Lucía no podía apartar los ojos del tráfico. No es que le motivara ver pasar los coches desde la ventanilla, pero era la mejor manera de ir a lo suyo. Es decir, dejar la mirada perdida y disfrutar de uno de esos momentos tan gratificantes en los que podía dejar que su imaginación se desbordara sin límites, sin que nadie la molestara. Pensaba en Mario, el chico perfecto, en cómo le gustaba su manera de mirarla, en cómo le gustaban sus besos...
Su padre, David, conducía atento el coche familiar. Bueno, familiar por parte de padre, porque en el asiento de atrás, además de ella, estaba su hermana Aitana, sentada a su lado. Lucía había accedido a sentarse con ella cuando se lo había pedido, a pesar de que le apetecía mucho más ir al lado de su padre para resintonizar la radio cada vez que le aburriera la canción que sonaba en ese momento. Ahora David tenía vía libre y podía poner todas las canciones de rock de su época que se le antojaran. (Que, a ver, algunas molaban, pero otras... a Lucía le sonaban a ruido y nada más.) Aitana se revolvía inquieta en el asiento, no dejaba de señalarle cosas a Lucía para que le hiciera caso. Y es que Aitana estaba pasando por una época complicada. Hacía solo unas semanas que había nacido Álvaro, su hermanito, el nuevo hijo de su padre y Lorena, y su mundo de color rosa se rompía a pedazos poco a poco: ya no era la favorita, pues sus padres dedicaban bastante más tiempo al recién nacido que a ella.
Así que cada vez que Aitana reclamaba atención a Lucía, ella respondía por poco que le apeteciera. Le daba pena la pobre enana, ¿qué iba a hacerle?
Pero bueno, ahora solo estaban ellos tres. Lorena se había quedado en casa cuidando de Álvaro por causas obvias: una fiesta llena de ajetreo y ruido no era el mejor lugar para un bebé que solo quiere comer, llorar y... hacer caca (al menos eso era lo que había comprobado Lucía). Los tres iban de camino a la fiesta de inauguración del restaurante que su madre acababa de abrir y que llevaba su mismo nombre, Lucía. Era un gesto muy bonito y también un gesto que su madre probablemente se cobrara pidiéndole que la ayudara con su nuevo negocio más de una vez. Y de dos.
En un primer momento a Lucía le había sorprendido que su madre invitara a su padre, después de todo... desde que se habían separado, miles de años atrás, las reuniones familiares se habían convertido en batallas de tensiones. Al preguntárselo María respondió HACIÉNDOSE la inocente:
Cuando ya tenía a Lucía casi convencida, a su madre se le habían escapado las motivaciones auténticas de esa decisión:
—Además, así verá lo bonito que es.
Claro, lo que su madre quería era demostrarle a David lo bien que le había acabado saliendo todo. ¡Como si no la conociera! Aunque, después de lo mal que lo había pasado con las obras, era lógico que quisiera presumir. Y luego estaba la estresante carrera final para llegar a tiempo a la gran fiesta... ¡Lucía tenía la sensación de que llevaba semanas sin ver a su madre! Aun así, María podía ser un poco más sutil, para que no se notaran tanto sus intenciones.
El día que su padre llamó por teléfono a Lucía para anunciarle que había recibido su invitación, supo enseguida que él también se había dado cuenta de sus verdaderos motivos sin necesidad de que ella se los explicara.
—Estoy seguro de que solo me ha invitado para que sea testigo de la fantástica fiesta que debe de estar planificando —le comentó David.
—¡Has dado en el clavo!
Padre e hija se habían reído a carcajadas, porque los dos la conocían demasiado bien, pero a pesar de todo, su padre había contestado a la invitación con un SÍ bien grande. Su única condición era que pudiera llevarse a Aitana. En un primer momento, la niña se había mostrado algo recelosa («¿La inauguración de un restaurante? ¿¡Qué rollo es ese!?»), pero después de que su padre le hiciera saber que Álvaro no estaría, había aceptado la propuesta con saltos de alegría. Así que ahí estaban los tres, en el coche, camino de la fiesta.
¡Lucía estaba deseando ver a Mario! Volvió a deleitarse con el recuerdo de su novio, al que estaba a punto de ver más bien trajeado que nunca, ¡incluso más que por la fiesta de San Valentín! Los dos habían acordado ponerse elegantes para aquella ocasión, por mucho que a Mario no le entusiasmara la idea, pues era más de tejanos negros, camiseta negra y zapatillas negras. Monocolor. Lucía le había explicado que sería como una especie de juego, en el que aparentarían ser unos adultos en una fiesta importante, como el estreno de una película, con famosos, y debían estar a la altura. Mario había accedido porque... porque hacía todo lo que Lucía le pedía, porque era el mejor novio del mundo. Así que Lucía había elegido para ponerse un traje muy fino que su madre le había comprado especialmente para ese día. Seguramente había aceptado regalárselo porque quería asegurarse de que su hija estaría a la altura de aquel acontecimiento tan importante (o quizá Lucía estaba siendo ya demasiado susceptible). La cuestión era que su vestido era precioso: de color violeta, su favorito, muy corto, con el cuerpo ceñido de encaje, y la falda de mucho vuelo. En cuanto lo había visto en la tienda había sabido que estaba hecho para ella, un presentimiento que corroboró al probárselo delante de sus amigas: Frida, Bea, Susana y Raquel se quedaron con la boca abierta hasta el suelo. Hasta que Lucía no les preguntó qué tal lo veían, no comenzaron a soltar halagos, y luego ya no pararon. Hicieron una foto para que también Marta le diera el visto bueno. Cuando respondió:
Lucía reconfirmó que aquel era EL VESTIDO. Y estaba deseando llegar al restaurante para que Mario lo viera y se quedara con la misma cara de pasmado que sus amigas, que también acudirían a la inauguración acompañadas de sus novios. Eso sí, a pesar de los trajes de gala, todas llevarían las zapatillas rojas, porque ya era una tradición y porque querían celebrar como se merecía aquel momento tan bueno que estaban viviendo. El grupo crecía por momentos, ahora que Susana estaba con Iván definitivamente, Raquel con Charlie, Frida con Leo y Bea... bueno, Bea parecía que se había casado ya con Aitor y todo, de lo estables que eran esos dos. Lucía se estaba preguntando si se habrían dicho ya las palabras mágicas cuando notó un golpe en el brazo. Tardó un par de segundos en recordar que Aitana estaba a su lado, y otro segundo más en darse cuenta de que en ese momento la estaba llamando entre susurros, tapándose la boca con la mano.
—¿Estás sorda? —le reprochó su hermanita, de bucles dorados y mejillas sonrosadas, tanto como el vestido que le había puesto su madre, lleno de brillos. ¡Ella sí que era una princesa!
—¿Qué pasa? —quiso saber Lucía.
—¿Me guardas un secreto? —le preguntó Aitana.
En cuanto Lucía asintió, la niña abrió el bolsito pequeño del mismo color cursi que llevaba colgado del hombro y le enseñó su interior: el hocico marrón y blanco de un hámster asomó un poco, lo justo antes de que Aitana le diera un manotazo y volviera a meterlo dentro del bolsito.
—Pero ¡¿qué haces?! —se le escapó un grito a Lucía de la impresión.
—¡Chis! —chistó Aitana con cara enfurruñada.
—¿Qué hace quién? —preguntó su padre, que hasta ese momento había estado empanado entre su música y el tráfico.
Lucía observaba a Aitana con ojos como platos, mientras la niña se llevaba el dedo a los labios para rogarle silencio. Se planteó delatar a su hermana: ¿qué diantres hacía ese pobre animalito ahí metido? ¿Qué iba a hacer con él en la fiesta? Pero el rostro apenado de la niña pudo más y Lucía disimuló ante su padre, que la miraba a través del espejo retrovisor:
—Nada, un hombre que he visto por la calle, que casi se deja atropellar...
Aitana vocalizó un «gracias» ya más sonriente.
—Inconscientes —respondió su padre confiado al tiempo que volvía a centrar su atención en la carretera.
Lucía negaba con la cabeza sin quitarle a Aitana los ojos de encima para pedirle explicaciones. Cuando su hermana se aseguró de que su padre ya no miraba, le explicó entre susurros que se lo habían regalado sus padres. Lucía concluyó que debía de tratarse de un nuevo y nefasto intento para acabar con los celos de Aitana hacia Álvaro:
—No quiero dejarlo solo en casa, me echaría de menos —le contaba la hermana con ojos suplicantes.
—Pero no puede estar ahí metido toda la tarde...
—Lo cuidaré bien. Es pequeñito y no se mueve casi. Luego le daré un paseo.
—Pero que no se te escape, Aitana, que no veas la que se puede montar.
—No se escapará. Te lo prometo.
Lucía se obligó a creer a su hermana. Después de todo, ¿cómo no iba a ser capaz de cuidar de un bicho tan pequeño?
La música se escuchaba desde la calle. Al salir del coche, Lucía se metió en su papel: se sentía como si estuviera a punto de pisar la alfombra roja, perfecta con su vestido y el recogido que ella misma se había hecho con su pelo pelirrojo siguiendo un tutorial de YouTube: los mechones que sobresalían del moño le conferían ese aspecto entre descuidado y elegante que estaba tan de moda. Las luces del cartel del restaurante Lucía ya brillaban a aquellas horas de la tarde. Por un momento, sintió que esas luces se referían de verdad a ella, como el cartel luminoso de una peli de Hollywood. Estaban a mediados de marzo y los días habían empezado a alargarse. ¡Al fin! Pronto llegaría la primavera, el calorcito... Y la Semana Santa, claro. Todavía no tenía planes para las vacaciones, pero soñaba con hacer algo que incluyera a Mario porque quería aprovechar al máximo todo el tiempo que pudiera pasar con él. Por eso, nada más atravesar la puerta del local, los ojos de Lucía le buscaron entre todos aquellos desconocidos que habían creado grupos por todas partes. ¡No podía esperar a verlo, con su traje de seductor, más guapo todavía de lo habitual!
—¡Lucía! Ven, por favor. Quiero presentarte a alguien...
Su madre no le dio tiempo casi ni a quitarse el abrigo: ya estaba dando el pistoletazo de salida a su tarea comercial. María le había advertido días antes que debería mostrarse agradable con todo el mundo porque había invitado al evento a los críticos culinarios más influyentes y quería que se fueran con una buena impresión. Solo ellos podían hacer que el restaurante Lucía se estrenara como el nuevo local de moda, perfecto, armonioso y delicioso. Un comentario suyo en las redes sociales o una columna en el periódico podían hacer que la gente llegara en hordas a su local o que no quisieran pisarlo en absoluto. Absolutamente nada podía salir mal en aquella velada. Así que Lucía obedeció a su madre y se personó entre ella y una mujer de pelo rizado embutida en un vestido de topos.
—Te presento a Marga, de la revista Cocina 100. Le estaba explicando por qué el restaurante se llama como se llama y tenía curiosidad por conocerte. Le ha encantado tu mural.
Su madre señaló la pared que había diseñado y pintado Lucía. Se había pasado varios sábados dibujando aquel retrato lírico hecho a trazos blancos y negros. La había llamado «la pared de las ilusiones» y representaba a su madre de joven. Para acabar de rematarla, Mario le había ayudado a seleccionar una cita que se ajustara al objetivo de la pared y del restaurante: hacer realidad el sueño de su madre. Así que la cita era: «Si es bueno vivir, todavía es mejor soñar, y lo mejor de todo, despertar», del poeta español Antonio Machado. Había quedado preciosa. Estaba muy orgullosa del resultado.
—Es un placer, Lucía. Eres toda una artista. Y, además, llevas un vestido precioso.
—Gracias. —Le dedicó una sonrisa triunfal.
—¿Y esas zapatillas...? —preguntó sorprendida Marga.
¡Ups! Hasta ese momento Lucía no cayó en que su madre no tenía ni idea de que combinaría su elegante vestido con sus zapatillas rojas, en lugar de con unos zapatos de salón como le había recomendado. Aunque le daba auténtico pavor, la miró de reojo y creyó ver su vena del cuello inflándose por momentos. Ahora sí que la había liado parda...
—Es que son mis zapatillas favoritas —se excusó Lucía mirando al suelo.
Hubo unos segundos tensos en los que Lucía esperaba ver salir lagartos por la boca de esas dos mujeres. Pero le sorprendió muy gratamente la respuesta que le dio aquella desconocida:
—Me encantan, le dan un toque transgresor. Elegante pero con sentido del humor, como el local. Además, a tu edad puedes llevar lo que quieras. ¡Todo te queda bien!
Y le sorprendió más todavía que aquello ablandara a su madre, que optó por permanecer callada. Lucía sonrió y se quitó un gigantesco peso de encima cuando María abrió la boca, conciliadora.
—Anda, vete a buscar a Frida y a las demás. Están donde los refrescos.
Lucía le dio un beso a su madre y otro a Marga y se alejó de allí todo lo rápido que pudo. Resopló de lo a gusto que se había quedado. Su madre tampoco se había tomado tan mal su elección de calzado... Esperaba no haberla decepcionado. Para ella era tan importante llevar las zapatillas aquel día que no se había parado a planteárselo.
Estaba buscando a sus amigas y a Mario entre la gente cuando sus pies empezaron a bailar casi sin darse cuenta, siguiendo el ritmo de la melodía de un saxo. Entonces se fijó en la banda encargada de la música en la inauguración. Y se quedó muerta. No podía ser... Al escuchar el saxo ni se le había ocurrido que pudiera ser él quien lo tocar