Jurásico Total 2 - Dinos contra robots

Sara Cano Fernández
Francesc Gascó

Fragmento

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Prólogo

LA BÚSQUEDA

Aunque estaba al aire libre, se sentía enjaulada. A su alrededor solo había paredes de roca y altas columnas de piedra. Y arena. Muchísima arena. Al correr se le pegaba al cuerpo como una segunda piel. Era asqueroso. No estaba acostumbrada al polvo, ni al calor. En su territorio todo era húmedo y fresco, azul y verde. Unos colores preciosos, no como los tristes amarillos y marrones de aquel desierto. Le recordaban al color de las plantas secas.

Le hacían pensar en cosas muertas.

Si los yajjilarii habían despertado —y la tahulu de su tribu estaba convencida de ello—, no iba a encontrarlos en aquel lugar donde no crecía nada. Pero necesitaba información, así que siguió corriendo.

Justo cuando cogía carrerilla para saltar entre dos rocas, se le enredó una pierna en la tela de la armadura ceremonial. El traje de cuero de alga le cubría el tronco, los antebrazos y las pantorrillas, por encima de una túnica de red de pesca de agujeros pequeñísimos. Llevaba el pelo rizado y salvaje recogido con una diadema de concha de caracola, el mismo material de los brazaletes y tobilleras protectores. La armadura no era incómoda, pero casi nunca se la ponía. Solo cuando la tahulu la obligaba —para «no perder la práctica», decía—, pero a ella no le gustaba porque le impedía correr y saltar.

Como ahora.

Se apoyó en el remo de madera tallada que llevaba en la mano y consiguió corregir el salto y no caer al vacío, pero estuvo a punto de romperse una pierna al aterrizar. Intentando tranquilizarse, se llevó la mano al amuleto de piedra con forma de diente de plesiosaurio que brillaba azul en su pecho. Kahyla, la yajjilarii de los ahuluna, los grandes reptiles del mar, sintió miedo por primera vez desde que había salido de su casa. E hizo lo que hacía siempre que sentía miedo.

Buscó el mar.

El único mar que vio era de arena, y aquello la asustó todavía más. Kahyla cerró los ojos y se concentró en los sonidos del desierto. Allí, al otro lado de la colina por la que subía, lo oyó. Un ruido débil, un burbujeo. No era más que un hilo de agua llena de barro, pero era agua.

Y Kahyla sabía que, si encontraba agua, lo encontraría a él.

Echó a correr de nuevo. Saltó rápidamente de roca en roca, esquivó los montoncitos de gravilla suelta. No se enredó con la armadura ni una sola vez. Y, cuando llegó a lo alto de la colina, vio aparecer la vela del gigantesco espinosaurio al que llevaba días dando caza. Aquel carnívoro de hocico alargado estaba fuera de su elemento, igual que ella.

La criatura no la oyó, pero sí la sintió aterrizar en su lomo. Rugió de dolor porque, aunque la muchacha no pesaba demasiado, en la vela curva de su espalda tenía un corte profundo. Se lo había hecho en una cueva. Sus amos le habían enviado allí para detener a unas crías de humano, los nuevos yajjilarii. La cueva se derrumbó y muchos de sus hermanos murieron, pero él había conseguido sobrevivir. Aterrorizado, había corrido kilómetros y kilómetros hasta acabar en aquel desierto donde no había agua, ni peces que comer. Los recuerdos de aquel día se mezclaban ahora con la voz de Kahyla. Además de colarse en su mente, la chica le había atado al cuello una cuerda hecha de algas secas. Tiraba de ella con todas sus fuerzas, estrangulándolo, obligándolo a frenar.

—¿Dónde están los yajjilarii? —le gritó al oído.

El espinosaurio ladeó la cabeza e intentó morderla con su largo hocico, pero ella tiró más fuerte aún y lo obligó a tumbarse en el suelo.

—Dime dónde están —ordenó, trepando por su cuello hasta lo alto de la cabeza—. Dime lo que planean los rajkavvi, tus sucios amos, o te arrepentirás.

A pesar del dolor, el espinosaurio soltó una carcajada. Si pensaba que le daba más miedo que los rajkavvi, era una estúpida.

Kahyla levantó el diente azul frente al ojo de la criatura, y la luz aumentó. El espinosaurio la notó entrar a la fuerza en su cerebro. Entonces la chica lo vio todo: los yajjilarii habían despertado.

Y los rajkavvi tenían un plan para atraparlos.

La sorpresa hizo que aflojara la cuerda con la que sujetaba al espinosaurio. La criatura se liberó con una sacudida y se alejó cojeando todo lo deprisa que pudo. Mientras huía, volvió a reír.

«No llegarás a tiempo hasta los centinelas.»

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Kahyla oyó aquellas palabras en su mente mientras el carnívoro desaparecía en el horizonte. Se levantó del suelo y buscó el río con la vista.

Era un hilillo de agua llena de barro, pero era agua.

Su elemento.

—Eso ya lo veremos.

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Capítulo 1

DÍA EN FAMILIA

Carla pensó que hacía un día precioso. Las nubes parecían de algodón y el sol calentaba lo justo para no quemar. Un sábado de primavera bonito de verdad. Los ventanales del comedor estaban abiertos, y hasta se olían las flores que crecían a la orilla del río junto al Colegio Iris, que antes de ser un internado había sido una central hidroeléctrica.

Era un día perfecto para ser feliz.

Pero Carla no era feliz.

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De hecho, se puso triste cuando oyó el timbre por el altavoz del comedor. Y sintió un escalofrío cuando escuchó la voz del director justo después:

—Queridos alumnos, os recuerdo que hoy celebramos el día de la familia. —Hasta él, que era una máquina de regañar, parecía contento—. El centro abrirá sus puertas en diez minutos, en cuanto termine la hora del almuerzo. Los que esperéis visita, podréis recibir a vuestras familias en el vestíbulo del bloque de dormitorios. ¡Que paséis un buen día!

Carla cerró los ojos y notó el aire que levantaron los alumnos al correr hacia el recibidor. Ella se quedó sentada.

—¿No vienes? —le preguntó una de sus amigas.

—No, no voy —respondió, seria.

Carla era la delegada de clase, la cabecilla de su pandilla, la líder. Pero también la más reservada. Nunca hablaba de sus padres… ni de las cosas que le preocupaban.

Así que nadie se atrevió a preguntarle nada más.

En cuanto sus amigas se fueron, Carla se levantó de la mesa y fue hacia la puerta trasera del comedor. Aunque no se le notaba —disimular era de las pocas cosas que sus padres se habían molestado en enseñarle—, tenía ganas de llorar. Antes de salir, miró su reflejo en la ventana. Tragó saliva y se frotó los párpados para borrar cualquier rastro de humedad.

Fuera la esperaban Elena, Lucas y Dani. Y Leo. Al verle, pensó que no tenía derecho a sentirse triste: Leo era huérfano y, desde que su tía había desaparecido, no tenía a nadie en el mundo. Ella al menos tenía padres… aunque hubieran preferido irse de viaje antes que visitarla aquel día de la familia. O cualquiera de los anteriores.

Respiró hondo, puso su mejor cara de desinterés y los saludó con un:

—¿Qué, a vosotros también os han dado plantón?

Lucas se puso rojo hasta la punta del flequillo. Carla no supo si era porque ella estaba delante o porque su comentario le había molestado.

La que no pareció molestarse fue su melliza, Elena.

—Pues sí —respondió, encogiéndose de hombros—. A nuestras madres se les ha olvidado lo que es descansar un fin de semana. Deben de borrártelo del cerebro cuando te haces arquitecta.

—Es que tienen que trabajar mucho —protestó Lucas—. Esta vez no han podido porque tienen que entregar el proyecto para…

Elena le dio un coscorrón cariñoso en la coronilla.

—Asúmelo, hermanito: prefieren diseñar edificios a venir a vernos. —Se giró hacia Dani—: ¿Y tu madre qué excusa te ha puesto esta vez?

—Final del torneo de baloncesto. —El gigantón se encogió de hombros y abrió las manos como disculpándose. Lo hizo despacio y con cuidado, pero aun así estuvo a punto de barrer a Lucas de un manotazo—. Su equipo la necesita más que yo.

—Bueno, pues parece que no tenemos más remedio que pasar el día juntitos en el «campo». —Carla dijo la última palabra como si oliera mal. Se acercó a Leo y le pasó un brazo alrededor del hombro—. Tu lugar preferido, te quejarás.

Leo sonrió tímidamente. Llevaba toda la semana soportando las caras de pena que ponían alumnos y profesores cada vez que alguien mencionaba el día de la familia delante de él. Agradecía que sus amigos no lo trataran así. Saber que no iba a pasar aquel día solo lo animó.

—¿Nos vamos, nos vamos, nos vamos? —preguntó Lucas, que se subía por las paredes.

—Sí, vamos —asintió Leo—. Seguro que él también está impaciente.

Dani se puso a la cabeza y guio a los demás por entre los ciruelos rojos hacia el bosque. Caminaron durante media hora en fila india y silencio total —de vez en cuando, Carla soltaba un «puaj» o un «qué asco», aunque cada vez menos— y llegaron a un lugar sin árboles. En el borde del claro, los amigos vieron el pequeño tipi hecho con ramas caídas, hojas y mantas robadas que habían construido semanas atrás.

Y que ahora se movía como sacudido por un terremoto en miniatura.

—¡Trasto!

Lucas se arrodilló junto a la entrada y soltó el pequeño mosquetón que sujetaba la correa al palo central del tipi. Por fin libre, el pequeño tricerátops se lanzó gimiendo a sus brazos.

—Ay, no llores. Sabes que no quiero tenerte atado, pero…

—Pero es la única manera de que no se escape —le recordó Leo, agachándose a su lado y acariciando la cabeza del animal.

La cría de tricerátops frotó cariñosamente los cuernos contra las piernas de su amigo humano. Leo sacó un puñado de hojas tiernas de su mochila y se las dio de comer mientras Dani revisaba el tipi.

—Vamos a tener que cambiar el palo central por uno más grueso —observó, pensativo—. Trasto ya casi lo ha partido de tanto tirar.

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—¿Este bicho no está creciendo demasiado deprisa? —preguntó Elena. Quiso agacharse para tocar al animal, pero este corrió a esconderse entre las piernas de su hermano—. ¡Que no te voy a comer, idiota!

—Él no lo tiene tan claro… —murmuró Lucas.

—La verdad es que no sé a qué velocidad crecen los tricerátops —admitió Leo—. Salió del huevo hace tres semanas, más o menos. No he encontrado ningún apunte sobre el crecimiento de las crías en el cuaderno de campo de mi tía Pen…

Sintió un nudo en la garganta. Penélope. Ni siquiera podía decir su nombre sin echarse a llorar. Si Trasto llevaba con ellos tres semanas, entonces ella llevaba tres meses y cinco días atrapada en el lugar en el que habían encontrado al animal. No sabían qué era ese sitio, ni dónde estaba.

Pero ellos lo llamaban Pangea.

Pangea, un mundo habitado por dinosaurios al que habían entrado por accidente. Un mundo misterioso donde habían visto cosas asombrosas. Un mundo al que ya no podían volver para dejar a Trasto.

Ni rescatar a su tía.

Dani adivinó lo que estaba pensando Leo. Se llevó la mano a la figurilla de piedra que le colgaba del cuello y la apretó con suavidad. El amuleto, que tenía forma de diente de saurópodo —los grandes dinosaurios herbívoros— se iluminó de color verde. Cuando Dani le apoyó la mano en la espalda, Leo se sintió más calmado.

—Gracias —susurró.

Dani asintió, satisfecho. Al ver que él había encendido su diente, Elena y Carla lo imitaron. El de Elena, una figura con forma de diente de terópodo —los dinosaurios carnívoros—, se encendió de rojo. El de Carla, que dominaba a la familia de los pterosaurios —los reptiles del aire—, se tiñó de color morado.

—¡Hora de entrenar! —dijeron las dos a la vez.

Elena miró sorprendida a Carla, y las dos se echaron a reír.

—¡Nunca pensé que te oiría decir eso! —gritó Elena, intentando atraparla con un impulso de sus fuertes patas.

—¡Yo tampoco! —Carla desplegó las membranas de piel que habían aparecido bajo sus brazos, aleteó con fuerza y escapó de ella sin dificultad.

—¿Te apetece que hagamos unos lanzamientos? —le propuso Dani a Elena.

Dani se acercó a una roca bastante grande que había en el borde del claro. La agarró con sus fuertes manos, y la levantó por encima de la cabeza como si no pesara nada.

—¿Preparada? —preguntó.

Elena asintió con una sonrisa llena de dientes afilados.

—Llevo un siglo preparada, tortuga —dijo, dando saltitos impacientes en el sitio.

Con un movimiento muy lento, el gigante se preparó, apuntó y lanzó. La roca salió disparada hacia arriba y se perdió entre las nubes, cruzando el claro a toda velocidad.

Pero Elena era más rápida. Cuando la piedra cayó al otro lado, ella ya estaba allí, preparada para recibirla con los brazos abiertos. La recogió con una pirueta y se la devolvió con rapidez a Dani. Por desgracia, la velocidad no era una de las cualidades de su compañero de rugby. La roca se desvió y estuvo a punto de aplastar al pobre Trasto, que correteaba persiguiendo un cacharrito redondo con ruedas.

—¡Tened cuidado! —se quejó Lucas, molesto.

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