Santa Clara 1 - Las mellizas cambian de colegio

Enid Blyton

Fragmento

CAPÍTULO 1

Una soleada tarde de verano, cuatro chicas tomaban un refresco sentadas sobre la hierba junto a la pista de tenis. Tenían las raquetas a su lado en el suelo y había seis pelotas blancas esparcidas por la pista.

Dos de las niñas eran mellizas. Isabel y Patricia O’Sullivan se parecían tanto que muy poca gente era capaz de distinguirlas. Las dos tenían el pelo ondulado, de color castaño oscuro, ojos de un azul profundo y una alegre sonrisa. Su ligero y musical acento irlandés era muy agradable.

Las mellizas estaban pasando dos semanas en casa de sus amigas Mary y Francis Waters. Las cuatro charlaban animadamente. Pat cogió la raqueta con cara seria y, mientras golpeaba la hierba con fuerza, exclamó:

—Es un fastidio que mamá no nos deje ir al mismo colegio que vosotras, ahora que las cuatro dejamos la escuela Redroofs. ¡Somos amigas desde hace tanto tiempo! Si vamos a distintos colegios, no nos veremos en siglos.

—Es una lástima que al Redroofs solo se pueda ir hasta los catorce años —respondió Isabel—. Hubiéramos seguido siempre juntas y nos habríamos divertido un montón. El curso pasado, Pat y yo disfrutábamos mucho siendo las primeras de la clase y las capitanas del equipo de tenis y de hockey sobre hierba. ¡Ahora tendremos que ir a una escuela que no nos atrae nada y empezar otra vez desde abajo! ¡Seremos las últimas en vez de ser las primeras!

—Me gustaría que vinierais con nosotras a la escuela Ringmere —exclamó Francis—. Mamá dice que es un colegio muy exclusivo. Allí solo van niñas de familias ricas y distinguidas, y se hacen excelentes amistades. Tendremos un dormitorio y un estudio para nosotras solas, llevaremos vestidos de noche y, además, dicen que la comida es estupenda.

—¡Y nosotras iremos al Santa Clara, al que puede ir cualquiera! Habrá siete u ocho chicas en cada dormitorio y seguro que estarán peor amueblados que los del servicio —protestó Pat, descontenta.

—No puedo entender por qué mamá quiere mandarnos allí en vez de al Ringmere —se lamentó Isabel—. A lo mejor no está decidida del todo. Mañana, cuando volvamos a casa, haremos todo lo posible por convencerla de que nos mande al Ringmere. Os llamaremos por la noche para contároslo.

—Nos haría mucha ilusión que nos pudierais dar buenas noticias —dijo Mary—. Después de todo, cuando se ha sido la primera de la clase en una escuela maravillosa como el Redroofs y se ha tenido un dormitorio tan bonito, el mejor estudio con una vista estupenda y un centenar de niñas que os admiraban, es terrible tener que empezar de nuevo en un colegio al que no quieres ir.

—Bueno, haced lo posible para que vuestros padres cambien de idea —intervino Francis—. Venid, jugaremos un set antes de merendar.

Las cuatro se levantaron de un salto y escogieron a suertes quiénes formarían pareja. Isabel era una magnífica jugadora, que había ganado el campeonato de tenis de Redroofs. Estaba realmente orgullosa de su juego.

Pat era casi tan buena como ella, pero prefería el hockey.

—En el Santa Clara no juegan al hockey sobre hierba, sino al lacrosse1—dijo Pat con tristeza—, un juego de lo más tonto. Con una red unida al palo, se recoge la pelota, en vez de golpearla.Otra cosa que pienso decirle a mamá es que no quiero jugar al lacrosse después de haber sido capitana del equipo de hockey.

Las mellizas dieron mil vueltas a todas las razones que les darían a sus padres cuando llegaran a casa al día siguiente. Mientras iban en el tren hacia casa, hablaron de ello.

Así, a la tarde siguiente, las niñas empezaron a explicar sus ideas acerca de los colegios. Pat abrió el fuego y, según su costumbre, atacó enseguida.

—Mamá, papá: Isabel y yo hemos pensado mucho sobre el colegio al que iremos el próximo curso y queremos que sepáis que no queremos ir al Santa Clara. Todo el mundo dice que es una escuela horrible.

Su madre se echó a reír y su padre soltó el periódico que estaba leyendo muy sorprendido.

—No seas tonta, Pat, es un colegio magnífico —replicó la señora O’Sullivan.

—¿Estáis completamente decididos? —preguntó Isabel.

—No del todo —respondió su madre—, pero papá y yo creemos que en estos momentos es la mejor escuela que hay. Probablemente el Redroofs os estropeó un poco, es un colegio demasiado caro y lujoso. Hoy día tenemos que aprender a vivir con mucha más sencillez. El Santa Clara es un colegio más normal. Conozco a la directora y me gusta.

—¡Un colegio normal! —gimoteó Pat—. ¡Qué rabia me dan las cosas normales! Siempre son horribles, feas, estúpidas y poco agradables. Mamá, por favor, déjanos ir al Ringmere con Mary y Francis.

—De ninguna manera —contestó enseguida la señora O’Sullivan—, ese es un colegio con demasiadas pretensiones y no quiero que después volváis a casa mirándolo todo por encima del hombro.

—Nosotras nunca haríamos eso —replicó Isabel haciéndole señas a Pat para que dejara de discutir.

Pat perdía los estribos con mucha facilidad y eso no les convenía en presencia de su padre.

—Mamá, sé buena, déjanos probar el Ringmere un curso o dos y, si ves que nos volvemos demasiado presumidas, no iremos más. Pero déjanos probar. ¡Allí juegan al hockey, que nos gusta muchísimo! Nos fastidia tener que aprender otro deporte, ahora que jugamos tan bien al hockey.

—Isabel —intervino el señor O’Sullivan golpeando la mesa con la pipa—, os sentará muy bien empezar de nuevo y aprender más cosas. Durante el año pasado me di cuenta de que os estabais volviendo muy engreídas y con demasiada buena opinión sobre vosotras mismas. Sí, tenéis que aprender cosas que no sabéis y ver que no sois tan maravillosas como os pensáis. Os irá muy bien a las dos.

Las mellizas se sofocaron. Estaban furiosas y dolidas y casi a punto de llorar. La señora O’Sullivan sintió lástima por ellas.

—Papá no quiere disgustaros, pero tiene toda la razón. En el Redroofs lo habéis pasado divinamente, allí hacíais lo que queríais, fuisteis las primeras de la clase y las capitanas del equipo y habéis vivido con todo lujo. Ahora debéis demostrar lo que valéis, empezando como chiquillas de catorce años y medio en un colegio donde las niñas mayores tienen dieciocho.

Pat estaba enfurruñada. A Isabel le temblaba la barbilla mientras contestaba:

—No estaremos contentas, ni haremos nada por estarlo.

—Muy bien, pues no lo estéis —respondió su padre severamente—. Si eso es lo que habéis aprendido en el Redroofs, siento haberos tenido allí tanto tiempo. Os quería sacar de ese colegio hace dos años, pero me suplicasteis tanto, que os dejé seguir en él. Ahora no se hable más del asunto. Esta noche yo mismo escribiré al Santa Clara para matricularos en el próximo curso. Si queréis que me sienta orgulloso de vosotras, no protestéis e intentad ser buenas, estudiar mucho y ser muy felices en vuestro nuevo colegio.

Su padre encendió la pipa y volvió a coger el periódico. Su madre se puso a coser. No había más que hablar. Las mellizas salieron juntas al jardín. Fueron a su antiguo escondite tras el seto y se tendieron en la hierba. Los rayos oblicuos del sol de la tarde las envolvían haciéndoles pestañear. Isabel tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Nunca pensé que papá y mamá pudieran ser tan duros con nosotras. ¡Nunca!

—Después de todo, deberíamos tener derecho a opinar sobre este tema —dijo Pat, furiosa. Cogió un palo y lo clavó con fuerza en el suelo—. ¡Me gustaría escaparme de casa!

—No seas tonta —dijo Isabel—, ya sabes que no podemos hacerlo. Además, huir es una cobardía. Tendremos que ir al Santa Clara. Pero ¡cómo lo odiaré!

—Las dos lo odiaremos —afirmó Pat—. Y lo que es más, allí sí que lo miraré todo por encima del hombro. No permitiré que se piensen que somos unas nenas de seis años acabadas de salir de alguna escuela tonta. Les haré saber enseguida que éramos las primeras de la clase y las capitanas de los equipos de tenis y de hockey. ¡Mira que decir papá que somos unas engreídas! ¡No lo somos! Pero no podemos ignorar que destacamos en casi todo, además de ser guapas y muy simpáticas.

—De veras, cuando hablas así me pareces bastante presumida. Mejor será que no lo digamos demasiado cuando estemos en el Santa Clara.

—Diré todo lo que me parezca y tú tienes que apoyarme —afirmó Pat con rotundidad—. ¡Tienen que saber quiénes somos y lo que sabemos hacer! ¡También las profesoras tendrán que darse cuenta! ¡Las mellizas O’Sullivan van a ser alguien! No lo olvides, Isabel.

Isabel asintió con su morena y rizada cabecita.

—No lo olvidaré y te apoyaré siempre. ¡Palabra! ¡El Santa Clara se va a llevar unas cuantas sorpresas el curso que viene!

CAPÍTULO 2

Pronto llegó el día en que las mellizas debían ir al Santa Clara para empezar el curso. La madre de las mellizas hizo una lista de las cosas que tenían que llevar al colegio y las niñas la repasaron atentamente.

—No es una lista tan larga como la del Redroofs. ¡Qué pocos vestidos nos permiten llevar! Mary y Francis dicen que al Ringmere pueden llevar tantos vestidos como quieran, y las dos se llevaban vestidos largos como los de su madre. ¡Lo que presumirán cuando volvamos a vernos!

—Y mira, palos de lacrosse en vez de sticks de hockey —se lamentó Isabel—. Por lo menos, podríamos jugar a las dos cosas.Ni me quiero molestar en mirar los palos que nos ha comprado mamá. ¡Hasta nos dicen lo que podemos llevar en el neceser! Al Redroofs podíamos llevar lo que quisiéramos.

—¡Espera que lleguemos al Santa Clara! Les demostraremos que vamos a hacer lo que nos parezca. ¿A qué hora sale el tren mañana? —preguntó Pat.

—A las diez tenemos que estar en la estación —respondió Isabel—. Bueno, allí veremos por fin a las niñas que van al Santa Clara. Apuesto a que serán una colección de esperpentos.

La señora O’Sullivan acompañó a las mellizas a Londres, cogieron un taxi hasta la estación y buscaron el tren. Pronto vieron un tren con el nombre del Santa Clara. Había muchos grupos de chicas en el andén hablando animadamente unas con otras, despidiéndose de sus padres, saludando a las profesoras y comprando chocolate en los puestos ambulantes.

Una profesora vestida con sencillez se acercó a las mellizas. Supo que eran alumnas del Santa Clara porque llevaban abrigos grises, el uniforme de la escuela. Sonrió a la señora O’Sullivan y consultó la lista que llevaba en la mano:

—Estas niñas son nuevas y estoy segura de que son Pat e Isabel O’Sullivan por lo mucho que se parecen. Yo soy la señorita Roberts, la profesora de su curso, y me alegro mucho de conoceros.

Era una bienvenida muy agradable y a las mellizas les gustó el aspecto de la señorita Roberts. Era joven, agradable, alta y sonriente; pero tenía una mirada firme, y tanto Pat como Isabel comprendieron enseguida que no debía de tolerar muchas tonterías en su clase.

—Vuestro vagón está allí, con el resto del curso —añadió la señorita Roberts señalando uno—. Despedíos de vuestra madre y subid al tren. Saldrá dentro de dos minutos.

Se alejó para hablar con otras niñas, y las mellizas abrazaron a su madre.

—Adiós —dijo la señora O’Sullivan—. Sed buenas y estudiad mucho durante el curso. Confío en que seréis felices en vuestro nuevo colegio. Escribidme pronto.

Las mellizas subieron a un compartimiento donde ya se habían instalado tres o cuatro niñas que charlaban alegremente. No dijeron nada, pero miraron con interés a los grupos de chicas que pasaban ante el compartimiento en busca de su sitio en el tren.

En el otro colegio, las mellizas eran de las mayores y más antiguas, pero en este eran de las más pequeñas. En el Redroofs, las pequeñas miraban a Pat e Isabel con respeto y admiración. ¡Las dos maravillosas hermanas primeras de la clase! Pero ahora eran ellas las que tenían que admirar a las mayores. Muy altas y muy estiradas, las alumnas del curso superior pasaban hablando ante ellas. Niñas de otros cursos corrían a sus asientos, llamándose unas a otras con alegres voces. Las más pequeñas subían con prisa a su compartimiento, ya que el revisor corría hacia el tren a punto de anunciar la salida.

El viaje fue muy divertido.A las doce y media repartieron bocadillos, limonadas y tazas de té. A las dos, el tren se detuvo en una pequeña estación. Un gran letrero anunciaba el lugar: «Apeadero del Colegio Santa Clara». Fuera les esperaban grandes autocares del colegio y las niñas se apretujaron en ellos charlando y riendo. Una de las niñas mayores se volvió hacia Isabel y Pat y les indicó amablemente:

—¡Mirad, allí está el colegio! ¡Allí, en aquella colina!

Las mellizas vieron un edificio blanco de piedra, con una torre en cada extremo. Dominaba sobre el valle, por encima de grandes campos de juego y jardines.

—No se puede comparar con el Redroofs —comentó Pat dirigiéndose a Isabel—. ¿Recuerdas lo hermoso que era nuestro viejo colegio cuando le daba el sol por la tarde? El tejado rojo resplandecía cálido y acogedor, no frío y blanco como este.

Durante unos momentos, las dos jóvenes sintieron añoranza de su antiguo colegio y sus amigas. No conocían a nadie en el Colegio Santa Clara. No podían saludar a sus antiguas compañeras, como solían hacer al empezar el curso. No les gustaba el aspecto de ninguna de sus nuevas compañeras. Todas parecían mucho más bruscas y escandalosas que las del Redroofs. Todo era espantoso.

—Menos mal que estamos las dos juntas —comentó Pat—. Hubiera sido terrible que viniera aquí solo una de nosotras. Nadie nos dirige la palabra.

No se daban cuenta de que ellas mismas tenían la culpa de todo aquello. Las mellizas parecían muy estiradas, como una niña le susurró a otra. Nadie se atrevía a hablarles ni a hacerse su amiga.

Había la misma actividad que en todos los internados al deshacer las maletas para instalarse. Los grandes dormitorios estaban llenos de niñas que guardaban sus cosas, colgaban sus vestidos y ponían fotografías encima de su tocador.

En el Santa Clara había muchos dormitorios. Pat e Isabel estaban en el siete, en el que había ocho camas blancas exactamente iguales. Las camas tenían unas cortinas alrededor que se podían abrir o cerrar si las niñas querían. Con gran alegría, Pat e Isabel comprobaron que sus camas estaban una junto a la otra.

Cuando ya habían deshecho las maletas, entró en el dormitorio una chica alta que preguntó:

—¿Hay aquí alguna nueva?

—Nosotras somos nuevas —contestó Pat.

—¡Hola, mellizas! —dijo la joven sonriendo cuando miró a las hermanas—. ¿Sois Patricia e Isabel O’Sullivan, verdad? Venid las dos conmigo, el ama de llaves quiere veros.

Pat e Isabel fueron con ella a la confortable habitación donde la encargada del ropero estaba sentada rodeada de armarios, cómodas y estantes. Era una mujer gorda y de aspecto alegre, pero tenía una mirada muy inteligente.

—No hay quien engañ

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