Ébano (Enfrentados 2)

Mercedes Ron

Fragmento

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Prólogo

Temblando cogí la pistola que Marcus me tendía. Lo sabía todo sobre ella: cómo cargarla, cómo desarmarla, el nombre exacto de cada parte que la conformaba..., pero nunca la había entendido como la entendí en los minutos que siguieron a aquel momento.

Y todo porque él nunca debió estar allí.

Nos habían engañado y ahora... Ahora todo estaba a punto de irse a la mierda.

Le había dicho a Sebastian que estaba lista para morir, que no me importaba perder la vida si al hacerlo conseguíamos nuestro objetivo, que me daba igual morir por una buena causa, pero ahora que tenía el arma delante... Me sorprendió no temer tanto por mí, sino por él...

—Vamos a jugar a un juego, ¿os parece? —dijo Marcus, sonriendo de aquella manera infantil que me provocaba escalofríos.

Mis ojos se apartaron del arma y subieron hasta encontrarse con los de Sebastian.

Todavía no entendía cómo demonios había conseguido llegar hasta allí, aunque las heridas en su rostro y en su abdomen dejaban claro que había tenido que pasar por un infierno hasta encontrarme.

¿Por qué me sorprendía? Me había dicho que lo haría..., que, si las cosas se desmadraban, entraría en persona a sacarme de allí.

Y lo había hecho.

—¿Quién quiere empezar? —dijo Marcus, cogiendo la pistola de entre mis dedos y colocándola en el centro de la mesa. La giró con un movimiento seco y, cuando el arma se detuvo, su sonrisa se agrandó hasta ocuparle toda la cara—. ¿Las damas primero?

Negué con la cabeza.

—Por favor... —le supliqué con la voz rota.

—Hazlo o seré yo quien le pegue un tiro, y no será directamente en la cabeza, no; sino que empezaré por una pierna, luego otra, luego en las costillas y en cualquier parte que se me antoje hasta que me supliques a gritos que lo mate deprisa.

Conteniendo las lágrimas, cogí la pistola de la mesa y la levanté con manos temblorosas.

—A la cuenta de tres... ¿de acuerdo?

Nuestras miradas se encontraron... La mía estaba horrorizada; la de él, calmada como el océano en un día de verano.

—Uno —dijo aquel cabrón hijo de puta.

Sebastian asintió dándome ánimos.

—Dos.

—No puedo... —dije llorando, mientras bajaba la pistola.

Pero Marcus me levantó el brazo con fuerza. Me apretujó los dedos y me obligó a apuntarle a la cabeza a la persona de la que estaba enamorada.

—Hazlo, elefante...

Negué con vehemencia y los dedos de Marcus me hicieron daño al apretarse con más fuerza contra el hierro del arma de fuego.

—Tres.

El estruendo del disparo me hizo cerrar los ojos y gritar.

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1

MARFIL

¿Alguna vez habéis tenido una pesadilla y muy en el fondo de vuestra mente habéis sabido que todo lo que estaba ocurriendo a vuestro alrededor era un sueño, que no era real?

Así era exactamente cómo me sentía. Mientras esperaba a que el avión que me llevaba al infierno aterrizase por fin, mi cerebro intentaba con todas sus fuerzas despertarme de una vez, pero mi mente se estaba tomando su tiempo...

Me pellizqué con fuerza hasta casi hacerme daño. Mis ojos miraron fijamente la marca roja que había dejado en la piel blanquecina de mi brazo y mis ojos volvieron a inundarse de lágrimas; más que ayudarme a desahogarme, lo único que hacían era llenar de agua el pozo donde me habían metido.

Si tres meses antes alguien me hubiese dicho que mi padre era traficante, me habría reído en su cara. Si tres meses antes alguien me hubiese dicho que iban a intentar matarme no una, sino tres veces, habría buscado la cámara oculta. Pero si tres meses antes alguien me hubiese dicho que iba a enamorarme..., lo habría escuchado con atención. Eso sí era algo que quería, que esperaba desde hacía años, pero nunca me hubiese creído que iba a enamorarme de un delincuente.

Delante de mí pude ver a Sebastian, que me había estado mirando desde la distancia mientras subía al avión privado de Marcus Kozel. Una parte de mí esperaba que Sebastian acabase con todo aquello, que fuese una trampa y que en cualquier momento me rescatase para meterme en el coche y llevarme lejos de aquella locura. Pero no lo hizo.

Me permití mirarlo una última vez antes de entrar en el avión.

Serio, como siempre, me miró desde donde estaba como si nada de todo aquello fuese con él. ¿Cómo podía ser tan hermético? ¿Cómo demonios podía entregarme a mi peor enemigo y seguir con su vida?

No quise darle muchas más vueltas.

Sebastian Moore, al igual que el resto de los hombres en mi familia, estaba muerto para mí.

En el avión, aparte de la tripulación, había dos hombres enchaquetados que supuse que serían mis guardaespaldas a partir de entonces. Ninguno quiso darme muchas explicaciones sobre cuáles habían sido las órdenes de Marcus, y yo, estando como estaba, tampoco quise insistir demasiado.

Dos SUV de color negro nos esperaban nada más aterrizar. Tardamos unas cinco horas en llegar y, en cuanto bajamos, comprendí que lo que había ocurrido hacía dos noches había sido tan serio como había imaginado. Uno de los guardaespaldas que esperaba a que bajara del avión se me acercó para presentarse como el jefe de seguridad de Marcus Kozel.

—Bienvenida a Miami, señorita Cortés —dijo mientras se quitaba las gafas de sol negras y me tendía la mano.

Se la estreché sin mucho entusiasmo y observé a mi alrededor, a la vez que el calor seco creaba una capa fina de sudor en mi frente.

—El señor Kozel no llegará hasta esta noche, nos ha pedido que la llevemos directamente a casa.

Me hirvió la sangre al oírlo hablar de Marcus como si fuera mi jefe, como si yo fuera suya y pudiera ordenar cuándo y adónde debían llevarme.

No dije nada, simplemente subí a la parte trasera del todoterreno y empecé a idear algún plan para escaparme. Tenía miedo, no quería ver a Marcus y solo con imaginar que volvíamos a estar a solas me ponía a temblar.

Iba a tener que ser fuerte. Mi padre no me dejaría allí mucho tiempo, vendría a buscarme, me llevaría a casa y allí solucionaríamos el tema de las personas que intentaban matarme, ¿verdad?

Aunque pensar en volver a esa casa con la persona que me había mentido desde que nací, con un delincuente que seguramente había sido el responsable de la muerte de mi madre..., hizo que se me revolviera el estómago.

«Respira hondo, Marfil...», pensé.

El trayecto hasta el puerto duró unos veinticinco minutos. Allí nos subimos a un barco pequeño, pero muy elegante y tardamos veinte minutos más hasta llegar a Fisher Island.

Yo nunca había estado en Miami; en verano me quedaba en casa o me iba a pasar unos días a Los Hamptons con amigos, pero tenía que admitir que era un lugar precioso. El cielo era de un increíble color azul claro, sin ninguna nube que se interpusiera entre el sol y la gente que deseaba pasar unas buenas vacaciones. Había palmeras por todas partes y, miraras donde miraras, veías cochazos.

La opulencia nunca me había llamado la atención, pero cuando llegamos a aquella isla no pude evitar asombrarme y mirar mara­villada el lugar donde mi enemigo más acérrimo tenía su mansión.

No tuvimos que volver a coger el coche porque la lancha nos llevó directamente al puerto privado que Marcus ostentaba con orgullo. Allí, aparcados ante la mansión, había un impresionante catamarán, un yate, dos lanchas pequeñas y tres motos acuáticas.

Estaba claro que no se aburría.

Un hombre trajeado se acercó al barco para ofrecerme la mano y ayudarme a bajar. Tendría unos cuarenta años e iba vestido de punta en blanco. Se presentó como Lionel, el mayordomo.

¿Mayordomo?

¿Se seguía utilizando esa palabra?

La mansión, blanca y con el tejado anaranjado, era impresionante. Tan grande que no entendí la necesidad de tener una casa así, si solo vivía él en ella... o a lo mejor estaba mal informada y tenía un séquito de mujeres y niños correteando por allí. No me hubiera extrañado encontrarme con un harén escondido en las profundidades de aquella mansión. En realidad, me esperaba cualquier cosa de alguien tan repugnante como él.

El jardín, extremadamente bien cuidado, colindaba casi con la orilla del mar, lo que daba a la casa el aspecto de una isla privada individual.

Desde el pequeño puerto se veía la piscina, gigantesca y cuadrada, cubierta por un impresionante porche blanco con columnas de una altura casi insultante.

Estaba claro que era la casa de un traficante.

Por muy bonito que fuera todo, no quise ni detenerme en los detalles.

No me importaba, quería irme de allí.

—Señorita Cortés, Naty, la cocinera, le ha preparado el almuerzo y tiene su habitación lista para descansar, si lo desea.

—No tengo hambre —contesté seca, al tiempo que entrábamos en la casa por la puerta trasera, la que daba al jardín que acabábamos de cruzar.

En el interior, todo relucía: el suelo de parqué, las paredes blancas, los muebles grises... Todo era como de catálogo.

—¿Quiere que le enseñe la casa, señorita? —me preguntó Lionel.

—Estoy cansada, en otra ocasión.

No se me escapaba lo fría que era con él, pero no quería hablar ni relacionarme con nada ni nadie que tuviese algo que ver con ese hombre.

Lionel me llevó hasta mi habitación, que estaba en la segunda planta; subimos por una escalera cuya balaustrada parecía tallada a mano. Unos cuantos pasillos, unas cuantas puertas que dejamos atrás, y Lionel abrió la que daba a mi habitación.

Tenía unas vistas increíbles al océano y al jardín. Desde allí podía ver la lancha con la que habíamos llegado, así como los guardaespaldas que controlaban el perímetro.

No solo estaban mis dos guardaespaldas, sino que mirara donde mirara había alguien vigilando.

Me estremecí. Me sentí encerrada, acorralada.

—La dejo para que se instale —dijo Lionel con calma—. Cualquier cosa que necesite, puede comunicarse por aquel interfono de allí —añadió, señalándome un aparato que había junto a la inmensa cama con dosel.

Asentí en silencio y me dejó sola.

Lo primero que hice fue sacar mi teléfono móvil y buscar el número de Liam. Necesitaba saber cómo estaba Tami. Necesitaba saber qué tal había ido la operación después de que le dispararan por mi culpa...

Dudé unos segundos antes de llamar.

¿Qué iba a decirle?

Me senté en la cama y miré hacia el suelo azul celeste.

¿Cómo podía contarle a mi mejor amigo que mi padre era un delincuente, que el disparo que había sufrido Tami iba dirigido a mí, que si estaban conmigo corrían un peligro terrible?

Dejé el teléfono y miré a mi alrededor.

Por muy bonito que fuese aquello, me sentí como si me hubiesen llevado a una mazmorra. No había escapatoria, no podría escaparme de esa casa ni aunque contase con ayuda..., cosa que no tenía.

Tendría que permanecer allí hasta que las cosas se solucionaran, hasta que Marcus y mi padre consiguiesen acabar con la amenaza que pendía sobre mi cabeza... Y mientras tanto yo iba a tener que cuidarme sola.

Porque estaba segura de que lo que Marcus me había hecho era una simple caricia comparado con lo que podría llegar a hacerme. Sin poder evitarlo, la mente se me fue a Sebastian, la manera en la que me había besado y acariciado la noche anterior, casi me hizo el amor... Recordé su forma de detenerse, de explicarme su pasado, su oscuro secreto... Todo antes de llevarme en contra de mi voluntad al aeropuerto para dejarme en manos de Marcus.

Me sentía muy triste, pero no era una tristeza normal, sino una sensación que nunca había tenido antes. Sentía que algo amenazaba con llevarse todo lo que me definía: era como si me hubiesen metido en el cuerpo de otra persona, en la vida de alguien ajeno a mí misma. Me miré en el espejo de cuerpo entero de la habitación y no me reconocí. Pero lo peor era que no era mi casa, ni mi familia ni siquiera mis amigos lo que más añoraba... sino a él.

Se me hacía muy raro no verlo a mi alrededor, no escucharle decirme lo que podía hacer. Echaba de menos hasta su mirada crítica, sus ojos decepcionados cada vez que metía la pata. Me dio miedo pensar que Sebastian se había convertido en eso... en mi hogar.

Me había dicho que me quería, se había enamorado de mí... Y ahora estaba en esa mansión del infierno.

Dentro de mí, algo se removió y, furiosa, sin llegar a pensar lo que hacía, cogí el teléfono y lo tiré con todas mis fuerzas contra el enorme espejo que tenía delante.

El cristal se hizo añicos y los trozos cayeron sobre el parqué, devolviéndome una imagen de mí misma completamente rota... destrozada.

«¿Por qué me has hecho esto, Sebastian?»

Me hice un ovillo encima de la cama y cerré los ojos con fuerza.

Debí de quedarme dormida porque, al abrir los ojos, apenas entraba claridad por la ventana. Me incorporé, agarrotada por haber estado en una posición muy incómoda, y busqué el interruptor de la luz con la mirada.

Casi me da un infarto cuando vi que allí sentado, apenas iluminado por la luz del atardecer, estaba Marcus, observándome con calma, los brazos apoyados en sus rodillas y la barbilla en sus manos entrelazadas.

—No era mi intención asustarte —dijo sin moverse ni cambiar de postura.

Mi mano estaba sobre mi corazón que latía enloquecido, no solo por la sorpresa, sino también por el miedo.

—¿Qué haces aquí?

Ahí sí que se movió, apoyó la espalda contra el pequeño sofá y me sonrió.

—Estás muy hermosa cuando duermes...

Fue tan espeluznante oírle decir eso que casi me entraron ganas de vomitar.

—Sal de mi habitación.

Marcus se puso de pie y se acercó sin perder la sonrisa de sus labios.

—Sé que estás muy cansada... y que los acontecimientos de las últimas horas seguramente te tengan aterrorizada, pero no puedes hablarme así en mi casa. ¿De acuerdo, princesa?

Giré el rostro cuando fue a tocarme la mejilla, pero me cogió el mentón y me obligó a mirarlo directamente.

—Aunque no lo creas, estás aquí porque me importas —añadió acariciándome la mejilla una y otra vez. Quise apartarlo de un manotazo, pero algo me dijo que era mejor quedarme quieta—. Mientras estés aquí no te pasará nada malo, te lo prometo.

Al ver que me quedaba callada, volvió a sonreír y se apartó.

Se giró hacia el espejo, que estaba completamente destrozado; el suelo estaba lleno de cristales.

—Diré que vengan a limpiar este desastre y que te pongan un espejo nuevo mañana por la mañana —dijo muy tranquilo, como si encontrarse cosas rotas fuese lo más normal del mundo.

—No hace... —empecé, pero me interrumpió.

—Te espero dentro de media hora para cenar —anunció en un tono muy alegre—. Ponte algo bonito, la cena es un momento especial para mí. Odio pensar que la gente ya no se reúne ni respeta las etiquetas básicas.

—No tengo hambre —repuse muy seria.

—Tienes que comer, Marfil —dijo alejándose hacia la puerta—. No me hagas venir a buscarte —agregó deteniéndose.

Dicho esto, cerró la puerta tras de sí y yo corrí para asegurarme de que quedaba completamente cerrada. No había ni cerradura ni pestillo... nada.

Cualquiera podía entrar cuando quisiese y eso me dejó congelada de miedo.

Respiré hondo e intenté tranquilizarme. Iba a tener que convivir con él, lo cual no era ninguna novedad, pero verlo me había traído de vuelta todos los recuerdos, sus manos tocándome sin mi permiso, su mano lastimándome los dedos... Sus amenazas...

«Haz todo lo que él te diga.»

La voz de Sebastian se materializó en mi cabeza como si lo tuviese ahí al lado, conmigo, y algo en mi interior se tranquilizó un poco.

«Paso a paso, Marfil... Solo quiere que cenes con él.»

Me di una ducha y me sequé el pelo con el secador que había en el cuarto de baño. Mis pensamientos volvieron irremediablemen­te a Tami en el suelo, sangrando... No me lo podía quitar de la cabeza. Miré a mi alrededor con intención de llamar a Liam para saber cómo estaba recuperándose y también para pedirle que se hiciese cargo de mi perro Rico hasta que volviese, pero entonces compren­dí que el teléfono estaba roto. Lo encontré en la otra punta de la habitación, había rebotado y tenía la pantalla completamente destrozada.

—Mierda —dije en voz alta.

Acababa de romper lo único que podía conectarme con las personas que quería.

Maldije entre dientes y me metí en el vestidor que había de camino al baño.

Había bastante ropa, no tenía idea de quién había mandado comprarla, pero tampoco quise darle muchas vueltas. Busqué entre la marea de vestidos y faldas, y no encontré ningún pantalón... ni siquiera unos vaqueros.

¿Era broma?

Maldiciendo en mi fuero interno, cogí un vestido suelto, uno de los pocos vestidos sencillos que había, y me lo pasé por la cabeza.

Al buscar los zapatos vi que lo único que había eran tacones o sandalias altas.

«Este tío es gilipollas.»

Molesta al comprender que no tenía nada que fuera mío ni nada que me gustase remotamente un poco, decidí bajar descalza.

¿Era una declaración de principios?

Sí, lo era.

Bajé las escaleras, mientras a lo lejos se oía una música que me resultaba familiar.

No recordaba muy bien dónde estaba el salón, pero no me hizo falta dar muchas vueltas. Una de las criadas me esperaba al final de las escaleras y me indicó el camino hacia donde Marcus me es­peraba.

En el salón había una larga mesa de roble, con sillas de gamuza muy bonitas de color blanco, a juego con las cortinas. Había detalles en verde aquí y allá, al igual que algunos animales colgados de las paredes. Sabía que Marcus también amaba la caza, había salido con mi padre en más de una ocasión según me había contado él, y eso me dio otro motivo para aborrecerlo un poco más.

Estaba hablando por teléfono cuando me vio entrar. Sus ojos recorrieron mi cuerpo hasta llegar a mis pies.

En contra de lo que esperaba, una sonrisa se formó en su atractivo rostro.

—Tengo que dejarte —dijo a quien estaba al otro lado del teléfono sin apenas esperar respuesta.

Se lo guardó en el bolsillo y señaló las sillas que había junto a la mesa que nos habían preparado para que cenáramos solos.

Noté que un malestar general me recorría el cuerpo.

—Toma asiento, por favor —dijo, indicándome que me acercara.

Me ayudó con la silla y me senté preguntándome cómo demonios iba a controlar mis impulsos, a controlar las ganas terribles que tenía de coger el cuchillo que reposaba filoso frente a mí y clavárselo en un ojo.

—Estás preciosa —aseguró mientras tomaba asiento a mi lado, presidiendo la mesa.

—Me gustaría traer mis cosas...

—No te preocupes, puedes comprarte lo que quieras aquí —me interrumpió descorchando una botella—. ¿Vino?

—Prefiero agua —contesté seca.

—Vamos, no seas niña —repuso, y me sirvió el líquido colorado a pesar de mi negativa.

Entraron dos criadas con la comida. Nos sirvieron y dejaron las bandejas en el centro de la mesa por si queríamos repetir.

Al ver los espárragos a la plancha y el filete de ternera se me revolvió el estómago.

—Come —ordenó unos minutos después, porque lo único que hacía era dar vueltas a los espárragos con el tenedor.

Suspiré y pinché un trozo de carne.

—Sé que ahora mismo me odias —dijo en un tono muy calmado.

Levanté la mirada del plato y la fijé en él, que se llevó la copa a los labios.

—No es algo que me preocupe demasiado, he de admitir —continuó mientras cortaba un trozo de carne—, pero, si me dejas, puedo hacer que tu estancia aquí sea algo que puedas disfrutar, Marfil —añadió, alargando el brazo y cogiéndome la mano.

Me tensé, a punto de pegar un tirón fuerte, pero me contuve.

Sus dedos recorrieron con suavidad los mismos dedos que me había doblado aquella mañana hacía un mes.

El miedo a que volviera a hacerme daño me nubló los sentidos.

—Siento mucho lo que te hice aquel día —dijo, acariciándome con una suavidad que se me hacía difícil de digerir—. Como habrás podido comprobar, soy un hombre de carácter fuerte. A veces pierdo los papeles, pero nunca fue mi intención hacerte daño... Todo lo contrario —aseguró, apretándome la mano con firmeza, obligándome a mirarlo—. Deseo protegerte, Marfil... Deseo matar a quienes intentan matarte a ti y ten por seguro que lo haré dentro de muy poco.

Tiré de mi mano y me soltó.

—No quiero saber nada de lo que quieras o vayas a hacer —dije muy seria—. Si estoy aquí es porque no me queda otra opción, ni siquiera he podido hablar con mi padre. Por lo que a mí respecta, podrías haberme secuestrado.

Marcus dio un trago largo al vino y luego depositó con cuidado la copa en la mesa. Se pasó la mano por la boca y volvió a sonreír, aunque esta vez la alegría no le llegó a los ojos, que me miraron con algo oscuro que me dejó quieta en el lugar.

—Llama a tu padre —dijo—. Ahora —aclaró.

Parpadeé confusa unos instantes.

—No tengo teléfono.

Marcus suspiró y sacó su teléfono móvil del bolsillo y me lo dio después de desbloquearlo.

Cuando lo cogí, vi que el fondo de pantalla era una imagen mía, de cuando me había dormido hacía unas horas.

—No pude resistirme —admitió sin una pizca de arrepentimiento.

¿No se daba cuenta de lo escalofriante que era todo aquello?

—Llama.

Busqué en la agenda y encontré el contacto de Alejandro Cortés.

El teléfono sonó dos veces antes de que contestara.

—¿Qué tal, Marcus?

Me puse de pie.

—¿Papá? Papá, soy yo —dije, alejándome de Marcus hacia la ventana, sin poder evitar que las lágrimas se deslizaran por mis mejillas. Por primera vez en mi vida me alegré de oír su voz, por primera vez en mi vida lo necesité. Daba igual lo que me hubiera dicho Sebastian de él, en aquel momento cualquier cosa que no fuera estar delante de ese hombre horrible me producía una calma que necesitaba con urgencia.

—¿Por qué llamas desde el móvil de Marcus? —preguntó alarmado—. ¿Le ha pasado algo?

Respiré hondo para que no se diera cuenta de que estaba llorando.

—No, papá, él me lo ha dado... Por favor, papá. Por favor, ven a buscarme.

—¿Que vaya a buscarte? —exclamó, indignado—. Marfil, han matado a casi todos tus guardaespaldas. Han intentado asesinarte en un lugar público. ¿Tienes idea del peligro que supone estar contigo en este momento?

Me quedé con las palabras atascadas en la garganta.

—Pero... ¿Cuánto tiempo voy a tener que estar aquí?

—El que haga falta —me dijo sin rodeos—. Ahora mismo Marcus puede proporcionarte una protección que yo no puedo; mientras estés en peligro te quedarás ahí.

Tomé aire y miré por la ventana. Fuera era de noche.

—¿Y qué pasa con la facultad? —pregunté—. Tengo los exámenes finales dentro de nada y...

—Marfil, no tengo tiempo para tus caprichos. Tus exámenes son lo último que me preocupa ahora mismo. Compórtate con Marcus, te lo digo muy en serio. Ese hombre nos está dando más de lo que yo podría pagar jamás...

Me dio tanta rabia notar que le daba igual cómo me sentía yo... Su falta de interés dejaba claro el tipo de hombre que era.

—Ya hablaremos —agregó antes de colgar.

Miré la pantalla del móvil y me sentí más sola que nunca.

Cuando regresé a la mesa, la mirada de Marcus me sorprendió.

—No estás aquí por un capricho mío —dijo mirándome a los ojos—. Estás aquí porque es donde tienes que estar.

Si estar con un asesino era ahora mi lugar..., ¿en qué me convertía eso a mí? ¿Se me consideraría una delincuente por juntarme con él? ¿Tendría problemas en el futuro si esto llegaba a salir a la luz más adelante? Miré a Marcus de reojo y empecé a darme cuenta de la realidad en la que vivía: una realidad aterradora.

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2

MARFIL

A la mañana siguiente, cuando bajé, con un vestido de flores ro­sas y blancas y otra vez sin zapatos, Marcus desayunaba distraídamente en la mesa del salón. Odio admitir que era muy guapo. Iba vestido con unos pantalones negros y una camisa de rayas blanca y celeste, sin corbata. Su aspecto era como el de aquellos animales coloridos que utilizan su hermosura para atraer a sus presas. ¿Cuántas chicas habrían caído rendidas a sus pies y luego habían descubierto que era el más peligroso de todos? Cuando me vio aparecer, me indicó con la mano que me sentara enfrente de él.

—¿Qué deseas desayunar? —me preguntó, deteniendo su mirada en mis ojos hinchados. Me hubiese maquillado, pero no tenía nada con que hacerlo.

—Un vaso de leche con miel —contesté evitando su mirada.

—¿Y para comer?

—No tengo hambre.

—Anoche apenas tocaste la comida, Marfil.

No dije nada y él se giró hacia Lionel, que aguardaba como una estatua junto a la puerta, a la espera de recibir órdenes.

—Dile a Naty que le prepare unos huevos revueltos.

—No qu...

—Vas a comer —me cortó en un tono que me hizo estremecer.

Apreté los labios con fuerza.

—Veo por tus pies descalzos que o no te gustan los zapatos que hay en tu armario o tienes tendencia a ir descalza a todas partes —dijo al rato, cuando se dio cuenta de que no pensaba decir nada.

—Prefiero usar unas zapatillas cómodas, sobre todo para estar en casa.

Marcus me observó unos instantes y luego se llevó la taza a los labios.

—Dime qué quieres que te compre y lo haré.

Me chocó ese gesto por su parte, no lo esperaba. Pero en vez de sentirme agradecida, me molestó darme cuenta de que me hacía sentir como que era su juguete, una muñeca a la que pondría vestidos bonitos y tendría encerrada en su casa para contemplarla durante horas.

—No quiero que me compres nada, quiero mis cosas.

—Mandaré a alguien a tu piso para que recoja lo que necesites.

¿Por qué demonios se mostraba tan amable?

Ese Marcus me daba aún más miedo que el que me había lastimado, porque no sabía cuándo podía dejar de sonreír y sacar los dientes para atacarme.

¿Lo hacía para que bajara la guardia?

—Gracias... —dije, odiando el sabor de esa palabra en mis labios, sobre todo si iba dirigida a él.

—¿Necesitas algo más?

«¿Recuperar mi vida, por ejemplo? ¿Que te encierren en un calabozo hasta el final de tus días?»

Pero, ironías aparte, lamentablemente sí que necesitaba algo con urgencia.

—Tengo un perro... Se llama Rico y no sé nada de él desde que intentaron matarme en la fiesta.

—¿Quieres que alguien lo traiga aquí?

—Me gustaría mucho —contesté esperanzada.

Tener a Rico me alegraría el día, me haría compañía; no me sentiría tan sola ni tan asustada. La idea de tenerlo conmigo, abrazarlo, sacarlo a pasear... Le encantaría correr por la playa, meterse en el mar...

Por fin, desde que había llegado, sentí algo de esperanza.

Marcus se fijó en mi semblante, en cómo seguramente se me acababa de iluminar la cara... y, cómo no, se aprovechó de aquella situación.

—Haré que lo traigan... pero con una condición —dijo dejando la taza vacía sobre la mesa e inclinándose.

Sabía que ese favor vendría acompañado de algún truco.

—¿Qué quieres?

—Una tregua.

Respiré hondo para intentar controlar mis pensamientos.

—Si aceptas, haré que tu

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