1
Apenas son las ocho de la mañana y ya estoy oyendo los gritos en tailandés que profiere el loco que tengo como compañero de piso. Intento tomarme mi café con calma, no pensar en que tengo una larga jornada de trabajo por delante y que voy a tener que mantenerme despierta durante casi veinte horas. Me quito las gafas lentamente y me froto la cara, con cansancio. Cuento hasta cinco antes de levantar la voz para que me escuche todo el maldito vecindario.
—¡Cierra la bocaza! —chillo.
Suspiro con alivio cuando los gritos se convierten en un murmullo lejano. Sigue siendo en tailandés, pero ya no me importa. Me hundo en la silla de la cocina y miro al techo blanco mientras saboreo el café amargo. Cuando era una adolescente lo tomaba con leche, con la mayor cantidad de azúcar posible y, a poder ser, con mil aditivos más que le añadieran dulzor. Pero después de pasarme cuatro años y medio bebiendo expresos en la barra de una cafetería cien por cien italiana, me he acostumbrado al café sin azúcar. Ni siquiera le pongo una cucharada. Oigo el tictac incesable del reloj de la pared, así que han debido de pasar varios minutos cuando mi prima aparece por la puerta:
—Ojalá me muera de una vez.
Jiho solo tiene diecisiete años y, aunque le va bien en el instituto, tiene amigas y es alta y guapa, eso es lo primero que dice todas las santas mañanas al despertarse. Pongo los ojos en blanco y me digo a mí misma que debe de ser la edad. Jiho agita su larguísima melena castaña y se sienta a mi lado. Me mira expectante, esperando a que yo diga algo.
—Pues muérete ya. ¿A qué esperas? Así no se me acabará el trabajo.
Me levanto, y como todas las mañanas desde que estoy de vuelta en Seúl, le ofrezco un café y ella lo rechaza. Cuando yo tenía su edad, sobrevivía únicamente a base de café y comida basura. Salgo de la cocina, recordándole a Jiho que debe prepararse para ir al instituto, y sigo la rutina de siempre: voy a mi habitación, abro el armario, veo que todas las prendas son de color negro, elijo unos pantalones y una camisa, me visto y me preparo en el baño que compartimos, frente al espejo. No tengo tocador. En Italia sí tenía uno. Para ser sincera, echo de menos el apartamento que tenía en Roma. Aunque era algo viejo, resultaba muy acogedor, con las paredes altas y balcones en cada habitación.
También echo de menos estar allí. Nunca pensé que iba a tener nostalgia de un país que no es el mío. Echo de menos trabajar en el atelier, estudiar patronaje, recibir a las clientas de mi jefe y tomar sus medidas, caminar entre tules y sedas... Cuando descubrí que la música no era para mí, decidí apuntarme a un curso de moda. Estaba incluido en la beca —debía seguir estudiando algo relacionado con las artes si no quería tener que volver a Corea—, así que un par de meses más tarde estaba creando mis propios diseños, paseando por las calles de Roma con tacones y ayudando a vestir a las clientas de un diseñador italiano. No trabajaba en una gran casa italiana como Versace, pero estaba contenta. Aunque de pequeña la moda ya era una de mis pasiones, en Italia empecé a soñar con tener mi propia marca. Cuando volví a Seúl, el único trabajo que encontré fue en una jodida funeraria.
Al menos maquillo muertos. Ser tanatopractora combina las prácticas de anatomía de la universidad con el curso de maquillaje que hice en Italia. Son mis dos pasiones juntas, pero en una versión algo más macabra.
Después de ponerme las lentillas, de pintarme los labios de un color discreto y de taparme las ojeras para no parecer uno de los cadáveres que maquillo, salgo del baño. Resoplo al oír que los gritos en tailandés aún no han cesado. Si no llegara tarde al trabajo, entraría en la habitación de Thai y le gritaría que se lanzara por la ventana. Y sí, lo llamamos Thai. Su nombre es demasiado complicado para poder pronunciarlo bien, y cuando él nos lo repite, solo distingo «taktaktak». Así que se quedó con Thai. En el fondo, es un buen amigo. ¡Pero grita demasiado!
Recojo mi cabello en un moño bajo mientras me dirijo a la puerta de la casa. Nunca había tenido el pelo tan largo; siempre lo he llevado a la altura de los hombros. Pero si ni siquiera tengo tiempo de tomarme un café, ¿cómo voy a tener tiempo para cortarme el pelo? Me aseguro de que todo lo que necesito está en mi bolso —también de color negro— y ahogo un grito.
Corro pasillo arriba, cruzándome con Jiho.
—¡Mi iluminador! —exclamo.
Puedo olvidarme de llevar los zapatos, pero nunca en la vida puedo olvidarme de mi iluminador. Nunca. Veo a Jiho pegarse a la pared para dejarme paso en cuanto vuelvo con un pequeño tubo de plástico en la mano. Me despido de ella y me calzo lo más rápido posible. Me pongo mis comodísimas Adidas —negras—, me echo el bolso al hombro y salgo corriendo por la puerta con la terrible sensación de que voy a perder el autobús.
Vuelvo a seguir la rutina de siempre: corro para doblar la esquina, veo el morro del autobús asomarse por la calle, corro aún más para no perderlo, saludo al conductor nada más subirme, jadeando, me siento al final y espero a recorrer medio Seúl para llegar a la funeraria. Está en las afueras, cerca del hospital en el que, en teoría, debería estar haciendo algunas prácticas. Miro hacia el alto edificio con algo de melancolía. Parece ser que no me voy a poder graduar hasta los cuarenta. Mi vocación de médico se va apagando poco a poco y sigo preguntándome qué voy a hacer con mi vida. Mi trabajo no es fijo, aún dependo de mis padres y el futuro cada vez pinta más oscuro. Ya no es gris, es casi negro.
Veo el enorme cartel de la funeraria y dejo de pensar en el futuro de mierda que me espera. Agito la cabeza y me peino el flequillo ayudándome de mi reflejo en el cristal del autobús. Bajo junto a unas ancianas que se ayudan entre ellas. Siempre suelo mantenerme al margen de todo, pero no puedo evitar ofrecerle mi brazo a una de las mujeres para que se apoye en mí y baje fácilmente del autobús. Me agradecen el gesto con una sonrisa. Me siento un uno por ciento más realizada que a las ocho de la mañana.
La zona donde trabajo es como el triángulo de las Bermudas: un hospital mayormente geriátrico, una morgue y una funeraria. Si entras en él, no sales. Al menos no sales vivo, claro. Solo tengo que caminar un par de metros para llegar al trabajo. Es un edificio bastante pequeño. Trata de ser acogedor, cálido, como para contrarrestar el frío que se pasa en la zona de tanatopraxia. Me parece bien que quieran que los familiares se sientan como en casa cuando están velando a sus muertos, pero no deja de ser irónico. Para sentirte cómodo mirando a un cadáver durante horas debes ser estudiante de medicina, forense o un trastornado.
Empujo la puerta de la funeraria, recorro el camino de siempre hacia la pequeña habitación que se utiliza como sala de reuniones, pasando la cafetería, y saludo a mis jefes. Es un matrimonio de la edad de mis padres, quizá algo más mayores, a los que les estoy bastante agradecida por ofrecerme el trabajo.
—Parece que no has dormido mucho hoy, Aerin —dice la señora Lee, mi jefa. Me tiende una carpeta negra como mi pelo, mi ropa y mi futuro, y la tomo con delicadeza mientras sonrío como diciendo: «Qué le vamos a hacer, salgo del trabajo a las diez de la noche y me paso la madrugada estudiando...»—. Ya ha llegado el primer cuerpo... El funeral es a las doce. Te estábamos esperando.
Abro la carpeta y enarco una ceja a ver el nombre escrito: «Park Soyoung». Ha muerto por un paro cardíaco con solo veintitrés años. No dan más especificaciones, como de costumbre, pero mi cabeza trabaja en crear las situaciones más adversas. Es Park Soyoung, mi compañera del instituto. Estoy en una especie de nube, creyendo que todo esto es un sueño. En mi vida me había imaginado que iba a tener que preparar el cuerpo de una de las chicas que tanto odiaba en el instituto.
Camino hacia la sala de embalsamiento con la carpeta pegada al pecho. Cojo uno de los guantes de látex, aplico un poco de vaselina con olor a arándanos entre mi labio superior y mis fosas nasales, para no tener que estar horas masticando el terrible olor a químicos y formol. Llevo meses aquí y aún no me he acostumbrado. Después de colocarme una mascarilla, pongo algo de música en una radio vieja. Me acerco bailoteando a la camilla donde está el cuerpo, encerrado en una funda —negra— con cremallera.
—Vaya, vaya. ¡Hace mucho tiempo que no nos veíamos! —digo, viendo el rostro pálido de Soyoung. Bueno, de lo que queda de ella.
La puerta de la sala se abre de repente cuando estoy preparando la solución germicida con la que lavar el cuerpo. Es mi compañera, que me observa mientras bailo y parloteo con el cadáver.
—No te escucha, ¿lo sabes?
—¿Piensas ayudarme o vienes a molestar como todos los días? —espeto. Ella solo sabe sentarse en una silla y esperar a que yo ya haya hecho todo el trabajo—. Porque si es así, voy a pedir un aumento de sueldo.
Resignada, la chica se pone a mi lado y me ayuda a eliminar la rigidez de la piel. Ahora que lo pienso, es un poco perturbador estar toqueteando el cadáver de una de mis antiguas compañeras de instituto. Aunque no la soportaba, aunque la odiaba, me siento un poquito mal por ella. Ha muerto con mi edad y yo aún me siento joven. Supongo que daré el pésame a su familia como una compañera, no como una de las trabajadoras de la funeraria.
Me encargo de hacer una ligera incisión en una de las arterias, conecto la bomba que extrae la sangre y espero a que el cuerpo quede completamente vacío. Mientras tanto, mi compañera se sienta y se pone a mirar su teléfono. Suspiro con hastío. Es mayor que yo, así que prefiero no decirle nada más, mantenerme indiferente, como siempre, y dejar que se salga con la suya. Si me meto con ella, lo más probable es que una de las dos acabe en una de las camillas de la sala.
Tardamos unas cuantas horas en preparar el cadáver. Ya tiene un aspecto más natural, al menos. Mi trabajo, que es maquillar y arreglar el pelo y las uñas, como si fuera una esteticista, es bastante rápido y apenas tardo cincuenta minutos. Arreglo el pelo de Soyoung, dejándolo suelto y aplicándole algo de aceite para que recupere el brillo. Sigue teniendo la larga melena oscura que tenía en el instituto. Doy algo de color a sus mejillas, brillo a su piel y limo sus uñas para dejarlas iguales. La magia de todo esto es que el cadáver no parezca un cadáver, sino alguien dormido plácidamente.
Se llevan el cuerpo para dejarlo en un ataúd y, como al parecer no tenemos más «clientes», vuelvo a ponerme mi ropa. Debo de oler a formol, así que me rocío con un perfume floral que le he robado a Jiho. Salgo al pequeño pasillo de la funeraria. Hay mucho revuelo y algún que otro rostro conocido. Todo el mundo viste con ropa oscura. Reconozco un cuerpo bajito y achatado.
—¿Im? ¿Im Aerin? —Me señalan. Yo asiento. La chica a la que creo reconocer se acerca a mí con asombro, me mira de arriba abajo y yo me limito a juzgar silenciosamente sus zapatos de tacón nada apropiados para venir a una funeraria—. Oh, Dios mío, hola. Soy Haneul... Cuánto tiempo, ¿verdad?
—Sí, un montón. —Hago una seña para que pase a la sala del velatorio—. Ya está todo preparado. Puede pasar.
—No hace falta que me trates de usted, Aerin. —Ríe con amargura. No parece muy triste. Da la impresión de que le han pagado por venir aquí—. La verdad es que no me siento preparada para ver a Soyoung...
—Vaya, una pena. Era muy joven... —Hago una mueca. Llevo el tiempo suficiente aquí como para fingir que estoy afectada. Busco a sus padres con la mirada—. Voy a dar el pésame. Hasta otra, cuídate. —Me acerco a los padres de Soyoung, que se muestran bastante afligidos. Paso el brazo por los hombros de la madre y froto su espalda con aparente cariño—. Lo siento mucho, era jovencísima... Por cierto, soy Im Aerin; fui su compañera en el instituto. Era muy buena chica. Pero bueno, sabemos que tendrá una buena vida más allá, ¿no? Saben que, si necesitan algo, pueden contar con mi ayuda. No se preocupen.
Me despido con una leve reverencia y salgo de la sala. Me siento detrás del mostrador de la funeraria, viendo cómo entran y salen bastantes personas, en su mayoría tíos. Es bastante pronto. Aún quedan un par de horas para el funeral, previsto para las doce. Hago cálculos y mi única conclusión es que se quedarán pocas personas a velar el cuerpo. Eso significa que el ochenta por ciento de la gente que ha pisado esa sala solo ha ido por cumplir, porque se siente en deuda de alguna forma u otra, no porque quisieran mucho a Soyoung. Tamborileo con los dedos sobre el mostrador. Es algo triste, pero es de esperar.
De repente, se arma un revuelo impresionante a la puerta de la funeraria. Veo a chicas de mi edad sacar teléfonos y fotografiar a algo o alguien. Yo solo distingo una figura tapada por otra, ambas vestidas de color negro. La señora Lee, mi jefa, se levanta enseguida junto a su marido para evitar la aglomeración que se está formando en la entrada y abren la puerta para dejar paso a alguien. Parece un famoso, pero seguramente sea uno de los ex de Soyoung con aires y creencias de idol. Lleva un cubrebocas negro, una gorra negra, una sudadera negra... Parece un trabajador de la funeraria.
Curiosa, me levanto para ver de quién se trata. El sujeto ni siquiera se molesta en mirar el cuerpo, simplemente da un apretón de manos al padre de Soyoung y le da el pésame por la muerte de su hija. Me quedo en la puerta con las manos entrelazadas tras la espalda.
—Lo siento mucho —oigo que dice. La voz me resulta algo familiar, como si la hubiera escuchado en la radio. Ni siquiera se ha quitado las gafas de sol.
El tío camina hacia mí y agacha la cabeza para pedirme permiso para pasar. Lo observo rápidamente, pero en lo único en que me fijo es en el brillante Rolex de plata que adorna su muñeca izquierda. Entorno los ojos, intentando ver alguna facción que me resulte familiar, porque quizá sea algún famoso, y no puedo perder la oportunidad de pedirle un autógrafo. Me da igual que sea un actor que no conozco. Solo quiero tener un autógrafo para presumir de él.
—Oh, perdón. —Me retiro de la puerta, disculpándome con una sonrisa. Veo cómo el tipo se va, y de repente, me viene a la cabeza una imagen similar, un déjà vu. La imagen de mí misma a las puertas de una agencia en pleno verano esperando una respuesta del chico al que me acababa de declarar. Ato cabos con rapidez, y sin pensármelo dos veces, digo en alto—: ¿Yoongi...?
Se gira. Así que es él. Me mira a través del cristal oscuro de sus gafas, hace una especie de mueca y se aleja un par de pasos.
—¿Quieres un autógrafo?
—Eh... Sí, vale. —Asiento con energía. Ni siquiera sé por qué he respondido eso, pero me acerco al mostrador a por un papel en blanco y un bolígrafo. El vestíbulo está bastante tranquilo porque alguien está bloqueando la puerta, así que no tengo que preocuparme. Le tiendo el papel y espero pacientemente.
—¿Cómo te llamas? —me pregunta con tono robótico. Coge el bolígrafo que le acabo de tender, y utilizando la pared como apoyo, firma con fluidez, como si hubiera estado ensayando durante años.
—Para Aerin, por favor.
No escribe nada. Deja caer sus brazos y me mira. Entreabre la boca, como si fuera a decir algo, pero se queda a medio camino y vuelve a escribir en el papel. En letra grande, leo «Para Aerin». Me devuelve el papel. No veo la necesidad de preguntarle qué tal está, cómo le va y todas esas cosas. Evidentemente le va bien. Es una estrella, tiene un jodido Rolex con el que yo podría comprarme un coche o pagar un año más de universidad y tiene prisa porque su agenda está a reventar. Hace ademán de irse cuando yo tengo su autógrafo entre las manos. Se gira una vez más.
—¿Im Aerin?
—Sí, la que te decía que tenías patas de pollo a diario —le contesto.
Se queda un buen rato callado. Después del pequeño lapsus, curva sus labios en una sonrisa, asiente y me da el bolígrafo.
—Me alegro de que estés en Seúl.
Es lo único que añade antes de irse lo más rápido que puede por la puerta. Entra en un coche negro, como todo en mi vida, y yo me quedo procesando la situación. Acabo de dejar que Yoongi se escape, una vez más, pero no le doy mucha importancia. Él tiene su vida y yo la mía.
Bueno, al menos puedo tapar mi nombre con algo de corrector blanco y revenderlo para pagar las tasas mensuales y la segunda matrícula de la universidad.
2
Lleno mis pulmones de aire y lo expulso en un larguísimo suspiro al ver que un tipo bastante familiar está sentado ante la puerta de mi casa, con su ancha espalda apoyada en la madera, bloqueando el paso. Su pelo engominado y peinado hacia atrás es típico de los años cincuenta y sus tatuajes no pegan con su cara de niño bueno. Me acerco despacio a él. Sé por qué y para qué está aquí, y mi primera reacción es tratar de esconderme detrás de la pared del ascensor. Pero termino dando la cara, como siempre, y en menos de un segundo él está de pie, a mi derecha, entornando los ojos en un intento de mirada seductora, creyéndose James Dean. Ni siquiera llega a un actor de pacotilla que tiene una línea de diálogo en un jodido anuncio de papel higiénico. Sus brazos tatuados abrazan mi cintura enseguida mientras yo tecleo despacio el código de la cerradura electrónica de la puerta.
—¿Has tenido un día largo, nena? —me pregunta, pegando sus labios a mi oído. Aprovecha nuestra diferencia de estatura y que sus manos quedan a la altura de mis muslos para deslizarlas hasta allí desde mi cintura—. Has tardado un poco más hoy; te estaba esperando.
Escucho su respiración de perro baboso tan cerca que no puedo evitar ponerme de mal humor. Estoy cansada, mi maquillaje es un completo desastre y necesito cenar cuanto antes. Y el muy gilipollas de Dongyul solo consigue que mi irritabilidad vaya en aumento. Intenta besarme, pero me aparto y pulso el último botón de la cerradura. La puerta se abre con un simple clic, la empujo para entrar en el apartamento y trato de deshacerme de él antes de poner un pie dentro de la casa. Estoy tan cansada que ni siquiera pronuncio ni una palabra. Simplemente me arrastro hacia el interior, pero Dongyul no parece pillar la indirecta. Nunca las pilla.
Suspiro una vez más, con hastío, quito sus manos tatuadas de mi cadera y me giro para mirarlo con cara de fastidio.
—Hoy no. Vete.
Yo señalo con desgana la puerta aún abierta, diciéndole silenciosamente que se vaya, pero él se limita a enarcar las cejas. Cree que ese aire escéptico es sexy, y lo único que yo veo en él es estupidez. Siempre que trata de elevar una sola ceja, levanta las dos. Dongyul es como un perro, así que, si no lo llamo o no le hago caso, dejaré de tenerlo pegado a mí.
—Aerin... —ruega en cuanto me doy la vuelta, cambiando su cara de «eres una estrecha» a su cara de cachorrito—. Sé que has tenido un día largo; sabes que puedo quitarte el estrés sin problema... —Se acerca de nuevo a mí, mirándome con sus ojos chispeantes, pero me alejo una vez más. Dongyul bufa, frustrado, y chasquea la lengua—. Vale, como quieras. ¡Como tú quieras, Aerin! —oigo que dice algo entre dientes mientras me dirijo a la sala de estar, o el comedor, o la cocina. Es todo a la vez. Un espacio multifuncional. Dongyul camina a mis espaldas, rechistando.
Digamos que él y yo somos pareja. Novios, o como lo llame la gente. Cuando estaba en Italia, todo el mundo me preguntaba si no conocía a un tal Dong-Dong, un tipo con un apodo amoroso bastante estúpido y humillante. Mis compañeras de piso italianas me llevaron a una fiesta donde intentaron emparejarme con el único coreano de su facultad. Además, tocaba el violonchelo. Al principio, cuando lo vi al otro lado de la sala, quise huir para no tener que encontrarme con él. Lo primero que pensé fue: «¿Cómo puede estar este tío en un conservatorio con esas pintas de rockabilly deslucido?». Pero sí, tocaba el violonchelo. Y, después de insistir durante semanas para verme otra vez, acepté ser su «novia». ¿La razón? Era el hijo de unos empresarios y de no ser por él no tendría trabajo. Ni siquiera es simbiosis. Yo solo salgo estresada del trabajo, no beneficiada.
Volví a Seúl con Dongyul. Él ya ha terminado su carrera, aunque no trabaja y vive de las rentas. Es un caradura. Y un ignorante. Si seguimos juntos es por miedo a perder mi trabajo. Aunque siempre he creído que él solo me quiere para follar. Creo que cualquier tía se reiría de él en cuanto se bajara los pantalones, así que no me queda otra que sacar la actriz de Grammy pornográfico que llevo dentro cada vez que Dongyul viene a casa y me encuentra dispuesta.
Se sienta en el sofá como si fuera suyo, enciende el televisor y me mira por encima del hombro.
—Vete a la cocina y prepárame un sándwich por lo menos, ¿no?
Me pongo delante de la televisión de brazos cruzados y ladeo la cabeza.
—¿Crees que soy tu criada?
—Eres una tía. Vas a hacerlo mejor que yo.
Sus comentarios me sacan de quicio. «Calma ante todo, Aerin», me digo, pero sé que es imposible.
—No quiero faltar el respeto a los animales, pero es que eres un puto cerdo. ¿Quieres que te prepare un sándwich? Levántate y hazlo tú, malcriado. Crece.
Siempre se queda sin palabras. Como de costumbre, Dongyul se disculpa:
—Nena, lo sien...
—Si de verdad lo sientes —señalo la puerta con la barbilla—, pírate.
—¿Ni siquiera con la mano, Aerin...?
—Lo puedes hacer tú solito, Dong-Dong —digo, con sorna, esperando a que se levante y se vaya de una jodida vez. Al final, Dongyul y sus tatuajes se marchan con resignación. Lo acompaño hasta la puerta para asegurarme de que se larga y desde allí veo cómo se monta en el ascensor. Le lanzo un beso antes de que desaparezca, cierro la puerta con un golpe y cuando me giro veo a Thai asomado en el pasillo—. ¿Qué?
Levanta sus pulgares a modo de aprobación.
—Bien hecho, noona.
—¡Que no me llames así! —le grito. Él sale corriendo hacia su habitación entre risillas.
No vuelvo a ver a Thai en toda la noche. Después de cenar el poco arroz que me han dejado en la arrocera, me encierro en mi habitación y me pongo cómoda después de un funeral inesperado, un encuentro exprés con mi mejor amigo de la adolescencia y una jornada de clases intensivas. Me desmaquillo y me quito las lentillas. A veces echo de menos el peso de la montura de mis gafas sobre el puente de mi nariz. Busco entre mi ropa interior mi viejo pijama de Hello Kitty y me enfundo en él, aunque me queda algo corto. Abro mi portátil sobre la cama y me dejo caer en ella, junto a mi bolso. Y por fin, en cuanto desato el cierre de mi sujetador, me siento cómoda y libre al cien por cien. Esa sí que es libertad y el resto son tonterías.
Rebusco en mi bolso unos apuntes sobre pediatría, pero noto otro papel algo arrugado. Lo saco, extrañada, y me quedo mirando como una tonta el trozo de folio de la funeraria donde tengo un autógrafo solo para mí. Mientras lo observo, mi mente me recuerda la de oportunidades que he dejado escapar en la vida. Pataleo, bufo y gruño sobre el colchón de la cama. ¡Podría haberle pedido su número de teléfono! ¡Haber hablado algo más con Yoongi! Sigo siendo nefasta con el tema de la sociabilidad. Y con el tema de tomar decisiones. Aunque, pensándolo mejor, él ni tan siquiera me habría saludado. Yoongi es famoso, tiene una vida muy distinta a la mía y no puede permitirse el lujo de perder el tiempo conmigo. En el fondo, no sé si estoy orgullosa o si tengo envidia. Por una parte, me enorgullece que Yoongi haya conseguido su sueño después de unos cuantos años, pero otra parte de mí se queja de lo injusta que es la vida, de que él haya conseguido lo que quería y yo no. Esa es la misma parte que me dice que he perdido dos oportunidades geniales: primero Song Minho, luego Min Yoongi.
Pero mi mayor preocupación no es tener un partidazo como novio o marido. Solo quiero terminar mi carrera, cumplir mi objetivo y ganar mi propio dinero. Bueno, también una de mis preocupaciones es tener que pagar el alquiler, la luz, el agua, tener que ir al banco para actualizar mi cuenta, hacer la compra sin pasarme, las fechas de entrega de las tesis de la universidad, no perder el trabajo, la salud de mi abuela, que mi padre no pierda la cordura, que Dongyul no acabe con mi paciencia...
Supongo que mis preocupaciones de adolescente ya no existen. Encajar en un grupo, que mi calzado llame la atención o tener un buen novio ya no son mis problemas.
Lanzo el papel hacia el escritorio sin éxito. El autógrafo se cae al suelo. Me concentro en repasar mis apuntes mientras los paso a limpio en mi portátil viejo. Solo espero que no empiece a fallar como el otro día y se apague justo antes de guardar el archivo. Poco a poco, los párpados me van pesando cada vez más.
Siento que me quedo dormida sobre el teclado, pero de repente el sonido de mi teléfono móvil me sobresalta. Lo miro enseguida, creyendo que puede ser algún correo importante, pero es un simple mensaje de chat de un número desconocido. Bostezo, estiro los brazos y la espalda y desbloqueo el teléfono para leer el mensaje.
¿Aerin? 01:04
jajaj nooo xd nmero ekivokdo!!!✔
√√ leído a las 01:04
No le doy importancia. Me pongo los auriculares para escuchar un poco de música con la intención de quedarme dormida en cuanto me tumbe en la cama, aparto el portátil y, de golpe, se enciende la bombilla de las ideas en mi cabeza.
Observo ese «leído» con detenimiento y trato de recordar a partir de él, como si estuvieran utilizando conmigo una de las técnicas del psicoanálisis. Solo hay una persona en la faz de la tierra capaz de hacer eso. En medio de mi habitación, de pie, respondo al mensaje lo más rápido que puedo.
Sí, soy Aerin. 01:06
¿Eres quien creo que eres? 01:06
¿Cómo has conseguido mi número? 01:06
Tengo mis contactos. 01:38
¿Eres Yoongi? 01:38
Puedes ser cualquiera. No me fío. 01:38
¿Sigues teniendo mi apéndice? 01:45
Oye, solo dime quién eres.
Estoy perdiendo mis valiosos minutos contigo. 01:47
¿Te has deshecho ya de tus horribles Adidas rosas? 01:48
Ahogo un grito de ardilla aplastada. Me llevo una mano a la boca, sorprendida, a punto de tener un paro cardíaco y tentada de llamar a una ambulancia. ¡Es él! ¡En cinco años no me he sentido como si fuera una jodida adolescente loca! Doy un par de saltitos y agito las manos. Me siento como si me hubiera hablado uno de mis grandes ídolos, como si me hubiera contestado Brad Pitt o como si me hubieran dicho que podía trabajar en una tienda de Valentino. Estoy emocionada. Y algo inestable por culpa del estrés, así que no me extrañaría que me echara a llorar.
Espera un mntow. 01:49
Estoy tenidneod una cerisis. 01:49
Ya está. 01:55
Lo siento. 01:55
Es que mi compañero de piso ha visto una araña y casi quema la casa... en fin. 01:55
¿Quién te ha dado mi número? 01:55
Te lo he dicho. Tengo mis contactos. 02:00
Claro, tendrás mánager y todas esas cosas. 02:11
Me alegra poder hablar contigo. 02:11
Ah, y mis Adidas edición limitada rosa neón se rompieron. 02:11
No volví a encontrar unas iguales. 02:12
Menos mal. 02:23
¿Sigues odiando el rosa? 02:23
Te envié un mensaje cuando estaba en Roma preguntándote qué tal todo. 02:23
Nunca respondiste... 02:23
Así que, ¿qué tal te va todo? 02:23
Han pasado más de tres días y no ha contestado. Aunque ahora estamos en el mismo país, compartiendo el mismo huso horario y ambos tenemos el número del otro, la distancia entre nosotros es kilométrica. Visible hasta con los ojos cerrados. He dado por hecho que Yoongi no contestará. Tanto él como yo tenemos cosas más importantes que hacer.
Estoy concentrada en las clases de obstetricia, dejando que la grabadora de mi teléfono móvil recoja todo lo que dice el profesor. La grabación se para y en la pantalla se abre una ventana que indica que tengo un nuevo mensaje. Con fastidio, procedo a cerrar el mensaje y reanudar la grabación, pero me llama la atención que no sea de Dongyul, la única persona lo suficientemente idiota para mandarme mensajes mientras estoy en la universidad. Frunzo el ceño.
Todo bien. No puedo quejarme. ¿Y a ti? ¿Sigue molestándote que la gente lleve ropa que no combina? 16:17
Sonrío, pero vuelvo a prestar atención a las clases.
3
Hoy la muerte se está tomando unas buenas vacaciones. El único «cliente» de hoy ha sido un anciano, pero el velatorio ha terminado antes de que acabara mi turno. Mis jefes han decidido marcharse y dejarme sola aquí, en la recepción, esperando algún familiar desesperado por organizar un funeral en el último momento o algún cuerpo más. De momento, me encuentro yo sola tras un mostrador acristalado. Aburrida, empiezo a dar vueltas en la silla giratoria de la recepción, mirando mi teléfono con desgana. No tengo mensajes nuevos, mis redes sociales están más muertas que cualquiera de nuestros clientes y mi cara no está para nuevas selcas o selfis. Mi piel es un completo desastre últimamente, y todo por culpa del estrés.
Saco de mi bolso algunos apuntes de la universidad. Suspiro. Me gusta la medicina, pero quizá tomármela con calma no ha sido la mejor opción. De nuevo, estoy indecisa. Agito la cabeza para dejar la mente libre de cualquier pensamiento, extiendo los apuntes de ginecología sobre la mesa, apoyo los codos en la madera y empiezo a leerlos con la cabeza entre los puños. El silencio sepulcral me ayuda a concentrarme. De repente, el sonido irritante del teléfono del mostrador rompe ese silencio, sobresaltándome.
Me apresuro a contestar la llamada pensando que es un interesado en funerales. Tomo un bolígrafo y algo de papel, por si acaso.
—Funeraria Lee, ¿qué desea? —digo, con mi mejor tono de recepcionista, ese tono apático a la par que robótico.
—¿Venden ataúdes?
—Por supuesto. De todos los tamaños, materiales y colores. Tenemos una oferta en los ataúdes de madera de cerezo y...
—¿Ofrecen funerales para personas muertas en vida? —me interrumpe. La voz me resulta algo familiar, pero no logro identificarla. Quizá es Dongyul, que llama a la funeraria de sus padres para tomarme el pelo.
No sé por qué, pero considero que lo más natural es seguir el juego de quien llama.
—Claro, desde un módico precio de seis millones de wones. Existen varios packs que incluyen velatorio, flores y actrices que lloran para que nuestro cliente se sienta más querido en el más allá.
—¿Las actrices pueden fingir también que se desmayan? Me encanta el show. —El tipo, claramente un tío, me sigue el juego. Sigo sin poder identificar su voz, grave pero no demasiado ronca—. ¿Y hay alguna oferta que incluya música ambiente?
—Déjeme ver... —Hago una pausa dramática y aprovecho para mirar mis uñas. Debería pintármelas de algún color, pero no puedo hacerlo por culpa del trabajo—. Si, por solo novecientos noventa y nueve mil wones tiene la oportunidad de contratar a un grupo de música de cámara que interprete el réquiem de Mozart.
—¿No existe la posibilidad de contratar un DJ? ¿Y las bebidas son gratis?
—También incluimos un poco de whisky y soju, ya sabe... Es un momento de duelo. Hay que ahogar las penas de alguna manera. —Jugueteo con el cable del teléfono, enredándolo en mi índice. Miro hacia la puerta de la funeraria. No viene nadie; sigo sola.
—Yo soy más de cerveza...
—Bueno. —Ahora soy yo quien lo interrumpe a él—. ¿Va a contratar nuestros servicios? Aún debemos concretar el tipo de ataúd, el tiempo del velatorio... Dígame su nombre, por favor.
—¿No lo sabes ya? —pregunta. Noto algo de desconcierto en su voz.
No sé con quién estoy hablando, así que me invento un nombre.
—Perfecto, Johnny. —Me he metido tanto en el papel de recepcionista que hasta apunto el nombre con mi letra torcida. No queda nada de la letra inteligible y redonda de la Im Aerin del instituto—. Empecemos por el tipo de ataúd, ¿qué le parece uno rosa? ¿Y con brillo? El estilo Barbie está muy de moda últimamente.
—Amo el rosa —dice, con un sarcasmo bastante ácido—. Me encanta el rosa. Como a ti, Aerin.
—Ataúd ros... —Mi mandíbula cae, se enciende algo en mi cabeza y me asusto al escuchar mi nombre al otro lado de la línea telefónica. Definitivamente no es Dongyul, porque de ser ese el caso habría utilizado la palabra «nena» como unas setenta veces. Trago con dificultad para intentar suavizar mi garganta—. ¿Eres un espíritu?
—Soy el espíritu santo, ¿qué hay?
—¡No, aún no quiero quedarme embarazada!
Mi comentario estúpido le debe de haber hecho gracia a quienquiera que llame. Ahoga una risilla, pero continúa serio e impertérrito, como si no hubiera pasado nada.
—¿No sabes quién soy? —pregunta, juguetón—. Puedo verte...
—Si eres uno de los asesinos de Scream, ven y mátame ya. Total, ya estoy en una funeraria.
—Soy Yoongi —suelta, ya harto.
—Ah, guay. —No le doy importancia, pero luego lo proceso. Mis neuronas se conectan unas con otras y vuelvo a hacer un movimiento ridículo que casi me hace caer al suelo—. ¡Hola! —Me río, nerviosa—. ¿En serio eres tú? ¡Cuánto tiempo! ¿Sigues interesado en el ataúd rosa? Te puedo hacer un descuento, claro, porque eres tú y... En fin. Gr... gracias por llamar y todo eso. ¿Cómo te va?
Se queda un buen rato en silencio, como si estuviera decepcionado o pensando bien sus palabras. No sé muy bien qué decir y tampoco termino de fiarme de que sea él. Puede ser cualquiera gastándome una broma. Siempre he sido demasiado incrédula; necesito ver para creer. Oigo que Yoongi inspira por la boca después de chasquear la lengua.
—Bien.
—Me alegro. En serio, lo digo sin sarcasmo y esas cosas.
Sin las bromas, la conversación se ha tornado un poco artificial y bastante incómoda, con silencios entre medias.
—¿Cómo has terminado trabajando en una funeraria? ¿No deberías estar trabajando en alguna tienda de maquillaje o algo así?
—¿Por qué has llamad...? —Hablamos a la vez. Yo me callo en cuanto noto que estoy tapando su voz—. Ah, perdón. ¿Cómo he aterrizado aquí...? Bueno, no encontraba trabajo. Al estar estudiando medicina, me dijeron que si no me importaba embalsamar y preparar los cuerpos, y como me gusta el maquillaje me asignaron el puesto enseguida —miento un poco. Más bien omito parte de cómo conseguí el trabajo.
Más silencio.
—Debe de ser un trabajo de muerte.
Creo que es la primera vez que me río en todo el día.
—La verdad es que me da mucha vidilla trabajar aquí. En fin... ¿No estás ocupado? Quiero decir, eres una estrella del k-pop, debes de tener una agenda apretadísima y estás hablando conmigo. Es tan surrealista... Esto parece una novela cómica.
—Estaba aburrido —responde con hastío—. No hay nada que hacer entre ensayos.
—Por cierto, gracias por el autógrafo. —No quiero que la conversación muera, así que saco un nuevo tema.
—Puedes revenderlo si quieres.
—¿Cómo lo has...? —Agito la cabeza otra vez. Veo por el rabillo del ojo que algo se mueve en dirección a la puerta de la funeraria, seguramente algún cliente de los vivos—. Sé que no tienes tiempo, pero si algún día quieres... No sé, tomar un café o algo... Yo invito. También sé que es ridículo porque ganas seis veces mi sueldo, pero da igual. Yo... te invito. Sí. A un café. La verdad es que quiero saber qué tal te ha ido estos años. —Suelto una risilla algo amarga para ocultar mi nerviosismo. Alguien abre la puerta de cristal del edificio—. De veras me alegro de que te haya ido bien, Yoongi.
—Seguiremos en contacto. —Eso suena demasiado frío. Típico de un hombre de negocios. Demasiado formal. Es como el «ya te llamaremos» después de una entrevista de trabajo. Una ínfima parte de mí está dolida, otra lo entiende. Está ocupado, tiene sus razones y para él no soy nada más que una conocida. Ni siquiera soy su fan. No soy tan importante.
Asiento, aunque no me pueda ver.
—Perfecto. Gracias por confiar en los servicios de nuestra funeraria —canturreo. Alguien se acerca al cristal que tengo enfrente y no puedo evitar fingir que acabo de cerrar un contrato. Cuelgo el teléfono después de oír el pitido que indica que Yoongi también ha finalizado la llamada. Alzo la cabeza, y casi sin darme cuenta, suspiro. Menos mal que nos separa un cristal. —¿Qué quieres?
—Nena —dice, para empezar con buen pie. Poco a poco esa palabra se ha ido añadiendo a la lista de palabras que odio y está a un paso de superar a noona—. ¿A qué hora sales de trabajar?
Dongyul se apoya en el mostrador creyéndose un gran sex symbol. Me giro para no tener que ver su cara y sus terribles gafas de sol de aviador, una moda más muerta que el pobre anciano de la mañana. Finjo buscar algo entre el papeleo.
—No lo sé —contesto.
—Los chicos —o sea, sus amigos de mierda— quieren que vengas a tomar unas cervezas con noso