Come mierda (Campaña edición limitada)

Julio Basulto

Fragmento

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PRÓLOGO

—¿La ves?

—No… ¿Dónde está?

—Mira bien, ahí, en la esquina. ¿La ves?

—¡Ah, sí! Ahora sí. ¡Es enorme! No sé por qué no la veía.

Vivimos en entornos que favorecen la obesidad. Ambientes que facilitan el acceso a productos insanos mientras nos ponen todo tipo de trabas para llevar una vida saludable. Lugares hechos de trampas que van de lo evidente a lo sutil y que condicionan nuestras elecciones a diario. Habitamos espacios que nos hacen dudar sobre si es conveniente comer fruta por la noche mientras nos aseguran que no pasa nada por incluir en nuestra dieta ultraprocesados con moderación. Que nos apabullan con pretendidas certezas mientras nos arrebatan las cerezas del postre.

Vivimos en entornos que boicotean nuestra salud, pero nos cuesta mucho notarlo. Y, en cierto modo, es comprensible. Los mecanismos de estos espacios son prodigios del camuflaje: están ahí, pero no se ven a la primera. Sucede como en esos juegos de agudeza visual en los que debemos encontrar una figura oculta dentro de otra más obvia: no la detectamos con un simple vistazo y, probablemente, no lo haríamos jamás si nadie nos dijera que ahí está, que nos fijemos bien, que miremos otra vez en esa esquina.

Para encontrar la figura escondida hace falta que alguien nos invite a observar los detalles de lo obvio, que tengamos ganas de encontrarla, que dediquemos un poco de tiempo y que pongamos atención. Exactamente las mismas cosas que necesitamos para comprender hasta qué punto nuestros entornos condicionan nuestros hábitos alimentarios.

Eso es lo que propone Julio en este libro de título punki y pulcritud documental: invitarnos a entender y descubrir lo que hay detrás del panorama cotidiano. A mirar con ojos nuevos los paisajes que nos sabemos de memoria. A encontrar los mecanismos escondidos que han triplicado las cifras de obesidad en apenas cuarenta años, que han disparado todo tipo de patologías asociadas y que han conseguido restarnos tiempo y calidad de vida con una eficacia que asusta.

A reconocer, en definitiva, qué aspecto tiene el entorno obesogénico, esa bestia que, a pesar de sus dimensiones, logra camuflarse tan bien.

En este libro, Julio pone el dedo en la llaga y el ojo en los detalles, justo ahí, donde hay que mirar. Página a página, nos explica por qué vivimos en «una ciénaga de alimentos», qué son las «emboscadas alimentarias», cómo ha crecido el tamaño de las raciones, qué es la «alienación nutricional» o qué significa la inquietante expresión «cuota de estómago» que le quita el sueño a cierto sector de la industria alimentaria, a los fabricantes y a sus publicistas.

Nos habla, cómo no, de los productos ultraprocesados y su presencia creciente en nuestra dieta habitual. De las estrategias deshonestas del marketing alimentario, de sus burlas repetidas a la legislación en vigor y de las propias limitaciones de esas leyes que se han quedado obsoletas, cortas y pequeñas ante el tamaño de la bestia que pretenden controlar. De las medidas tibias y aisladas que ya no alcanzan (ni van a alcanzar jamás) para ponerle freno a la obesidad. Ridículas, como rastrillar la hojarasca con un tenedor de juguete.

En este libro, les saca los colores a los medios y los periodistas que no hacen bien su trabajo, que publican cosas como «Dos copas de vino adelgazan», a cambio de un puñado de clics. Periodistas y medios que copian y pegan, que no hacen las preguntas pertinentes y acaban convertidos en transmisores de notas de prensa sesgadas, que promueven el desconocimiento y la desinformación con titulares que serían risibles si no fueran directamente en contra de la salud pública.

En estas páginas, llenas de datos, referencias e información, Julio nos indica las causas y las consecuencias de nuestra escasa alfabetización nutricional. En corto: lo perdidísimos que estamos y lo carísimo que nos cuesta. Para intentar ponerle remedio, describe de forma metódica y precisa lo mucho que ha cambiado el mundo de la alimentación en pocos años sin que casi nos hayamos dado cuenta. Lo fuerte que se ha hecho esa bestia escondida mientras mirábamos hacia otra parte, encandilados por la publicidad y seducidos por la abundancia.

Colores estridentes, sabores potenciados, brillos que nos deslumbran, mensajes que nos confunden: sobre todas esas cosas también habla este libro. Y, por supuesto, sobre la publicidad; esa que nos ha convencido de que el desayuno es la comida más importante del día, que precisamos azúcar para el cerebro, yogures para defendernos, alcohol para relajarnos, redbules para estar despiertos. La que nos hace pensar en nutrientes más que en alimentos y nos anima a comer mierda decorándola con semillas de chía o sales del Himalaya.

Mierda con toppings, sí. Productos que han conseguido modificar nuestros umbrales de sabor y saciedad y, lo que es más grave, que han secuestrado el umbral de normalidad para redefinirlo y apropiárselo, para que nos escandalicemos si un niño sigue una dieta vegetariana pero nos parezca totalmente razonable que meriende cada día zumo y bollos. Esa apropiación de lo que entendemos por normalidad, por felicidad, por recompensa y alegría es, quizá, la principal victoria de estos productos y sus promotores.

«Come mierda: millones de moscas no pueden estar equivocadas», viene a decir esta industria. Y a nosotros, que ya estamos acostumbrados a escucharlo, el mensaje nos parece bien. Porque si algo queda claro después de leer este libro es que las grandes multinacionales de la alimentación han conseguido adueñarse del discurso y definir la normalidad mientras estábamos distraídos sin prestar atención a los detalles. Esos detalles que Julio nos va mostrando y que convierten a su libro en un viaje sin retorno. Si lo lees, te pasará como con los juegos de agudeza visual: una vez que has visto a la bestia escondida, no dejarás de verla jamás.

LAURA CAORSI

Periodista y editora especializada en alimentación, nutrición y salud

https://lauracaorsi.com

@lauracaorsi (Twitter)

Madrid, diciembre de 2021

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Capítulo 1

QUITÉMONOS LA VENDA

Lo que más nos diferencia de todas las otras épocas, de todas las otras culturas, lo que más me preocupa y lo que verdaderamente más puede transformar radicalmente la posición de la humanidad en el presente es la basura.

Basura, no solamente en forma de coches viejos que se hacinan y se amontonan en los cementerios, basura no solamente en forma de bolsas de plástico y de esos envases sin retorno que van a llenar España y el mundo entero.

Basura en forma de venenos disueltos en la propia sangre de los seres vivos que se van acumulando en nuestras vísceras.

Basura en forma de toda clase de sustancias químicas sin las cuales ya no podemos vivir, incluido el alcohol y otros estimulantes. No cabe la menor duda de que la nuestra puede muy bien llamarse la civilización de la basura.

FÉLIX RODRÍGUEZ DE LA FUENTE (1972)[1]

1. Un paraguas de mala calidad

Soy consciente de que ninguna universidad me nombrará doctor honoris causa por mi labor después de escoger un título tan escatológico como el que da nombre a este libro. Pero nunca he aspirado a pasar a la historia de la nutrición, ni ambiciono hacer ostentación de solemnes títulos delante o detrás de mis apellidos. Mi objetivo es desvelar. Es decir, quitar ese velo que nos impide ver nítidamente los multimillonarios intereses que persiguen que traguemos comida indigna de llamarse así mientras pensamos que no pasa nada («¿Acaso no la venden?»), que un día es un día («Sé que no es bueno, pero [ponga aquí una excusa]…»), o bien que comemos ambrosía («¡Es eco y está enriquecida con 87 vitaminas y 309 antioxidantes!»). También, por supuesto, que nos sintamos unos apestados sociales si no la engullimos a diario. Es una navaja de doble filo: hay quien se siente mal por no comerla y quien sufre por hacerlo, porque sabe que no es sana. La propia existencia de esta «comida» nos hace sentir mal, hagamos lo que hagamos con ella.

«Mierda», según la Real Academia, es «Cosa mal hecha o de mala calidad» (cuarta acepción en el diccionario). Aunque lo amplío en el capítulo 5, avanzo que hace poco me topé en un supermercado con una palmera de chocolate del tamaño de Alaska a un precio irrisorio y que cubre, ella solita, nuestros requerimientos calóricos diarios (la energía que necesitamos en todo un día). Azúcar, harina refinada, grasa malsana y sal, con una nefasta calidad nutricional.[2] ¿No es acaso una «cosa mal hecha o de mala calidad»? Por supuesto que lo es. El problema es que no se trata de una excepción. El problema es que, tal y como iremos viendo a lo largo de este libro, vivimos rodeados de mierda. La compramos, la transportamos, la almacenamos… y nos la comemos. Y eso no es lo peor. Lo peor es que hay quien pretende inocular en el imaginario social cuatro ideas aterradoras:

1. que esa mierda es nutritiva e incluso puede llegar a ser saludable;

2. que forma parte de nuestro patrimonio histórico y cultural («Galletas se han comido siempre y no estamos tan mal…»);

3. que si en casa no tienes un alijo con una buena dosis eres, en el mejor de los casos, un maniático excéntrico, un aprensivo antisocial, un radical inflexible o un enfermo ortoréxico;(1)

4. que si no permites que tus hijos la coman a diario los vas a convertir en unos marginados, en unos inadaptados y, sobre todo, en unos infelices.

Justo después de su definición, la RAE nos propone este ejemplo: «Este paraguas es una mierda». Al leerlo, me pregunté a mí mismo: ¿por qué está bien que la RAE considere que un paraguas de mala calidad pueda ser «una mierda», pero está mal que yo afirme que los productos malsanos que nos rodean son una mierda? Como veremos, la calidad nutricional de la mayoría de los productos alimentarios que tenemos a nuestro alcance es mala. Malísima.

2. Pienso, luego enfermo

En algún momento me planteé titular el libro «Comemos pienso». Tiene sentido, porque ingerimos buena parte de nuestras calorías a partir de mezclas de materias primas difíciles de clasificar, como sucede con los piensos compuestos que se dan a los animales y que regula el artículo 15 del reglamento 187/2002.(2) Pero tales piensos no son necesariamente malsanos, es decir, no son productos alimenticios ultraprocesados no inocuos (más abajo amplío este concepto) que se venden bajo el paraguas de las regulaciones vigentes, como sí sucede con los mejunjes revisados en este libro. Tampoco tienen ingentes cantidades de sustancias destinadas a que al animal le sea casi imposible dejar de comer. La definición de los valores nutricionales de los piensos es más cuidadosa que la de la comida chatarra: salvando las distancias en relación con otros parámetros, los fabricantes de pienso definen específicamente el perfil nutricional de sus productos primando factores que se obvian en la fabricación de muchos de los productos alimentarios que constituyen parte esencial de la dieta de muchas personas. Así que descarté la idea de llamarlo así.

En cambio, sí que he querido modificar la conocida cita de Descartes «Pienso, luego existo», porque permite un divertido juego de palabras. Por una parte, el «pienso» nos enferma, como comprobarás en el capítulo 3. Pero, por otra parte, pese a que muchos creemos que nuestros pensamientos nos alejarán de una dieta malsana, lo cierto es que es muy complicado que lo logren. En la investigación «Libertad parental como barrera frente a la publicidad de productos alimentarios malsanos dirigidos al público infantil», coordinada por el abogado Francisco José Ojuelos (autor del insuperable epílogo de este libro), se justifica que los conocimientos de los niños, de sus madres o padres, de la población general e incluso de profesionales sanitarios y legisladores no permite hacer frente al cóctel explosivo que nos rodea, formado por combustibles como los siguientes:[3]

• una enorme oferta de productos malsanos;

• un marketing depredador;

• la incapacidad de los menores de protegerse a sí mismos;

• el manejo de conceptos obsoletos por parte de las administraciones;

• el desinterés de los tribunales, que tienen un doble rasero: uno para la protección de los consumidores y otro para la protección de los intereses comerciales;

• un incumplimiento masivo de las normas de publicidad de alimentos, a pesar de estar hechas por la propia industria (¿te imaginas hacerte tus propias normas, para luego no acatarlas?).

La chispa que enciende la mecha del explosivo cóctel empieza en la primera infancia, ya que las fuerzas que conspiran para que nuestros hijos no reciban leche materna, sino fórmulas infantiles, son poco amables y muy poderosas.

Por más que pensemos, supone un esfuerzo descomunal contrarrestar la información manipulada que recibimos por parte de los fabricantes de pienso.

3. El truco de la seguridad alimentaria

Cada vez que alguien suelta «todos los alimentos que podemos comprar hoy en países desarrollados son seguros» muere un nutricionista en algún lugar del mundo. ¿Por qué? Porque el común de los mortales interpreta que son inocuos. Y no es lo mismo hablar de seguridad alimentaria que de inocuidad alimentaria. La seguridad alimentaria es la que nos protege, por ejemplo, de graves toxiinfecciones que no hace tanto tiempo mataban a millones de personas (hablo de seguridad alimentaria en el capítulo 3). Pero hoy sabemos, sobre todo desde la publicación del libro El derecho de la nutrición[4] del ya citado abogado Francisco José Ojuelos, que un alimento «seguro» desde el punto de vista microbiológico puede no serlo desde el punto de vista de la salud; más aún si presenta una elevada cantidad de los llamados «nutrientes críticos» (como sal, azúcares libres o grasas de baja calidad nutricional). Y ahí es donde entra el concepto «inocuidad nutricional». Ojuelos explica, en su artículo «Por una ciencia y tecnología alimentarias en favor de la inocuidad plena: unas notas desde el Derecho», que:[5]

[…] el legislador alimentario global no se enfrentó a un problema de falta de inocuidad por alta presencia de nutrientes críticos en los albores de la codificación. Hoy, sin embargo, una parte importante de la oferta está compuesta por productos malsanos. Nuestro derecho alimentario está pensado para enfrentarse a agentes bióticos y abióticos que suponen la contaminación alimentaria, incluyendo la presencia natural de patógenos dentro del concepto «contaminación».

Explico lo anterior porque todos tenemos bien cerca hábiles trileros que, después de calculados movimientos de prestidigitador, nos preguntan en qué cubilete está la bolita rotulada con las palabras «seguridad alimentaria». Al levantar el cubilete nos felicitarán por haber ganado la apuesta («Enhorabuena, era el del medio: “todos los alimentos son seguros”»), sin ser conscientes de que hemos sido víctimas de una trampa. Al volver a casa echaremos de menos nuestra cartera, robada por los compinches del trilero, quienes nos rodeaban mientras nos sentíamos vencedores. En la cartera no había dinero sino algo mucho más valioso todavía: nuestra salud.

4. Desiertos de alimentos

El concepto «desierto de alimentos» se acuñó por primera vez en 1995, según detallaron en 2002 Steven Cummins y Sally Macintyre en la revista BMJ.[6] Hace referencia a áreas en las que es una tarea ardua y espinosa acceder a alimentos saludables y asequibles al bolsillo; a áreas sin proveedores de alimentos frescos; y a áreas en las que los alimentos disponibles son en su mayoría procesados y con un alto contenido de azúcar, grasas no saludables y sal, sin olvidar las omnipresentes bebidas alcohólicas. Un ejemplo: la ciudad californiana East Oakland cuenta con cuarenta licorerías pero solo cuatro supermercados.[7] Allí no hay productos alimenticios, lo que hay son sustancias comestibles, que no es lo mismo.

No es de extrañar que los habitantes de tales áreas tengan una altísima prevalencia de enfermedades crónicas. Nada menos que 23,5 millones de norteamericanos vivían en 2010 en «desiertos alimentarios», según el Departamento de Agricultura de Estados Unidos.[8]

También se ha definido el concepto contrario, los llamados «oasis de alimentos», que son lugares donde es más asequible comprar alimentos saludables y culturalmente aceptables que productos peligrosos para la salud. ¿Tú has visto alguno de dichos oasis? En tal caso, ¿seguro que no era un espejismo? ¿No estarías acaso en algún pueblecito de 47 habitantes en un valle pirenaico?

5. Ciénagas de alimentos

No tengo datos para España, así que no puedo detallar cuántas personas viven aquí en desiertos de alimentos, pero sí sé que la mayoría de nosotros vivimos hundidos en «ciénagas de alimentos»: chapoteamos entre la comida y la mierda. Son esos entornos en los que, pese a que existe la posibilidad de comprar comida saludable a un precio razonable y con relativa comodidad, hay una monstruosa inundación de productos malsanos. La acepción de ciénaga como un lugar pantanoso donde uno no puede caminar libremente sin quedarse pegado al lodo me parece interesante, porque también nos quedamos pegados al arsenal de engendros con forma de comida que nos hacen más difícil cada paso. Aunque es preciso hacer un matiz: mientras que nuestro paisaje alimentario supone un peligro real para la salud pública y para la degradación ambiental, hoy sabemos que las ciénagas (que antiguamente se asumían como peligrosas para la vida por los supuestos efluvios malignos que desprendían) son lugares en los que el suelo es rico en nutrientes y donde abunda una complejidad de especies que respalda la biodiversidad.[9] No todo está mal donde vivimos: la dificultad está en sortear lo malo.

He dicho que no disponía de datos para España sobre los desiertos de alimentos. Pero sí he encontrado un trabajo centrado en las ciénagas alimentarias. Una investigación de Usama Bilal y colaboradores constató que en Madrid va en aumento el número de supermercados, mientras que la presencia de pequeñas tiendas de frutas y hortalizas es rotundamente minoritaria. Eso quiere decir que la ubicuidad de productos no saludables es desproporcionadamente superior a la de comida saludable. No extraña, por tanto, que esta investigación hable también del fenómeno «ciénaga alimentaria».[10] Es una fuerza que sutilmente nos rodea de tentaciones baratas, listas para comer y sabrosas. Y es una fuerza que, también sutilmente, mediante unas casi imperceptibles miasmas, nos suma enfermedades crónicas que nos restan calidad y esperanza de vida. Intentar seguir una dieta nutritiva en la ciénaga alimentaria en la que estamos sumergidos es tan sencillo como pretender tocar un violín con guantes de boxeo.

6. Emboscadas alimentarias

Hagamos este ejercicio del pensamiento: supón que estamos en un bosque precioso, lleno de árboles robustos y sanos; un bosque sostenido en tierra fértil y en el que los pajarillos trinan alegremente. Pinta bien, ¿verdad? El problemilla es que en el bosque también hay algo más: ladrillos, cemento armado, acero, plástico y otros materiales mucho menos bucólicos que las hojas de un majestuoso roble. Ahora imagina que para poder tocar un árbol de ese bosque y disfrutar del aire fresco y del cantar de los pájaros tuvieras que saltar cuatro alambradas, bordear cinco farolas y esquivar dos torres eléctricas de 50 metros de altura. Algo así es lo que sucede hoy en nuestras ciudades cuando pretendemos localizar alimentos. Salimos de casa y antes de toparnos con algo medianamente sano tenemos que zafarnos de los anuncios con el nuevo yogur azucarado de turno, driblar los restaurantes de «comida» rápida, desviar nuestro camino de las tiendas repletas de gominolas, fingir que no hemos visto las llamativas bolsas de aperitivos salados que lucen jubilosas en los quioscos de prensa, ignorar los muestrarios de chucherías en la farmacia, sortear los centenares de brebajes que atestan las gasolineras, cerrar los ojos ante vallas publicitarias, marquesinas de autobuses, pantallas del metro… Es como querer escapar del laberinto de Creta sin un hilo de Ariadna que nos permita salir indemnes del embrollo. Nos han metido en dicho laberinto poco a poco, empujoncito a empujoncito. Los productos alimenticios malsanos no han aparecido en nuestra vida como un furioso temporal, sino más bien como una lluvia fina y constante que te deja empapado y te cala hasta los huesos. Librarnos de esa lluvia es como tratar de huir de una emboscada con los ojos vendados. El concepto «emboscada alimentaria», aunque suene un tanto burdo, es el que mejor encaja en el ambiente obesogénico que nos rodea.

7. Ambiente obesogénico y patogénico (un entorno anormal)

Se entiende por «ambiente obesogénico» aquel que genera obesidad. O, dicho de forma más científica, aquel que aumenta las posibilidades de que la población aumente de peso y, por ende, sufra enfermedades crónicas. Todo ambiente en el que sea más fácil el sedentarismo que la actividad física, la sobreingesta que la regulación de las sensaciones de hambre y saciedad, y comer fatal que alimentarse saludablemente, es un ambiente obesogénico.

Para hablar de un ambiente obesogénico hay que citar a Boyd Swinburn, creador del concepto y asesor experto de la Organización Mundial de la Salud (OMS) sobre la obesidad durante buena parte de su carrera. En la década de los ochenta, Swinburn observó de cerca una reserva de los indios Pima en Estados Unidos y se dio cuenta de que la prevalencia de diabetes y obesidad era inusualmente elevada para este grupo de nativos americanos. De su estudio concluyó lo siguiente: «Obviamente, el motor de la diabetes era la obesidad y la obesidad era solo una respuesta fisiológica normal a un entorno anormal». Es un fiel defensor de endurecer las políticas públicas frente a los intereses corporativos, y de robustecer la democracia con el fin de frenar el poder de contrapresión de la industria alimentaria y de otros sectores privados cuyo único objetivo es el crecimiento basado en el consumismo. Pero Swinburn también es consciente de que tiene sentido fortalecer la capacidad de la comunidad para encontrar sus propias soluciones.[11] Ojalá que estas líneas sirvan o bien para despertar de su letargo a nuestros responsables políticos o bien para contribuir a ese fortalecimiento de la comunidad que defiende Swinburn.

Si miras con ojos de nutricionista a tu alrededor te sorprenderá, para empezar, el diseño de las ciudades, pensado para los coches y no para los peatones, algo que se sabe que influye en el aumento de peso de su población a lo largo del tiempo. Te sorprenderá la casi total ausencia de comida sana. Te sorprenderá cómo el tamaño de las raciones que nos ofrecen crece de manera paralela a nuestro perímetro abdominal.[12] Y te sorprenderá la superabundancia de bollería en todas sus formas y colores, postres ultraazucarados con presentaciones irresistibles, tiendas rebosantes de patatas fritas, chucherías o galletas, carros ambulantes de perritos calientes... Por eso Ivan Parise afirmó en 2020 que «eres donde vives» («You are where you live»).[13]

En una cafetería en la que me senté mientras escribía este libro en mi portátil, pensé en un concepto complementario a «ambiente obesogénico». Lo hice al presenciar en el local una colorida oferta de gominolas, huevos de chocolate con sorpresa en su interior, barritas de crema y caramelo. Tales productos, destinados al público infantil, estaban colocados encima de una luminosa máquina de tabaco. Luces, colores y brillos que ensombrecen la salud pública y que tientan a los menores de edad, que normalizan el tabaquismo y la dieta malsana. El concepto es «ambiente patogénico» (porque genera patologías, es decir, enfermedades).

Para saber qué siente un nutricionista en el siglo XXI, imagina a un defensor de los derechos de los animales en medio de una plaza de toros. Al animalista le rodea la larga tortura y la matanza a traición de seres inocentes mientras que una panda de desalmados sanguinarios aplauden la barbarie. Y al nutricionista le rodea la descarada promoción de productos responsables de muertes prematuras y de enfermedades largas y debilitantes mientras que los responsables políticos miran hacia otra parte.

Aristóteles dijo que «no es posible ser una buena persona si no estás en una buena sociedad». Opino que tampoco es posible seguir una dieta saludable si vives en una sociedad que fomenta una mala alimentación.

8. ¿De qué hablo cuando hablo de productos malsanos?

A lo largo del libro hablaré ampliamente sobre productos ultraprocesados. Digo «productos» porque me niego a llamarlos «alimentos». ¿Crees que el humo que sale del tubo de escape de un tractor es «aire»? Pues estos productos tampoco son exactamente alimentos. Sea como sea, para saber de qué hablamos es preciso tener a mano una definición. Para empezar, es importante distinguir entre procesar un alimento (lavar, secar, congelar, enlatar, pasteurizar o cocinar), que en general causa poca o ninguna pérdida de valor nutricional, y ultraprocesarlo. Esto último cambia los alimentos. Reduce su valor nutricional, agrega calorías de grasas malsanas y azúcares, disfraza las pérdidas de sabor y textura con sal y potenciadores del sabor, o con aditivos como colorantes. Los fabricantes intentan camuflar las fechorías que han infligido al pobre alimento agregándole vitaminas, minerales, antioxidantes, omega-3, fibra, probióticos o cualquier cosa que suene bien (si suena ampulosamente científico, mejor), para hacer declaraciones de propiedades saludables. El colmo de la desfachatez. Es como ponerle purpurina a la mierda y afirmar que es un trocito de estrella.

Es posible que leas o escuches que el concepto «ultraprocesados» es ambiguo, que no hay alimentos buenos o malos o que podría ser sancionable el uso de dicho concepto. Debes saber que el concepto está del todo consolidado tanto por parte de la ciencia como por parte de las entidades de referencia en salud pública, como la OMS y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO, en sus siglas en inglés), el Fondo Mundial para la Investigación del Cáncer o la Harvard Medical School. El ya citado abogado Francisco Ojuelos despejó este asunto de forma clarividente en su texto «Los ultraprocesados y el chiste del dedo: una tragicomedia alimentaria»:[14]

No podemos dejar de reconocer que existen elementos discutibles en el uso por algunos hablantes del término «ultraprocesado» y que el mismo puede ser utilizado para defender posiciones de quimiofobia, como se ha dado en llamar cierta corriente que se centra en criticar los aditivos, cuya seguridad está fuera de toda duda. Pero esto no es problema del término, sino de uso indebido […] Para dejar cerrado el relato, el problema de los ultraprocesados no es el nombre, sino el dedo que lo señala. ¿Para cuándo señalar lo que realmente es el problema?

En cuanto a la supuesta ilegalidad de utilizar el concepto «ultraprocesados», la idea proviene de un informe que publicó la Fundación Triptolemos en mayo de 2020;[15] fundación que colabora con empresas como Nestlé y Gallina Blanca, que venden ultraprocesados. Que nadie tenga miedo de usar el concepto: la amenaza sancionadora que aparece en el informe es, en palabras de Ojuelos, inconsistente y falta de solidez. Este titular del portal Maldita Ciencia, publicado el 14 de enero de 2020, también despeja cualquier duda: «Sí, las organizaciones sanitarias y los científicos utilizan el término “comida basura”».[16]

¿No te parece curioso que la industria alimentaria use con descaro la palabra «natural» para engañarnos (ver capítulo 6, apartado «Tan natural como un infarto»), pero que se ofenda si usamos el concepto «ultraprocesados» para referirnos a sus mejunjes? Ya que a importantes sectores de la industria alimentaria no les gusta que los nutricionistas usemos el concepto «productos ultraprocesados», podríamos denominarlos «productos inmundicia».

¿Qué son exactamente los ultraprocesados? «Los que se anuncian en televisión» sería una buena aproximación, aunque es cierto que a veces, casi por carambola, aparece un anuncio de plátano de Canarias. También podríamos afirmar que un ultraprocesado es algo que en su día fue un alimento y hoy vaya usted a saber qué es. En su libro Ya no comemos como antes… ¡y menos mal!, mi amiga la farmacéutica Gemma del Caño nos da cuatro pistas para detectar la mayoría de los productos ultraprocesados.[17]

• Suelen tener envases llamativos.

• Suelen ir acompañados de promociones o regalos.

• A veces están enriquecidos con vitaminas.

• En ocasi

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