1
¿Sabes qué es lo más complicado de contar una historia? Saber cómo empezarla. Al menos, para mí.
Mi historia no tiene un inicio ni tampoco tiene un final. No comienza cuando nací ni termina con mi muerte.
Soy de quienes creen que nuestra existencia no acaba hasta que quedamos sumidos en el olvido, cuando ya nadie nos recuerda y nuestro nombre, nuestra imagen y nuestro pensamiento es solo polvo. Mientras alguien te recuerde, tu existencia continúa en esta tierra y, tal vez, en muchos otros sitios.
Con esa convicción, puedo creer que algo de mí quedará en este mundo. ¿Dónde? Eso tienes que averiguarlo tú.
Conserva esto, puede ser de ayuda más adelante. Según mis cálculos, lo habrás encontrado en el parque Freig Russell, tirado en la papelera junto al banco que no tiene respaldo. Si necesitas más detalles, el banco tiene un corazón grabado como este:
Si eso no basta para convencerte, podría describirte el día exacto en que tengo previsto que lo encuentres: será el último día de lluvia en la ciudad; después de ese día, está pronosticado que no lloverá hasta al cabo de un año.
Si confías en mis palabras y pretendes conservar esto, por favor, cumple tu propósito y no lo pierdas. Aquí te revelaré algo que, durante mucho tiempo, oculté solo para mi disgusto, hasta ese peculiar día en que decidí confesarlo todo. Y ya que acabo de mencionar la palabra «decidí», debo advertirte que el mundo está lleno de eso. De decisiones.
A muchos les aterran las consecuencias de sus actos; a mí me asusta tener que decidir. Las elecciones determinan el camino que hemos de seguir, y las mías acabaron desencadenando una magnitud de problemas. Pero, oye, no te asustes, eso no ocurrirá contigo... espero.
Para que eso no pase, solo has de tomarme como ejemplo de lo que no tienes que hacer.
Mi amiga Rowin me dijo una vez que hay cinco cosas de las que no podemos escapar:
1. Las obligaciones.
2. Los pensamientos.
3. Las canciones que se nos meten en la cabeza y tarareamos sin percatarnos.
4. Las llamadas de una compañía telefónica.
5. El amor.
Claro, hay muchas cosas más, pero esas cinco, según ella, son las más importantes que afectan a un adolescente común y corriente.
Lamentablemente, yo no soy una adolescente de los que Rowin describe, pertenezco a esa minoría de chicos diferentes que ves en la televisión, que destacan por sus habilidades, que son chicos prodigios. Soy de la clase de adolescente que fue maldita por no decidir correctamente.
Al contarte esto, sin duda creerás que perdí un tornillo, o bien te estás preguntando qué es lo que quiero decir con tantas palabras sin sentido.
Sé paciente, por favor.
Mi historia comienza a inicios de agosto. Volvimos a Los Ángeles por una cuestión familiar, como suele ocurrir. Mamá necesitaba un respiro de su numerosa familia, los Reedus, y retomar su trabajo tras el largo verano. No podíamos vivir solo de aire.
La situación era complicada por muchas razones. Cada rincón de nuestro hogar conserva retazos llenos de melancolía, de nostalgia, de amor y de dolor. No podíamos escapar de ello, pero tampoco queríamos hacerlo. Intentábamos almacenar los buenos momentos, no quedarnos con esos espacios vacíos que delataban la ausencia de papá desde hacía ya años.
¿No te ha pasado que vives situaciones repetidas y piensas: «Esto ya lo viví»?
Bueno, yo ya había estado allí, en mi habitación, consciente de que volveríamos a vernos una vez más. Siempre pasaba, pero cada vez que yo cambiaba algo, también lo hacía nuestro primer encuentro.
Sumida en la añoranza, busqué en las cajas mis objetos más queridos, entre los cuales se encontraba el diario de papá. Al tenerlo entre mis manos, lo abracé con nostalgia sin tener en cuenta que iba a producirse el inminente primer encuentro.
Unos gruñidos llenos de cólera invadieron mi cuarto. Me volví con la duda taladrando mi sien y vi la figura masculina que estaba entrando por mi ventana.
Era él.
—Mierda —rezongó entre dientes al verme pálida e inmóvil como una estatua.
Lo siguiente fue su rápido movimiento estudiado; dio un par de pasos hasta mí, me tomó con la mano izquierda y con la derecha me tapó la boca mientras siseaba que guardara silencio. Fue un sonido silbante muy prolongado que concluyó con sus ásperas palabras:
—Si dices algo, alguna palabra, algún grito, quejido, gruñido... o si haces cualquier intento por abrir la boca, considérate acabada —advirtió tras clavar sus ojos azules en los míos. Tenía las mejillas teñidas de rojo y de la nariz le manaba un hilillo de sangre.
Pese a la perplejidad que sentía, mi mente asimiló con felicidad su imagen. Lo estaba viendo otra vez.
Una vez más.
Parecía una eternidad desde la última...
Volvió a reafirmar su mano sobre mis labios y bajó los ojos para ver qué estaba sujetando. Aferré el diario con fuerza y temí que, para garantizar mi silencio, se lo llevase.
Por suerte no fue así.
Subió su mirada hacia mis ojos arrasados en lágrimas.
—No importa quién seas —insistió—. No me importa. Si te atreves a hacer cualquier gesto o pretendes escribir algo en tu libreta, considérate muerta. Te encontraré como sea y te haré callar, ¿entiendes?
Tragué saliva y asentí más enérgicamente.
—Perfecto.
Siniester es el apodo que se puso para cumplir los trabajos sucios de los niñatos sin agallas que no se atreven a dar la cara y a solucionar los problemas por sí mismos. Fracciona su tiempo entre los estudios, entrenar, ver series y dar palizas pagadas por niños ricos de los colegios anglosajones. Aunque la palabra «seriedad» no siempre encuentra cabida en su vocabulario, él entiende que el dinero es dinero, por eso nunca decepciona a sus clientes.
Pero todo trabajo sucio tiene una consecuencia.
La consecuencia de tanta paliza llegó en su momento más oportuno, porque todos sabemos que esa fuerza tan peculiar que nos ata unos a otros ocurrirá. No podemos escapar de ella.
¿Sabes cuál es la fuerza que perdura en el tiempo?
El amor. Es inevitable, el amor viaja en el tiempo y permanece. La creencia de que todos estamos predestinados a alguien, nuestra media naranja, es totalmente acertada. Puedo decirlo.
No; lo afirmo por seis.
«¿Ocurrirá otra vez?», me pregunté al observar cómo recorría con total descaro mi cuarto una vez que me dejó libre.
Si apareció en mi cuarto, atado a mí una vez más, la respuesta era clara: ocurría de nuevo porque, como dije antes, algunas personas están predestinadas y su amor viaja más allá del tiempo.
—Basura, basura, basura... ¿No tienes nada bueno en estas cajas?
El descaro y esa manía de decir todo lo que se le cruza por la cabeza son su sello personal, lo que define y acompaña a Siniester. La timidez y la prudencia no forman parte de él. Él no conoce tales cosas, y el afecto hacia el prójimo... Eso es un cuento que no se atrevía a recitar.
Lo vi meter las manos en mis cosas, en la caja abierta, mirando los pósters que colgué para darle un poco de vida y ambiente personal a mi vieja habitación.
—¿Qué haces aquí?
Mi pregunta salió disparada con cierto tono de rutina, como si estuviera hablando con un amigo, con alguien de la familia. Alivié la tensión del momento con aquella interrogación, pero el efecto no duró mucho; sus ojos volvieron a mí como los del gato que mira a su presa.
—Eso no te incumbe, niña. No molestes.
Emití un jadeo de incredulidad aun sabiendo con qué tipo de chico estaba tratando. Dejé el diario sobre mi escritorio y me acerqué para arrebatar de sus manos la fotografía de papá.
—Claro que me incumbe, estás en mi habitación.
—¿No te dije que estuvieras callada? No me gusta hacer callar a las niñas, prefiero...
—Hacerles gritar —concluí por él—. Qué grosero.
Quedó estático, con las palabras sujetas al borde de sus labios entreabiertos. Contuve una sonrisa al ver que un hilo de sangre se deslizaba hacia su boca. Se pasó el dorso de una mano bajo la nariz y se manchó la mejilla de rojo.
Deduje que estaba huyendo de una paliza. Típico.
—Mierda —masculló.
Rebusqué en mis bolsillos un pañuelo de papel, en vano.
—¿Con quién peleabas esta vez, Rust?
El silencio fue el mejor complemento para la recriminatoria mirada que me dedicó. Un atisbo entre la sorpresa, el miedo y el recelo se debatió en ese diminuto instante. Nadie, absolutamente nadie, conocía su nombre real, siempre lo llamaban por su connotado e irónico apodo.
Siniester y Rust son personas completamente diferentes.
—¿Cómo sabes mi nombre? ¿Quién te dijo mi nombre? —exigió saber.
No supe qué responder.
¿Cómo decirle que él mismo me había dicho su nombre en una situación completamente diferente, que él y yo nos habíamos conocido antes, que en un momento dado nos enamoramos y que conocía cada parte de él?
Acorralada y con las lágrimas escapando de mis ojos, por toda respuesta me limité a levantar una mano temblorosa y me debatí entre contarle mi secreto o acariciarle la mejilla. Lo tenía tan cerca, como las veces anteriores... Sus ojos azules me miraban solo a mí.
Mi debate mental concluyó con mi mano estampada en su mejilla manchada de sangre. El golpe, junto con su exclamación de dolor, produjeron un leve eco entre las paredes de mi cuarto. Esta vez debía actuar de forma distinta, seguir mi estrategia y alejarme de él, aunque eso ya era imposible.
—No vuelvas a ponerme una mano encima —amenacé entre dientes—, y si vuelves aquí, yo misma me ocuparé de decirle a Claus dónde vives.
Tal vez debí evitar nuestro encuentro, basarme en la experiencia de lo espeluznante e irónico que resulta ser el destino para prever lo que ocurriría. O más simple, dejar las cosas como estaban, asumir los caminos y no forzar nada. Demandar a la vida no era una cuestión favorable porque, como dije antes, conocernos era inevitable.
—Ahora, largo de aquí.
Debes de suponer que mi advertencia fue el diálogo cómico de una chica que intenta ser ruda. Tengo que decirte que así fue... aparentemente.
—No te incendies más, Cerilla. Me iré.
Rust se marchó por la ventana y me dejó en un rincón del cuarto, con una sonrisa que no podría describirte. ¿Cuántas veces lo había visto salir por esa ventana? Demasiadas para contarlas, esa era la primera de muchas. Te lo aseguro.
Haré un recuento:
En primer lugar, lo vi en el colegio. Yo intentaba recorrer «el Túnel de Sandberg» en mi primer día de clases, un pasillo largo donde un grupo de chicos se divertían sacándoles dinero o cualquier objeto que les llamara la atención a los desdichados que tenían que pasar por ahí. La idea era de Rust, y él cobraba.
Por supuesto, cuando pasé tuvimos una pequeña discusión que al final acabé ganando.
El segundo encuentro tuvo lugar en el terreno baldío detrás del colegio, la segunda semana de clases. Rust y Claus arreglarían sus cuentas en una pelea y todos los estudiantes de Sandberg querían saber quién sería el vencedor. Me bastó con oír su nombre para que yo también fuese a ver la pelea.
Nuestro tercer encuentro ocurrió cuando entró a la cafetería del centro y fingió estar tomando un café junto a mí. Tuve que pagar uno para él, porque, por algún motivo, no quiso marcharse cuando el camarero preguntó si todo iba bien. Después de tomarse su café, me dijo que la próxima vez pagaría él y luego se marchó. Cumplió con su promesa.
El cuarto primer encuentro fue en clase; tuvimos que hacer un grupo y, entre los chicos, estaba él. Uno de los encuentros más normales —cabe resaltar—, porque por primera vez Rust actuaba como un estudiante y yo también.
Finalmente, pasó el quinto encuentro. Nuestra quinta primera vez, en un lugar donde la idea de que él llegara parecía imposible.
Te estarás preguntando cómo es posible conocer a la misma persona cinco veces antes. Y de seguro deseas hacer más preguntas. Muchas más. Sé que necesitas explicaciones urgentes y un argumento contundente para reforzar mi petición, mi búsqueda.
Aquí, en todo lo que estás leyendo, encontrarás las respuestas.
Todos tenemos algo que nos motiva a seguir nuestras metas, sueños o la vida misma, ya sea por venganza, por superación o por... No sé, ¿demostrar algo más de nosotros? La cuestión es qué te motivaría a ti seguir leyendo esto. Probablemente nada, y es que solo digo palabras sin sentido.
Entonces, responde lo siguiente:
¿Alguna vez soñaste con tener un superpoder? Ya sabes, leer los pensamientos de otros, mover objetos con la mente, volar, escupir fuego... Tantas cosas. Yo también. Yo también quise ser especial, pero mi deseo no salió como esperaba.
¿La consecuencia? El peso de una decisión.
¿El resultado? Esto.
Si te lo cuento todo de golpe no entenderás nada, como probablemente te ocurre ahora. Debería decirte que esta no es la típica historia de adolescentes con problemas que superan los hechos de la vida. Quítale la cuota del realismo y espera. Ya te comenté que no soy una adolescente como el resto ni pretendo ser la chica única y diferente que todos dicen.
Yo no pedí el peso que llevo encima, ni el precio que implica.
Mi nombre es Yionne O’Haggan y en tu mundo soy la chica que la luna maldijo, condenada a tomar una decisión que podría cambiarlo todo.
2
Empezaré por mi primer día de clases.
El lunes temprano por la mañana, solté un bufido que casi logra empañar el espejo de cuerpo entero que se presentaba ante mis ojos. En él podía ver, una vez más, que el uniforme de Sandberg me sentaba ridículamente bien.
—¿Estás lista?
Mamá se asomó por la puerta de mi cuarto. Todavía no me acostumbraba al nuevo corte de cabello que se hizo antes de volver aquí. Siempre oí que, cuando una mujer se cortaba el cabello, significaba una determinación. ¿Es eso cierto? Yo simplemente me cortaba el cabello cuando el peine se enredaba y mis rizos formaban un nudo horrible.
—Más o menos —confesé bajando los hombros y volví a mirar al espejo.
Estaba nerviosa, como las veces anteriores. No sabía qué cambio traerían mis anteriores decisiones. Mamá lo notó.
—Mi Onne —pronunció con dulzura—, sé que volver es difícil y Sandberg es un pozo de chicos que se ahogan en dinero, pero estarás bien. Es un colegio bueno... ¡Tiene muchas actividades extracurriculares! Tú diviértete, y si alguien quiere pasarse de listo contigo, recuerda cuál es tu apellido.
Las otras veces, excepto la quinta, también me había dado esa charla.
—¿No te molestarás conmigo?
—No la primera vez que ocurra —aclaró al abrazarme por la espalda y colocar su barbilla en mi hombro, admirando mi reflejo—. Si me llegan a llamar por segunda vez, es porque estás haciendo mal tu trabajo.
Mamá seguía siendo la misma, incluso después de la muerte de papá, con su actitud defensora y las palabras precisas para mantener en silencio hasta al más pedante.
Terminó sus estudios y se convirtió en actriz, pero finalmente se inclinó más por la creación de obras dramáticas y la dirección. Su obra más reconocida se llama La antología de un amor condenado, historia que empezó a escribir cuando salía con papá. No puedo ni imaginar cómo habrá sido para ella oírla constantemente después de perder a su fiel consejero y amigo. Si su muerte tuvo una repercusión en mí, en ella... «Difícil» es la palabra que describe cómo es saber lo que pensaba y sentía al respecto. La actuación existe dentro y fuera de la pantalla, por eso siempre me aseguré de verla reír. Reír de verdad. No simples sonrisas como las que formaba cada mañana que me dejaba frente a las puertas de Sandberg, mientras acomodaba el lazo de mi uniforme. Ese gesto siempre me incomodaba, sobre todo, cuando lo hacía durante minutos.
Mi impaciencia por saber qué ocurriría en el primer día de clases siempre aumentaba cuando estaba a solo unos metros de la entrada. Lo bueno es que no reaccionaba como una madre ofendida, sino más bien como una amiga ofendida. Tenernos la una a la otra afianzó nuestra relación, sin embargo, seguía habiendo muchas cosas que no le había contado aún.
—Ya, mamá, deja el lazo.
—Perdón, perdón. Ven, dame un abrazo. —Extendió los brazos para establecer el contacto físico entre madre e hija, y por supuesto, no me negué. Estaba tan nerviosa como yo—. Te amo, mi Onne.
—Yo también —musité y cerré los ojos, pensando en papá.
La bocina del auto que aguardaba detrás rompió la armonía de nuestro abrazo. Mamá miró por el retrovisor y no contuvo el impulso de levantarle el dedo corazón a la conductora. Sentí que debía reprenderla y apaciguar sus intenciones de bajar a discutir, pero preferí decirle que ya me marchaba y me despedí de ella con un beso en la mejilla.
Oficialmente ya me encontraba en los terrenos de Sandberg, la prisión para los hijos de personas ocupadas y ricas. Cada segundo que pasaba, me envolvía el familiar ambiente escolar, con chicos y sus uniformes, celulares último modelo, relojes creados exclusivamente para ellos, charlas sobre las compras del fin de mes, fiestas con invitaciones restringidas, drogas, más fiestas, encuentros con famosos, desfiles y más. Parecía que la importancia y la popularidad de cada uno se medía por la cantidad de dinero que sus padres tenían en el banco.
Y, al final de toda esa cadena de banalidades, en la base de aquella pirámide de dinero, me encontraba yo: la chica nueva.
La fachada de Sandberg habla por sí sola. El venerable edificio transmite el peso de la antigüedad y la reputación, los dos valores en que se basa la institución. Por su estructura, Sandberg parece un castillo, con muchas ventanas con marcos de mármol, como en los cuentos. Sus vastos terrenos se dividen en tres campus: humanista, científico y matemático. Cada actividad extracurricular tiene su correspondiente sala bien equipada, todo para la satisfacción de los estudiantes y sus padres. En el patio central, cuyas dimensiones podrían compararse con las de un parque, destaca la fuente con la estatua de Vincent Sandberg, el fundador del colegio. En el comedor, donde se sirven menús de lunes a viernes, se pueden reservar los asientos aportando una suma extra de dinero. En resumen, es un lugar donde la riqueza se demuestra ofreciendo la mejor apariencia, y por ello sus estudiantes reciben la mejor calidad.
El colegio no es problema; muchos de sus estudiantes, sí. Las personas conforman una comunidad y, en un lugar donde la toxicidad y el dinero mandan, no todos me caen bien. Ni yo a ellos.
Una de esas personas es Tracy, amiga de la chica que, el primer día de clases, siempre me recibe con una embestida en el brazo.
—Muévete —ordenó con repulsión Sylvanna tras hacerme tambalear.
Tracy pasó por mi lado con su habitual expresión burlona.
—Ten cuidado —le dijo a Sylvanna—, quizá tenga los mismos modales que su vulgar madre.
Bueno, después de soportar lo mismo cinco veces, su diálogo cambió esta vez; aunque siempre preferiré su «deja que se deslumbre con tan poco».
Acomodé la correa de mi bolso y emprendí el paso hacia el interior de la prisión juvenil. El vestíbulo sería la envidia de cualquier hotel de lujo, con sofás de cuero, lámparas de araña, plantas para que el ambiente sea más cálido, cuadros de los rectores anteriores... Allí se conectan las escaleras y los pasillos. En el primer piso, se encuentran las taquillas; las oficinas de profesores, asistentes, consejeros y el director; también el centro de alumnos, lugar donde recogí mi horario.
En mi nuevo horario del lunes, vi que la primera clase era Lenguaje.
Corrí hacia el edificio, esquivando a otros estudiantes y, de paso, vi algunas caras que ya me resultaban familiares. Al llegar al aula, algunos chicos ya se habían instalado en sus asientos y parecían los reyes del lugar. Entre ellos, justo en el asiento central, Claus Gilbertson estaba apoyado en las patas traseras de su silla, se mecía sin ningún temor y se reía de sus lacayos mientras sostenía una extraña libreta al que no le presté demasiada atención.
«Por favor, que no sea con él... Por favor, que no sea con él», repetí para mis adentros.
Todas las veces anteriores, el profesor Wahl nos puso un trabajo de investigación sobre los géneros literarios. Rogué por que esta fuera la excepción. Que, obedeciendo a los pequeños cambios, al menos se modificara el trabajo o que mi compañero fuese otra persona, no Claus Gilbertson: imbécil y flojo.
Una de esas risas que no sabes si van dirigidas a ti o alguien más caló en lo más profundo de mi oído, como chillidos de cerdos en un matadero. Tracy entraba por la puerta del aula en compañía de Sylvanna y, más atrás, iba María cargando sus bolsos.
La última de las chicas, que llevaba una barra de chocolate por la mitad, tuvo que sentarse junto a mí después de entregarles las pertenencias a sus «amigas». No había asientos, los disponibles estaban cerca de Claus y su grupo, lo que no funcionaba como una alternativa válida para una chica como ella.
María se convierte en alguien especial el primer día de clases, pero aquella sexta vez fue por algo diferente.
El profesor Wahl entró en el aula y se hizo el silencio. Me pareció el momento ideal para hablarle.
—¿Por qué les llevas sus cosas?
—No pesaban —adujo, sacudiendo los hombros—. No me cuesta nada hacerlo.
—Ya te costará más adelan... Es decir..., no es correcto, luego tendrás que hacerlo todo el tiempo. Ellas se acostumbrarán a que lo hagas, pero tú no. No eres su burro de carga, díselo antes de que agarren confianza.
—Dudo que se lo tomen bien.
—Inténtalo —la animé.
¿Sabes?, es impresionante que una mirada, acompañada de una palabra, pueda significar tantas cosas. La palabra es un don que los humanos tenemos: muchas veces lo aprovechamos; otras, no. A veces la usamos como defensa y, en otras ocasiones, como ofensa. Después de esa clase, entendí que una palabra tiene el poder de influir en los demás. Un simple «anímate» puede determinar las decisiones de otra persona. Por eso siempre hay que pensar y luego hablar, cuidar lo que decimos. Una palabra es como un paso, damos uno en falso y caemos.
Como me temía, el profesor Wahl formó parejas para investigar los géneros literarios y Claus Gilbertson quedó conmigo. Amasé mis planes para enfrentarlo, algo que fuera corto y no me vinculara más con él. Nada más que un trabajo. Todo lejos de los alumnos de Sandberg.
Agarré mis cosas y salí del aula casi corriendo. El patio principal del colegio comenzaba a llenarse.
—¡Eh! —le escuché decir a Claus. Me detuve en busca de paciencia dentro de mis pensamientos. Algo así como «pensar en cosas bonitas» y no darle un puñetazo en la cara—. Yionne, ¿verdad?
—O’Haggan para los desconocidos. Te veré el sábado a las tres de la tarde, en la biblioteca pública.
Me miró desconcertado y formó una sonrisa.
—¿No preguntarás si estoy disponible?
—Mi instinto me dice que lo estarás y que, después de las seis, su alteza no está disponible.
—¿Quién te dijo eso? ¿Acaso lees la mente?
«Casi», pensé.
No le respondí y reanudé el paso sin hacerle caso.
El recreo duraba quince minutos, pero yo ya iba de camino a Historia por el patio principal. No tenía a nadie con quien hablar, la mayoría de los estudiantes se conocían y hacerme la simpática amistosa con las chicas que serían mis amigas no era una opción favorable.
Las estaba buscando —solo para darme el gusto de verlas—, cuando se produjo el segundo encuentro destinado entre Rust y yo, para desencadenar los hechos que marcarían los días siguientes. El hilo del destino comenzaba a anudarse; ya no lo podía evitar.
—Pero si es la novia de Santa —soltó—. Ven conmigo.
Me tomó del brazo para llevarme a la fuerza.
—¿Qué?
—Que vienes conmigo, Zanahoria —contestó, lo cual hizo que envidiara su facilidad para poner apodos... una vez más.
—Espera... —Me resistí—. ¡Rust!
Me lanzó una mirada de pocos amigos.
—No me llames así.
—No lo haré si...
Un golpe detuvo el mundo por un instante, acalló mis palabras e interrumpió los forcejeos. La tormenta vino tras una larga pausa, con gritos de chicas que no podían creer lo que había ocurrido ante ellas. Rust y yo nos esforzamos por comprender qué sucedía justo bajo el campanario de Sandberg. Dentro del remolino de estudiantes, logré divisar a mi compañera de pupitre. María estaba tirada en el suelo: le sangraba la cabeza, tenía un brazo roto y una rodilla dislocada.
Había saltado.
3
Las primeras veces nunca se olvidan, sean buenas o malas. Es extraño, pero si son malas, las recordamos con mayor detalle. Créeme: jamás podré olvidar la primera vez que vi morir a una persona.
Mi conocimiento de la muerte se remonta más allá del fallecimiento de papá. No fue con una persona, sino con un animal. Uno de los niños con los que jugaba había encontrado a un pajarito caído de su nido que ni siquiera tenía plumas ni había abierto aún los ojos. La única evidencia de que vivía era el leve movimiento de su pecho al respirar. Tan pequeño e indefenso... El hermano mayor del niño que halló al pajarito coleccionaba arañas de todo tipo. Horribles arañas. A la mayoría de los niños les emocionó saber cómo moriría el indefenso pájaro entre las mandíbulas de uno de los arácnidos.
Yo no pude hacer nada para salvarlo.
Este hecho marcó parte de mi vida; el rechazo a la crueldad del mundo que las personas formamos y que se forma en nuestro interior mientras crecemos, porque si al ir evolucionando aprendemos a discernir lo bueno de lo malo, yo no quería inclinarme por lo malo. Si tenía la oportunidad, quería salvarlos a todos.
Después de llegar a esta heroica decisión, la muerte se burló de mí y se llevó a papá en un accidente de tránsito cuando regresábamos de un paseo. Bastó un parpadeo para que todo cambiara. Fue la primera vez que vi morir a una persona. Después de eso, jamás me acostumbré a la muerte de alguien. Ni siquiera a la de personas que no conozco. Por eso, ver a María en el suelo tras haber intercambiado un par de palabras con ella..., no podía asimilarlo. Mucho menos con los estudiantes aglomerados a su alrededor. Los gritos desesperados y los llantos atrajeron a más estudiantes. Ninguno lograba asimilar lo que presenciaban sus ojos. Los profesores llegaron a la escena para controlar lo incontrolable. A medida que transcurrían los minutos, más alumnos se unían a la multitud para observar pálidos lo que ya todos murmuraban. Tracy rompió a llorar cuando la muchedumbre le hizo un espacio para ver a su supuesta amiga. Era razonable que lo hicieran, todos sabían que Tracy iba siempre en compañía de María y Sylvanna .
Cuando Rust —que había permanecido a mi lado— vio que Tracy lloraba desconsoladamente, fue a su encuentro y la rodeó en un abrazo para consolarla. Ella le devolvió el abrazo entre sollozos que pusieron de peor ánimo a todos, incluyéndome a mí. En cuestión de minutos, ambos desaparecieron de la escena.
Tuvieron que llamar a la plana mayor del colegio y a algunos guardias para despejar la zona de ojos curiosos. Anunciaron que las clases quedaban suspendidas el resto de la semana y que ya estaban llamando a nuestros padres para regresar a casa y explicar formalmente la situación. Sandberg parecía más sombrío que de costumbre.
Al menos, así lo percibí yo.
Con las clases suspendidas, los autos de lujo llegaron en busca de los estudiantes. Mi impotencia subió como un cohete al cielo al escuchar los rumores de los motivos por los que María había saltado. Todas y cada una de las especulaciones era más morbosa y desconsiderada que la anterior. Me pareció una falta de respeto, pero no dije nada..., aunque ganas no me faltaron.
Mi dilema emergía mientras veía la hora en mi teléfono. Contemplaba la pantalla y repetía para mis adentros una y otra vez: «Deja que pase, así se dieron las cosas», «Deja que pase, no lo eches a perder». Sin embargo, esa parte que me pedía ser fiel a la promesa de salvarlos a todos no me dejaba en paz.
—¡Es terrible! —murmuraba mamá una y otra vez, de camino a casa. Estaba muy conmocionada con la noticia, tanto que no podía pensar en otra cosa—. Sus padres deben de estar destruidos.
Por supuesto que lo estarían... si es que estuvieran vivos.
No solo conocí a Rust cinco veces antes, también a María. Habíamos llegado a entablar una sólida amistad, y estaba segura de que esta sexta vez también lo haríamos. Un cambio mínimo lo había arruinado todo.
—¿Estás bien? —dijo mamá. Ya me lo había preguntado antes, en Sandberg.
—Sí.
Mi respuesta no sonó convincente y es que era una mentira. Mamá lo notó y, al detenerse frente a un semáforo, insistió:
—¿De verdad?
—Que sí, mamá. Es solo que... hablé con ella esta mañana.
Desde luego. Le dije que intentara decirle a Tracy sobre cargar su bolso, que no cargara las cosas de los demás. Deduje que María pudo haberle recriminado esto a Tracy y bastaron unas palabras de ella para mutilar la confianza de María. De ser así, solo bastaba un clic.
—Dios... —continuó mamá—. Cómo cambian las cosas en unas horas.
«Ni te lo imaginas», pensé.
Me guardé mis pensamientos para mí, como hacía con la pesada responsabilidad que sobrellevaba. Entonces comenté de pronto:
—No pasa nada. Dejaré que transcurra el día y volveré.
Mamá se volvió para mirarme, confundida, y el resto del camino no dijo nada más.
23.56 horas
Mi dilema aumentaba con cada segundo que seguía observando la pantalla de mi celular. Estaba en la cama, preguntándome cómo lo haría, si realmente mi teoría era cierta y qué haría en caso de que no lo fuera.
¿Sabes? Diría que presenciar la muerte de papá fue lo más terrible, pero te estaría mintiendo. Lo que vino después de su fallecimiento fue lo peor. Una pérdida siempre deja marcas. Mamá y yo nos quedamos solas, sin que nada pudiera llenar el espacio que papá dejó al morir. Para entonces tenía ocho años, serios problemas en los colegios, un odio irracional al mundo y al nefasto Día del Padre. Odiaba a los niños que podían gozar de sus padres, los programas en la televisión sobre familias felices, las películas infantiles, y me odiaba a mí misma porque, de alguna forma, me sentía responsable de su muerte. Si hubiese hecho algo distinto, aunque fuera solo un detalle, podría seguir teniendo a mi papá. Pero nada lo haría volver.
Extrañaba a papá, demasiado.
Una noche, mamá me dijo que a veces buscaba consuelo hablándole a la luna. Me dijo que la luna podía escuchar, que era un medio entre los vivos y los muertos. Que la luna sería lo único que me uniría a papá.
«¿Tienes algo que decirle a papá? Díselo a la luna, ella le enviará el mensaje ».
Sonaba absurdo, un consuelo para niños pequeños. Mucho más pequeños que yo. A mi edad, ya era una niña resentida que no creía en nada, que había perdido la fe. No creía en ninguna cosa, mucho menos en que la luna pudiera escucharme. Pero lo hice. A pesar de todo el arrepentimiento que podía conllevar —y consciente de que no ocurriría nada—, decidí intentar hablar con la luna. Le pedí que me dejara retroceder al día del accidente, para así evitar la muerte de papá, que me concediera el poder de retroceder al momento en que él vivía. Una, dos, tres veces. Lo hice cada noche sin obtener respuestas, como ocurría con todo lo demás. Mis intentos fallidos aumentaron la desesperación por mi pérdida y el rencor hacia todo. De modo que una noche no supliqué ni hablé con palabras sutiles, quise hacer algo diferente. Descargué mi odio contra la luna. La insulté y ella me devolvió las ofensas concediéndome mi deseo.
Lo hizo, mas no de la forma en que yo deseaba.
No. No estoy loca. Sí, ya sé que suena absurdo que la luna cumpliera mi deseo. Yo tampoco lo pude creer cuando, al despertar, sentí que todo ya lo había vivido. Reviví mi día antes de volver a la noche en que la insulté. Como un déjà vu.
Podía viajar al pasado, retroceder en el tiempo a la fecha que quisiera, excepto al día del accidente. O a algún momento que me permitiera evitarlo.
Me fui adaptando al nuevo estilo de vida, cambiando cosas mínimas que daban pie a grandes cambios. Comencé a sobrellevar un don que podía convertirme en la heroína de la ciudad, pero que me hizo sentir todo lo contrario. Los retos y las decisiones que tomaba cada vez que retrocedía a un hecho de mi vida cada vez tomaban mayor peso.
Cada cambio conllevaba una consecuencia.
Cada acto heroico implicaba una muestra de cobardía.
Cada muerte frustrada traía como consecuencia la muerte de otra persona. Si salvaba una vida, otra debía ocupar su lugar.
Es un intercambio equivalente.
Si volvía al primer día de clases e impedía que María saltara, alguien más debía morir en su lugar. Pero... ¿quién?
4
Sexta primera vez.
El día empezaba igual, con la clase de Lenguaje.
En el aula, Claus hablaba con sus amigos y se mecía apoyándose en las patas traseras de la silla con la libreta en la mano. La idea de volver en el tiempo y hacer algo para que se cayera de esa jodida silla me provocó una sonrisa. Para mi disgusto, el mismísimo Claus descubrió mi gesto y su ego se manifestó en un guiño dirigido a mí. Mi mueca de asco quedó disimulada al sentarme y darle la espalda. Durante los minutos en los que esperé al profesor Wahl, supliqué que esta vez mi compañero de trabajo fuese otra persona. Cerré los ojos con fuerza, pero volví a abrirlos cuando sentí el aroma dulce que María siempre lleva consigo. La miré con deseos de abrazarla y decirle cuánto me alegraba de verla. No lo hice. Me mordí la lengua para fingir que su presencia no me importaba.
Wahl entró y la clase empezó en silencio. Nada de presentaciones para los nuevos estudiantes ni un informe de las materias que veríamos el resto del año. Comenzó hablando sobre el lenguaje y su importancia, luego lo condujo todo a la vida y de la vida a los libros; así concluyó con la investigación sobre los géneros literarios en pareja.
No podía dejar de vincularme con Claus, aunque lo intentara con todas mis fuerzas. No quería verlo ni en pintura, pero siempre aparecía. Estaba tan ligada a él como a Rust.
Si tuviera que describir mi opinión sobre Claus, sería algo así:
Así de jodido.
Lamentablemente, y recordando las palabras de Rowin, hay cosas inevitables de las que no podemos escapar. Si tuviese que comparar a Claus con algo, sería con el olor a caca de perro cuando la pisas y se te queda en el zapato durante horas.
Eso sí le hace justicia.
Y tú estarás de acuerdo conmigo más adelante.
Al salir de Lenguaje, esperé que mi teoría fuese correcta y que la pequeña conversación que había tenido con María (antes) fuese la causa de que saltara. Me dirigí al campanario de Sandberg y me detuve ahí mientras hacía oídos sordos a las llamadas de Claus... otra vez.
—Yionne, ¿verdad? —preguntó al llegar a mi lado.
Lo miré con aire despectivo y volví a centrarme en el campanario.
—O’Haggan —corregí.
Antes de continuar hablando, él me interrumpió.
—Nena —dijo, y me rechinaron los dientes—, seremos compañeros de trabajo y de clase, ¿no crees que deberíamos..., no sé, tenernos más confianza?
—No lo creo. —Di un paso al costado, lo tenía demasiado cerca como para querer darle un golpe—. Y no me apetece. O’Haggan está perfecto. Te veré el sábado a las tres de la tarde, en la biblioteca pública.
Esbozó una sonrisa torcida y procedió a preguntarme lo de su «disponibilidad». Preferí ahorrarme el tiempo de escucharlo y verlo gastando saliva.
—No preguntaré nada, sé que estás disponible —agregué—. Ah, y no leo mentes. En el caso de que lo hiciera, créeme que la tuya sería la última que querría leer.
Fue un error tratarlo de forma tan despreciativa, eso definitivamente lo transformaría en una garrapata. No obstante, no podía contener mi odio hacia su persona, de la misma forma que no podía ignorar a Rust cada vez que aparecía en mi campo visual.
Lo vi aparecer desde el otro lado de la fuente en el centro del patio principal, caminando con su paso ligero y despreocupado, el cuello de su camisa desabrochado y la corbata desajustada. El cabello corto le sentaba genial, pero lo ocultaba bajo una gorra de béisbol con la visera hacia atrás.
Nuestro encuentro fortuito en Sandberg se rompió con una inesperada sorpresa: el «nuevo cambio».
Rust no caminaba solo, estaba en compañía de la silenciosa Shanelle Eaton, quien se arrimaba a su brazo.
—¿Están saliendo? —pregunté de inmediato, sin intención de obtener respuesta.
Claus, que apresaba su interés en Rust, lanzó una seca carcajada que contenía solo odio.
—Hace más de un año —farfulló.
Rust pasó frente a nosotros intercambiando una mirada desafiante con Claus, antes de reparar unos segundos en mí.
No lo entendí.
Entre ellos hubo algo, sin embargo, las veces anteriores ya solo eran una pareja que había roto. ¿Por qué continuaban juntos? ¿Qué desorden de acontecimientos estaba ocurriendo?
Me alarmé más de lo necesario. No sabía qué otra cosa había cambiado como para que Rust y Shanelle siguieran juntos. Las cinco veces anteriores, Rust no había mostrado interés por ninguna chica que no fuera yo, y mucho menos por Shanelle. Si el cambio era así, entonces aquella realidad sería impredecible. Además de no saber quién sería la persona que ocuparía el lugar de María, qué ocurriría entre Rust y yo.
—Entonces el sábado a las tres, nena.
Aterricé. Claus seguía conmigo.
—O’Haggan —corregí de nuevo con inquina.
El descubrimiento que acababa de hacer me afectó más de lo que quisiera admitir. Llámalo celos, llámalo despecho. Me da igual. Al verlo con Shanelle, me quedé con el corazón roto, y el curso apenas comenzaba.
Ignoré a Claus. Preferí esconderme en el último cubículo del baño a la espera de que el recreo acabara sin malas noticias. Que la pesadilla anterior no ocurriera y María no decidiera saltar.
Me mantuve oculta, con los pies recogidos sobre el váter, mientras meditaba las posibilidades que el destino había cerrado para mí al burlarse de mi credulidad y confianza. Ahogué mis pensamientos pesimistas sobre el futuro y me repetí una y otra vez que hiciera lo correcto.
Observé la pantalla de mi celular, la fotografía de fondo de pantalla. Entré a la sección de «alarmas» y comencé a borrar todas hasta dejar solo la primera en caso de que la melancolía me atacara.
A veces, cuando me sentía sola y apenada, olvidaba la carga que mi «habilidad» conllevaba y regresaba a los días en que papá seguía con vida solo para disfrutar de su compañía junto a mamá. Sentir su abrazo, escuchar su voz..., o incluso que me regañara, todo me hacía feliz de él. Me conformaba con lo mínimo solo para sentirlo vivo.
Aunque, en ocasiones, el tiempo se volvía segundos, lo que significaba problemas. He aquí una lección:
El tiempo es demasiado extraño.
El tiempo permanece.
El tiempo es dañino.
La gestora de mi maldición me había penado con un tiempo limitado si me refería a una vivencia con papá. Es decir, podía retroceder el tiempo a un momento en que estuviese con él, pero no podía vivir desde allí, excepto si se trataba del maldito bucle que empezaba en nuestro regreso a Los Ángeles.
Al principio yo tampoco lo comprendía, tuve que darme cuenta de esto lentamente. ¿Vas entendiendo por qué lo llamo una maldición? Tuve que aprender con el dolor de no poder estar con papá, o solo estar con él por un tiempo corto. Cuanto más alejado el recuerdo, peor. Así, cada vez que volvía, lo hacía acompañada de mi celular y alarmas que funcionaban para que volviese al presente.
O, en su defecto, al futuro. (Sí, como en la peli).
Me hice un ovillo dentro de mi cubículo preferido, esperando cualquier desgracia, cuando oí que alguien más entraba en el baño. Oí el agua correr y un bufido que evidenciaba nerviosismo. De pronto, oí un carraspeo familiar y supuse de quién podía tratarse. Luego, la persona al otro lado del cubículo empezó una charla consigo misma y mis conjeturas se confirmaron.
—Tú puedes hacerlo, Sindy —se decía con voz inquieta—. Eres una mujer valiente y decidida. Esto es algo que quieres desde hace mucho.
Sonreí para mis adentros. Bajé los pies del váter procurando no hacer ruido y me aventuré a abrir la puerta lo suficiente para verla apoyada en dos lavamanos, inclinada hacia el espejo.
—Ay, Dios... Un desastre. ¡Soy un desastre! —exclamó mientras intentaba arreglar un rizo rebelde que asomaba de su flequillo—. ¿Cómo rayos voy a ser de la directiva estudiantil con este mal aspecto? Soy un fracaso.
Oh, Sindy, siempre tan ciega sobre sus capacidades y su aspecto. Siempre buscando un paso más de la perfección. Tan estricta consigo misma. Cielos, cómo la extrañaba.
Seguí sonriendo como una boba. Vi que se arreglaba el rizo rebelde durante unos segundos más, hasta que me descubrió espiándola dentro del baño. No debió de ser la mejor de las imágenes para que saltara de esa forma y se girara hacia mí, pero tampoco motivo para que gritara así. Pero si había algo que caracterizaba a Sindy Morris, era que lo exageraba todo... de una forma buena y cómica.
—¡¿Qué mierdcoles?!
Ah, sí. También tiene una lengua demasiado suelta, tanto como para escupir groserías que harían llorar a cualquier monja de la parroquia de Sandberg. No obstante, trata de contenerse porque, según ella, dan mala imagen de las personas. Cada casigrosería que se le escapa, es anotada en una libreta.
—Algo me dice que con esa actitud pesimista no ganarás. Y si estás pensando en prohibir los celulares..., terminarán odiándote.
Frunció el ceño. Adoptó una posición defensiva, apretando los puños como si fuera a pegarme.
—No vas a golpearme —canturreé mientras salía de mi escondite—, algo me dice que repartir golpes no es lo tuyo.
—Me... ¿Me estabas espiando?
—No, no —negué y me apoyé en el lavabo continuo—. Solo quería ver a la persona que se prepara mentalmente para anunciar su candidatura como presidenta del consejo estudiantil. Insisto: no prohíbas los aparatos electrónicos, te odiarán por eso.
La extrañeza se acentuó en su rostro. Hizo un gesto esquivo hacia el costado, luego me miró con más detalle.
—¿Tú crees? Justamente eso pretendía hacer, dis...
—Distraen a las personas de las cosas importantes, sí —concluí con una sonrisa—. Pero somos una sociedad que ya no vive sin tecnología. Es nuestro escape. —Agité mi celular para enseñarlo.
—Tienes razón —admitió con desgana—, la tecnología nos está consumiendo...
—Nosotros mismos nos estamos consumiendo mediante la tecnología. Por cierto, soy Yionne y tienes mi voto.
—Sindy —se presentó.
El timbre para volver a clases sonó. Sindy y yo nos despedimos en el baño; ella tenía clase de Arte, yo de Historia. Al salir al pasillo, no había incidentes, tampoco rumores o malas noticias. Cuando sacaba mi cuaderno de dibujo, Tracy pasó por detrás de mí en compañía de Sylvanna, quien me dio un empujón que casi me hace estampar la nariz contra la puerta de la taquilla contigua. Las seguía María.
Pese al golpe que acababa de recibir, sonreí porque lo había logrado: María estaba viva.
Me dirigí a la siguiente clase cuando dos chicos se colocaron frente a mi camino y otros dos detrás. Los conocía bien, y a su cabecilla todavía más. Rust se abrió paso hacia mí con una sonrisa que describía a la perfección su seudónimo: Siniester.
5
«Hay golpes que duelen, pero miradas que matan».
La mirada de Siniester podría encajar perfectamente en aquella frase. No preguntes de dónde la saqué, solo puedo decirte que la recordaré siempre. Si existe una forma en descifrar a quién me enfrentaba, si a Rust o Siniester, es a través de sus ojos y su semblante.
Rust casi siempre es un impúdico que asegura obtener todo lo que desea con sus malos modales, su horrible sentido del humor y la entrega total de sí mismo a quienes quiere. Siniester, por otro lado, emite un aura fría que evoca una preocupación por no recibir una patada de su parte. Se lo toma todo muy en serio, incluido su trabajo.
Nunca me ha gustado esa faceta suya, pero aprendí a amarla porque pertenece a Rust.
Y sigo haciéndolo. Por esta razón verlo con Shanelle Eaton me estremeció tanto. Es duro saber que alguien más hace feliz a la persona que te hace feliz —valga la redundancia—, porque... no sé, tal vez la misma realidad te golpea y te grita: «Eh, baja de esa nube, tú eres igual que el resto».
¿Sabes qué es lo peor de todo? Que por él volví una sexta vez, para repetir todo lo que ya viví.
El 25 de diciembre Rust murió por primera vez.
Aún puedo oler el chocolate recalentado, recordar la taza con el dibujo de un reno sobre la mesa, oír la música navideña que sonaba por la radio. Movía mi cuerpo al contagioso ritmo de «Let It Snow! Let It Snow! Let It Snow!» cantada por el magnífico Frank Sinatra. No conocía la canción del todo, pero su ritmo pegadizo me llevó a tararearla mientras me maquillaba.
Rust pretendía enseñarme a patinar en la pista de hielo de LA Live. Estaba dispuesto a arreglar la enemistad que había entre los patines, el hielo y yo. Para ser franca, yo sabía que, muy en el fondo, le entusiasmaba la idea de arruinar alguna foto familiar o de parejas. Su expresión facial sufrió un extraño cambio durante el momento en el que bromeé al decir lo gracioso que sería aparecer por casualidad en alguna fotografía romántica, pues para Navidad siempre se producía alguna propuesta de matrimonio. Después, nos iríamos al sitio de siempre, la quebrada elevada que nos regalaba una maravillosa vista del mar.
O eso creí.
No había terminado la canción cuando recibí una llamada de Brendon, el mejor amigo de Rust y su principal cómplice. Me informó de que uno de los lacayos de Snake había disparado a Rust.
¡Bang! Mi cabeza se hizo añicos días después. Los doctores no pudieron hacer gran cosa, la bala impactó en su cabeza. Todo muy... impensado. Créeme, ni siquiera podía imaginar lo que sucedía, me sentía inmersa en una pesadilla. Me pareció una tragedia tan repentina que no digerí la noticia en un mes. Reaccioné el 28 de enero.
Y comencé de nuevo.
El 25 de diciembre ocurrió su segunda muerte. La quinta vez, reinicié para mí. Creo que me explayé demasiado.
El punto es que Rust comenzó mi ajetreado viaje, mis reinicios y mis delirios en todos ellos. Si estás creyendo que por su causa empecé esta especie de bucle, te estás equivocando. Las decisiones aquí siempre las he tomado yo, eso me hace responsable de toda la mierda y las cosas buenas que aprendí de cada marcha a la salvación.
Es mi culpa; no puedo dejar ir a nadie. Pero ese no era el mayor de mis problemas.
Tampoco lo era estar rodeada de cinco chicos de dudoso aspecto.
El silencio se apoderó de todo aquel que pasara a nuestro alrededor. La tensión se acopló al frío que embalsamó el pasillo.
Siniester ya tenía cierta fama dentro de Sandberg y, al parecer, algunos sabían a qué dedicaba sus horas después de clases, incluso muchos de ellos le habían pagado para dar palizas por encargo. Yo también lo sabía. Entendía que la intimidación silenciosa formaba parte de su crudo juego, no obstante, su presencia me era tan familiar... No podía ser seria. Mucho menos cuando ya estaba demostrado que en esta realidad algo me ata a su mundo.
Solo me restaba evitar a toda costa la noche del 14 de noviembre para no seguir involucrándome más.
Frente a Siniester y sus amigos, busqué una nueva forma de huida. Una que no salió muy bien.
—Qué linda bienvenida —empecé—. No esperaba ser recibida así en mi primer día en Sandberg. ¡Gracias!, son muy tiernos, chicos, peeero tengo que ir a clases.
Di mi primer paso hacia mi posible libertad, que parecía diminuta entre Brendon y Fabriccio, y ahí me quedé: de pie frente a ambos chicos que me negaban el paso.
—¿No dejarán que me marche?
—No, niña —respondió Siniester—, no puedes pasar.
Olvidé decir que tampoco me gustaba el tono serio que Siniester usaba para hablar. Todo lo que pronunciaba tenía un toque de disgusto que, en definitiva, me hacía preferir a Rust y su tono más socarrón.
—¿Por qué?
—Dejé pasar la bofetada, me debes un favor.
Medí la distancia que nos separaba. En nuestro sexto primer encuentro la intimidación fue más efectiva y Siniester se mostró más rudo. Estábamos en un lugar público y bajo vigilancia, no le convenía ser un bruto. De seguro no quería que su padre visitara la oficina del director.
—¿Te debo un favor por ponerte en tu lugar? —solté—. No lo creo, Rust Wilson.
Di un paso y me obligué a levantar la cabeza para mirarlo a sus ojos azules.
—No me provoques, niña —advirtió—. Y no estoy para juegos.
—Qué coincidencia, tampoco yo. ¿Por qué mejor no dejas que me marche a clase?
En ese momento me reveló su consabido gesto de hacer crujir los dedos. Siniester tenía la manía de hacerlo siempre. Ni hablar de cómo sonaba su cuello al flexionarlo a los lados. Auch.
—Creo que no entiendes la gravedad de la situación —explicó en un tono más calmado—. Ahora mismo, tu única opción es escucharme con la boca cerrada. Nada de sarcasmo, nada de falsa empatía, nada de darme órdenes. Callada.
Sí, iba en serio.
Mi lado tranquilo tomó el control.
—Bien, ¿qué quieres?
—Envíale un mensaje a tu novio.
Estuve a punto de replicar, pero dejé morir mis palabras antes incluso de que cobraran vida. Su dedo índice sobre mis labios fue del todo innecesario.
—No he terminado —prosiguió—. Dile a ese bastardo que no se meta con Shanelle y que los bohemios hablarán, pero solamente si...
—Pisan terreno neutral —acabé en un susurro, tan desconcertada como Siniester.
—¿Ya lo sabían?
No respondí. Estaba más concentrada en calcular los días que faltaban para que ese acuerdo se llevara a cabo basándome en las veces anteriores. Lo que significaba que una cantidad ingente de problemas ocurrirían más pronto de lo esperado y, sabiendo esto, la vida que sería arrebatada a cambio de la de María se ejecutaría un mes después.
—¿Cómo podrían saberlo? —preguntó Brendon—. Roma dijo que no tuvo contacto con ellos.
—Entonces mintió —siguió Matt.
—No lo hizo —intervine antes de oír más suposiciones—. Roma no miente, Snake sí. Lo que pueden hacer es no ir a esa reunión, traerá muchos problemas. —Me volví hacia Siniester—. No le daré tu mensaje a Claus.
Molesto, contraatacó de nuevo.
—Hazlo —me ordenó a medio paso de pisar mis zapatos.
—No lo haré —insistí—. No tienes nada con qué amenazarme. Y si tienen un poco de sentido común, no aparezcan en esa reunión: es una trampa.
Bien, pausa.
Sé que estás preguntándote de qué rayos hablábamos. ¿Bohemios? ¿Reunión? ¿Trampa? Nada te parecerá conocido, pero pronto sí. Es imposible no incluirlos en todo esto.
En los terrenos oscuros de Los Ángeles, donde el pensamiento humano se limita al miedo, existe un lugar al que algunos llamaron Catarsis. Un simbolismo a la liberación del espíritu. Catarsis tuvo su origen como un «juego»: peleas clandestinas con el fin de descargar la tensión de la semana. Cualquiera que tuviese edad suficiente podía asistir. Sin embargo, con el tiempo, se fueron añadiendo tantas personas como reglas, lo que llevó a crear tres bandos que representaban el pensamiento y oficio de cada participante: Bohemia, Legión y Monarquía. Con el pasar del tiempo, lo que antes era una forma de liberar tensiones, se convirtió en la tensión misma. Surgieron líderes de los bandos y generaron enemistad entre los demás. Las peleas clandestinas pasaron a ser enfrentamientos de armas y tomas de territorios para ventas de drogas. Empezaron a reclutar a jóvenes como guerrilleros y futuros mandos que seguirían sus pasos. El poder los consumió a todos, incluyendo al líder de Legión, Ramslo, lo que le causó la muerte en un intenso tiroteo. Su sucesor, la persona en la que más confiaba, se quedó a cargo: Shanelle. Y todos los demás actuaron bajo su apodo. En el caso de Rust, el suyo es Siniester, por este motivo, se exaltó tanto al decir su nombre.
Resumiendo, la situación sería así:
No podía fijarme en una persona normal, tenía que ser el sujeto perseguido por una banda que quería verlo muerto. Sin mencionar que el sucesor de dicha banda enemiga conocía su nombre real, a su familia y dónde estudiaba. Su personaje y forma de pensar me recordaba mucho al Joker de Batman. Ya sabes de quién hablo.
Claus se divierte al atormentar a Siniester y también a Rust, aprovechándose de las cosas que conoce de él. Pero, por otro lado, Rust también conoce cosas de Claus. Ambos viven en una presión constante sin acabar con el otro.
Quiero aclarar algo: no odio a Gilbertson por el simple hecho de llamarme «nena» y poseer una personalidad megalómana. Tengo razones suficientes:
1. Matar a Rust.
2. Su deslealtad.
3. Lo que pasó y ocurriría el 14 de noviembre.
Suma y sigue.
Lo peor es que no podía decir nada sobre cómo era realmente, solo limitarme a advertencias e intentos de impedir los hechos que yo misma provoqué.
De regreso a mi sexto primer día de clases, rodeada por cuatro chicos y frente a quien tenía todos los dominios de mi corazón, las cosas no iban a mejorar sin que diera una explicación.
—¿Por qué dices que es una trampa?
—No lo es, lo será —corregí—. Jamás podrán firmar un tratado de paz con tanta ambición de por medio. La reunión que pretenden llevar a cabo será una masacre.
«Y uno de ustedes morirá en ella», concluí en mis entristecidos pensamientos, mirando con disimulo al cuarto y más silencioso de los chicos, Morgan.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó él.
Teniendo en cuenta mi maldición, dicha pregunta me hizo sonreír con amargura. Sentí la tentación de explicárselo todo, absolutamente todo. Sin embargo, procuré buscar una respuesta que no guardase relación con mis múltiples viajes y acabé encontrando una bastante absurda, pero que los dejaría satisfechos.
—Lo oí del mismísimo Claus.
—Eres parte del juego —afirmó Siniester.
No pude mirarlo a la cara. Opté por centrarme en mis zapatos.
—Yo no juego por ningún bando, yo juego por una persona.
—¿Y quién es esa persona? —preguntó Brendon.
En ese instante, algo debió golpear mi corazón. Todo lo que hice fue elevar la cabeza y buscar el rostro de Siniester.
Después de este encuentro, empezó mi verdadera y única historia.
6
Luego de un tranquilo martes, llegó mi tercer día en Sandberg.
Me despedí de mamá deseándole un buen día, como de costumbre. Detrás, Tracy y Sylvanna esperaban a que saliéramos. Su impaciencia siempre se reflejaba en los insistentes bocinazos que rompían cualquier momento emotivo entre mamá y yo. Mi querida madre aún no se acostumbraba a la imprudencia de la rubia y su amiga, en cambio yo pasaba de ella y de todo lo demás. De lo que no pude escapar fue de notar que, en la puerta principal del colegio, Sindy les entregaba un folleto a todas las personas que pasaban por su lado.
—Mamá, voy a bajar.
—Pórtate bien