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Salir de casa siempre me lleva más tiempo del que me gustaría y, al final, llego tarde a todas partes. Fabre —si sois un poco intensos podéis llamarlo «mi mejor amigo»—, en cambio, es un puto reloj. Claro que el muy cabrón no sigue el mismo ritual que yo antes de ir a los sitios. No se entretiene colocándose bien el pelo frente al espejo (con los dedos, eh, que yo no cojo un peine desde hace años). No comprueba si le han aparecido nuevos granos. Es tan afortunado que nunca le salen. Tampoco se plantea si debe afeitarse el bigote, ni se fija en si se le marca lo suficiente la mandíbula para que alguien lo note y piense: «Joder, qué sexy». En realidad, se llama Marc Fàbrega, pero todos lo conocemos como Fabre.
A mí solo me crecen unos pelitos asquerosos en la barbilla y algo de vello bajo la nariz. Él tiene barba de tío mayor: gruesa y seria. Por eso, cuando lo vemos, todos pensamos: «Joder, qué sexy». Además, el hijoputa está esculpido a base de jugar al fútbol, entrenar en el gimnasio y esas cosas. A mí el fútbol nunca me ha gustado y las dos veces que he pisado el gimnasio me he aburrido tanto como cuando mi madre me obligó a ir a ver una ópera infumable. El gimnasio, mira, sirve para tener tableta, bíceps, pectorales y todo eso. Pero ¿hay alguien en el mundo a quien realmente le guste la ópera? Porque me pareció que todos los del público eran esnobs haciendo postureo —mi madre incluida— y que tenían que esforzarse muchísimo para no sobarse.
La noche del Gran Golpe seguí el típico ritual: me miré en el espejo del baño, tensando las cejas y apretando la mandíbula. Me pasé los dedos por el pelo alborotado para que los rizos me cayeran sobre la frente y se me vieran bien los lados rapados. Tengo dieciséis años —los cumplí en enero—, pero todo el mundo me echa dieciocho. Por eso me suelen vender tabaco y alcohol sin pedirme el DNI. Sin embargo, como estoy tan delgado, a veces la mayoría de edad y la pose de sobrado no cuelan. En estos casos no me venden nada y tenemos que pedirle al hermano mayor de algún amigo que visite el súper.
A las doce y media bajé de puntillas a la planta inferior. Mis padres estaban en el comedor. Como creían que yo ya dormía, habían cerrado la puerta. Miré con el rabillo del ojo por uno de los cristales y los vi apalancados en el sofá, ante un documental aburridísimo. La luz del televisor se les reflejaba en la cara cansada.
Salí de casa a lo ninja silencioso. Joan, mi hermano, todavía no había vuelto. Ni idea de por dónde andaba. Ya tiene veinte años y nunca sé lo que hace. Quizá había ido a algún sitio con la novia. De todas formas, si me lo encontraba subiendo la calle, no me preguntaría adónde me dirigía ni les diría a papá y a mamá que me había visto. El muy imbécil me ignoraría, como si fuera hijo único. Lo que hace siempre.
Estábamos a mediados de marzo. Se acercaba la primavera, pero por la noche la rasca de invierno todavía me helaba los huevos. Me puse la capucha de la sudadera, chascando la lengua y cagándome en la puta por no llevar abrigo. No es que me lo hubiese olvidado. Me había dado pereza cogerlo y punto. Al doblar la esquina, me crucé con un tío de hombros anchos que me sacaba media cabeza. Los dos nos aguantamos la mirada y él fue el primero en apartarla. ¿Sabéis por qué? Muy sencillo: no llevaba capucha. No imponía.
Las calles silenciosas y deprimidas se me hacían pesadísimas. Perdí dos maravillosos minutos conectando los auriculares al móvil, poniéndomelos y buscando una canción en Spotify que me apeteciera escuchar. Tras repasar mi lista principal, que mi yo idiota y cursi de dos años atrás había titulado «eDgY-BoY», opté por una pieza exquisita de reguetón clásico. Sí, era consciente de que escupía machismo por todos lados. Laura —si sois un poco intensos podéis llamarla «mi mejor amiga»— me echa la bronca cuando pongo alguna así. A ella le va el reguetón feminista. Hasta hace poco yo no sabía ni que existía. Había añadido canciones de ese estilo a la lista. Molaban bastante. Pero entonces no me apetecía escucharlas porque las cantantes vocalizan, las entiendo y lo que dicen me hace pensar demasiado. Los retrasados del reguetón tradicional, en cambio, hablan como bebés colocados y es imposible pillar nada. Entonces no quería pensar ni rayarme ni deprimirme. Pensar por la noche me provoca dolor de cabeza e insomnio, y no se me pasa hasta que no le doy un par caladas a un porro.
Vivo en la ciudad de Sabadell, justo donde se termina el barrio de Gracia, en una de las casas que dan a la Gran Vía. No os imaginéis la zona de Gracia y la Gran Vía sabadellenses tan pijas como las de Barcelona. Son todo lo contrario: obreras y cero pretenciosas.
No tardé demasiado en llegar a la plaza del Trabajo. Allí me esperaba Fabre. Era la única presencia humana: ya hacía rato que las viejas que paseaban al perro y los flipados que jugaban a baloncesto se habían encerrado en la cueva. Estaba sentado en uno de los bancos, con las rodillas separadas y un brazo sobre el respaldo. Tenía un piti de liar en la boca y el ceño fruncido. Me guardé los auriculares, me bajé la capucha y fui hacia él.
Llevaba la clásica cazadora —que siempre despide olor a tabaco— y el pelo empapado y revuelto, como si se lo hubiera secado con una toalla un segundo antes de salir. Y se había afeitado de una puta vez. El muy flipado es socio del Gimnasio 24/7 de la avenida Barberá. Habría ido a entrenar por la noche y se habría duchado allí mismo. A veces parece que haya salido de aquella peli musical de los ochenta: Grease. Las cazadoras vintage me gustan, lo reconozco. Pero, joder, igual que Holden Caulfield no aguanta el cine en general, yo odio a muerte los musicales. Nada me saca más de quicio que los momentos en que, en mitad de una peli, los actores se ponen a cantar y bailar. Le quitan la credibilidad a la historia. La hacen saltar por los aires. Tengo que reprimir las ganas de levantarme y gritar: «¡Cerrad la puta boca, imbéciles!». En el teatro también se representan musicales y todo eso, lo sé, pero yo no piso mucho el teatro. Hace un año y pico de la última vez que me senté en platea. Fuimos a ver Els pastorets, porque actuaba mi prima, una esnob insoportable, para variar. Me dormí a los diez minutos.
—Hola, capullo —me dijo Fabre, dándome la mano de la manera menos sentimental posible. Desde los trece años que me saluda con un «Hola, capullo». Todavía me suena raro—. Bro, ¿has visto la hora que es? ¿O me dirás que eres de letras y que no distingues un número de otro? Habíamos quedado a y veinte y ya es casi la una...
—Dame las gracias —le respondí—. Podría haber llegado a las dos.
—Qué hijoputa.
—¿Me das un calo? —le pedí. No sé cómo aguanta el gimnasio y el fútbol fumando tanto.
—Solo uno, ¿eh? Que eres un puto rata y siempre me birlas el tabaco.
Me pasó el piti perfilando una sonrisa. Ya casi se había consumido y me tragué el humo que picaba más. Tuve que disimular para que no se me notaran las ganas de toser y correr a la fuente. No hay nada tan humillante como eso, y más delante de Fabre. Le devolví la colilla, que me agonizaba entre los dedos, por si quería apurarla, pero la tiró haciendo una mueca.
Nos dirigimos al Pau Vila, nuestro instituto. Metí las manos en los bolsillos: me sentía rarito moviendo tanto los brazos al caminar. A veces tengo la sensación de que los balanceo demasiado y me da miedo parecer Miss Universo desfilando por Sabadell.
Rocho —Rocío, en realidad— nos esperaba frente al bar 9Kim, a pocas calles del insti. Se había puesto el eyeliner y se había pintado un lunar sobre el labio.
—Jambo, ¿por qué habéis tardado tanto? ¿Os la estabais mamando por ahí detrás o qué?
Fabre me dio una colleja imprevista. Joder, me reventaba que lo hiciera. Le habría arreado cuatro hostias en la cara, para devolvérsela. Pero no era el momento.
—Es culpa suya —dijo—. Es un puto tardón.
Rocho está en cuarto de la ESO, como nosotros, pero tiene un año más. La muy pringada repitió primero. Es la choni más temida del curso. En segundo le pilló una rabieta con el profe de mates, que la había suspendido. Le gritó: «Me comerás el chocho como me llamo Rocho, gilipollas. ¿Para qué necesito estudiar mates, si ya tengo calculadora en el móvil?» y luego rompió una ventana del aula de un puñetazo. Se hizo mogollón de cortes, empezó a sangrar como un cerdo y vino una ambulancia a llevársela. «¡Toma, me saltaré mates y catalán!», exclamaba, pletórica, mientras salía de clase con el brazo chorreando sangre. Igualmente tuvo que hacer la recu de mates después de Navidad.
Me cae bien, pero tampoco me llevo demasiado con ella. Es mejor así: si os juntáis mucho, un día la cagarás, se enfadará contigo y entonces ya puedes darte por muerto. Obviamente, no todas las chonis son tan chungas. Algunas son empollonas integrales, incluso repelentes, y nunca llegan a las manos con nadie. Rocho, en cambio, celebra la fiesta de los guantazos con la peña que la putea. Una vez se pegó en la plaza del Trabajo con Berta, una falsa de un curso superior que la llamaba putón verbenero a sus espaldas. Toda la panda del Pau Vila fuimos a verlo, gritando eufóricos como si estuviéramos en el circo. Al final vinieron los padres de Berta y le dijeron a Rocho que la denunciarían y que acabaría en un centro de menores. Se llevaron a Berta a rastras, que, con la boca ensangrentada, no dejaba de rugir: «¡Te mataré, zorra!». No sé si al final pusieron la denuncia. A Rocho nunca la han mandado a un centro de menores. Y a Berta la terminaron apuntando a La Vall, un cole privado y religioso solo de tías.
Además, Rocho sale con Gabriel Hernández, el Gabri, el cani más chungo de todos los tiempos. Los rumores dicen que está metido en una banda rara. Había ido al Pau Vila: empezó cuarto de la ESO cuando yo entré en primero. No acabó el curso: lo expulsaron en el primer trimestre por insultar y amenazar de muerte al director. Y le felicito, la verdad. Ese señor es un cabrón. Incluso los demás profes lo piensan. El día que el Gabri salió del insti para no volver jamás, se habrían asomado a la ventana y le habrían aplaudido con lágrimas en los ojos, si con ello no se estuvieran jugando el puesto de trabajo. Seguro.
Aunque hayan pasado unos años, las leyendas sobre el Gabri siguen circulando frescas por las aulas. Todos sabemos que vive en el sur de Sabadell y que si te lo encuentras por una calle solitaria y no eres su amigo ya puedes echar a correr. De hecho, a los doce años me atracó apuntándome con una navaja oxidada. «Dame el móvil». Chaval, ¡no veas qué miedo! Le di el Samsung sin dudarlo. Estaba tan cagado que a mis padres les dije que lo había perdido. Me cayó la bronca del siglo —y tardaron meses en comprarme otro—, pero prefería eso a que denunciaran al Gabri o algo por el estilo y que al día siguiente se me plantara un ejército de canis delante de casa.
Obviamente, no todos los canis son así. Christian, de la clase del A, referente MDLR, está obsesionado con sacar sobresalientes en todas las asignaturas y escucha canciones de rap muy profundas que ponen a parir el capitalismo.
Rocho también atraca. Pero solo a niños pijos y ricos del centro y por buenas razones: comprar los libros del insti —luego los pierde o ni se los mira, pero es obligatorio tenerlos—, ropa, billetes de bus, juguetes para sus hermanos pequeños y cosas así. Es una especie de Robin Hood choni. Su familia cree que la pasta la gana dando clases de repaso.
Animalitos.
Llegamos al Pau Vila, que más que un instituto parece una cárcel. Paredes frías, ventanas con barrotes —para que los alumnos y los profesores no se suiciden— y suelo sucio y pegajoso, como si fuera imposible eliminar la mierda por mucho que frieguen. Saltamos la verja que da al patio y nos plantamos ante la puerta del edificio más grande, donde están la conserjería, los departamentos de los profes y algunas aulas, entre ellas la nuestra.
Fabre iba diciendo que el Gran Golpe se nos había ocurrido a los dos. Y una polla. Fue idea mía. Él es el más guapo, sí, pero yo soy el que tiene imaginación. Cuando se lo contamos a Rocho, no tardó ni dos segundos en apuntarse. La necesitábamos: es una crac forzando cerraduras. De vez en cuando roba libros y sudaderas de las taquillas, y un día se coló en la sala de los ordenadores para llevarse unos cuantos portátiles. Los vendió por internet y ganó un pastizal. Nunca la pillaron y pasaron meses antes de que los profes se dieran cuenta de que los ordenadores habían desaparecido. Y después dicen que nosotros somos los inútiles...
Con un destornillador, Rocho logró forzar la puerta. El insti es superviejo; lo construyeron en los años cincuenta y aún no lo han reformado. No tiene ni cámaras ni alarma. Pasa perfectamente por un edificio en ruinas de peli de terror. Mientras en los coles pijos y concertados del centro trabajan con pizarras digitales, allí todavía dan clase con esas pizarras verdes de la prehistoria. Cuando alguien escribe en ellas, se oye un chirrido horroroso que da ganas de saltar por la ventana.
Entramos con las linternas del móvil encendidas, sintiéndonos dioses. Mientras pasábamos por delante del despacho del director, Fabre pegó una patada rabiosa a la puerta, que no se rompió por poco, y le tiró un gapo ruidoso.
—Ten cuidado, imbécil —le espetó Rocho—. No es plan de que destroces el instituto. Puta testosterona...
—¿Qué más te da? Este sitio está en la mierda. Ni se va a notar.
Más adelante estaba la conserjería. Rocho forzó la puerta y cogió del armario las llaves de los departamentos de catalán y de química. Llevaban las etiquetas «Cat» y «Qui».
—¿En serio necesitamos las llaves? —le pregunté, entrando en la conserjería—. ¿No puedes forzar los cerrojos y punto?
Rocho me puso el destornillador ante los ojos.
—Estos trastos no son perfectos como los de las pelis. Pueden atascarse en la cerradura, romperse y quedarse ahí. Y entonces sabrán que hemos entrado. Cuanto menos los utilicemos, mejor.
—Vale, vale, James Bond. Chill.
Rocho salió al pasillo. Me quedé mirando las llaves del armario. Se me acababa de ocurrir una idea superoriginal. Cogí la que tenía la etiqueta «Aula 4.º ESO B» y me la guardé en el bolsillo.
El segundo piso es el de los departamentos. Primero entramos en el de química. En realidad, nosotros hacemos física y química, los dos zurullos unidos en un pack delicioso. El profe se llama Elio, como el elemento y el gas. Aún no me ha perdonado que, a principio de curso, mientras recitábamos todos juntos la tabla periódica, me partiera el culo al llegar al «He», o sea que nunca me pone más de un seis en los exámenes.
Nos repartimos las tareas: Rocho miró en los cajones, yo en la mesa y Fabre en la estantería. Fue ella quien encontró las fotocopias del examen del día siguiente, que correspondía al cincuenta por ciento de la nota del segundo trimestre, junto con el solucionario. Lo colocó todo sobre la mesa, meneando las caderas como siempre que escucha música. Tomó fotos y las envió por el grupo de WhatsApp de 4.º B.
—Nos adorarán —dije, mientras veía que los de la clase ya respondían a los mensajes, alucinando. Absolutamente nadie en toda la ESO tiene ganas de estudiar para los exámenes. A algunos les gusta más o menos aprender, pero todo el mundo odia pasarse la tarde empollando.
Tras dejar la sala tal y como la habíamos encontrado, proseguimos con la segunda fase del Golpe: el departamento de catalán. Nuestra tutora, Montse, nos da clase de Lengua y Literatura Catalanas. La cabrona nos había puesto el examen trimestral el mismo día en que teníamos el de química. Le habíamos pedido «por activa y por pasiva» —como decía ella, con ese tonillo repelente— que nos lo aplazara, pero nada. Nos respondía que teníamos que ser previsores y haber empezado a estudiar un mes atrás. ¡UN PUTO MES! Claro, porque en las tardes libres lo primero que se nos ocurre hacer es estudiar el sintagma verbal y el complemento directo de los huevos.
Las fotocopias de los exámenes estaban justo encima de la mesa. Rocho se apresuró a mandar las fotos. No había solucionario, pero seguro que Rihab, la más lista de la clase, el banco de apuntes que siempre nos salva el culo, podía pasarnos las respuestas en media hora.
Cerramos la puerta del departamento con llave y volvimos al piso de abajo. Antes de devolver el material a la conserjería, entré en nuestra aula. Tenía que aprovechar la oportunidad para dejarle un regalito a la tutora. «MONTSE, HIJA DE PUTA », escribí en la pizarra prehistórica.
A ver, no era tan mala tía, pero sus clases me aburrían muchísimo. Y puntuaba superbajo. En el último trimestre de tercero me envió a la recu de catalán, porque de media me quedaba un 4,7 y no le daba la gana de ponerme el cinco. Eran unos meses muy jodidos y sudé completamente de la asignatura, pero tío, un 4,7... Cuando fui a suplicarle el cinco, me soltó: «Óscar, eres inteligente y puedes dar más. La recuperación servirá para que te esfuerces». Los plastas de los profes repiten todo el rato lo de «pUeDes dAr mÁs...». Ya, ¿y qué? ¿Y si no me apetece? ¿Y si no estoy en un buen momento para hacerles el trabajo tal y como ellos lo quieren? ¡Que nos dejen vivir, hostia!
Montse, además, me tenía manía porque mascaba chicle en clase y eso la sacaba de quicio. Me obligó a dejar de hacerlo. ¿Qué coño? Puedes ponerte de los nervios cuando tienes que estudiar treinta mil dosieres, cuando te toca ver una basura de musical, cuando tus padres discuten y se insultan a gritos con tu hermano a las tantas de la madrugada, o cuando te sientas al lado de tu mejor amigo, empezáis a hablar de pibas y, entonces, te das cuenta de que la conversación te importa una mierda y de que te mueres de ganas de comerle la boca. Pero ¿el chicle? ¿Qué daño le había hecho? Yo siempre lo tiraba a la papelera, nunca lo pegaba debajo de la mesa, porque encontrar chicles ahí me provoca náuseas. Dicen que la edad te pudre el cerebro. Montse, que ya rozaba los cincuenta, era un buen ejemplo de ello.
Cuando encontrara mi nota de amor en la pizarra, pensaría que era obra del último alumno que había salido del aula al mediodía, y que el personal de la limpieza se había olvidado de borrarla. Nunca borran nada. Cuando dibujamos macropollas, se quedan allí todo el fin de semana. No sé si es porque apenas hay borradores en el insti o porque no limpian nada en general.
Devolvimos las tres llaves a su sitio y Rocho cerró la puerta de la conserjería con el destornillador. Entonces, unas luces azules nos iluminaron desde unas ventanas que daban a la calle.
—Mierda, la pasma... —dijo Fabre.
Echamos a correr por el pasillo. Salimos por la puerta que Rocho había forzado, la que llevaba al patio, y sin cerrarla ni nada saltamos la verja para aterrizar en la acera. De repente, un coche patrulla dobló la esquina y se detuvo delante de nosotros. Dimos media vuelta y seguimos corriendo, pero en la otra esquina nos esperaban tres agentes.
El Gran Golpe fracasó a medias. Un vecino —probablemente un viejo aburrido que, por desgracia, aún conservaba la vista y el oído— había escuchado ruidos en el instituto, había descubierto la luz de las linternas en las ventanas y había llamado a la policía.
El cabronazo debía de estar amargadísimo. Tendría disfunción eréctil y se tomaría viagras como si fueran Sugus, a ver si eso se la levantaba. O quizá tenía cáncer de próstata, se meaba encima cada cinco minutos y llevaba pañales. Quizá vivía solo y no lo quería nadie, de modo que los únicos que lo visitaban eran los testigos de Jehová haciendo propaganda. Quizá no se acordaba ni de su nombre, y lo único que le quedaba en la memoria era el número de la poli. Quizá los maderos eran los únicos que le cogían el teléfono. En definitiva, debía de estar tan amargado que lo único que lo entretenía era amargarnos la vida a nosotros. En el fondo me daba pena. Tenía que ser deprimente dedicarse solo a joder a adolescentes. En verdad tenía mucho en común con Montse y Elio...
Los agentes nos pidieron el DNI, nos preguntaron qué gilipolleces hacíamos por allí y todo eso. Rocho y Fabre se quedaron en blanco, petrificados. Tal y como ya os he dicho, por suerte o por desgracia he sido bendecido con el don de la imaginación.
Con voz de corderito, les conté que nos aburríamos y que queríamos vengarnos de la tutora, que nos había suspendido a los tres.
—Hemos venido a escribirle una... nota... en la pizarra de la clase. Si entráis, la veréis.
Eso era mejor que confesar que habíamos tomado fotos de los exámenes. A nosotros nos detendrían y ya podíamos olvidarnos de aprobar el trimestre. De hecho, podíamos despedirnos de la vida, porque nuestros padres nos matarían. Pero al resto de los compañeros les acabábamos de regalar dos sobresalientes.
2
Gente, os voy a ser sincero: me dio subidón que los polis nos obligaran a entrar en el coche patrulla. «Venga, chaval, pa dentro». Incluso me puse un poco cachondo. Soy muy ACAB hasta que la porra se me despierta, si sabéis lo que quiero decir. Las luces brillaban, intermitentes, como los focos de una discoteca. Habría sido la polla que nos esposaran y todo eso. Como en las pelis. Pero no lo hicieron. Mientras nos llevaban a comisaría, Fabre, que se sentaba en medio, enterraba la cara entre las manos. Le temblaba la pierna derecha. Rocho, aburrida, apoyaba la cabeza contra la ventanilla.
En comisaría, una poli borde que tenía pinta de odiar su trabajo anotó nuestros datos. Ya les habíamos dado el DNI, pero aun así lo hizo. Luego nos preguntó por qué habíamos entrado en el instituto. Le conté lo mismo que a los otros y lo tecleó en el ordenador sin mucho entusiasmo. Con una voz oxidada que sonaba a «los cigarros que me fumo al día superan los vasos de agua que tomo» nos dijo que, como éramos menores, no iríamos ni a juicio ni a prisión ni nada de eso. Pero que ese «delito tan grave» quedaría registrado en nuestro expediente y nos pasaría factura si seguíamos igual después de los dieciocho. Obviamente, no nos íbamos a escapar de la dura sanción del instituto, porque hablarían con dirección. Al final señaló una puerta medio abierta del pasillo. Nos indicó que aguardásemos allí dentro, que llamarían a nuestros padres y que pronto vendrían a recogernos.
La salita estaba llena de sillas y en las paredes relucían pósteres que animaban a los jóvenes a no drogarse. «Lo que fumas hoy te quemará mañana», «Los amigos que te ofrecen caladas no irán a cuidarte al hospital cuando sea demasiado tarde», «Tú no consumes drogas: las drogas te consumen a ti». Allí había algún poli con madera de poeta. Me habría gustado conocerlo. Aunque tenía que aguantarme la risa. Era surrealista que fuera precisamente la pasma la encargada de decirnos que no nos metiéramos farlopa, ¿verdad?
Fabre se sentaba con la cabeza gacha.
—¿Qué coño te pasa? —le preguntó Rocho—. Parece que vayan a encerrarte treinta años en el trullo. Tranqui. Solo estaremos una hora en el cuartelillo. No se acaba el mundo...
El tío es una drama queen. Cuando juega al fútbol, increpa al árbitro a lo macho alfa, y luego, si un jugador del equipo contrario le roza la pierna con el pie, se tira al suelo gimiendo que casi le rompen el hueso.
—Joder, no conoces a mis padres —le replicó a Rocho—. Me ahorcarán.
Me saca de quicio que se ponga así. Como si nuestros padres sudaran de nosotros y les pareciera de puta madre que nos arrestara la policía. Como si sus problemas fueran más graves y más importantes que los del resto del mundo.
Al rato vino un agente a decirle a Fabre que su padre ya había llegado y que podía largarse. Yo fui el segundo. Rocho, todavía en la silla, se despidió llevándose dos dedos a la frente y dirigiéndolos hacia mí.
—Hasta el próximo golpe, camarada.
Desde que en sociales habíamos dado la Revolución rusa, a Rocho se le había pegado lo de llamar camarada a cualquiera. Incluso bautizó al gato que siempre vagabundea por la plaza del Trabajo como «camarada Lenin».
Mi padre me esperaba fuera del Citroën con los brazos cruzados, sacudiendo la cabeza. Mamá estaba dentro, en el asiento del conductor. No dije nada. Simplemente entré y me apalanqué detrás. Papá hundió el culo en el asiento del copiloto, resoplando. El coche arrancó.
—¿No vas a darnos ninguna explicación? ¿En qué cojones estabas pensando?
Normalmente mi padre es el típico cachondo de cincuenta años que suelta chistes malísimos. Pero cuando se enfada, se arruga y se pone muy serio.
—No sé si este es el momento, Jordi —le dijo mamá—. No son horas. Ya lo hablaremos mañana.
—Ester, si es mayorcito para colarse en el instituto en plena noche, también puede mantener una conversación a las tres de la madrugada.
Me pareció que mi madre le daba la razón, porque acto seguido me torturó los oídos con un rollo de los buenos.
—No sabemos qué te ocurre últimamente, Óscar. Este mes hemos recibido ocho avisos de que has faltado a clase... Y Montse nos escribió hace unas semanas diciendo que te veía muy ausente, que no mostrabas interés por nada y que pasabas de los deberes.
Los profes dicen eso de todo el mundo. Creo que cada año hacen copy/paste de lo mismo en todos los correos y todos los informes. Si son unos muermos, trabajan como el culo y no consiguen que nos importe lo que nos enseñan, no es nuestro problema. Si le pillamos manía a estudiar, es culpa suya.
Ah, y no comparto la opinión de Montse. No es cierto que no me interese nada.
—¿No te das cuenta de que te estás portando como Joan? —continuó mi padre.
Me daba muchísima rabia que lo dijera. A la mínima que hacía algo que no le gustaba, me soltaba el estribillo: «Si sigues por ese camino, acabarás como tu hermano». Como si fuera igual de gilipollas que él.
—¿Tienes algún problema, Óscar? —me preguntó mamá—. Puedes contárnoslo todo. Y si lo necesitas, podemos llamar a Vero para pedirle hora.
Vero era la psicóloga que le había hecho terapia a Joan un tiempo.
Papá desbloqueó el móvil. Con un dedo y la pantalla a diez kilómetros de la cara, empezó a buscar en la lista de contactos.
—Creo que tengo su número. Si os parece bien, mañana mismo la llamo.
—No hace falta. —Era la primera vez que abría la boca después de meterme en el coche—. ¿Para qué queréis que vaya a verla? A Joan no le sirvió de nada.
Papá chasqueó la lengua, se guardó el móvil de mala gana y se presionó el puente de la nariz con los dedos.
No dijeron nada más durante el resto del trayecto. Ni cuando llegamos a casa. Tampoco les di la oportunidad: subí directamente a mi habitación y cerré la puerta.
A mis padres les apasionan los libros de psicología. Están obsesionados con psicoanalizar a todo el mundo. Deben de pensar que soy una persona superprofunda y que hacer pellas, sacar malas notas y escaparme al insti por la noche es la manifestación de un trauma sumergido en mi inconsciente. ¡Chorradas! Las pelis sobre adolescentes intensitos y perturbados han hecho mucho daño. Yo solo quería colarme en el insti para saber las respuestas del examen de química y no tener que estudiarme la tabla periódica. Para catalán no necesitaba mirarme casi nada. Sonará repelente, lo sé, pero soy un crac con las lenguas y me gusta leer. Y aunque odie la mayoría de las lecturas obligatorias, en una tarde las finiquito. El 4,7 del curso pasado fue una excepción. Estaba en la mierda. Cada día era peor que el anterior. Si me hubiera encontrado bien, habría aprobado con los ojos vendados.
El grupo de WhatsApp de clase ardía. Rihab ya nos había mandado su propio solucionario del trimestral de catalán y no paraban de llegar mensajes de euforia. En un audio les expliqué que nos habían detenido y todo eso. Que por suerte nadie sabía nada de los exámenes. Que seguramente nos expulsarían a nosotros tres, pero que al menos les habíamos salvado el culo a los demás. Luego añadí por escrito:
Equivocaos adrede en algunas preguntas, para q no sospechen!!
Soy tan inteligente que valgo para capo de mafia, ¿verdad que sí?
ROCHO
A sido to fuerte tio
GÓMEZ
Brooo putos amooooooos
Jdr flipaaaaa
Anna, una que va conmigo a latín y que también hace TIC (Tecnologías de la Información y de la Comunicación, un coñazo de optativa que para nada os recomiendo), se descargó una imagen de los dioses del Olimpo y, con una aplicación cutre del iPhone, colocó mi cara, la de Rocho y la de Fabre sobre Zeus, Atenea y Poseidón. Pasó la obra de arte por el grupo y alguien la puso de foto de perfil. Habríamos quedado mejor en una pintura de mártires torturados con ruedas llenas de clavos o algo así.
Abrí a Fabre por privado. Estaba en línea.
Todo bn? Q tal con tus padres?
No me contestó. Tampoco dijo nada por el grupo. Esperé unos minutos, hasta que se desconectó, y entonces me fui a dormir.
3
Hacer la cama por la mañana, antes de salir de casa, es lo más inútil del universo. Derrochas un tiempo valiosísimo y no sirve para nada. Total, hasta la noche no volverás a meterte dentro... Como mucho la hago justo antes de ir a dormir. Y a veces ni eso: simplemente me tumbo y me tapo con la manta arrugada. La sábana de debajo puede perderse por los pies del colchón durante semanas. Mi abuela odia que me pase eso. No entiendo por qué. Esa sábana es la segunda cosa más inútil del universo.
Al día siguiente del Gran Golpe, llamaron supertemprano a mi madre desde el instituto para decirle que su hijo tenía que presentarse inmediatamente en el despacho del director. Era martes. Ella, cabreada, me obligó a dejar la puta cama perfecta antes de irme. Llevaba mil años sin obligarme a hacerlo. Podría haberle dicho que no me daba la gana, pero la vi tan enfadada que me cagué y obedecí. Además, antes de largarse al trabajo, añadió en tono tajante:
—Por la tarde hablaremos de lo de ayer.
Seguro que me quitaba el móvil hasta que me jubilara o algo así. Y si no hacía la cama, la sanción sería aún más dura. A veces los padres se obsesionan con tonterías, se ponen histéricos y montan dramas innecesarios. Como con el tema de la cama o con el clásico «estás todo el día con el móvil». Adoran culpar al móvil de cualquier cosa. Y en realidad ellos pasan más tiempo con él que yo, enviándose todo el tiempo vídeos de gatitos vestidos de Papá Noel y gilipolleces varias que no hacen ni puta gracia. No entiendo por qué ponen esos vídeos a todo volumen cuando estamos en el comedor y los miran riendo como hienas. Pobres gatos. Qué lástima. Quienes los graban deben de tenerlos esclavizados para que hagan diez payasadas por minuto. A menudo me imagino a un puñado de animalistas manifestándose en contra de ese tipo de entretenimiento, que es una muestra incuestionable de maltrato especista.
Llegué puntual al insti de milagro. Entré mezclándome con el rebaño de adolescentes. Las pelis americanas son un timo, ¿a que sí? El insti no es ni de lejos como se muestra en el cine. La gente, en general, es tonta y falsa, y nadie ofrece conversaciones interesantes. No existen los clubs de teatro y de literatura, ni el equipo de waterpolo. Ni si quiera los abusones son capaces de hacerte bullying de manera ingeniosa. Y las taquillas no miden dos metros. Apenas llegan a los veinte centímetros. En hora punta es imposible sacar libros si no quieres que te extirpen los ojos de un codazo.
En el vestíbulo me encontré a Gómez, a Font y a sus amigos. Unos gamers. Hablaban de un videojuego nuevo. Font se lo había descargado antes de ayer y estaba viciadísimo. Sacó el móvil y empezó una partida allí mismo, mientras todos se le pegaban detrás para mirar. Yo no quería cruzar el pasillo solo —eso te convierte en una diana deliciosa para las miradas de superioridad, las risitas y las burlas, que te obligan a bajar la cabeza—, de modo que me añadí a los gamers diciendo: «¿A ver?» con interés fingido. El juego se llamaba Tits Hunter. Iba de unos duendes con cara de pervertidos que salían a cazar tetas con patas. Gómez y los demás se descojonaban.
—¡Es la polla! —dije, riendo, aunque el juego me parecía un mojón y esos tíos, moscas imbéciles orbitando sobre él.
—¡Hoztia, Ózcar! —empezó el payaso de Font. Cecea todo el tiempo. Alguna vez había intentado vacilarme en clase de educación física soltándome que parecía maricón porque «corría y zaltaba como una tía». Pero no había conseguido picarme: no podía tomarme en serio nada de lo que decía. Bajando el tono, añadió—: Graziaz por haber hecho fotoz de loz eczámenez. ¡Erez un genio! ¡Aprobaremoz todoz, tío!
Joder, menudo retrasado... Para variar, no se lava los dientes y el aliento le apesta como si tuviera un vertedero bajo la lengua. No me gustaría ser él. Si un día, por arte de magia, me despierto convertido en Font, me encerraré en casa para siempre o desayunaré un yogur aderezado con cuarenta somníferos.
Gómez me dio unos golpecitos en el hombro y entró en el aula con los demás. Cuando ves una «masa homogénea» de adolescentes —que diría Elio— como esa, o como los canis que van de un parque a otro con el reguetón a tope y cara de «soy el puto amo y si quiero te reviento», te fijas en uno y ya sabes cómo son todos. Si hay alguien diferente entre ellos, tiene que fingir que no lo es, para no convertirse en el marginado y tal. La ESO es la selva. Estar fuera del rebaño conlleva una sentencia de muerte. Pero también es mortal quedarte en él mucho tiempo, si eres de los míos.
Formar parte de un grupo y no destacar es cómodo y seguro. No se meten demasiado contigo. Pero si, como yo, sabes que en realidad no pintas nada en ninguno de los grupitos de tu curso, te quemas por dentro. Te mueres de asco encerrado en un armario y las uñas te sangran de tanto rascar la madera.
El rebaño entró en el aula y yo seguí hasta el despacho del director. El gapo de Marc ya se había secado. Casi ni se notaba. Llamé a la puerta. Desde el interior de la sala, una voz de viejo cornudo dijo: «¡Adelante!». Antes de entrar, eché un vistazo al pasillo destartalado y deprimente. Las paredes padecían superpoblación de manchas y también alopecia, porque la pintura se caía a cachos.
Dentro del despacho estaban el director —ya ni me acuerdo de cómo se llama—, Montse, Fabre y Rocho.
—Siempre soy el último en llegar a la fiesta —dije, sentándome con cara de póquer en la silla libre—. Lo siento.
El dire y la tutora me miraron enarcando las cejas.
—Creo que no es el momento de hacerse el gracioso, Óscar —me contestó él.
—Bueno, ya que nos vais a expulsar y no nos veréis el pelo por aquí nunca más, mejor que nos marchemos riendo, ¿no? —dijo Rocho—. Prefiero los finales felices. Aprended a divertiros, camaradas. Que ya sé que os da pena que nos vayamos, pero no se ha muerto nadie.
Se me escapó la risa. No pude evitarlo. El soso de Fabre permaneció callado, con los ojos clavados en el suelo. Debía de estar pensando en sus padres. En la súpermegaultrabronca con la que le obsequiarían por la expulsión. O en cuántos abdominales haría por la tarde en el gimnasio. Era imposible saber qué le pasaba por la cabeza.
—No os expulsaremos definitivamente —anunció Montse. ¡Plot twist!—. Solo quince días. Desde hoy, 16 de marzo, hasta el miércoles 31. Os faltan menos de tres meses para terminar la ESO y no vale la pena tanto papeleo.
—Mi intención era expulsaros del centro —prosiguió el dire—. Lo que habéis hecho es intolerable. Habéis faltado al respeto al instituto y a vuestra tutora. Pero ella ha insistido en que os quedéis. Aun así, os abriremos un expediente y no iréis al viaje de fin de curso.
¡Jo, el viaje a Italia! Con la ilusión que me hacía... Decían que era la leche. La mejor forma de mandar a tomar por culo la ESO.
Pues ciao a la pizza y a la salsa pesto...
—Como consecuencia de la expulsión, no haréis los exámenes que teníais programados para esta semana —dijo Montse—. Para aprobar las asignaturas en cuestión, tendréis que presentaros a las recuperaciones del segundo trimestre, después de Semana Santa. ¿Entendido?
Rocho se volvió hacia mí y me guiñó un ojo.
—Me da lo mismo. Estaba destinada a ir a recus igualmente...
Montse nos llevó al departamento de catalán. Quería darnos no sé qué. Me fijé en su manera de andar, patosa pero segura. Me sorprendía que tras leer el «hija de puta» de la pizarra se hubiese peleado con el director para que no nos echara del insti. Me la imaginaba mucho más cabrona. Hasta me sentía un poco mal. La gente dice que es una escritora fracasada que se dedica a dar clases porque la otra opción era barrer las calles. Que vive sola y amargada con diez gatos que esperan ansiosos que se resbale en la bañera y la palme para zampársela.
En el departamento nos entregó a cada uno un dosier con ejercicios sobre el plasta de Bernat Metge y un libro suyo con pinta de tostón titulado Lo somni, y sobre el fumeta de Ramon Llull y las paranoias que le venían a la cabeza. Era el trabajo que teníamos que hacer durante los próximos quince días.
Los profes están obsesionados con los dosieres. Los imprimen compulsivamente. No sé cuántas selvas habrán deforestado ya a causa de eso. Es su palabra favorita. Los oyes decir «dosieres» cien veces al día. En catalán lo pronuncian «dusiés», con una sonrisita malvada que significa: «Aquí tenéis una tonelada de folios con textos y actividades infumables que os robarán la juventud. Bienvenidos al mundo». Y dos minutos después ellos mismos te riñen, ofendidos, con el típico: «¿Por qué estáis todo el día con el móvil y no salís a jugar, a disfrutar de la vida, como los niños de la posguerra de hace treinta siglos?».
¿A quién demonios le importa ese tal Bernat y el sueño que le inspiró para escribir? A mí por supuesto que no. Si ni siquiera sé cuáles son mis sueños. Y por las noches tengo unas pesadillas horribles que no entiendo y que prefiero olvidar.
Salí del insti con Rocho y Fabre. Delante del edificio había unos contenedores. Rocho arrancó las hojas del «dusié» y las tiró al azul. A continuación, tiró la cubierta de plástico al amarillo. Nos quedamos a cuadros. Me temblaba el párpado y todo.
—¿Qué pasa? —Nos dijo adiós llevándose dos dedos a la frente. Luego, con acento catalán de Vic, añadió—: Bones vacances, nens!
Y giró la esquina en dirección a la Gran Vía.
—¿Te acompaño a casa? —le pregunté a Fabre. Asintió con los ojos preocupados y empezamos a subir la calle—. ¿Cómo fue anoche?
—Bro, ¿cómo quieres que fuera? Fatal. Menos mal que la vieja del cuarto bajó a preguntarnos por qué coño gritábamos a esas horas. Que si había un incendio o algo por el estilo. Me salvó.
Marc es hijo único. Estos son los que siempre reciben las broncas más chungas. Les cae encima toda la mala leche de los padres y no pueden compartirla con nadie. Me duele admitirlo, pero cuando me viene haciéndose la víctima y todo eso, tiene un poco de razón.
—Si supieran el motivo altruista por el que entramos en el instituto —dije—, te felicitarían. Te darían pasta y todo.
—Les daría un infarto.
—Diles que fue culpa mía. Que soy una mala influencia y que te arrastré hasta allí, o una mierda así. Siempre cuela. Les encanta culpar a los demás de las cagadas de sus hijos. Para poder dormir tranquilos, pensando que los han criado bien y que, en realidad, son civilizados e inocentes.
Fabre perfiló una sonrisa sin mirarme. Si se hubiese vuelto, me habría leído en la cara lo que estaba pensando: «Joder, qué sexy». Soy bastante bueno disimulando: he aprendido a base de práctica. Incluso podría ser actor. Pero con él me cuesta más.
Fabre caminaba en silencio, con una mano en el bolsillo y la mirada en la acera. Apretaba los dientes, nervioso, marcando la mandíbula.
—¿Has probado el Tits Hunter? —pregunté, para darle conversación.
—Sí, pavo, me vicié el otro día.
—Yo también —mentí—. Ayer no podía dormir y estuve jugando hasta las cinco. Es la hostia, ¿verdad?
—Es cutre, pero engancha.
—Es que esas tetas corriendo por el bosque... Brutales.
—Bua, ¿y has probado el Cocks Hunter? —quiso saber.
—No. ¿Qué es?
—Otro juego de los mismos creadores. Son vaginas que persiguen pollas. Cuando las atrapan, las absorben y cada vez se hacen más y más grandes, y así vas subiendo de nivel.
—¡Joder, sí, ya me acuerdo! Jugué un tiempo, pero me cansé. Estaba bien.
Nunca había oído hablar de esa basura de aplicación y ni loco perdería el tiempo jugando a ella.