Bajo la luz del faro

Andrea D. Morales

Fragmento

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Capítulo 1

La muerte. Algunos la definirían como un ente malicioso que, según el conocido dicho, está tan seguro de su victoria que nos concede toda una vida de ventaja. Aura no la concebía como un esqueleto adornado por una capucha negra y una enorme guadaña. Esa imagen le parecía tan tétrica como irreal. Nunca se había parado a pensar en cuál sería su forma y si la tendría, o, al menos, hasta aquel preciso momento.

Conducía a una velocidad nada excesiva, pero su concepción parecía haber cambiado, tenía la ligera sensación de que el paisaje que se movía a través de las ventanillas de su coche lo hacía de forma vertiginosa. Los árboles se fusionaban unos con otros en diferentes tonalidades de verdes y marrones hasta crear una especie de cortina en movimiento; junto a ellos, la carretera grisácea y sinuosa había sido reparada hacía poco. Ya nada quedaba de los baches y socavones que de normal provocaban pequeños saltos en sus neumáticos, que hacían que su cuello se lastimase y que ella farfullara diferentes maldiciones. «Por fin se han tomado algo en serio en este pueblo, aunque solo sea arreglar el camino», pensó la joven, que acababa de colocarse uno de sus mechones rubios tras la oreja.

Las curvas, en su defecto, seguían siendo tan cerradas como de costumbre, y si, a su derecha, la sucesión era de robles y abedules, a su izquierda, su vista se perdía en un precipicio que la hacía temblar al imaginarse cayendo por él. El quitamiedos nunca le había parecido lo suficientemente seguro como para evitar que sucediera un trágico accidente, aunque, a decir verdad, no tenía constancia de que se hubiera producido alguno.

Estaba resoplando, no podía negar lo cansada que se encontraba tras un viaje de casi siete horas y lo deseosa que estaba por tirarse en una cama mullida a dormir. Si solo esos dos estados hubieran ocupado su cuerpo, al menos habría gozado de algo más de tranquilidad, pero no, Aura era una coctelera de emociones burbujeantes y revueltas. Solo faltaba que la sirvieran en una copa y le pusieran un par de aceitunas y una sombrillita.

Tuvo que pisar el freno al percatarse de que empezaba a acercarse a Luar y que todos sus pensamientos se estaban concentrando en el acelerador. No podía apartar de su mente la razón por la que estaba volviendo a aquel pequeño pueblecito costero de A Coruña, que había sido su hogar. Nana. Aún recordaba la voz monótona y vacía de su madre a través del auricular de su teléfono. Sabía que algo malo había ocurrido porque ella nunca la llamaba a una hora tan temprana como las ocho de la mañana. No estaba equivocaba. «Nana ha muerto, Aura, necesitamos que vuelvas a casa cuanto antes». Se le había paralizado el corazón en aquel mismo instante. El dolor que sentía en el pecho había mutado al remordimiento por pensar que Nana había sido muy poco oportuna. «Vuelve a casa cuanto antes», algo muy fácil de decir cuando su madre no tenía que hacerse un trayecto de siete horas en coche, pedir días libres en el trabajo y abandonar su vida.

Frustrada y odiándose a sí misma, Aura dio un volantazo. Un cérvido había aparecido de entre la espesura del bosque y, sin importarle que estuviera en juego su vida, se había precipitado a la carretera asfaltada. Gritó y giró el volante, intentando no atropellar al animal. Con las manos aferradas al mando circular del vehículo, Aura vio cómo sus veintiocho años pasaban por delante de sus narices. La criatura oyó el rechinar de los neumáticos contra la calzada, abrió sus grandes ojos y se esfumó lo más velozmente que pudo. Para cuando el coche terminó de frenar, se le había quebrado la voz, su corazón tamborileaba a un ritmo cardiaco y el aliento estaba retenido en sus pulmones hinchados.

«La muerte», pensó, «He estado muy cerca de no contarlo, exactamente igual que Nana». Aquella aparición se le antojaba un mal augurio. No quería ser paranoica, pero cualquiera diría que la Parca iba detrás de la familia Riveiro. No estaba dispuesta a dejarse arrastrar al mundo del Más Allá, tenía muchas cuentas pendientes, tanto en Luar como en Madrid.

Una vez serenada, Aura continuó su camino y no tardó más que un par de minutos en entrar en la esfera de cristal llena de recuerdos que era aquel pueblo.

¿Qué clase de hechizo habían lanzado a Luar para que siguiera siendo tan bonito e inalterable con el paso de los años? Ni aunque lo hubiera intentado se habría contenido, Aura miraba a través de las ventanillas aminorando la velocidad, embelesada por una belleza que ya no recordaba y siguiendo un camino que conocía demasiado bien.

Luar se había construido sobre una orografía complicada, las cuestas eran empinadas y las bajadas enormes pendientes. Las callejuelas más pequeñas, largas y serpenteantes, solo permitían el paso a dos personas, por lo que entrar con vehículo era una apuesta imposible. El asfalto no parecía haber llegado al pueblo, que seguía vistiéndose con los adoquines mal puestos de los que emergían briznas de hierba. Podría haber sido un paisaje de película, pero era un pueblecito de Galicia cuyas casas más antiguas se autoproclamaban como tal mediante sus ladrillos vistos, y las más nuevas, pintadas de blanco griego. Entre tantas callejuelas que subían y bajaban, los escalones desgastados que conducían monte arriba por un sendero casi interminable pero salpicado por el verdor de la primavera y el colorado de las amapolas, las plazuelas, el ayuntamiento y el templete que se había construido años atrás como espacio de celebraciones para la orquesta, Aura oyó el rugido del mar. Rememoró el chocar de las olas contra los acantilados, la espuma blanca impregnando las rocas, dejando entre los rescoldos toda una fauna marina, especialmente cangrejos.

Aquel pueblecito costero olía a salitre, a limón y a pescado fresco, se teñía con los colores del atardecer cuando el sol caía, y su arena era tan suave como la piel de un recién nacido. La brisa era benigna, el gemido de las gaviotas nada estridente, y la vida discurría como de costumbre, sin prisa pero sin pausa.

El aparcamiento estaba tan repleto que le costó encontrar sitio. Supuso que se debía a que el fallecimiento era el negocio que nunca estaba en crisis, al fin y al cabo, a todo el mundo le llegaba su hora, incluida a Nana. Bajar del vehículo y estirar las piernas le resultó reconfortante, aunque un aguijonazo en las rodillas casi le hizo perder el equilibrio. Se incorporó enseguida y enfiló hacia la entrada del edificio color teja.

«Tanatorio» rezaba el cartel. No se detuvo a mirar los nombres de la pantalla informática que anunciaba las salas en las que descansaban los fallecidos, al igual que tampoco la del responso. Se dirigió directamente a la parte trasera, donde sabía que la aguardaría su familia. Tras un par de pasillos, allí estaban, en efecto, su madre y su padre. Ella con su impresionante melena veteada de mechas de color miel, su nariz respingona y la cabeza gacha. Vestía de negro y sostenía contra su pecho una urna del mismo color tenebroso, decorada por unas franjas cobres que la dotaban de un aire muy elegante. «Nada propio de Nana», pensó Aura al recordar el estilo sencillo de su abuela, que para casaba con la caja que contenía sus cenizas. Su padre mantenía la camisa de cuadros arremangada y sus usuales pantalones negros, perfectos para la ocasión.

—Llego tarde —fue lo único que se le ocurrió decir al toparse con aquellos dos rostros tristes que parecían haber envejecido desde la noticia.

Estaba ahogada, no se había dado cuenta de que sus pasos habían ido adquiriendo prisa hasta llegar al final del pasillo, lo que había acelerado su respiración y producido ciertos jadeos en su habla.

Carmiña, así se llamaba su madre, negó con la cabeza en un gesto que no era tanto de decepción, sino que indicaba que no pasaba nada. Sabía que había sido un recorrido muy largo y que Aura había intentado llegar lo más pronto posible. Desde que la llamó a las ocho de la mañana de aquel martes, había pasado un día entero, Aura había tenido que poner en orden sus asuntos en la empresa en la que trabajaba, perdiéndose así parte de la despedida. Por perderse, se había perdido hasta la cremación.

—No pasa nada, cariño, lo entendemos —dijo su padre, estrechándola entre sus brazos.

Llevaban dos horas esperando en aquel edificio lleno de cadáveres y plañideras que iban y venían, todas vestidas de luto y con pañuelos blanquecinos que secaban sus lágrimas tan saladas como el océano que bañaba las costas de Luar. Habían matado el tiempo, nunca mejor dicho, organizando todo el papeleo pertinente. El primer día se ocuparon del certificado de defunción, de inscribir el fallecimiento en el registro y, por supuesto, de la licencia para la cremación. Así que solo les quedó llamar al abogado e informarse de las últimas voluntades de Nana y su testamento.

Lo importante era que por fin había llegado, la familia Riveiro estaba al completo.

—Se me ha cruzado un ciervo —respondió Aura en una especie de gemido, luchando por abandonar la calidez del abrazo paterno que había dejado de resultarle reconfortante.

Notó cómo sus palabras producían efecto en él, la alejó de su cuerpo aún con las manos pegadas en sus hombros, y la miró con extrañeza.

—¿Un ciervo?

—Un ciervo —ratificó, como si aquel comentario fuera de lo más normal dada su situación—. No ha pasado nada, no tienes de qué preocuparte, pero he tenido que dar un buen volantazo. Suerte que el precipicio ya había terminado, sino a saber…

—No seas pájaro de mal agüero, Aura, y menos en estos momentos —intervino Carmiña, que se enjugó las lágrimas que resbalaban por sus mejillas y le cedió la urna a su hija—. Ya hemos tenido suficientes desgracias por un buen tiempo.

La firmeza de su voz no dejó indiferente a nadie. Aura tuvo que aceptar el frío del contenedor de cenizas; la negrura de la tapa la tenía absorta hasta tal punto que su mirada se perdió en la brillantez de esta, recién pulida. No podía creerse que dentro de aquel minúsculo recipiente se hallara la mujer que había sido su abuela.

«¿Ya está? ¿Hasta aquí llegamos?», se preguntó con desazón. «¿Lo que queda de nosotros es lo mismo que la colilla de un cigarro?».

El silencio masivo que reinaba en el lugar solo era paliado por los pasos de los visitantes y el llanto desconsolado de los familiares que intentaban asimilar la pérdida. Aura hacía años que no pisaba aquel lugar, se le antojaba igual de escalofriante que la primera vez.

—Será mejor que vayamos a casa. Necesitas descansar —susurró David a su mujer, quien asintió enmudecida ante el propio peso de su cuerpo

Extendió ambos brazos y, como si estos fueran las alas de un pájaro, resguardó a las dos mujeres de su vida en el camino hacia el aparcamiento. Carmiña se dejó mimar por su marido, buscando el calor del hogar y la firmeza de lo conocido, acurrucándose en el hueco de su pecho. Por el contrario, Aura mantuvo la mirada en el objeto que portaba con un ceremonial digno de la realeza británica, lo aferraba a su pecho al igual que haría una madre con su bebé. La energía no se crea ni se destruye, es física básica, se transforma. Tenía la esperanza de que en las cenizas de Nana aún residiera algo de energía, que no hubiera escapado con el calor del horno crematorio y que pudiera traspasarse a ella. Una milésima de Nana, un ápice, una molécula o un átomo. Aura no entendía de esas cosas, pero lo mínimo que absorber de su abuela le habría bastado. Por eso no se despegaba de la urna.

—¿Cuál es tu plan? —preguntó su padre una vez que hubieron divisado el coche.

Aura se volvió para observar a sus padres, estaban tan unidos que podrían haber formado un organismo unicelular. Carmiña había ocultado sus irritados ojos bajo unas enormes gafas que podrían haber sido la envidia de cualquier actriz de los años dorados de Hollywood, pero ese supuesto glamur se opacaba por su apariencia similar a una rama a punto de quebrarse por la fuerza del viento.

—Voy a casa con vosotros. Necesito que alguien me alimente y me haga una buena taza de café para dormir a pierna suelta. No creo que pueda resistir mucho más despierta después del viaje.

Su padre asintió.

—Sí, será lo mejor. Hay cosas que tenemos que hablar en un espacio más privado. —David miró a su alrededor en una imitación bastante pésima de un agente de la C.I.A, asegurándose de que nadie hubiera oído su comentario.

Aura pensó que los dos eran unos maniacos, ella disfrazada en un intento de ser Elizabeth Taylor, y él creyéndose James Bond, pero así eran ellos. A aquellas alturas de la vida, ya no podía extrañarse. Además, hubiera sido imposible que Carmiña no se hubiera parecido a Nana, por eso había heredado esa forma de ser tan particular y divertida, aunque la combinaba muy bien con el aire conservador y prudente de su propio padre.

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Capítulo 2

Si le hubieran dado a elegir, Aura habría optado por no recibir más noticias en mucho tiempo, pero por desgracia eso no era posible. Había recorrido las callecitas de Luar siguiendo el coche de sus padres, y, en esos momentos en que estaba sentada en el cómodo sofá que tan bien recordaba —beige con rayas anaranjadas—, se preguntó de qué tenían que hablar. Debía ser una charla larga y tendida a juzgar por la bandeja que su madre había colocado en la mesita, tres tazas llenas de café, tostadas con mantequilla y mermelada de fresa y melocotón. Las tragedias cierran el estómago de muchas personas, pero no de la familia Riveiro y, desde luego, no el de Aura.

«Qué gusto volver a estar en casa», pensó la joven, acomodada en el blando sillón, con las piernas cruzadas y las manos ocupadas en la taza humeante. Aquella era una de las ventajas de volver. Adoraba Madrid, la capital del país, una ciudad cosmopolita y llena de rincones por descubrir, cuna de artistas, influencers y demás terminología moderna que no terminaba de controlar. Lo único que todavía le daba dolor de cabeza eran las líneas del metro, y el hecho de saber que si necesitaba una ayuda urgente su familia y amigos más cercanos no podrían echarle una mano, se hallaban a siete horas de allí. Había aprendido a desarrollar una autosuficiencia que llegaba hasta tal nivel que a sus conocidos les seguía sorprendiendo, y no porque no supieran que sería capaz de ello, sino porque nunca pensaron que Aura podría olvidarse de Luar. Es genéticamente imposible que olvides cuál es tu hogar, la cuna en la que naces.

Habían pasado tres años desde la última vez que había bendecido al pueblo con su presencia. Sorprendentemente, se sentía una forastera, una sensación que la había golpeado desde el momento en que sobrepasó el famoso cartel de «Bienvenidos a Luar». Era consciente de ello, había observado el paisaje de una forma peculiar, con el asombro de aquel que acaba de descubrir un mundo mágico y con la nostalgia de aquel que reconoce que ha regresado al sitio al que pertenece.

El ruido que hacía su madre al sorber el café la trajo de vuelta a la realidad. Desviaba sus ojos marrones desde el líquido negro hasta el rostro de su hija para, a continuación, echar un ligero vistazo a la urna que había colocado en un rincón del salón. Le llamaba con insistencia, impidiendo que su atención se centrara demasiado en otros asuntos. A Aura le había costado soltarla unos segundos de más cuando su madre le indicó dónde dejarla, su cerebro tuvo que emitir la orden a sus brazos y manos un par de veces para que estos actuaran. Al librarse de ella, las extremidades cayeron a cada lado de su cuerpo, como si pertenecieran a las de un cadáver, plomizas, sin nada que sostener, sin Nana entre ellas.

—¿Vas a dejarla ahí? —preguntó Aura mientras mordisqueaba una tostada.

Madre e hija volvieron a posar la mirada sobre el contenedor circular; si te acercabas mucho, el negro pulido actuaba de espejo reflejando la tristeza de los rostros.

—No. Hemos hablado con el abogado para conocer las últimas voluntades de Nana, y deseaba que tiráramos sus cenizas en el mismo lugar que el abuelo.

A nadie le sorprendió. Aquella pequeña cala desierta a la que los dos enamorados solían ir juntos y pasear de la mano hasta el fin de sus días era digna de ser inscrita como la octava maravilla del mundo. Que Nana hubiera deseado descansar en un lugar que no fuera ese ni siquiera era concebible. Sus restos serían depositados en la playa, el oleaje marino y el viento costero harían el resto, llevándosela en distintas proporciones a conocer parajes diferentes. Aura tenía la sensación de que sus cenizas se mezclarían con las de su abuelo en algún momento y, así, permanecerían unidos incluso después de la muerte.

—De eso tenemos que hablar —dijo su padre, aprovechando el momento.

Aura tuvo que deshacerse de la imagen idílica que había ocupado su mente y de aquel remolino negruzco de partículas que se habían unido y que otrora habían sido parte de las dos personas a las que más había adorado.

—Me gustaría hacerlo yo, si os parece bien a los dos. Podemos ir esta noche o mañana por la mañana, bien temprano, y echar las cenizas mientras amanece.

—Antes de eso hay otros asuntos que debemos solucionar. Hemos intentado dejar el papeleo lo más atado posible, pero al estar dentro de la herencia de Nana, tendrás que ir al abogado a echar un par de firmas.

Una familia tan pequeña era un cuchillo de doble filo. Una bendición no tener que soportar a personas indeseables en las cenas de Navidad y Año Nuevo, pero también una maldición, porque eso suponía cargar con todas las responsabilidades del papeleo burocrático. Lo bueno por lo malo. O, en ese caso, lo malo por lo bueno.

—Es jueves. —Evaluó sus posibilidades—. Puedo acercarme al abogado en un rato, a muy tardar mañana por la mañana. Me gustaría volver a Madrid este sábado, tendré que encargarme del trabajo pendiente de los días perdidos.

Carmiña, que había estado concentrada en el aperitivo y su propia tristeza, saltó como si tuviera un resorte recién activado en su interior.

—Eso es muy pronto, ¿no crees? —Intentó modular el tono de voz para que no sonara tan inquisitivo—. ¿Es que en esa editorial en la que trabajas no pueden darte una semana de descanso? No te tomas vacaciones desde que empezaste, y de eso ya hace casi cinco años.

—No tengo tiempo para vacaciones, mamá.

Cada vez que hablaban, ya fuera por teléfono o por WhatsApp, siempre se repetía la misma pregunta. «¿Cuándo vas a coger vacaciones y venir a vernos?», «Algún día de estos, por ahora no puedo». Carmiña estaba harta de ver cómo su hija retrasaba su vida en pos de una oportunidad laboral que nunca llegaba.

«Trabajar para vivir, no vivir para trabajar, Aura». No servía de nada cuánto se lo repitiera, ella nunca la escuchaba, de ahí procedían la mayor parte de sus desavenencias como madre e hija.

—Y tampoco para venir a Luar y ver a tu familia. O lo que queda de ella.

Un silencio incómodo se instaló en el salón de la vivienda. Eso había sido un golpe bajo, demasiado sucio para tratarse de su propia madre. Aura pensó que, si se atoraba con la tostada, podría salir del paso victoriosa; no fue necesario. Su padre intentó calmar las aguas evitando que la sangre llegara al río, algo que ocurría muy a menudo cuando se trataba el tema del trabajo.

—Será mejor que nos relajemos, estamos muy tensos con todo lo que ha sucedido y podemos decir cosas de las que luego nos arrepintamos.

A David le caería una buena bronca por la noche por actuar como mediador y abogado del diablo.

—¿Qué es exactamente lo que tengo que firmar?

—Los papeles de la herencia. Nana te lo ha dejado todo, incluyendo la casa y la barca del abuelo.

—Eso es imposible —dijo a medio camino de atragantarse con el café que se le había ido por otro lado al escuchar aquello. Tuvo que carraspear un poco para eliminar el sabor amargo de la garganta—. Su heredera es mamá. ¡Mamá, di algo!

Carmiña la miró de reojo.

—Los hijos heredan directamente a no ser que la persona haya dispuesto lo contrario y decidido dejarle sus posesiones a alguien concreto. Tengo cincuenta años y mi vida ya está resuelta, Aura. Así lo ha dejado por escrito Nana y así ha de hacerse. ¿No crees que tenía una buena razón para ello? ¿No es justo que al menos te dignes a cumplir con su última voluntad?

En esas palabras siseadas subyacía un mensaje oculto que supo descifrar a la perfección. Era un reproche velado que le recordaba expresamente que su ausencia de tres años, lo que hacía un total de 1.095 días, traía consecuencias. No había estado durante ese tiempo y le tocaba suplirlo, pagarlo con acciones. No había nada más efectivo que el reproche de su abandono hacia Nana. Esas eran las bazas que tanto jugaba su madre.

Ya era castigo suficiente saber que sus errores tenían un alto precio, que en un parpadeo las personas desaparecen porque la vida es un hilo fácil de sesgar. No necesitaba que la fustigaran más de lo que ella ya lo hacía desde que había recibido la noticia, porque desde entonces solo pensaba en la pérdida.

—Tengo toda mi vida en Madrid. ¿Qué voy a hacer con la casa de Nana y la barca del abuelo?

—De momento, ir a firmar al abogado y pagar el impuesto de sucesión —dijo dignamente.

—¡Esto es una locura! —Aura se levantó en un intento vano de hacerse oír—. No quiero la casa, renuncio a ella, quedáosla vosotros.

—No vamos a quedárnosla, vamos a respetar la voluntad de Nana, al igual que tú.

La voz monótona de su madre solo conseguía hacerla rabiar aún más. Estaba ahí, sentada en el sofá, con una pierna cruzada sobre la otra, sorbiendo lo poco que quedaba de café, sin un asomo de preocupación en su rostro, solo arrugas. No había reparado en ellas hasta aquel preciso momento; bajo la pálida luz de la lámpara, los surcos en torno a su boca, ojos y frente eran destacables, la dotaban de un aspecto envejecido que no poseía minutos antes, o quizá sí. Ni un aire de aquella actriz famosa de Hollywood que había adoptado al salir del tanatorio. Estaba cansada y resoplaba con delicadeza y frustración.

Estallar como una bomba de relojería no haría que su madre cambiara de opinión. Aún no conocía un método que funcionara e hiciera que cejara en su empeño y diera el brazo a torcer. Discutir con ella era gritarle a una pared que no poseía oídos para escucharte ni boca para responderte, así que miró a su padre.

—Puedo reformar la casa entera y llenar las páginas webs de anuncios para venderla, y no lo conseguiré. Nadie querrá comprarla, esto es un pueblo perdido y alejado de la mano de Dios. La gente solo viene a Luar para veranear.

—Deberíamos dejar la conversación para mañana —advirtió su padre.

—No piensas tomar partido. —La decepción emergió en forma de suspiro. Se cubrió la mano con la boca y centró la mirada en la urna, que parecía devolverle el reflejo de una faz deformada en una horrible mueca: la suya—. Está bien, firmaré los papeles. Ya veré qué es lo que se me ocurre para poder deshacer todo este caos y volver a Madrid el sábado.

Aura echó un último vistazo a sus padres todavía sentados, aunque él ya se encontraba recogiendo pausadamente los últimos retazos de la merienda improvisada que ella sentía que más bien había sido una encerrona.

—Tómatelo como una prueba, cariño.

La joven de pelo trigueño no se giró para responder a su padre, cogió la pequeña maleta que había traído consigo y empezó a subir las escaleras hacia el piso superior.

—¡No puedes irte a Madrid, Aura! No vamos a hacernos cargo de la casa de Nana. Y ve a visitar a Samuel y María, con algo de suerte seguro que consiguen que encuentres el sentido común.

Aura había oído el grito de su madre por una simple razón, nadie podía huir de la voz atronadora de Carmiña cuando la alzaba una octava por encima de lo permitido. Era como una sirena de un refugio antiaéreo, imposible de pasar desapercibida.

Se encerró en su habitación con un portazo que recordaría a sus padres que estaba enfadada, irritada y exasperada ante aquella situación, y que al mismo tiempo les haría rememorar su adolescencia. Con dieciséis años se creía más adulta de lo que era, soñaba con comerse el mundo y más de una vez el mundo la engulló y la escupió sin piedad alguna. Así era exactamente cómo se sentía, como si hubiera sido ingerida y regurgitada. Una pasta de cereales ya masticada, azucarada y deshidratada.

Se sentó en la cama y pensó que no desharía la maleta, no tenía intención de quedarse mucho tiempo. «Solo hasta el sábado», se recordó a sí misma mientras retiraba de su campo de visión el equipaje y se tumbaba en la cama bocarriba. Miró con detenimiento el gotelé blanquecino de su techo, su objeto de entretenimiento cuando siendo adolescente llegaba borracha a casa. Siempre le había parecido de lo más estúpido todo aquel amasijo de protuberancias en paredes y techo, pero reconocía que era útil y gustoso pasar por ahí la mano cuando se hallaba ebria. «Es para que no se desconchen tan fácilmente y se vean menos los golpes», decía su madre, pero ella seguía sin verle el sentido. La casa de Nana no tenía gotelé, y tampoco parecía haberlo necesitado nunca. La vida era una ironía constante, no quería una casa con gotelé y eso era justo lo que tenía: una casa sin gotelé.

Un aguijonazo le apretó el costado y la boca se le llenó de un sabor amargo imposible de identificar. Aquella habitación que no había cambiado un ápice la envolvía en un recuerdo tan familiar que un par de lágrimas escaparon de sus ojos. Ahí estaba la colcha rosa que su madre le había comprado por insistencia, los archivadores con los lomos desgastados y a punto de explotar debido a los apuntes del instituto, el póster de Romeo + Julieta pegado a la pared con una especie de chicle viscoso, un tarro de flores secas que había acumulado polvo, un montón de libros que podían haber hecho ceder la estantería... Dieciocho años encerrados en una habitación alejada del tiempo, impoluta, sin contaminación alguna por el cambio que ella misma había experimentado. Ya no era capaz de reconocerse en algunos de esos objetos, pero sí lo hacía en las fotos colgadas en el tablón de corcho. Una Aura de cuatro años le devolvía la mirada con un brillo inocente mientras bebía limonada en el porche de Nana, quien sonreía y acariciaba el pelo rubio de la pequeña como si se tratase de un tesoro de valor incalculable. El nudo de la garganta se apretó con más fuerza y Aura emitió un sollozo lastimero.

Tuvo que alejarse del panel marrón lleno de fotografías para no desbordarse. A continuación, abrió la ventana y dejó que la brisa estival aliviara un poco su pesar. Desde la noticia de la muerte de su abuela no había derramado ni una sola lágrima; no es que no lo sintiera, y tampoco que no estuviera triste o lamentara su pérdida. Pero le dolía de una forma tan honda y real que ni siquiera sabía cómo expresar lo que verdaderamente sentía. Si comenzaba no podría parar, y temía que eso sucediera. ¿Podía alguien fallecer por deshidratación al llorar?

Optó por hacerle caso a su madre, aunque fuera por primera vez en su vida, porque como dice la película de Enredados de Disney: «madre siempre sabe más», así que mandó un mensaje de WhatsApp.

Estoy en Luar. Os veo mañana en la café de Martiño a las 10.30.

Se acurrucó en la cama con los pantalones desgastados que había utilizado para su viaje de siete horas, y la camiseta blanca con el logo de Pepsi. Cómoda, quizá demasiado. Puede que en otras circunstancias hubiera sentido algo de vergüenza al ir vestida de semejante guisa. Cuando llegó la confirmación de su mensaje, Aura ya estaba completamente dormida.

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Capítulo 3

El sueño no había sido reparador, qué más hubiera querido ella, sin embargo, había cumplido con la misión de permitirle un descanso decente. Cuando el sol de la mañana traspasó la ventana e incidió sobre sus párpados cerrados, Aura se dio la vuelta en su antigua cama, intentando huir de los rayos de luz. Fue una estupidez, el verano estaba a un mes de comenzar y los días cada vez se hacían más largos.

Abrió los ojos, desorientada, no tenía ni la más remota idea de dónde se encontraba a pesar de que cada esquina de la habitación le sonaba. No fue hasta que consiguió expulsar el sueño de lo alto cuando reconoció su dormitorio, lo que la llevó a recordar que estaba en Luar y Nana había muerto. Llevaba varios días repitiéndose esas palabras nada más levantarse. «Nana ha muerto. Ya no está», pero era mucho más fácil cuando estaba en Madrid, alejada del ambiente que habían compartido.

Entre bostezo y bostezo, alargó la mano hasta alcanzar el móvil que había abandonado en la mesita de noche, sus dedos rozaron una superficie que no era madera. A su derecha, un libro que nunca había visto le daba los buenos días. «Eso no estaba ayer ahí cuando me acosté», pensó la joven, incorporándose para así examinarlo más de cerca. El volumen era de pasta dura y de un precioso color turquesa, rematado con unas letras doradas y brillantes.

—La sirenita —leyó en voz alta—. Hans Christian Andersen.

Era una lectora ferviente y estaba segura al cien por cien de que aquel tomo no pertenecía a su colección, de haberlo hecho lo habría reconocido al instante. Parecía una joya entre toda la bisutería barata de mercadillo que había acumulado en su adolescencia, y al lado de los libros de tapa blanda —sus favoritos—, sobresalía sobremanera. Aquel no era su sitio y, sin embargo, allí estaba. Aura paseó los dedos por la cubierta, no esperaba que en la hoja de cortesía se hallara una dedicatoria manuscrita. Podría haberse quedado ciega y, aun así, siempre sabría que esa letra cursiva y vacilante era la de Nana.

Sigue la luz del faro, mi niña.

Aura cerró el libro con sequedad, emitiendo así un sonido muy bibliotecario, lo que impidió que la primera lágrima se derramara sobre el límpido papel. Se la secó con la mandíbula temblorosa y un nudo en la garganta que temía que se desenredase y provocara un caudal de agua salada. Se levantó de la cama, se adecentó lo máximo posible, lo que la llevó a cambiarse los pantalones por unos de chándal grises y una camiseta de mangas cortas pistacho. Con el libro bajo el brazo, descendió las escaleras.

En el piso inferior, sus padres se hallaban enfrascados en un desayuno consistente en zumo de naranja, café, tostadas y un mar de papeles. Aura, que ya no estaba acostumbrada a levantarse con compañía, y que nunca los había visto desayunar juntos, a excepción de los fines de semana, se sorprendió ante aquella estampa familiar.

—Días libres por fallecimiento —le contestó su madre como si leyese su mente.

Aura asintió. Carmiña trabajaba de peluquera; en otro lugar, quizá, se habría dedicado a hacer decoloraciones y teñir a jovencitas de colores vibrantes, pero allí solo se encargaba de permanentes, moldeadores y demás peinados arcaicos. David, en cambio, era profesor de Ciencias naturales en el instituto del pueblo.

—Hemos quedado con el abogado a las doce y cuarto. ¿Te parece bien? —dijo su padre. Aura aceptó—. ¿No desayunas?

—No, he quedado con Samuel y María en Martiño.

—Gracias a Dios… —murmuró su madre con la mirada fija en el impreso.

La joven se recogió el pelo en una coleta e ignoró el comentario. Era demasiado temprano para empezar una discusión con la mujer que le había dado la vida y que, desde luego, parecía empeñada en que la abandonara de buenas a primeras. Si tenía que volver a escuchar palabras mordaces, se apuñalaría con el cuchillo de la mantequilla ella misma.

—¿Alguien podría decirme cómo ha aparecido esto en mi mesilla de noche?

Aura sostenía en alto el libro de encuadernación aguamarina, en una postura que podría haber servido de inspiración para pintar un cuadro de Moisés con la tabla de los diez mandamientos.

—Es un regalo de Nana —dijo su madre al ver el objeto para luego volver a centrarse en sus asuntos—, se me olvidó dártelo ayer y no quería despertarte, así que lo dejé ahí.

—Bueno, no es que me hayas descubierto América dada la dedicatoria…

—No sabía que iba con dedicatoria incluida, pero si ya sabías la respuesta, ¿para qué has preguntado? ¿Esperabas acaso que hubiera aparecido por arte de magia? Mmmm…, ¿cómo se llama eso que das en clase a los niños? —le preguntó Carmiña a su marido, con el ceño fruncido en un intento de recordar la palabra exacta—. ¿Aparición espontánea?

David se rio y negó con la cabeza, le parecía adorable que, después de treinta años casados, Carmiña todavía intentara sorprenderlo tratando de retener en su memoria todas aquellas palabrejas y teorías científicas que le importaban un comino.

—Generación espontánea. Arquebiosis o abiogénesis.

Aura suspiró en voz alta y puso los ojos en blanco.

—Me voy a tomar un café antes de que consigáis matarme, que es lo que me faltaba.

—¿Vas a salir así?

La mirada escrutadora de su madre la inspeccionó de arriba abajo. Parecía estar tomando nota de cada uno de los elementos que conformaban su vestuario, que estaba por descontado que no le gustaba.

—Sí, mamá.

—No sabía que ahora se llevaba la ropa deportiva.

«No contestes. No contestes», se repitió a sí misma, controlando la ira asesina.

—Estás muy bien, Aura, arreglada pero informal. —Su padre levantó ambos pulgares, dándole el visto bueno.

Aquello no tenía nada de arreglado, pero sí todo de informal. Lo mismo podría haber ido a hacer footing que a vender droga a un barrio marginal de Madrid, pero no estaba de humor como para dedicar su tiempo en cubrir las ojeras moradas que se abrían paso debajo de sus ojos y tampoco para elegir un modelito. Lo cierto era que había hecho la maleta de una forma tan básica y simple que, a excepción de aquel pantalón de chándal, unas cuantas camisetas, ropa interior y un vaquero, no tenía nada más. No obstante, agradeció la valoración positiva de su padre por el apoyo que suponía.

Se negó a conducir, sobre todo teniendo en cuenta que Luar era tan pequeño que en dos días podía recorrerse a pie, aunque eran necesarios tres para visitar sus rincones más hermosos y recónditos: las calas. Eran las diez y cuarto de la mañana, el pueblo ya había cobrado vida desde hacía una hora y estaba rebosante, o al menos lo que podía considerarse como tal. Aura fue callejeando, evitando los rostros de sus antiguos vecinos con la intención de no tener que dar explicaciones, todo el mundo sabía por qué estaba allí, pero no deseaba tener que hacer frente a toda una artillería de pésame. Nadie desea que le recuerden que ha sufrido una pérdida, no de forma constante.

La cafetería de Martiño, famosa por llevar el nombre de su dueño, el cual ya se había jubilado más que de sobra, tenía un toldo de rayas verdes y blancas que impedía que el calor llegara hasta la terraza al aire libre. Las puertas marrones con cristales dejaban ver el interior, una barra del color oscuro de la madera con un barrote dorado, unos taburetes altos y un par de mesas dispuestas en torno a los ventanales, de manera que los consumidores pudieran ver a los transeúntes. Antes incluso de llegar, Aura distinguió la figura de dos ancianos que desayunaban afuera, gesticulaban enérgicamente y reían. Dos mesas más allá, un hombre mayor, acompañado de uno más joven de barba morena, leía el periódico mientras un crío masticaba con insistencia la tostada con tomate y jamón, relamiéndose los labios y chupándose los dedos.

Entró y allí, al fondo en la esquina, donde solían reunirse con asiduidad desde el descubrimiento de la cafetería, se encontraban María y Samuel. Ella se había cortado el pelo negro por encima de los hombros, llevaba una camiseta roja y una falda de cuero, y con las gafas de sol aún puestas, despedazaba una de las servilletas de papel en un acto de nerviosismo extremo. Por su parte, Samuel parecía tranquilo hasta el punto de que más que sentado estaba tirado sobre la silla, extendiendo sus largas piernas hasta el espacio vital de su amiga. Con los brazos cruzados sobre su pecho miraba por el ventanal.

—¿Llego tarde? —preguntó Aura, apoyándose en el respaldo de la silla de Samuel y dejándose caer en la que estaba libre.

El hombre se sobresaltó al escuchar aquella voz detrás de él, y María sonrió como cómplice al ya haber visto a Aura acercarse a ellos en total silencio.

—¡La hija pródiga ha vuelto! —voceó Samuel, y colocó ambas manos alrededor de su boca para que actuaran de altavoz—: ¡Un aplauso de parte de todos!

María se encogió de hombros con una risita y participó en el alarde entusiasta de palmadas al aire durante un par de segundos. Aura ya debía haber sabido que aquello sucedería, que sus amigos armarían una especie de alboroto porque, después de tres años de llamadas telefónicas, WhatsApp y Skype, nada había cambiado entre ellos.

—Tres cafés y tres tostadas, por favor —pidió el muchacho al camarero.

—¿Ya no trabajas aquí?

—Claro que sí, pero me he pedido el día libre. —Cerró la boca en cuanto llegó su compañero. Cuando el camarero se retiró, se inclinó hacia ellas con gesto cómplice—. Por cierto, tenemos que buscarnos una nueva cafetería en la que vernos. Adoro Martiño, pero me tiro aquí la mayor parte del tiempo trabajando, y paso de quedarme también cuando no estoy sirviendo anís a los vejestorios y coñac a las Marías —susurró.

La muchacha de pelo negro le dio un puntapié por debajo de la mesa al oír aquella última frase. Samuel se contrajo del dolor, retiró las piernas estiradas y se sentó como una persona decente.

—¿Cuándo has llegado? —Se interesó ella mientras removía el azúcar de su café.

—Ayer. Siete horas de coche, un ciervo que casi logra que me caiga por el precipicio de un volantazo y una discusión maravillosa con mi madre sobre la herencia de Nana.

—No llegaste para la cremación.

Aura negó con la cabeza mientras tomaba el primer sorbo del líquido lleno de cafeína. Esperaba que consiguiera activarla lo suficiente para resistir el tercer asalto contra su madre desde que había pisado Luar, y que se produciría en la oficina del abogado, sino antes, después.

—Fue imposible. Tuve que dejar un par de cosas del trabajo hechas, pedir días por fallecimiento, hacer la maleta y el viaje. Sé que me he perdido el velatorio y la cremación.

—Nosotros estuvimos allí, bueno, nosotros y todo Luar. Nana era muy especial para el pueblo, no puedes ni imaginarte lo lleno que estaba el tanatorio de coronas de flores. —María aferró la mano solitaria de Aura, que se encontraba sobre la mesa. Fue un apretón reconfortante, una muestra de afecto—. Hubo que elegir con cuál iban a quemarla, las demás han sobrado y no sé qué habrán hecho tus padres con ellas. Lo sentimos mucho, Aura.

Era sobrecogedor imaginarse la estampa. A todos los vecinos reunidos en el tanatorio formando un mar de lágrimas, abrazados, a sus padres en el ojo del huracán, a sus amigos preguntándose por qué no llegaba, por qué no estaba allí. Un paraje de flores muertas y recogidas, lazos con inscripciones de lamento, un eco de llanto descarnado y una cristalera en la que una anciana espera a ser devorada por un fuego como si fuera un bizcocho que sube en el horno.

¿Qué había sido peor, estar o no estar?

—¿Qué pasa con la herencia?

—¡Samuel, joder! —María le asestó un codazo que hizo bailar su cuerpo—. Una piedra tiene más sentimiento que tú.

Él no se dio por aludido, se encogió de hombros y comenzó a untar la mantequilla en el pan recién tostado.

—No pasa nada, tranquila. Sinceramente, lo prefiero así, voy a tener que escuchar lo mucho que todo el mundo lamenta su pérdida, y no sé si estoy preparada. Es más, a las doce y cuarto tengo cita con el abogado.

—Por lo de la herencia… —adivinó Samuel con la boca llena—. Que es por lo que te has peleado con doña Carmiña, el azote de los rebeldes.

Aura tuvo que taparse la boca con ambas manos para evitar lanzar varios perdigones de comida y babas a la mesa. María no había contenido la risa, soltó una carcajada desternillante y tuvo que secarse las lágrimas que brotaban de sus ojos marrones. De la pena a la alegría, del llanto a las risas. Estaba bien romper a llorar por algo que no respondiera a una tragedia.

Samuel le había puesto aquel apodo cuando, con dieciséis años, tuvieron que escaparse de la pueril e inocente fiesta de pijamas que habían hecho en casa de Nana para ir hasta A Cor

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