Introducción
Todo ser humano, si se lo propone, puede ser escultor de su propio cerebro.
SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL
Tu experiencia de la vida es producida por infinidad de reacciones químicas que ocurren constantemente en tu cerebro. De esta máquina biológica emergen tus recuerdos y tus sueños, tus miedos y tus deseos, tu percepción y tu imaginación. Tu cerebro es el creador de tu cosmos interior. En definitiva, tu cerebro es lo que te hace ser tú.
Hasta hace pocas décadas se asumía que el cerebro maduro era una estructura estática que, a partir de cierta edad, solo podía degenerar. Por suerte, investigaciones recientes desmienten esta creencia. El cerebro no solo tiene la capacidad de cambiar, sino que lo hace con regularidad. Cada experiencia vital moldea detalles microscópicos de tu esencia neuro-nal. Lo que haces altera lo que eres.
El objetivo de este libro es ayudarte a entender mejor el funcionamiento de tu increíble cerebro, pero, sobre todo, enseñarte a mejorarlo. Si eres tu cerebro, cualquier daño en él podría tener un terrible impacto en ti. Nos aterran trastornos como la demencia porque atacan nuestra esencia. Enfermedades como el alzhéimer o el párkinson dañan nuestro tejido cerebral, y por tanto nuestra propia identidad.
Cuidar tu cerebro no solo te ayudará a prevenir este triste final, sino a rendir mejor en el momento actual. Tu rendimiento cognitivo y tu estado de ánimo son un reflejo directo de la salud de tu cerebro. Las recomendaciones de este libro mejorarán tu capacidad de aprender y recordar, aumentando además tu resistencia ante la enfermedad mental. Entenderás cómo potenciar la plasticidad cerebral y cómo mejorar tu reserva cognitiva.
Veremos que la salud del cerebro depende de la salud del resto del cuerpo. Para optimizar tu cerebro debemos, por tanto, integrar múltiples disciplinas de conocimiento. Entenderás el gran impacto que tienen sobre tu rendimiento cognitivo aspectos tan diversos como la dieta, la actividad física y la gestión del estrés. Exploraremos también la estrecha relación entre nuestra microbiota y nuestro estado de ánimo, así como el impacto del contacto social y el aprendizaje constante en nuestra salud mental.
En resumen, tu cerebro es mucho más moldeable de lo que piensas, y lo esculpes con cada una de tus acciones. Posees en tu cabeza el objeto más fascinante que jamás hayamos descubierto y este libro te ayudará a mejorar su funcionamiento. Es el momento de desvelar los misterios del cerebro.
1 - El misterio de tu cerebro
Mientras el cerebro sea un misterio, el universo continuará siendo un misterio.
SANTIAGO RAMÓN Y CAJAL
Nuestro cerebro todavía alberga muchos misterios. A pesar de todos los avances del conocimiento en las últimas décadas, las dudas todavía superan a las certezas. Nuestro mundo interior ha resultado ser tan complejo como el vasto universo exterior.
Hemos explorado cada rincón del planeta, pero la cartografía de nuestro propio cerebro todavía está incompleta. Buena parte de su funcionamiento sigue siendo terra incognita.
Somos el primer animal con la suficiente inteligencia como para intentar entenderse a sí mismo, pero todavía nos queda mucho camino. Algunos consideran que nunca llegaremos realmente a entender el funcionamiento del cerebro, aludiendo a una supuesta paradoja neurológica: si el cerebro fuera tan simple como para que lo pudiéramos entender, nosotros seríamos demasiado tontos para entenderlo.
De momento, empecemos por lo que sabemos. Sabemos, por ejemplo, que el cerebro es materia y que evolucionó a través de los mismos mecanismos que el resto de los órganos del cuerpo. Conocemos también cómo es el desarrollo normal del cerebro y cómo le afecta el envejecimiento. Cada vez tenemos más información sobre cómo nuestro estilo de vida impacta en nuestro rendimiento cognitivo y nuestro riesgo de desarrollar alguna enfermedad mental. Por último, tenemos cierta idea de cómo el cerebro crea nuestra realidad a partir de la información que recibe de los sentidos y de sus propias expectativas. Empecemos explorando cada uno de estos aspectos.
EL CEREBRO ES MATERIA
El cerebro humano es la masa de materia más complicada del universo que conocemos.
ISAAC ASIMOV
A pesar de los complejos procesos mentales que genera, el cerebro no deja de ser simple materia. De hecho, juzgando por su gelatinosa apariencia, nadie diría que estamos ante el objeto más sofisticado del planeta.
Este kilo y medio de materia alberga cerca de 80.000 millones de neuronas, cada una de ellas formando miles de conexiones sinápticas con otras neuronas. No es de extrañar que hayamos tardado tanto tiempo en desvelar algunos de sus secretos, y queda un largo camino en este proceso.
En 1839 se formuló la llamada teoría celular, según la cual todos los tejidos están compuestos de células. Sin embargo, al observar el cerebro con los microscopios de la época, no se distinguía en él ninguna célula, y muchos asumían que la teoría celular no aplicaba a este órgano tan especial.
Las dudas se disiparon a finales del siglo XII( cuando Santiago Ramón y Cajal combinó microscopios más poderosos y sus propias técnicas de tintado para confirmar que el cerebro, al igual que el resto del cuerpo, estaba formado también por células independientes, aunque muy diferentes de las que se conocían hasta entonces. Más adelante, a estas células nerviosas se las denominó neuronas. Con su gran habilidad artística, Ramón y Cajal creó cautivadores retratos de estas nuevas células y sus conexiones, y consiguió convencer a la comunidad científica de que las neuronas son la unidad estructural y funcional básica del cerebro.
Se descubrió también que las neuronas transmitían impulsos eléctricos, pero Ramón y Cajal observaba que estas neuronas no se tocaban y se preguntaba cómo podrían los impulsos eléctricos cruzar el espacio de una neurona a otra. Estos diminutos espacios entre las neuronas se denominaron más tarde hendiduras sinápticas. Poco después se descubrió que unas moléculas químicas, llamadas neurotransmisores, eran las responsables de atravesar estos espacios para comunicar las neuronas entre sí. Fuimos así, con el tiempo, descifrando el lenguaje eléctrico-químico del cerebro.
ANATOMÍA SIMPLIFICADA DE TU CEREBRO
La mayoría de las neuronas constan de tres partes diferenciadas: el cuerpo celular, el axón y los terminales del axón. Del cuerpo celular, también llamado soma, salen miles de dendritas, las antenas a través de las cuales la neurona recibe los neurotransmisores enviados desde otras neuronas. Hacia el otro lado de la neurona se proyecta el axón, que sería el canal de salida por el que la neurona envía impulsos nerviosos a sus neuronas vecinas. Al final del axón se abren sus terminales, que actúan como puntos de liberación final de los neurotransmisores.
Como observó Ramón y Cajal en su día, los terminales de una neurona y las dendritas de otra nunca llegan realmente a tocarse. Los neurotransmisores viajan, por tanto, a través del minúsculo espacio que representa la hendidura sináptica. Cada neurona puede formar miles de conexiones sinápticas con otras, pero no todas estas conexiones tienen la misma fuerza. Según su historial de actividad, las conexiones pueden fortalecerse o debilitarse. Esta reconfiguración constante es guiada en parte por el sistema de recompensa cerebral, donde la dopamina juega un papel central. Cuando logramos el resultado deseado, la conexión se fortalece; en caso contrario, se debilita.
Las dendritas reciben mensajes (neurotransmisores) de otras neuronas, que procesan localmente antes de decidir qué hacer. La neurona tiene básicamente dos opciones: inhibirse o activarse. Si se activa, retransmite la señal eléctrica a través del axón, liberando neurotransmisores en sus axones terminales. Si se inhibe, detiene la señal, quizá porque esta neurona era ya su destinatario final.
Su comportamiento dependerá además del tipo de neurotransmisor recibido. Algunos neurotransmisores, como el glutamato, son excitatorios y elevan la probabilidad de que la neurona que lo recibe se dispare. Otros, como el GABA, son inhibidores y reducen la probabilidad de activación.
Y tanto si la neurona destino se activa como si se inhibe, el neurotransmisor liberado en el espacio sináptico regresa finalmente a la neurona original en un proceso denominado recaptación.
Otro aspecto que influye en tu velocidad de procesamiento mental es la eficiencia con la que las neuronas transmiten las señales eléctricas a través de su axón, que actúa como una especie de cable de conexión y, como cualquier cable, conducirá mejor la electricidad si está cubierto por un aislante. En las neuronas, ese aislante es la mielina, una sustancia blanquecina compuesta principalmente por grasa. Las enfermedades que atacan esta mielina, como la esclerosis múltiple, producen multitud de problemas cognitivos y dificultad de movimiento.
La mielina define también el color de tu cerebro. Los axones mielinizados de las neuronas forman la llamada materia blanca. Por el contrario, los cuerpos de las neuronas no están mielinizados y constituyen la materia gris.
Por último, no podemos olvidar las células gliales, menos famosas que las neuronas pero igual de importantes y más numerosas. Participan en multitud de procesos vitales para el resto del cerebro: recubren los axones de mielina, reciclan el exceso de neurotransmisores, gestionan el líquido cefalorraquídeo...
A medida que nuestro conocimiento progresa, la barrera entre lo fisico y lo mental se difumina. Las células del cerebro, al igual que las del resto del cuerpo, requieren determinados nutrientes, además de oxígeno y un fertilizante especial, que presentaremos en breve. Ante cualquier déficit, las neuronas se debilitan y mueren. El resultado es un peor rendimiento cognitivo y un mayor riesgo de desarrollar alguna enfermedad mental.
En resumen, tu cerebro es materia y el estado de esa materia determina el estado de tus pensamientos, además de tu calidad de vida.
EL CEREBRO DAÑADO
A veces, los peores eventos son los mejores maestros. El entendimiento de nuestro cerebro ha avanzado con frecuencia gracias a trágicos sucesos.
Una de las primeras tragedias que se estudió en profundidad fue la de Phineas Gage. Era trabajador del ferrocarril en una época en que la seguridad laboral dejaba bastante que desear.
En 1848, Phineas participaba en la construcción de un tramo de ferrocarril que debía transcurrir por una zona montañosa del estado de Vermont, en Estados Unidos. El 13 de septiembre de ese año, como había hecho multitud de veces, Phineas realizó una profunda perforación en la roca y la llenó de pólvora. Usó después una larga barra de hierro para compactar la pólvora, pero probablemente una chispa producida por la fricción de esta barra con la roca hizo estallar la pólvora. La barra salió disparada hacia él, entrando por debajo de su ojo izquierdo y atravesando por completo su cerebro.
Sorprendentemente, Phineas no solo sobrevivió a este fatídico evento, sino que se mantuvo consciente en todo momento. Y lo que es todavía más sorprendente, recibió el alta médica en solo dos meses. Podía caminar y hablar con normalidad. Su recuperación parecía total.
Con el tiempo, sin embargo, este aparente milagro médico dio paso a una trágica realidad: Phineas ya no era Phineas. En palabras de su propio médico, «el equilibrio entre su facultad intelectual y sus propensiones animales se ha destruido». De trabajador modélico y responsable pasó a ser «irregular, irreverente, blasfemo e impaciente».
Parecía incapaz de hacer planes futuros y cumplir sus compromisos. Perdió su trabajo en el ferrocarril, y las riñas constantes con sus compañeros no le permitieron mantener ningún tipo de empleo. Terminó siendo expuesto en el circo, donde mostraba su herida y la barra que le atravesó el cerebro. Tanto su cráneo como la barra de hierro se conservan en el Museo de Medicina de la Universidad de Harvard.
Su accidente ayudó a entender el papel de la corteza prefrontal, nuestra principal diferencia cerebral respecto al resto del mundo animal. Aquí se concentran las llamadas funciones ejecutivas, que nos permiten diseñar planes a largo plazo y controlar nuestros impulsos inmediatos. Esta capacidad es fundamental a la hora de moldear nuestra personalidad y la forma de relacionarnos con los demás. El mensaje, una vez más, es que nuestro cerebro es materia, y si cambia esta materia, cambia lo que somos.
Las dos grandes guerras mundiales ofrecieron, décadas más tarde, una infinidad de cerebros dañados en todas las zonas imaginables. Los neurocientíficos pudieron mapear qué función se veía afectada a partir del daño producido, aprovechando estos trágicos experimentos naturales para mejorar nuestro conocimiento sobre el funcionamiento del cerebro.
Más cerca de la actualidad podemos destacar el misterioso caso de Charles Whitman. Charles era un joven ejemplar, tanto a nivel académico como laboral, muy apreciado por sus amigos y compañeros. Extrañamente, el 1 de agosto de 1966 ascendió a la torre de la Universidad de Texas y empezó a disparar indiscriminadamente. Mató a 13 personas e hirió a más de 30 antes de ser abatido por la policía. A las pocas horas se descubrió que también había asesinado a su mujer y a su madre la noche anterior. Lo más interesante de este caso fue la carta que Charles escribió antes de cometer estos atroces actos:
No entiendo muy bien qué es lo que me obliga a escribir esta carta. Quizá es para dejar alguna vaga razón por mis acciones recientes. Realmente no me entiendo estos días. Se supone que debo ser un hombre razonable e inteligente. Sin embargo, últimamente (no puedo recordar cuándo comenzó) he sido víctima de muchos pensamientos inusuales e irracionales. Tras mi muerte deseo que me realicen una autopsia para ver si detectan algún problema visible.
Su deseo fue concedido y, tal como él sospechó, la autopsia mostró un tumor que presionaba su amígdala, involucrada en el miedo y la agresión. Como se demostró en muchos estudios posteriores, daños cerebrales pueden transformar a personas normales en peligrosos criminales.
Hablamos de casos extremos, pero no es necesario sufrir un daño severo para perjudicar el funcionamiento de nuestro cerebro. En los últimos años, por ejemplo, hemos aprendido cómo el estilo de vida moderno aumenta la inflamación de nuestro cerebro, generando un efecto perverso.
EL CEREBRO INFLAMADO
La barrera entre lo físico y lo mental es mucho más fina de lo que se creía. A lo largo del libro profundizaremos en cómo la obesidad, los problemas intestinales, el estrés o el sedentarismo perjudican al cerebro. En cada uno de estos aspectos veremos que el daño se produce por mecanismos distintos, pero hay uno que se repite en casi todos los casos: la inflamación crónica de bajo grado.
Simplificando, la inflamación es una respuesta de nuestro organismo ante un daño: un tobillo torcido, una quemadura, una infección... Los síntomas que asociamos a la inflamación, como enrojecimiento o hinchazón, representan el comienzo del proceso de reparación. Sin inflamación no hay curación.
La inflamación, por tanto, no es realmente el enemigo; es una estrategia de tu sistema inmune para atacar al agente invasor, cuando existe, y movilizar los compuestos necesarios para la reconstrucción. En condiciones normales la amenaza se elimina, la reparación finaliza y se activan procesos antiinflamatorios para minimizar el daño. Esta es la llamada inflamación aguda, y es necesaria.
El problema viene cuando este proceso, por diferentes motivos que iremos viendo, se mantiene constantemente activo. No tienes hinchazón ni enrojecimiento aparente, pero el sistema inmune se mantiene alerta. El resultado es una inflamación permanente de bajo grado, crónica, silenciosa, y muy peligrosa. Es como tener una herida que nunca cura. La constante activación del sistema inmune, diseñado para defenderte, termina dañándote.
La relación de estos procesos inflamatorios con multitud de trastornos diversos, desde la enfermedad coronaria hasta el cáncer o la diabetes, es conocida desde hace tiempo, pero la evidencia sobre su papel en el desarrollo de trastornos mentales es más reciente.
El cerebro está separado del resto del cuerpo por la llamada barrera hematoencefálica, cuya misión es impedir el acceso a tu cerebro de cualquier toxina o invasor que lo pueda dañar. Esta barrera fue descubierta en el XIX por Paul Ehrlich, tras inyectar un tinte azul en el torrente sanguíneo de ratones. Observó que el tinte infiltraba todos los tejidos del ratón menos el cerebro. Algo impedía el acceso del tinte a este órgano tan selecto. Tiempo después se descubrió que esta barrera hematoencefálica estaba formada en realidad por un conjunto de células estrechamente unidas que protegían los puntos de conexión entre el fluido cerebral y la circulación sanguínea.
Se pensaba que esta barrera era infranqueable, y que la cascada inflamatoria producida tras daños o infecciones en determinadas partes del cuerpo no tenía acceso al cerebro, que gozaría del llamado privilegio inmune. Estudios recientes revelan, sin embargo, que el cerebro no está tan aislado, y que las moléculas liberadas por el sistema inmune (como ciertas citoquinas inflamatorias) no solo llegan al cerebro, sino que alteran su funcionamiento. Esta inflamación daña las neuronas y dificulta la producción de energía por parte de sus mitocondrias, además de interferir con las conexiones sinápticas.
Estudios en animales demuestran que esta inflamación cerebral genera, por ejemplo, apatía social y comportamientos compatibles con estados de depresión. Los investigadores logran este efecto inyectando las mismas citoquinas que se liberan como parte de nuestra propia respuesta inflamatoria.
Investigaciones recientes en humanos apuntan a que lo mismo ocurre en nuestro caso. Como iremos viendo en los próximos capítulos, la inflamación crónica de bajo grado está estrechamente ligada con trastornos como la demencia y la depresión. De hecho, algunas personas que no responden bien a los antidepresivos convencionales mejoran curiosamente sus síntomas con antiinflamatorios tradicionales.
Parte de la relación entre inflamación y depresión podría explicarse a través de la hipótesis del sistema inmune egoísta. El sistema inmune es nuestro departamento de defensa y reconstrucción, y ambas tareas requieren una gran cantidad de recursos. Por eso, tanto el cerebro como el sistema inmune están en la cima de la jerarquía del reparto de energía, y con frecuencia compiten entre ellos para captar recursos energéticos. El aumento de inflamación interfiere, por ejemplo, con la producción de dopamina, la molécula de la motivación. Parece ser una estrategia del sistema inmune para intentar que no gastes energía en otros objetivos, liberando así recursos para defenderte de supuestas amenazas. Esto daría cierto sentido evolutivo a la depresión, y vemos efectivamente esta respuesta en animales que viven en la naturaleza. El problema viene cuando la inflamación se cronifica, lo que contribuye a una depresión continua.
El efecto de esta neuroinflamación es un buen ejemplo de que todo lo que ocurre por debajo del cuello también afecta al cerebro. En este sentido, es interesante revisar además la relación entre obesidad y salud mental.
EL CEREBRO OBESO
Hay una relación inversa entre el tamaño de la barriga y el tamaño del cerebro. Multitud de estudios encuentran peor rendimiento cognitivo y mayor riesgo de demencia en personas obesas.
Podríamos pensar que personas con cerebros más pequeños tienen más dificultad para regular su comportamiento y por tanto más facilidad para engordar. Aunque esto podría explicar parte de la relación, los estudios de seguimiento parecen indicar que la ganancia de peso es generalmente previa al encogimiento del cerebro, y que parte de este efecto se revierte al perder peso.
Los estudios se basan en dos variables clave para evaluar el sobrepeso, el IMC (índice de masa corporal) y el perímetro abdominal, que es un indicador de grasa visceral. Aunque ambos se asocian con declive cognitivo y mayor riesgo de desarrollar depresión y enfermedades cognitivas, la grasa visceral suele mostrar una relación más dara.
Y no hablamos de diferencias pequeñas. En un estudio en más de 1.000 individuos, el grupo del quintil de mayor grasa abdominal tenía el triple de riesgo de desarrollar demencia que el grupo del quintil con menos grasa abdominal.
Y si al sobrepeso le añadimos diabetes tipo 2, el efecto es todavía mayor. A igualdad de grasa corporal, las personas con diabetes tipo 2 muestran peor función cognitiva y mayor riesgo de desarrollar demencia. Múltiples estudios indican que la desregulación de la glucosa perjudica de manera especial al cerebro. Niveles elevados de glucosa se asocian con atrofia de regiones clave como el hipocampo. Por otra parte, la resistencia a la insulina es un claro factor de riesgo en el desarrollo de trastornos como el alzhéimer, que en muchos casos tiene un fuerte componente metabólico.
Por suerte, muchos de estos efectos son reversibles al perder peso. Las personas con obesidad que se someten a cirugía bariátrica mejoran su rendimiento cognitivo en pocos meses, y las mejoras son proporcionales a la cantidad de grasa eliminada.
Todo lo anterior es un ejemplo más de la profunda conexión entre lo físico y lo mental. No es casualidad que los hábitos que son buenos para tu cuerpo lo sean para tu cerebro. Los comportamientos que reducen tu barriga aumentan tu cerebro.
EL CEREBRO EVOLUCIONÓ
Pensar es un proceso fisico. El cerebro humano no está exento de la evolución.
STEVEN PINKER
Nuestro cerebro, al igual que nuestros ojos o nuestros dedos, es el resultado de un largo proceso evolutivo. La selección natural no se detuvo en el cuello, y moldeó lentamente la estructura y la función de nuestro cerebro. Todas sus zonas y comportamientos evolucionaron porque en algún momento de nuestro pasado aumentaron nuestras posibilidades de supervivencia o procreación.
En la lucha por la supervivencia, los animales optaron por diferentes estrategias. Mientras algunos se hacían más grandes o más fuertes, nosotros nos hicimos más inteligentes. Físicamente somos una especie poco imponente, pero nuestro sofisticado cerebro nos ha permitido dominar la jerarquía animal. Entender nuestro pasado nos ayudará también a mejorar nuestros hábitos. Muchos de los problemas a los que se enfrenta nuestro cerebro en el mundo moderno vienen precisamente de vivir en un entorno muy distinto al de nuestros ancestros. Hagamos un rápido repaso de la fascinante historia de nuestro cerebro.
Hace algo más de 4.000 millones de años, una serie de improbables reacciones químicas derivaron en las primeras formas de vida. Hablamos de células primitivas, compuestas por una membrana celular que las separaba del exterior y por ácidos nucleicos flotando libremente en su interior.
Estas células primitivas llevaban vidas sencillas. Sus únicas responsabilidades eran sobrevivir y reproducirse. La supervivencia no era muy compleja, ya que estaban rodeadas de fuentes de energía y no existían todavía depredadores que amenazaran su vida. La reproducción tampoco suponía un gran desafío. Llegado el momento, duplicaban simplemente su código genético, y de una célula surgían dos copias idénticas. En un mundo tan predecible, la inteligencia es prescindible.
Millones de años después, algunas células aprendieron a cooperar entre sí, dando lugar a los primeros seres multicelulares. En este grupo estaban las esponjas, las medusas y los corales. Sus comportamientos eran algo más sofisticados, pero se limitaban a reacciones automáticas ante los estímulos del entorno. Si detectaban alguna fuente de alimento se acercaban y si detectaban químicos peligrosos se alejaban. Su comportamiento estaba programado en sus propios genes. Morían con el mismo conocimiento con el que nacían.
Con el paso del tiempo, el entorno se hizo más complejo. La proliferación de nuevos organismos aumentó la competencia por los recursos. Unos animales empezaron a comerse a otros, y la aparición del sexo obligó a buscar pareja para la reproducción. A medida que los organismos desarrollaban nuevas capacidades, cobraba más importancia la selección del mejor comportamiento en cada momento.
Poco a poco, surgieron en algunos organismos células especializadas en tomar decisiones a partir de la información procedente del entorno. Los que seleccionaban las mejores acciones y aprendían más rápido de sus errores tenían más probabilidades de sobrevivir y transmitir su inteligencia a las siguientes generaciones.
Esas células especiales, antepasadas de las neuronas actuales, empezaron a agruparse en unidades funcionales denominadas ganglios. Originalmente estos ganglios estaban por todo el cuerpo, pero la selección natural averiguó que eran más útiles los que estaban más cerca de la boca. Si eres un gusano marino, muchas de tus decisiones giran alrededor de la comida, y estas decisiones serán más rápidas si la boca está cerca de tus pocas neuronas. Estas neuronas coevolucionaron con nuevos sentidos, y en especial con la vista. La información visual era vital para la supervivencia, y reducir la distancia entre los ojos y las neuronas implicaba una dara ventaja. Gradualmente, las unidades funcionales se fueron concentrando para formar un primitivo cerebro, con ramificaciones nerviosas hacia el resto del cuerpo.
No es fácil determinar el primer poseedor de un órgano que podríamos ya denominar cerebro, pero el consenso general es que el primer cerebro perteneció a una especie de artrópodo marino que vivió hace más de 500 millones de años. Este rudimentario cerebro demostró ser una gran herramienta para la supervivencia, y la selección natural continuó perfeccionándolo a lo largo de los años: no solo mejoró su capacidad de procesar información, sino también su control motor. Cerebros más sofisticados permitían movimientos más avanzados, facilitando la exploración de nuevos territorios.
Hace más de 300 millones de años, algunos seres marinos dejaron atrás el mar para adentrarse en la tierra. Las aletas se convirtieron en patas y surgieron los pulmones. Evolucionaron primero los anfibios y a partir de ellos los reptiles. En estos animales el cerebro estaba dominado por el cerebelo y el tronco del encéfalo. Coloquialmente se conoce a este conjunto como cerebro reptiliano, especializado en controlar comportamientos de supervivencia básicos: movimiento, respiración, latidos del corazón...
A partir de algunos reptiles evolucionaron con el tiempo los mamíferos, hace casi 200 millones de años. Añadieron gradualmente tejido neuronal, responsable de su comportamiento más complejo. Aumentaron de manera significativa las regiones cerebrales encargadas del olfato y las sensaciones táctiles. Esto encaja con la hipótesis de que los primeros mamíferos eran animales nocturnos. Se protegían durante el día de los feroces dinosaurios y salían a buscar comida al caer la noche.
Con la extinción de los dinosaurios, hace unos 65 millones de años, los mamíferos prosperaron, y su vida se hizo más diurna. Algunos subieron a los árboles y fundaron el imperio de los primates. La vista cobró entonces mayor protagonismo, por lo que la zona cerebral encargada de procesar información visual se expandió. Se enriqueció también su vida social, y la necesidad de colaborar con los demás produjo cambios importantes a nivel cerebral. Se volvieron, por ejemplo, más sofisticadas las zonas relacionadas con las emociones, que se agrupan bajo el nombre común de sistema límbico o cerebro mamífero.
A medida que el clima se enfriaba y los frondosos bosques africanos iban dando paso a la sabana, algunos de estos primates descendieron al suelo y desarrollaron mutaciones que les ayudaban a caminar sobre dos patas. De esta manera podían recorrer distancias más largas en busca de nuevos alimentos, y su dieta se hizo más variada. Hace unos 4 millones de años, los australopitecos ya vivían todo el tiempo en el suelo.
Vivir en el suelo tiene ventajas, pero también supone nuevas amenazas. Se especula que los australopitecos no caminaban con las manos vacías sino portando armas. Probablemente eran simples lanzas de madera, pero les permitían defenderse de depredadores y cazar sus propias presas. Su cerebro era todavía pequeño, de unos 500 centímetros cúbicos, pero mostraban cambios relevantes respecto a los de especies anteriores.
Poco a poco llegamos al género Homo. Hace más de 2 millones de años, especies como el Horno habilis ya tenían un cerebro suficientemente desarrollado como para fabricar herramientas de pesca y caza más avanzadas. Tiempo después llegó el Homo erectus, propietario de un mayor cerebro, de unos 800 centímetros cúbicos.
La historia del Horno erectus es especialmente interesante. Se le atribuye el dominio del fuego, que le permitió empezar a cocinar sus alimentos y conquistar nuevos territorios. Fue el primero en salir de África y sobrevivió durante más de 2 millones de años, un récord del que estamos todavía muy lejos los humanos. A lo largo de todo ese tiempo, su tamaño cerebral fue aumentando hasta dar paso a otras especies que derivarían en el Horno sapiens, es decir, nosotros.
Nuestro cerebro no es solo mayor que los anteriores, sino también más sofisticado. Debemos sentirnos especialmente orgullosos de su transformación más reciente: la expansión de la corteza prefrontal. Aunque esta zona estaba ya presente en especies anteriores, creció de forma acelerada en nuestro caso. Esta expansión obligó a crear multitud de pliegues para que el cráneo pudiera albergar el nuevo tejido cerebral. Sin todos estos pliegues -que dan a nuestro cerebro su apariencia de nuez-, el cerebro no cabría en nuestra cabeza.
Al contrario que los huesos, los cerebros no fosilizan, por lo que son invisibles para la arqueología. Podemos estimar la inteligencia de nuestros ancestros a través de medidas indirectas, como el tamaño del cráneo o el flujo de sangre que llegaba al cerebro.
Todavía se debate sobre los factores que contribuyeron a nuestro creciente cerebro, y seguramente fue una compleja interacción entre ellos. Si elevar la inteligencia hubiera sido una apuesta segura, se habría desarrollado también en otros animales, pero todos ellos se han contentado con modestos intelectos.
Para empezar, cerebros avanzados suponen un gran gasto energético, y esto era una apuesta arriesgada en la sabana. Todo apunta a que ciertos cambios en la dieta debieron de jugar un papel crucial, y en esto fue clave el control del fuego. Cocinar los alimentos, desde carnes hasta pescados y tubérculos, facilitó su digestión y nos permitió extraer más energía de ellos. A medida que el cerebro de nuestros ancestros crecía, su intestino se reducía. Un intestino pequeño gasta menos, pudiendo derivar la energía sobrante hacia nuestro hambriento cerebro.
Esa dieta más diversa ofrecía también nutrientes que parecen haber jugado un papel importante en nuestro cerebro. La carne aportaba zinc y hierro. El pescado era una buena fuente de selenio y sobre todo de DHA, un tipo de omega 3 relevante para el desarrollo cerebral.
Pequeños cambios pudieron haber desencadenado un círculo virtuoso: un poco más de inteligencia nos permitía obtener algo más de alimento, que a su vez permitía soportar un mayor cerebro.
Otro aspecto que parece haber influido de manera especial en nuestro creciente poder mental es nuestro marcado carácter social. Como exploraremos en el capítulo 8, vivir en sociedades complejas como la nuestra requiere a su vez un cerebro complejo.
EVOLUCIÓN DE LOS TRASTORNOS MENTALES
Si el cerebro humano es la joya de la corona de la selección natural, ¿por qué parece tan vulnerable a la enfermedad mental? En muchos países desarrollados la depresión es la primera causa de discapacidad, acompañada muchas veces de trastornos de ansiedad. En España se producen 11 suicidios por cada homicidio, lo que convierte a nuestro propio cerebro en una amenaza más letal que cualquier criminal.
Por otro lado, la distinción entre estados mentales normales y patológicos es con frecuencia arbitraria, y muchos trastornos surgen de un intento de adaptación al medio. Vimos, por ejemplo, que la depresión podría ser una respuesta sensata a un estado de alarma causado por una invasión bacteriana. Si tu sistema inmune requiere más recursos para su respuesta inflamatoria, le dirá a tu cerebro que te mande moverte menos. A lo largo de la evolución, la utilidad o no de una emoción dependía por tanto de la situación. En momentos de peligro o amenaza, la ansiedad era una respuesta adecuada. En momentos de bonanza, prosperaban los que mostraban más deseo y entusiasmo. La supervivencia no favorecía por tanto a los ansiosos o a los entusiastas, sino a los que mejor adaptaban su estado de ánimo a la realidad del entorno.
Nuestro cerebro tiene buenas razones para generar malas emociones. Por ejemplo, la ansiedad evolucionó por la misma razón que el dolor o las náuseas: porque en ciertos momentos nos ayudaba.
El dolor es desagradable pero necesario. Algunas personas sufren de analgesia congénita, un raro trastorno genético que les impide sentir dolor físico de ninguna dase. En ausencia de dolor, se queman, se golpean y hasta mastican su propia lengua. Sus vidas son duras y generalmente cortas.
Las náuseas representan otra sensación negativa pero útil, al evitar la ingesta de alimentos potencialmente peligrosos. Por eso se acentúan en períodos de especial vulnerabilidad, como el embarazo. La fiebre o la tos son ejemplos adicionales de respuestas desagradables pero beneficiosas, que ayudan a combatir patógenos invasores.
El problema viene cuando, por algún motivo, nuestro cuerpo pierde la capacidad de regular estas sensaciones desagradables. Si, por ejemplo, el dolor se cronifica y permanece después de que el tejido se haya curado, estamos ante una respuesta patológica. Y lo mismo puede ocurrir con las respuestas emocionales. Tampoco es fácil determinar qué síntomas asociados a la depresión son una respuesta natural a acontecimientos recientes en nuestra vida y a partir de qué momento deben considerarse ya como una enfermedad.
Los trastornos mentales son tan antiguos como los primeros cerebros, pero algunos de estos trastornos han aumentado en los últimos tiempos. Nuestros mecanismos de regulación emocional evolucionaron en un entorno muy distinto al actual, y los estímulos modernos pueden elevar el riesgo de enfermedad mental. Por ejemplo, tener un cerebro que premiaba con placer comportamientos con resultados beneficiosos, como buscar el sabor dulce, eleva hoy el riesgo de adicción. Nuestro cerebro no ha tenido suficiente tiempo para adaptarse a sustancias purificadas, como ciertas drogas, miles de veces más potentes que las que enfrentó en su evolución.
A lo largo del libro veremos que recuperar los estímulos ancestrales a los que está adaptado nuestro cerebro ayudará a combatir los trastornos más frecuentes.
EL CEREBRO PREMATURO
El cerebro humano empieza a funcionar el día que naces y no se detiene hasta que sales a hablar en público.
GEORGE JESSEL
A juzgar por las capacidades de un recién nacido, nadie imaginaría que somos la especie más inteligente del planeta. Un nuevo humano tardará muchos meses en aprender a caminar, y durante años seguirá dependiendo totalmente de los demás. En cambio, otros animales se emancipan rápido: los bebés delfines nadan al nacer, y un potro aprende en pocas horas a mantenerse de pie.
Esta rápida independencia otorga a otros animales una ventaja inicial, pero les resta flexibilidad. Su desarrollo neuronal es rápido porque sigue una rutina predefinida, diseñada para prosperar en un entorno específico. Pueden aprender, por supuesto, pero su margen de adaptación es limitado. Si naciesen en un mundo muy diferente, morirían rápidamente.
En los humanos, sin embargo, el lento desarrollo neuronal facilita la adaptación al entorno. Nuestro prematuro cerebro se va moldeando progresivamente a partir de las experiencias a las que se enfrenta. La lentitud de este proceso nos mantiene indefensos durante mucho más tiempo, pero nos permite absorber la inteligencia cultural acumulada durante milenios por nuestros ancestros. El cerebro de un bebé no sabe si para sobrevivir deberá aprender a cazar, sembrar o programar inteligencia artificial. Esta gran plasticidad le permitirá adaptarse a la sabana africana, pero también a la tundra siberiana o a la jungla urbana de Manhattan.
Esto no implica por supuesto que nazcamos como una hoja en blanco. Una parte importante de nuestro comportamiento está impresa en nuestros genes, en nuestro cableado neuronal de serie. Todos los comportamientos que ofrecían una ventaja evolutiva, que resolvían problemas a los que nuestros ancestros se enfrentaban con frecuencia, fueron integrados en nuestro ADN. Al igual que el resto de los animales, nacemos con un software original imposible de cambiar.
Sin embargo, nuestra flexibilidad cognitiva supera con creces la de cualquier otro animal y es la principal causa de nuestro éxito evolutivo. De hecho, uno de los comportamientos innatos con el que nacemos programados es el de explorar. Los bebés testean todo lo que les rodea: observan, tocan, saborean... Venimos también cableados con la capacidad natural de formar hipótesis sobre cómo funciona el mundo a nuestro alrededor. Los bebés muestran especial sorpresa cuando observan fenómenos que violan las leyes de la física, como ver dos objetos chocar sin que alteren su velocidad o dirección. Tienen además una capacidad natural para imitar.
¿Cómo logra todo esto nuestro cerebro? Para entenderlo, debemos profundizar un poco más en su desarrollo.
Al nacer existen ya conexiones entre nuestra infinidad de neuronas, formadas durante el embarazo. Sin embargo, es tras el parto cuando comienza la gran explosión sináptica. Cada interacción con el entorno genera nuevas conexiones entre neuronas, conectándose unas con otras a un ritmo trepidante. Algunos estudios indican que pueden formarse más de un millón de nuevas conexiones por segundo. Este proceso alcanza su punto álgido alrededor de los 2 años, haciendo que un niño de esta edad tenga el doble de conexiones neuronales que un adulto. Tras esta fase de exuberancia vienen los recortes, y empieza el proceso de poda sináptica. Las conexiones poco utilizadas se eliminan, y las usadas con frecuencia se refuerzan.
A los 8 años, el número de conexiones sinápticas es ya similar al de un adulto, pero el cerebro tiene todavía mucho trabajo por delante. Al llegar la pubertad, el proceso se repite de nuevo, pero en zonas distintas del cerebro. La corteza prefrontal, la zona evolutivamente más moderna de nuestra especie, es la última en madurar. En esta región se siguen creando (y después podando) conexiones neuronales pasados los 20 años. Dado que la corteza prefrontal es responsable de regular nuestro comportamiento, no es de extrañar la impulsividad que vemos a esta edad. Podemos votar, conducir y casarnos con cerebros incompletos. Si hiciste cosas de las que te arrepientes durante este tiempo, puedes culpar a tu prematuro cerebro.
A los 25 años, los grandes movimientos tectónicos de la infancia y la adolescencia dan paso a un entorno neuronal más estable. Pero estabilidad no implica estancamiento, y cada vez tenemos más evidencia sobre la gran capacidad de cambio y crecimiento de nuestro cerebro. Nuestros hábitos modifican nuestro cerebro mucho más de lo que creemos. Cada interacción con el mundo externo tiene efecto. A su vez, esta interacción sería imposible sin los sentidos, cuya relación con el cerebro es mucho más compleja de lo que piensas.
EL CEREBRO CREA TU REALIDAD
Solía pensar que el cerebro era el órgano más maravilloso de mi cuerpo, hasta que me di cuenta de quién me decía eso.
EMO PHILIPS
El cerebro, con toda su complejidad, es un órgano más, y depende del resto del cuerpo para su correcto funcionamiento. Más adelante veremos, por ejemplo, la estrecha relación entre la salud coronaria y la salud mental, y el impacto que tu intestino tiene en tu cerebro.
Además, el cerebro serviría de poco sin conexión con el resto del cuerpo. Vive encerrado en un oscuro y solitario cráneo, sin acceso directo al mundo externo. Por tanto, el cerebro depende de la constante información que recibe de los sentidos, la única conexión de su búnker óseo con el exterior.
A pesar de lo que crees percibir, ahí fuera solo existe energía y materia. Tus sentidos transforman ciertos elementos del entorno en señales electroquímicas, el único lenguaje que entiende tu cerebro. Tus ojos detectan fotones, tus oídos oscilaciones en la presión del aire y tu olfato compuestos químicos volátiles. Pero las experiencias de ver, oír u oler se producen en el cerebro. Los colores y los olores existen únicamente en tu cabeza. Tu percepción de la realidad es una simple ilusión creada por tu maquinaria mental, una especie de alquimia biológica que integra multitud de señales eléctricas inconexas para crear una rica experiencia.
Tus sentidos perciben una ínfima parte de la realidad, y además tu cerebro ignora la mayoría de la información enviada por estos sentidos. Si tuviera que prestar atención a toda esa información se abrumaría y sería incapaz de responder de manera efectiva. A lo largo de millones de años, nuestro cerebro se especializó en priorizar la información que entiende relevante para la supervivencia o la procreación, descartando todo lo demás. Su objetivo es crear una representación simplificada de lo que existe ahí fuera, no un reflejo perfecto.
De hecho, tu cerebro no se limita a simplificar la realidad, sino que la altera. Para crear su representación interna combina la información recibida a través de los sentidos con la información producida por él mismo. No espera con pasividad a recibir información del exterior, sino que intenta predecir constantemente lo que percibirá a continuación. Lo que esperas ver condiciona lo que al final ves. Nuestra percepción de la realidad tiene tanto que ver con la información que tu cerebro recibe del exterior como con la que él mismo genera. Si necesitásemos una representación fidedigna de lo que existe ahí fuera, nos hubiera comido el león mientras seguíamos procesando información. Para tu cerebro, la supervivencia es más importante que la verdad.