienso esconderme en un contenedor de basura —protesta Eliza entre arcadas.
—Yo no pienso esconderme en un congelador —dice mi madre, abrazándose con la chaqueta.
—¡Pues en algún lugar hay que esconderse! —salto.
El pomo de la puerta de la cocina gira. ¡Solo tene-mos unos segundos!

Para escondernos en los contenedores
de basura, ve a la página 127.
o p
Para escondernos en el almacén
congelador, ve a la página 287.






























































































































































































































































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—¿Tú has visto a algún fantasma, Cricket?
—No. ¡Siempre salgo corriendo cuando llega el mo-mento! Los fantasmas me dan un miedo que me mue-ro. —Se coloca un mechón de pelo azul detrás de la oreja—. He visto los efectos de las apariciones: la nie-bla, las ventanas rotas, los mensajes inquietantes. Y he oído esos horribles aullidos. O sea que, técnicamente, he oído al fantasma. Pero no he visto gente muerta resplandeciendo y flotando y esas cosas.
—¿Y qué me dices de las demás personas que viven aquí? —pregunto—. ¿Has notado si falta alguien duran-te las apariciones?
—No me he fijado. Como ya he dicho, cuando empie-za la movida, me escondo. Llamadme cobarde —dice—, pero no me pagan tanto como para arriesgar la vida. Supongo que mis compañeros piensan igual.

Para preguntarle a Cricket qué tal se
trabaja para los Edelweiss, ve a la página 120.
o p
Para preguntarle qué piensa de los demás
empleados, ve a la página 351.

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Coloco la flecha para que apunte hacia el norte.
Al instante, la habitación empieza a temblar.
—Eh, ¿soy yo o la habitación se está empequeñe-ciendo? —dice Eliza.
Miro a derecha y a izquierda. En efecto, dos de las paredes se están acercando.
—¡Empujad! —grita mi madre, poniéndose con Frank en una pared mientras Eliza y yo nos situamos en la otra.
Por mucho que empujamos con todas nuestras fuer-zas, las paredes se acercan cada vez más, hasta que los cuatro quedamos en fila. Siento la presión de una pa-red en la espalda y la de la otra en la frente. No tengo espacio ni para moverme de lado.
—¡Al rico bocadillo de Frank! —exclama Frank, que es el único que se divierte con este giro de guion.
—¡Estamos emparedados! —dice Eliza.
—¡Pues eso, como la mantequilla!
—¡No es un bocadillo, Frank!
—¡Sí, un bocadillo de mantequilla y mortadela! —dice—. Pero ¿dónde está la mortadela?
—¿No la ves? —dice mi madre—. Somos nosotros.

CASO CERRADO
CASO CERRADO












































































































































































































































































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Esperamos la vuelta de Eliza y mi madre... y esperamos... y esperamos...
Esperamos hasta que sale el sol. Y luego esperamos hasta que se vuelve a poner.
—Está claro que han desaparecido —le digo a Frank—. A lo mejor ya deberíamos ir a buscarlas.
—Quieto. Siéntate. Así, perrito bueno —dice Frank, dándome palmaditas en la cabeza.
Seguimos sentados y esperando mientras oímos gri-tos al otro lado de la puerta. Sentados y esperando mientras vemos girar el pomo. Sentados y esperan-do mientras la luz parpadea y se apaga. Sentados y esperando mientras un fantasma entra sin hacer rui-do, extendiendo hacia nosotros sus manos en garra.
—¡Espera! —le grito al fantasma.
Pero los fantasmas no esperan para atacar. Les da igual si estás o no preparado...

CASO CERRADO
CASO CERRADO
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Me acerco al ataúd el primero. Rezo para no encontrar a Bianca dentro.
Abro muy despacio la tapa... y veo que dentro hay algo moviéndose.
No, no es algo. ¡Son miles de cosas moviéndose dentro!
Cucarachas. Cientos de cucarachas trepando unas sobre otras, trepando para salir del ataúd.
—¡BAJA LA TAPA! —grita Eliza.
Los bichos le dan pánico.
Bajo la tapa, pero es demasiado tarde. Cientos de ellas, o millares, ya se han escapado y circulan por la habitación. Yo grito. Eliza grita. Frank grita. Mi madre grita. Y las cucarachas nos suben por las piernas, la espalda, el cuello, la cara...
Y yo que esperaba darle a esta investigación un fi-nal dichoso, veo que tendré que contentarme con un final «bichoso».

CASO CERRADO
CASO CERRADO



























































































































































































































































































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—¿Qué hacías despierta a estas horas? —le pregunto a Bianca.
—Me han despertado unas carcajadas —contesta—. Y luego me ha parecido ver a Fernando cruzando el re-llano. ¿Ya habéis averiguado qué oculta? No os he vuelto a ver desde que me habéis echado de vuestro círculo.
—No, no hemos averiguado qué oculta —contesto.
—Quizá deberíais haber aceptado mi ayuda —se jacta.
Luego se va hacia la puerta del salón y la entreabre. Mientras nos da la espalda, miro a Eliza. Me sonríe un poco, pero sigue tensa por la persecución del perro.
—Ya no lo veo —dice Bianca, mientras se vuelve y se recoge un mechón de pelo negro tras la oreja—. ¿In-tentamos salir?
—¿Para ir adónde? —pregunto.
—¡Y yo qué sé! —contesta—. Pues a buscar a los amos del perro. O a ver si se ha levantado alguien más, yo qué sé. ¡Los detectives sois vosotros, no yo! ¿Adónde vamos ahora?
¿«Vamos»? ¿Quiénes vamos?

Para ir a buscar al perro, ve a la página 26.
o p
Para escondernos del perro,
ve a la página 160.

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Hay que preguntarle a Fernando qué coar-tada tiene para anoche, para cuando aparecieron las huellas. Si no nos la puede dar, podría ser el culpable.
—¿Qué hacía anoche a las tres de la madrugada?
—Pues dormir —contesta Fernando.
—¿Alguien puede demostrarlo?
—No —dice.
—¿Y cómo sabemos que dice la verdad?
—Me da igual si pensáis que digo la verdad o no. A esa hora dormía, esa es la verdad. —Se mira el reloj nervioso—. ¿Ya está? Si no empiezo a preparar la cena, la señora... Eh... ¡Me cortará la cabeza! —Aún le da miedo decir «señora Edelweiss».
Se está poniendo demasiado nervioso para seguir interrogándolo. Me temo que no le podremos sacar nada más. Sin embargo, Eliza me hace un gesto con la cabeza para que le insista en lo de la coartada. Y no sé si es buena idea. A veces es mejor retirarse a tiempo e intentarlo más tarde. Pero Eliza vuelve a hacer el gesto y articula un «¡Venga!» con los labios.

Para insistirle a Fernando con lo de
la coartada, ve a la página 469.
o p
Para irnos de la cocina, ve a la página 153.































































































































