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Ada
a Amona echó un tronco más a la chimenea.
Cuidadosamente, cogió un atizador de hierro y comenzó a remover las ramas y las bolitas de papel que había entre la madera, provocando un chisporroteo rojo que terminó por avivar el fuego del salón.
Lo observé con atención durante unos segundos. O tal vez minutos, yo qué sé. Creo que ni siquiera fui consciente de que llevaba un buen rato ahí parada, de pie, con la cabeza echada hacia un lado, siguiendo el baile de las llamas. Como si fueran a decirme algo. Como si en cualquier momento fueran a desvelarme un secreto y tuviera que estar atenta, muy atenta, para comprenderlo bien.
No me habría enterado de que llevaba tanto tiempo haciendo el tonto, con una pila de platos en la mano esperando a que los colocase en la mesa, si no fuese porque la Amona se puso de pie, ayudándose de la repisa de la chimenea para incorporarse.
—¡Chist! —Yo agité la cabeza cuando me di cuenta de que se dirigía a mí—. ¡Ada, despierta!
Carraspeé, un poco avergonzada.
Ya lo sé. Seguro que te parece una tontería, ¿no? Seguro que piensas que no es más que una puñetera chimenea.
Ya.
Pero es que, desde que volví de Gaua, una chimenea jamás volvió a ser una chimenea.
Habían pasado varios meses desde... todo lo que pasó. Con la vuelta al colegio y mi vida de siempre en Madrid, el verano en Gaua parecía sacado de un sueño rarísimo. De alguna manera, era como si me hubiese inventado todo lo que vi y viví allí: Unax convenciéndome para que saltara por aquel pozo, llegar a ese lugar donde siempre era de noche sobrevolado por luciérnagas y descubrir que había sido engañada, Ximun amenazándome, los brujos intentando que destruyera un portal, todas esas historias sobre mi linaje y... y la magia.
Tragué saliva.
Es como si eso tampoco hubiera pasado nunca.
En el mismo momento en que volvimos al mundo de la luz, la Amona nos había hecho prometer que no le contaríamos a nadie lo que había pasado. Decía que era demasiado peligroso, especialmente para mí. Ya ves, por lo visto es lo que tiene ser un bicho raro y descender del dios de las tinieblas: todo el mundo quiere raptarte. Y con todo el mundo me refiero, por supuesto, a esos brujos revolucionarios que querían aprovechar mi supuesto poder para destruir el portal para siempre y acabar con la división de los dos mundos, pero ahí no quedaba la cosa. Según la Amona, si cualquier brujo ambicioso o cualquier criatura sedienta de venganza descubriera quién soy y lo que soy capaz de hacer, se pelearían por llevarme de su lado y utilizarme para dominar el mundo. Por no hablar del mismo Gaueko, claro. ¿Qué pasaría si llegaba a descubrir que yo existía? ¿Que estaba viva, después de todo? ¿Que había logrado esconderme de él? ¿Intentaría reclamarme como su legítima heredera de la Oscuridad Eterna, o algo así? No, a la Amona no le parecía una buena idea averiguarlo, así que nos aleccionó durante el resto de nuestras vacaciones, asegurándose de que íbamos a saber mantener la boquita cerrada sobre todo lo que nos había pasado. No se lo podíamos contar a nadie, ni a nuestros amigos, por mucho que confiáramos en ellos, ni a nuestros propios padres. «Es lo mejor para proteger a la familia», decía la Amona, una y otra vez.
Y sí, vale, era muy probable que tuviera razón, pero ¿ocultar algo así? ¿Seguir mi vida como si fuese una niña normal? Ja. Eso era mucho más de lo que podía pedirme.
Al principio fueron mis padres. Que si estás rara, que si qué te pasa, que si había discutido con mis amigas del cole, que por qué de repente no me apetecía salir a jugar, que por qué estaba siempre tan sola, que por qué esa obsesión por quedarme despierta de noche, mirando por la ventana. Mi madre me había pillado más de una vez cuando se desvelaba en plena madrugada y, de camino al baño, me observaba a través de la puerta entreabierta de mi cuarto. «Pero ¿qué haces despierta?», decía, a medio camino entre la regañina y un poco de susto. Supongo que no es muy normal ver a una niña de nueve años incorporada en su cama a las tres de la mañana y con los ojos como platos, fijos en la luna. Siempre hacía lo mismo: se quedaba un par de segundos dubitativa en el marco de la puerta y después entraba, se empeñaba en que me acostase de nuevo, me arropaba y me daba un beso suave en la cabeza, como si de esa manera esperase quitarme lo que fuera que me estaba manteniendo despierta.
«¿Has tenido una pesadilla?», solía preguntarme al principio y, cuando yo negaba con la cabeza, insistía: «¿Y entonces?». La primera vez le dije la verdad: «La noche me gusta más».
Aquella noche aprendí una lección. Si no quieres preocupar a tu madre adoptiva, no le digas cosas raras. Así que aprendí a mentir, tal y como lo hacía con todo lo demás, cada vez que le ocultaba todo lo que había vivido en Gaua. Aprendí a responder un «no tengo sueño» o un «no me podía dormir», que preocupaba un poco a mi madre pero supongo que no tanto como verme así, siendo yo misma, admirando la inmensidad de la oscuridad.
El problema es que después la preocupación se extendió también al colegio, y llegaron las faltas, las malas notas, las cartas del director, las reuniones con mis padres, las charlas con la tutora. Les escuché decir que habían detectado problemas de concentración, fallos en mi «socialización» y «compañerismo» (por lo visto, querer pasar tiempo sola era signo de que algo iba mal en mi cabeza), malas contestaciones a los profesores y... ¿cómo era? Ah, sí: un desinterés general por las clases.
A mí, en realidad, ninguna de esas cosas me preocupaba en absoluto, pero era un verdadero engorro tener que someterme a los interrogatorios de toda esa gente preocupadísima que quería ayudarme, así que tuve que aprender a fingir también allí, sonreír más y camuflarme entre el resto de mis compañeros.
Y, en cambio, ahí estaba la chimenea. Y de pronto, todos esos meses fingiendo y tratando de aparentar normalidad, tratando de esforzarme por enterrar todos esos recuerdos... se iban al traste. A través de esa misma chimenea, la Amona había logrado comunicarse conmigo cuando estaba secuestrada en la casa de los abuelos de Unax, en Gaua. Gracias a esas llamas, había logrado superar las barreras del portal y comunicarme con lo que había al otro lado, y ahora, al mirarlas bailando, moviéndose a los lados de esa manera tan misteriosa, no podía evitar pensar que... tal vez... si las miraba un poco más de cerca... tal vez podría...
Esta vez fue la mano de la Amona en mi brazo.
—Ada, la mesa no se va a poner sola.
Echó un vistazo a los platos que todavía sujetaba en las manos. A decir verdad, estaba tan sumida en mis pensamientos que era un milagro que no se me hubieran caído al suelo.
—Perdona, Amona.
Pero no parecía enfadada. Por la mirada que me echó, me dio la sensación de que sabía exactamente lo que estaba pasando por mi cabeza.
Ese destello en su mirada fue lo único que me hizo pensar que realmente también ella estuvo allí y que no me lo había inventado todo. Te aseguro que, viéndola atizar los troncos de la chimenea y recorrer la cocina de un lado a otro encargándose de que todo estuviese perfecto para la cena de Nochebuena... jamás habrías imaginado que fuera una bruja.
Claro que tampoco lo habrías adivinado en el caso de Emma; de eso sí que estoy segura. Si la mirases ahora, solo verías a una chica de trece años recién cumplidos, con una expresión que dejaba muy claro que no estaba de humor para tonterías, mientras colocaba los vasos en la mesa del salón. Probablemente, si le hubieras dirigido la palabra te habría respondido con un gruñido o se habría encogido de hombros para evitar seguir la conversación y ya está. Eso era muy típico de Emma, pese a que estaba especialmente simpática esta Navidad e incluso, cuando se bajó del coche, se le escapó una discreta sonrisa que delataba que en el fondo se alegraba un poquito de vernos.
El que no lo disimuló nada fue Teo, por supuesto: estaba tan contento de volver a Irurita que había estado muy cerca de besar cada una de las piedras de la pared de la casa de la Amona, y subía y bajaba por las escaleras de dos en dos, recordando con probabilidad cada uno de los detalles de nuestro verano.
—Podríamos quedarnos más tiempo, ¿no? —dijo, prácticamente nada más deshacer la maleta.
Estábamos todos en el salón, y su pregunta hizo que su padre alzara las cejas. Me parece que era la primera vez que alguno de nosotros mostraba algún tipo de interés por pasar tiempo juntos, y eso les sorprendió a todos por completo. Miró a mis padres unos segundos, que parecían tan desconcertados como él, y después de nuevo a Teo.
—¿En casa de la Amona? Pero si es que trabajamos todos el día 26...
Esta vez fui yo la que salió en su auxilio. A mí no se me había ocurrido pedirles algo así, pero ¿unos días en Irurita? ¿Sin nuestros padres? ¿Unos días para volver a conectar con este bosque, sin tener que fingir que eso de estar tan rara ya se me estaba pasando? Eso era exactamente lo que necesitaba, ¡era lo que llevaba esperando durante meses!
Sonreí abiertamente, de oreja a oreja.
—¡Pero no hace falta que os quedéis vosotros! Podríamos quedarnos solos, con la Amona —dije, enérgicamente, mirando a mis padres y a mis tíos—. Pensabais volver en Nochevieja de todas formas, ¿no? Podemos quedarnos aquí hasta entonces. ¡Si son solo unos días!
Me esforcé en poner los ojos muy grandes, hasta convertirlos en dos bolitas brillantes. Había ensayado esa mirada cientos de veces en el espejo y funcionaba prácticamente siempre para derretir el corazón de los adultos; lo tenía más que comprobado.
Otra vez, supongo que me salí con la mía.
Lo que no podía imaginarme es que nuestro plan de pasar las Navidades en casa de la Amona estaba a punto de convertirse en algo mucho más increíble e infinitamente más peligroso de lo que todos pensábamos. Que esa Nochebuena tan aparentemente normal, tan tranquila y tan familiar como de costumbre, estaba a punto de cambiar nuestras vidas para siempre.
Pero me estoy adelantando.
Como te decía, estábamos en pleno preparativo de la cena y yo me había quedado tan absorta mirando las llamas de la chimenea que la Amona me había llamado la atención. Lo había preparado todo del mismo modo que cada año. Había desplegado la mesa grande del salón y había sacado la vajilla buena, unos cubiertos a los que habíamos tenido que quitar el polvo y ese mantel pintado a mano que a mi madre le daba tanto miedo que manchásemos. Fuera de la casa de la Amona, una tormenta de nieve (¿o sería granizo?) golpeaba los cristales sin piedad.
Nuestros padres se habían sentado todos juntos a un extremo de la mesa. Siempre aprovechaban la Navidad para saborear el reencuentro de los tres hermanos (mi madre, el padre de Teo y la madre de Emma), después de pasar el resto del año demasiado lejos. Miraban fotos, recordaban siempre las mismas anécdotas y hasta me parecía que se reían de los mismos chistes un año tras otro. Pero no estaba mal del todo porque, en general, eso significaba que a nosotros tres también nos dejaban bastante en paz, juntos en el otro extremo de la mesa.
Otros años, Emma nos miraba y resoplaba con fastidio, pero este... este nos mirábamos en silencio, con la sonrisa contenida de quien esconde un secreto enorme. Mientras tanto, la Amona no paraba de traer comida. Primero, los canapés, y una hilera de platos de picoteo, y después otra, y luego un enorme plato de estofado que Teo se empeñó en terminar a pesar de que ya estaba a punto de explotar.
Mi madre estaba contando de nuevo lo de aquella vez que mi tío Fermín, el padre de Teo, se había subido a un árbol para impresionarles a todos, tan, tan alto que después no se atrevía a bajar.
—¡Igual que un gato! —jaleaba María Jesús, la madre de Emma—. ¡Llorando ahí arriba! Y todo el pueblo abajo mirando.
—¡Mira que eres mentirosa! —Reía, falsamente ofendido, Fermín—. ¡Llorando, dice!
La Amona negaba con la cabeza, recogiendo un plato de croquetas y repartiendo las últimas entre nosotros.
—Suerte tenéis de que no se lo conté a vuestro padre, que si no... Yo lo que no sé es cómo no me matasteis a disgustos.
Lo había escuchado cientos de veces, pero cada vez que se repetía mi madre se reía hasta tener que limpiarse los ojos con el borde de las servilletas. Mientras tanto, Emma los miraba con cautela y, cuando estuvo segura de que los adultos estaban tan distraídos que no nos estaban escuchando, murmuró:
—¿Qué tal el curso?
—Raro —dije.
—Horrible —añadió Teo, y nos dedicó una mirada cómpl