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Mi objetivo del año: no acabar en la morgue
¿Dónde te ves dentro de cinco años?
Es una pregunta que todos hemos oído alguna vez y que odiamos, o al menos la odiarías si fueras como yo. Supongo que hay gente que tiene toda la vida planeada y, si les pides que te detallen qué van a hacer en los próximos cinco años, se vienen arriba. Es que, de verdad, me parece increíble que alguien pueda estar tan seguro de sí mismo y de dónde estará dentro de cinco años. Tampoco pretendo abrir un debate filosófico sobre el tema, pero para alguien como yo, que ni siquiera sé qué cenaré esta noche, tanta expectativa puede acabar provocándome un ataque de nervios.
Y es que cuando tenía dieciocho años, recién acabado el instituto, jamás se me habría ocurrido que a los veintidós estaría celebrando Halloween en chándal y subiendo cajas a pulso hasta mi nuevo piso, que está en una cuarta planta.
Mi piso.
El mismo en el que vivo yo sola.
—¿Se puede saber qué hay en esta? —pregunta mi hermano con la frente cubierta de sudor, mientras carga con una de las tres cajas llenas de zapatos que he traído.
Teniendo en cuenta que es un loco del gimnasio, tanto agotamiento por su parte es una prueba más de la gravedad de mi obsesión por los zapatos. Es un vicio que descubrí durante el primer año de universidad y que en los dos siguientes no hizo más que empeorar.
—Ten cuidado con mis bebés, Trav, y para de quejarte. Recuerda que la idea de no contratar una empresa de mudanzas fue tuya.
Soplo y resoplo mientras subimos el último tramo de escaleras. Los ascensores están fuera de servicio, cómo no. Al menos hoy ya no tendré que hacer sesión de cardio.
—Lo decía porque eres nueva en la ciudad y prefiero que mi hermanita pequeña no muera apaleada justo en la víspera de su primer día de trabajo.
Le pongo los ojos en blanco. Da igual los años que tenga; el instinto protector de Travis siempre seguirá vivo y con la misma intensidad de siempre. Creo que está intentando compensarme por todos los años que no pude contar con él y, aunque no quiero que se pase la vida sintiéndose culpable, reconozco que me gusta saber que mi hermano mayor se preocupa por mí.
Aunque no sea capaz de cargar con una mísera caja llena de zapatos.
—En serio, Travis, eres la alegría de la huerta... ¿Así es como le das la bienvenida a tu hermana? —le espeta su novia y una de mis mejores amigas, Beth Romano, mientras nos adelanta.
Beth se está portando como una jabata. Me está ayudando en todo lo que puede; hasta ha pedido el día libre en el trabajo. Es becaria en un sello discográfico muy importante, lo que vendría a ser el trabajo de sus sueños, aunque sé que le están dando caña. Encima ha tenido que venir a la ciudad, con la locura que es Halloween, y la adoro aún más por ello.
—No tengo miedo —intervengo—. Con la cantidad de comprobaciones que habéis hecho entre papá, mi novio y tú, sé que aunque se escapen todos los presos de Guantánamo yo estaré a salvo en mi pequeña caja fuerte.
Los hombres de mi vida aún no se han hecho a la idea de que voy a vivir sola por primera vez y, encima, en una ciudad nueva; y es que en cuanto supe que me habían dado el trabajo no lo pensé dos veces. ¿Que tengo que vivir sola? Sin problemas. Además tampoco es que haya mucho donde elegir en cuanto a compañeros de piso se refiere. Beth y Travis llevan cinco años viviendo juntos y mi otra mejor amiga, Megan, también comparte piso con su novio mientras estudia medicina en Maryland. En su momento, consideré la posibilidad de preguntárselo a otra de mis amigas, Cami, pero nada más aceptarla en psiquiatría, su novio, Lan, se me adelantó y buscó un apartamento para los dos. Él ya conoce la ciudad. Trabaja en una empresa de inversiones y en cuanto supo que su novia también se venía a vivir aquí durante al menos cuatro años... Pues eso, que no tuve ninguna posibilidad.
Sé que se sienten culpables por cómo han acabado las cosas. Cuando íbamos al instituto, siempre decíamos que cuando fuéramos mayores viviríamos juntas, pero no lo hicimos en la universidad y tampoco parece que vaya a pasar, al menos no por ahora; aunque, la verdad, estoy bastante emocionada con esto de la independencia. Un poco cagada también, lo admito; he visto demasiados documentales sobre neoyorquinas que terminan convirtiéndose en carne de asesino en serie, pero de momento creo que podré arreglármelas sin acabar hecha carne picada.
Ese es mi objetivo del año: no acabar en la morgue.
Además, sé que hay alguien que siempre cuida de mí. Un chico que se preocupa por mis cosas más que yo misma, que no se va a dormir hasta que no ha hablado conmigo y que no se pone en marcha por la mañana hasta que no le mando el primer mensaje del día. Lo echo de menos con todas mis fuerzas, pero mientras sepa que puedo contar con él, no me preocupa lo que me depare el futuro. Porque si hay una constante imprescindible en mi vida es Cole Grayson Stone y sé en lo más profundo de mi ser que nunca me fallará.
Nos las apañamos para subir las últimas cajas y, voilà, por fin me he mudado oficialmente a Nueva York del piso de estudiantes que compartía con Cole en Providence. Beth silba impresionada mientras se pasea por las habitaciones. He de reconocer que me alegro de que durante estos últimos dos años mi padre se haya dedicado a las inversiones inmobiliarias. De no ser así, tendría que vender varios órganos si quisiera alquilar un piso como este por mis propios medios y encima solo me llegaría para el primer mes. Es un apartamento reformado con mucho gusto, de una habitación y dos baños, en un edificio con portero de los de antes de la Segunda Guerra Mundial. Los techos son altos y con las vigas al descubierto; los suelos, de madera y muy bonitos, y tengo espacio de sobra para guardar mi colección de zapatos, además de mucha luz natural. La sala de estar es grande y la preside una mesa de comedor donde se pueden sentar fácilmente seis personas. La cocina también es muy amplia y soleada; la encimera es de cuarzo y los electrodomésticos, de acero inoxidable, totalmente nuevos. Hay un montón de armarios por si algún día me da por atracar una tienda de KitKats. Es demasiado para una persona y, de hecho, ya empiezo a sentirme un poco abrumada con tanto espacio, pero teniendo en cuenta los otros pisos que he visitado y que se ajustaban a mis posibilidades económicas, sé que este es el mejor de todos.
Le estoy muy agradecida a mi padre por haberme echado una mano. Creo que si ha aceptado la idea de que viva sola es porque sabe que será en un edificio del que es copropietario. Al igual que mi hermano, sospecho que él también se siente culpable por no haberse involucrado demasiado en mi vida, al menos hasta hace poco, y porque sus aspiraciones políticas a veces han tenido consecuencias bastante graves sobre mí. Ahora estamos mucho mejor, hemos recorrido un camino muy largo como familia. En cuanto a mi madre..., bueno, hablamos de vez en cuando y este último año hemos intentado quedar más a menudo. No creo que mis padres sean capaces de estar bajo un mismo techo, pero, eh, tampoco aspiramos a ser la tribu de los Brady.
—¿Seguro que no queréis quedaros esta noche? Tengo espacio de sobra y hay un chino muy bueno aquí cerca.
Lo reconozco: me siento un poco sola.
Beth y Travis se miran y es como si se comunicaran por telepatía: se están aguantando la risa; es evidente que esconden algo.
—¿Qué?
—Nos encantaría quedarnos pero... —dice Beth, y en sus labios se dibuja una sonrisa pícara a la que Travis responde con un gruñido.
—Qué mal se os da lo de los secretitos, ¿eh?
—¿Qué secretitos? ¿Qué está pasando?
Travis se encoge de hombros.
—Si ya casi se lo hemos dicho. Es evidente.
—Tú chitón, que no sabe nada. Yo solo le he dicho que se depile las piernas y que se ponga algo decente. Si conocieras a tu hermana sabrías que, en cuanto salgamos por la puerta, se va a tumbar en su preciosa cama con dosel para ponerse hasta el culo de KitKats.
Está claro que hay cosas que nunca cambian.
Travis asiente.
—Podrías haberme ahorrado la parte de la depilación, pero sí, supongo que tienes razón.
—A ver, ¿os importa explicarme qué está pasando?
—Claro que no. Tu hermano y yo nos vamos a una fiesta de Halloween. Yo voy de dominatriz y tardo una eternidad en meterme en el disfraz, incluso con la ayuda tu hermano —Beth mira de reojo a Travis—. O precisamente por eso.
Le guiña un ojo y yo finjo una arcada. Travis la mira completamente embobado... Parece mentira que lleven cinco años juntos.
—Te invitaríamos encantados, hermanita, pero seguro que después del día que llevas prefieres quedarte en casa... por lo que pudiera pasar.
Pues vale.
—Tienes razón, estoy agotada.
Más que agotada, de hecho. Me he levantado de madrugada para empezar la mudanza a una hora decente y he venido en coche hasta aquí. Me cuesta mantener los ojos abiertos y, aunque mi lado neurótico se muere de ganas de empezar a deshacer cajas, ahora mismo daría cualquier cosa por una ducha caliente y una cama.
Pero, al parecer, tengo que depilarme las piernas y no sé por qué.
—Bueno, pues te dejamos tranquila. Recuerda que mañana hemos quedado para desayunar.
Beth arquea una de sus cejas, perfectamente depiladas, como advirtiéndome de las terribles consecuencias a las que me enfrento, si se me ocurre darle plantón.
—No me olvido, tranquila. Nos vemos allí.
—Y, pase lo que pase, ni se te ocurra dejarnos colgados.
—Oídooo.
Alargo la palabra y los observo detenidamente en busca de alguna señal que me confirme que van drogados. Tiene que ser eso, es lo único que explicaría este comportamiento tan raro.
—Venga, Capitana Obvia, vámonos a casa. No te olvides del traje de látex.
Travis medio arrastra medio empuja a Beth hacia la puerta y ella se deja, no sin antes dedicarme una sonrisa lasciva.
Pero ¡qué...!
Al cabo de unos minutos, mi hermano vuelve para cerciorarse de que tengo todos los números de emergencia a mano. Revisa dos veces las cerraduras y se asegura de que tengo comida como mínimo para tres apocalipsis zombis. Me planta un beso en lo alto de la cabeza y, antes de marcharse otra vez, me dice que me cuide.
Tanto instinto protector podría acabar siendo claustrofóbico, pero sé que lo hace con la mejor de las intenciones. Precisamente por eso me contengo y no le digo al portero que, a partir de ahora, solo le permita la entrada con cuentagotas. Porque Travis querrá saber si estoy bien y querrá saberlo varias veces al día. De momento, sé que está mirando pisos por la zona. Mi padre le ha ofrecido uno en el mismo edificio, pero la relación entre los dos es tan tensa que a mi hermano le cuesta aceptar cualquier cosa que venga de él. Creo que podría convencerlo para que acepte. Le recordaré lo bien que le vendría para ahorrar, sobre todo si aspira a comprarse algo en un futuro.
Ah, las responsabilidades...
Siguiendo las indicaciones de mi mejor amiga, me doy una ducha y me pongo algo cómodo. Me han invitado a un par de fiestas de Halloween, pero no me apetece ir. Tengo tantas ganas de instalarme en mi nuevo piso que creo que voy a empezar a abrir cajas. También debería llamar a Cole, pero esta mañana he hablado con él y me ha dicho que iba a quedar con su grupo de estudio y que estaría liado al menos hasta dentro de un par de horas. Intento no echarlo de menos y me pongo manos a la obra. El piso está totalmente amueblado, así que hay poco que hacer; solo colocar las cosas para hacérmelo un poco más mío. El decorador de mi padre lleva días llamándome para saber cuáles son mis gustos, pero a mí me encanta el piso tal como está, con sus cortinas de color crema y oro y sus pinceladas de azul por toda la estancia.
Me paso las dos horas siguientes desembalando ropa, libros y algunas piezas de decoración que me he traído de Providence. Cole y yo nos habíamos pasado los últimos tres años organizando el piso a nuestro gusto y he de reconocer que el día que lo guardamos todo en cajas se me partió el corazón. Se llevó algunas cosas, y yo, otras. Lo que no necesitábamos lo donamos a la beneficencia, pero ahora, mientras reparto las fotos enmarcadas por mi nueva casa, no puedo evitar echar de menos lo que he dejado atrás: la persona con la que he compartido mi vida. Me siento culpable. Podría haber hecho más entrevistas en Chicago, haberme esforzado más, pero los dos sabíamos que lo que realmente quería era venirme a Nueva York. Fue muy difícil tomar la decisión y no negaré que lloré lo mío, pero al final los dos comprendimos que, aunque ahora estemos separados, esto no es más que otra etapa sobre la que construir el resto de nuestra vida juntos.
No sé si estaré en Nueva York hasta que Cole termine la carrera de Derecho, pero de momento siento que he tomado la decisión correcta, tanto para él como para mí. Cuando empezamos la universidad, mucha gente, con nuestros padres a la cabeza, nos decía que la relación que teníamos no era sana, que necesitábamos estar separados para ser nosotros mismos. Entre los dos les demostramos que se equivocaban, y es que ahora mismo, a pesar de los kilómetros que nos separan, no me dejo dominar por mis inseguridades y sé que Cole tampoco lo hace.
Conseguiremos que lo nuestro funcione.
Me sacudo la melancolía y coloco toda la ropa en el armario, asegurándome de dejar espacio suficiente para las cosas de Cole. No sé cuándo podrá venir a verme, pero, mientras organizo las camisetas que le he ido robando en su lado del armario, me doy cuenta de que aún no soy consciente de que ya no vivimos juntos. Ya no podré verlo siempre que quiera, no podré tocarlo ni sentir su piel cuando me apetezca, no podré mirarlo a los ojos y trazar las líneas de su rostro cuando sonríe. No podré acariciarle el pelo con mis manos, ni refugiarme en su cuerpo si tengo un mal día. No podré sentir sus labios sobre los míos, y la idea me resulta agobiante.
Conque relación a distancia, ¿eh? Qué gran idea, Tessa.
Estoy tan inmersa en mis cavilaciones que tardo un buen rato en oír el timbre. El sonido me coge tan desprevenida que doy un respingo. La lista de personas que pueden subir directamente sin que el portero me avise es cortísima y dos de ellas acaban de marcharse. No puedo evitar poner los ojos en blanco; seguro que Travis se ha olvidado de cambiar una bombilla y ha dado media vuelta porque, claro, su hermanita no puede vivir sin la iluminación perfecta. Me dirijo hacia la puerta con paso decidido. Si quiero que esto funcione, será mejor que Travis aprenda a respetar mi espacio.
—Travis —digo mientras abro la puerta—, ¿quieres hacer el favor...?
Las palabras mueren antes de salir de mi boca. De pronto, soy incapaz de formar una frase coherente. Tengo el cerebro demasiado ocupado intentando procesar lo que estoy viendo. Los ojos se me salen de las cuencas, el corazón me late desbocado; lo echo tanto de menos que es probable que esté teniendo una alucinación. No puede ser, es imposible que haya cogido un avión...
—Me estoy volviendo loca... Es eso, ¿no?
El Cole imaginario, que es tan impresionante como el de verdad, con su sudadera azul marino y sus vaqueros que le sientan como un guante; tiene la cara roja del frío y el pelo alborotado por el viento. Lleva un abrigo colgado del brazo y una maleta en la otra mano. La expresión de absoluta alegría que le ilumina la cara es tan real que me golpea con la fuerza de un camión de doce ejes. Siento como si algo chocara contra mi pecho y apenas puedo respirar. Parece muy real; demasiado. No sé si mi imaginación es capaz de recrearlo con tanto detalle.
Pero no está aquí, es imposible.
—Bizcochito.
Tiene la voz ronca y le falta el aliento como si hubiera subido las escaleras cargando con la maleta porque el ascensor no funciona. Venga ya, Tessa; ya que te lo imaginas, al menos que el pobre pueda usar el ascensor.
—¿Es posible que estar enamorado sea esto? ¿Echar tanto de menos a alguien que un buen día se te va la olla y empiezas a ver visiones?
Cole ladea la cabeza y me dedica una sonrisa pícara y adorable.
—¿En serio crees que no soy real?
—Lo que creo es que llevo tanto tiempo oliendo tus camisetas que se me ha subido el olor a la cabeza. Se supone que ahora mismo estás en Chicago, estudiando. Si casi no tienes tiempo ni para respirar, imagínate para subir a un avión y volar hasta otro estado. Considerando todo esto, está claro que me estoy volviendo loca.
—Tessie... —El Cole imaginario da un paso hacia mí—. Soy yo.
—Pero es imposible. —Retrocedo—. Soy demasiado joven para perder la cabeza. Ni siquiera he tenido un trabajo de verdad. Me quedan tantas cosas por hacer, tanto por ver... Ni siquiera hemos hablado de adoptar un perro. ¿Te das cuenta? Dios, pero qué hago hablando con una alucinación.
Y es entonces cuando el Cole imaginario entra en mi casa como una exhalación, me atrae hacia su pecho y me besa como si no hubiera un mañana. Se me doblan las rodillas, literal y figuradamente, pero, en cuanto mi cerebro ata cabos y entiende que es imposible que un producto de mi propia imaginación me bese de esta manera, soy consciente de que está aquí de verdad y que he perdido un tiempo precioso comportándome como una imbécil.
Le devuelvo el beso y se le escapa un gemido; está claro que se alegra de que la moderadora de este polémico debate sobre su presunta materialización sea yo. Le paso los brazos alrededor del cuello, me apretujo contra su pecho y nos besamos hasta quedarnos sin aliento. Hace casi tres semanas que no nos vemos, desde que voló a Providence desde Chicago. Empezó las clases en septiembre y desde entonces no ha parado ni un segundo. Solo tiene clase tres días a la semana, pero la carga de trabajo es tan brutal que no le queda tiempo libre para perderlo cogiendo aviones.
Pero ahora está aquí. Me estrujo contra su cuerpo y él me pasa los brazos alrededor de la cintura para pegarme literalmente a su pecho.
—¿Qué haces aquí? —pregunto mientras intento recuperar el aliento.
Cole me tira de la barbilla para que levante la cabeza y me planta un beso en el mentón.
—¿En serio crees que me iba a perder tu primer día de independizada? Sabía que estarías nerviosa y siento no haber llegado antes, pero al menos quería hacer acto de presencia en este día tan importante para ti.
—Pero... ¿y las clases?
Hago mis cálculos en silencio. Hoy es jueves por la noche y tiene clase de martes a jueves. Seguro que ha ido directo al aeropuerto y ha cogido el primer avión que ha encontrado.
No me lo puedo creer.
—Pero... pero... no hacía falta. Tienes que trabajar e ir a clase. ¡Tú mismo me has dicho que tenías un montón de trabajo pendiente para este fin de semana!
Cole se encoge de hombros.
—Lo haré desde aquí.
Se me llenan los ojos de lágrimas; ahora mismo tengo las hormonas descontroladas. Le acaricio la cara, me pongo de puntillas y le planto el beso más dulce del mundo en los labios.
—¿Alguna vez te he dicho lo mucho que te quiero?
Él sonríe.
—Seguramente, pero no me importaría que me lo volvieras a decir.
Y es lo que hago, muchas veces y de todas las formas posibles.
2
Una adolescente lo tendría más fácil para resistirse a los encantos de un chándal de terciopelo
—¡Lo habéis conseguido!
Al día siguiente, Beth nos recibe con una sonrisa de oreja a oreja en la cafetería en la que hemos quedado, a un par de manzanas de mi piso.
—Pareces sorprendida.
Me apoyo en mi novio, que me pasa un brazo alrededor de los hombros y me espachurra contra su pecho.
—Pues sí, la verdad. Pensaba que estaríais muy ocupados.
Le guiña el ojo y en el pecho de Cole retumba una carcajada. Beth se levanta y le da un abrazo. Hace bastante tiempo que no se ven. Desde que acabamos la universidad, cada vez nos cuesta más quedar con una cierta regularidad. Al menos a partir de ahora estaré más cerca de Travis y Beth. ¿Lo malo? Que por muy cerca que esté de mi familia, a Cole lo tengo más lejos que nunca.
Son solo unos años, me digo. Paciencia.
Travis vuelve cargado de cafés para todos y saluda efusivamente a Cole. Ha llovido mucho desde la época en que no se soportaban.
—¿Cuánto tiempo lleváis planeándolo? —pregunto, y bebo un sorbo de mi macchiato de avellana cargado de azúcar.
—Desde que elegiste el día para la mudanza. —Beth me mira y sonríe—. ¿Qué? ¿Creías que tu novio se iba a librar de subir cajas?
—Yo creo que me he lesionado subiendo tanto zapato —protesta Travis con un gruñido, y le tiro una servilleta para que se calle.
—No te preocupes, Tessie, yo me ocupo de lo que falte. Y sin quejarme, no como el tirillas de tu hermano —se burla Cole.
Pasa un brazo por encima del respaldo del asiento y yo me aprieto aún más contra su pecho. Últimamente me he dado cuenta de que nos hemos convertido en una de esas parejas de las que solíamos burlarnos cuando aún vivíamos en la ignorancia de la soltería. Entonces solía preguntarme cómo es posible que dos personas no soporten la idea de estar físicamente separadas, aunque solo sea el escaso tiempo que pasan en público. Con quince años era imposible que entendiera que, cuando estás enamorado, necesitas estar en contacto con tu pareja como sea. Y son precisamente las caricias más leves, la mano apoyada en la base de la espalda, el beso en la mejilla, el roce de los dedos en la palma de la mano; en definitiva, los pequeños gestos que tu chico hace sin apenas percatarse los que te demuestran que está totalmente entregado.
Miro a Cole y me muerdo los carrillos. Ya no debería sentir esto, esta emoción desatada que me desborda cada vez que pienso en él. ¿Cómo es eso que dicen de la luna de miel? Estoy segura de que hemos superado con creces el tiempo que dura esa fase y sigo tan enamorada de él como hace cinco años. Para mí no ha cambiado nada, mis sentimientos no han perdido fuerza; más bien al contrario: han crecido con el paso del tiempo, han evolucionado hasta convertirse en lo más importante de mi vida.
—¿Hasta cuándo te quedas? —le pregunta Travis y, mientras hace la pregunta, no aparta los ojos de mí.
Está preocupado y se le nota. Sé que no le gusta que viva sola y encima mi historial de inseguridades me convierte en una mala candidata para tener una relación a distancia.
Me gusta creer que al menos en eso he cambiado.
—Hasta el lunes por la noche. —Cole aprieta los dientes—. Técnicamente el martes no hace falta que vaya a clase, pero el profesor es un hueso. Al menos podré darte ánimos en tu primer día de trabajo.
Me sonríe y siento una mezcla de euforia y de nervios. Un trabajo, una vida adulta de verdad con las mismas responsabilidades que llevo años esquivando. He sido becaria en un par de sitios, pero, cuando me imagino trabajando de nueve a cinco y ocupándome de cosas importantes, no puedo evitar que los nervios se apoderen de mí. Todo el proceso de selección fue como la seda. Mandé el currículo a varios grupos editoriales y por eso me sorprendió que me dieran el puesto de ayudante de editor en una revista de belleza.
Siempre me había imaginado trabajando en el sector editorial, descubriendo libros y escritores cuyas historias merecieran ser contadas. Quería dar con los libros más mágicos e inolvidables, de esos que el lector lleva consigo toda la vida, contribuir a que tuvieran un papel tan importante en las vidas de los demás como lo habían tenido en la mía.
Y ahora resulta que en cuestión de días empezaré a escribir sobre barras de labios. La verdad es que ha sido toda una sorpresa.
Sé que con el tiempo mejoraré, que este trabajo no es más que un punto de partida. Trabajaré aquí durante una temporada y luego me buscaré algo mejor. El puesto en sí está bien y me permitirá ahorrar para el futuro, pero al mismo tiempo no puedo evitar pensar que mi vida está a punto de convertirse en un sucedáneo de El diablo viste de Prada.
—Eh, ¿estás bien?
Cole me tira del brazo e interrumpe mis pensamientos. Miro a mi alrededor y veo tres expresiones de preocupación en tres caras distintas.
—No me digas que aún estás preocupada por lo de encajar. Ya verás cómo todo sale bien, Tessa.
Beth me mira fijamente. Se nota que le preocupa el poco efecto que sus palabras tienen sobre mí.
—Estos días me he dedicado a suscribirme a todos los canales de belleza de YouTube que he encontrado. ¿Os habéis dado cuenta de lo complicado que se ha vuelto maquillarse? —Me vuelvo hacia Cole—. Ahora resulta que hornear ya no es lo que hace la abu Stone en Acción de Gracias, sino algo que te haces en la cara. Es absurdo.
Cole parece sorprendido.
—Pero ¿te embadurnas la cara con harina o qué?
A Beth se le escapa la risa.
—No vas desencaminado. Pero, Tessa, deja de preocuparte. No hay nada que no sepas ya y lo que no sepas, lo puedes buscar en Google. Es lo que hago yo.
—Pero es que... ni siquiera se me había pasado por la cabeza que algún día acabaría trabajando en la industria de la belleza. He tenido que comprarme un montón de ropa sofisticada para poder ir a la oficina. Yo solo quería trabajar en una editorial pequeña que me permitiera ir cómodamente en jersey y vaqueros —me lamento.
—Todo llegará, Tessa, yo tengo fe en ti. —Mi novio me frota la espalda para tranquilizarme—. Pero, de momento, empieza por hornearte la cara.
Después del desayuno nos despedimos, no sin antes hacer planes para mañana por la noche. La mudanza me ha dejado agotada y sé que Cole aún no se ha recuperado del vuelo, así que el plan es echarnos una siesta rápida antes de salir esta noche los dos juntos.
Pensaréis que somos aburridos; yo creo que somos como todas las parejas estables.
—Y pensar que yo vivo en un piso sin calefacción ni agua caliente que siempre huele a comida china para llevar —protesta, y se desploma sobre la cama.
Me río y me tumbo a su lado.
—Eh, eso es cosa tuya. Podrías buscarte algo en una zona mejor. No sé por qué te estás haciendo esto a ti mismo.
—Si consigo ahorrar, luego tendremos más posibilidades de encontrar algo aquí para los dos. Un piso en el que no tenga la sensación de estar viviendo a costa de tu padre.
Se me parte el corazón. Maldita sea, por qué siempre tiene que dar en el clavo.
—Si te entiendo. Ya sabes que yo también estoy intentando ahorrar, pero dormiría mucho más tranquila si te buscaras un piso mejor, un sitio donde al menos no corras el riesgo de convertirte en un polo humano.
—No sé yo, ¿eh? Tú seguro que echas de menos eso que siempre te hace dormir del tirón.
—Pues, ahora que lo dices, creo que no sé a qué te refieres. ¿Has probado el colchón? ¿Y las almohadas? Parece que estén hechos de nubes. Tú ni siquiera has querido gastarte la pasta en una almohada de Ikea mínimamente decente.
Antes de la mudanza, lo ayudé a comprar algunos muebles por internet y vaya si se está tomando en serio lo de «ahorrar para el piso de Nueva York». Casi le da algo cuando vio la etiqueta de la almohada con los trece dólares.
Claro que una de las cosas que me tiene enamoradita de él es precisamente lo mucho que se preocupa por el bien de los dos.
—Ojalá pudiera comprarte algo sin que acabaras convirtiéndolo en un problema.
Lo miro a la cara y me invade una sensación de culpa. Aquí estoy yo, viviendo rod