1
Roma.
La ciudad eterna.
Muchas veces en mi vida había soñado con viajar, conocer mundo y, entre otros lugares, visitar Italia y la ciudad de Roma. Decían que era eterna porque parecía haberse quedado congelada en el tiempo, con sus imponentes ruinas y monumentos, con su historia y su cultura milenarias.
Pero en mis sueños la visitaba con mis amigas. Comíamos helados mientras lanzábamos monedas a la Fontana di Trevi, tomábamos el metro descifrando el idioma, nos sacábamos fotos en el Coliseo, bebíamos Spritz o vino tinto y disfrutábamos de las mejores pizzas del mundo.
Ya, en mis sueños era así.
Lo que nunca imaginé era que la razón por la que acabaría visitando Italia fuese para conocer a la familia del nuevo novio de mi tía: Tony DeLuca. Ni que ella me metería en un avión bajo la promesa de que pasaría un verano de ensueño.
Pero, claro estaba, mi tía Jenna no sabía que el hijo de su novio, Jax DeLuca, me había roto el corazón durante el pasado curso.
El viaje fue largo y pesado, y la comida del avión solo pasable. Sin embargo, en cuanto subimos en el coche que Tony alquiló en el aeropuerto, mis ojos se abrieron como platos.
Apenas había tenido oportunidad de viajar hasta ese momento, mucho menos de cruzar el océano para sumergirme en la cultura de otro país. Pero la vida da mil vueltas, y ahí estaba yo, mirando a través de la ventanilla del asiento trasero de un escarabajo blanco, mientras avanzábamos por un camino rodeado de césped alto y pequeñas casas a pie de carretera aparecían y desaparecían ante mis ojos.
—¿Estás emocionada, Olivia? —preguntó mi tía, volviéndose unos segundos hacia mí.
Asentí torpemente con la cabeza, aunque probablemente no lo estuviese tanto como ella. Se había terminado su comida, mi comida y los sándwiches que habíamos llevado para el avión.
Después, se había bebido unas cinco copas de vino dos horas antes de aterrizar. Había triturado el billete de avión una vez pasamos los controles, mientras Tony rellenaba los documentos para alquilar el coche. Y en ese momento estaba sacando parte de la mano por la ventanilla medio bajada, pero con la otra no dejaba de recolocarse el cabello tras la oreja.
En realidad, entendía sus nervios. Este era su primer novio formal oficial. El primero con el que se iba de vacaciones. Y no solo eso: era el primero que la llevaba a conocer a su familia.
Suponía que las cosas nunca habían sido fáciles para ella, porque había tenido que cuidarme desde que mis padres murieron cuando yo tenía cinco años. Pero había sido la mejor tutora que habría podido tener, y no la hubiera cambiado por nada del mundo.
La presión de la vida familiar de los DeLuca también la debía de agobiar. La mujer de Tony había muerto hacía año y medio tras luchar durante mucho tiempo contra el cáncer. De alguna forma, ella también era la primera novia formal de Tony.
—Estoy deseando que conozcáis a mi madre —exclamó él, con una sonrisa enorme—. Os va a encantar.
Sonreí con educación y continué perdiéndome en las imágenes del paisaje que pasaban ante mí.
Por mucho que mi tía hubiese elegido a Tony, y yo no pudiese objetar nada porque era su vida, no terminaba de conocerlo del todo. Y, por lo tanto, de fiarme de él. Parecía un buen hombre, amable y cuidadoso con sus palabras. Además, la hacía reír y, sobre todo, cocinaba de fábula… Justo como su hijo.
Tony había conseguido unas semanas de vacaciones en verano, cuando mi tía, que era profesora, también las tenía, para así poder ir juntos a Italia a conocer a su familia. Me imaginaba lo difícil que le había resultado, ya que era chef en un prestigioso restaurante.
—¿Y si no le caigo bien? —preguntó mi tía con nerviosismo.
El aire cálido me golpeaba la cara aunque mi ventana estuviese cerrada. Entraba por la que ella tenía abierta y revoloteaba a través del coche.
Desde mi posición, pude ver a Tony apartar la mano derecha del volante para alargarla sobre el asiento y tomar la suya.
—Le caerás bien —le aseguró—. ¿A quién podrías no gustarle?
Se volvió unos segundos, los justos para sonreírle de forma tierna y tranquila. Por el momento, eso fue suficiente para mi tía.
Yo me hundí un poco más en el asiento y respiré profundamente.
Envidiaba lo que ellos tenían: amor, felicidad, un futuro… Una persona que estuviese a tu lado para apoyarte, sin miedo a salir herida si aquello no funcionaba.
Una persona en la que confiar.
Y a pesar de aquella espinita envidiosa, me alegraba por ellos.
Tía Jenna se lo merecía.
Llegamos al pequeño pueblo costero donde estaba la casa familiar apenas unos minutos después. Era por la tarde, y podías apreciarlo en la luz, que empezaba a decaer.
Atravesamos una calle empedrada que me hizo rebotar en el asiento, y también sonreír.
Tony hacía de guía exprés, y nos contaba cómo se llamaba cada calle o si reconocía a alguna persona:
—Esta es la plaza principal del pueblo, donde también lanzamos monedas a la fuente si queremos pedir un deseo —explicó al pasar por una especie de plazoleta elevada, con niños y niñas jugando a su alrededor.
Vi con la boca hecha agua cómo un par de adolescentes compartían un helado con una pinta exquisita.
—Esta es la escuela donde yo estudié. Los maestros me pegaban con una vara de avellano cuando me portaba mal.
Aunque se rio, no parecía broma. ¡Qué horrible!
—Aquí me casé con Luna.
Guardamos silencio al pasar frente a una antigua iglesia de piedra. Parecía pequeña, y, según nos dijo él, en realidad se trataba de una capilla. Pude ver unas cuantas velas encendidas a través de las rejas de la entrada.
Aquel lugar era tan diferente a lo que estaba acostumbrada…
Además, me había dado cuenta hacía bastante tiempo de que Tony no conducía directo a la casa, sino en círculos, para mostrarnos gran parte del pequeño pueblo donde se había criado.
Según me dijo Google en el aeropuerto antes de embarcar, contaba con menos de cinco mil habitantes, pero parecía una villa maravillosa. Basándome en lo que había visto hasta el momento, podía dar fe de ello.
—Y la playa, donde estoy seguro de que Olivia pasará más tiempo que en Roma este verano. Angelo quizá te enseñe a hacer surf y…
Dejé de escucharlo momentáneamente. Ante mis ojos se extendía una increíble hilera de arena dorada, pero eso no era nada en comparación con el azul del océano.
Bajé la ventanilla, deseando absorber más de aquella imagen. El aire cálido golpeó mi rostro, fuerte y húmedo. Olía a mar. Y entonces llegó mejor el sonido.
Gente riendo, gritos de personas hablando, las olas rompiendo… Cuanto más nos aproximábamos, mejor podía verlo.
El agua era increíblemente brillante, y formaba espuma blanca y ligera al romper las olas. Casi todo el mundo iba en bañador, jugaba con unas palas que parecían de madera, saltaba en el agua o comía helado.
Casi podía darle la razón a Tony.
Casi.
—Tú consígueme una moto, y ya verás como eso no sucede —repliqué.
Estábamos a menos de media hora en coche de Roma, pero dudaba que me dejasen conducir sola… o incluso ir por mi cuenta en autobús. Sin embargo, a Tony se le había escapado decir que casi todos sus vecinos mayores de catorce tenían una scooter para ir y venir cuando quisieran.
Y yo necesitaba hacerme con una.
Transporte era igual a libertad.
—Sigue soñando, sobrina —sentenció mi tía.
Tony se rio, pero lo que tía Jenna no sabía era que él y yo habíamos hecho un pequeño pacto en el avión, justo cuando ella fue al baño: si no daba problemas y lograba sentirme como en casa, él trataría de conseguirme una scooter ese verano.
Y oye, si esa era su forma de ganarme, no pensaba poner ninguna pega.
Compartí una sonrisa con él y volví a mirar por la ventana.
Conducía despacio, dejándonos disfrutar del sonido del mar y de las vistas. Mi tía dijo algo, y él se volvió unos segundos para mirarla. Yo seguí riéndome, contemplando la arena y…
Entonces lo vi.
Comía un helado en un paseo de baldosas a pie de la playa. Su pelo, un poco más largo y rizado de lo que recordaba, se sacudía con la leve brisa veraniega.
Podía apreciar el piercing de su ceja brillando bajo el sol, al igual que el de su pezón. Un poco más allá, las líneas de su tatuaje. La palabra «Eterno».
Jax DeLuca.
El hijo de Tony.
El último chico con el que estuve, aunque nunca fuimos nada.
El último chico al que besé, aunque después me dejara tirada.
El último chico del que me enamoré, aunque nunca sería algo más.
El último chico que me dijo que me quería… y también que eso era un error.
Intenté apartar la mirada, fundirme con el asiento y desaparecer. De verdad que lo hice, a pesar de saber que en algún momento de ese verano tendría que verle, ya que viviríamos en la misma casa…
Pero no pude.
Jax DeLuca alzó la mirada mientras mi tía y su padre se reían por una broma que no llegué a escuchar. Y sus ojos, del mismo marrón moteado de verde que recordaba, brillaron sobre los míos.
La expresión de su rostro cambió, o eso me pareció. Porque el coche siguió de largo, y yo me negué a mirar hacia atrás.
A volverme hacia él y verlo de nuevo.
O a mirar a la chica sonriente con la que estaba compartiendo un helado.
Porque mi verano en Italia comenzaba aquel día.
Y Jax DeLuca no iba a fastidiarlo.
2
Jax
Chiara me quitó el helado de las manos antes de que pudiese llegar a oponer un poco de resistencia.
Ella era así. Me decía que no a compartir un helado porque engordaba, pero después me lo quitaba de las manos y pasaba la lengua por él. En realidad, lo único que no llegaba a comerse era la galleta del cono.
—Entonces ¿te quedarás aquí todo el año?
Me encogí de hombros y volví a recuperar mi merienda.
Había vuelto al pueblo igual que el verano pasado, como le había prometido a Angelo, a Chiara y a mi nonna que haría, pero… hubo un momento en el que no estuve tan seguro de hacerlo.
Y fue por ella.
Por Olivia.
De primeras me había parecido una chica graciosa e interesante. Trató de ser mi amiga, aunque le advertí que no lo hiciera, y después, cuando todos se apartaron tras años de secundaria aislado de los demás, centrado en ayudar a mi madre a curarse… ella seguía allí.
Retándome con la mirada cuando llegaba tarde a clase, como ninguno de mis profesores se atrevía a hacer.
Llamándome idiota.
Poniéndose colorada de rabia cada vez que la llamaba piojosa.
Arrugando la nariz llena de pecas cuando algo le molestaba.
Ella, la única persona que había conseguido derribar mis escudos antes siquiera de que me diera cuenta de que existían… Y la única por la que no debí dejar que sucediera.
Después de que mi madre muriera, me prometí a mí mismo que no me enamoraría de nadie. El dolor de una pérdida era enorme, demasiado para que cualquiera que nunca lo hubiese vivido pudiera hacerse a la idea.
Hasta que conocí a Olivia, y echó por tierra todo lo que yo creía conocer sobre el amor y el dolor.
—Por lo menos todo el verano.
Chiara asintió y entrelazó su brazo con el mío. Allí en Italia, en aquel pueblo costero cerca de Roma, donde mi padre había crecido y prácticamente toda mi familia se había criado, ella era mi única amiga, además de mi primo Angelo.
Lo cierto era que no esperaba que nos reencontráramos aquel verano. Chiara empezaba la universidad y había imaginado que se quedaría en Milán haciendo cursos de diseño, pero me equivocaba.
Y a la par, me alegraba. Era entretenido pasar tiempo a su lado.
—Anda, ¡dame más helado! —se quejó.
Me lo arrebató otra vez y yo me reí mientras una pequeña gota caía sobre su piel, por encima de la tela de su biquini rosa.
Me dio un codazo y yo aparté la mirada. Y por lo visto, lo hice justo a tiempo.
Justo para ver un pequeño escarabajo blanco pasar a nuestro lado.
Justo para notar que, a través de la ventanilla del asiento trasero, unos conocidos e inolvidables ojos castaños me devolvían la mirada.
Olivia.
Olivia ya había llegado.
Miles de recuerdos llegaron a mi mente en ese momento.
Olivia alzando la barbilla con orgullo después de que la llamase piojosa.
Olivia manchada de salsa barbacoa el primer día de trabajo.
Olivia con la boca entreabierta esperando que la besara.
Olivia susurrando mi nombre.
Y simplemente… Olivia.
—¡Jax! ¿Me estás escuchando?
Sacudí la cabeza hacia Chiara, que me devolvió el helado, aunque apenas le estaba haciendo caso.
Mi mente se había quedado congelada en aquel momento, en el mismo instante en el que mis ojos hicieron contacto con los de Olivia.
¡Y eso que sabía que ella vendría! Mi padre había hecho una videollamada muy emocionado para avisar que viajaría con su nueva novia, Jenna, a conocer a la familia. Y los acompañaría Olivia, su sobrina.
La primera chica que, tras tantos años de cerrarme a los demás, de negarme a querer a alguien, había conseguido romper mis barreras.
La maldita piojosa.
La increíble Olivia James.
Y cuando mi corazón palpitó al reconocerla… supe que no había conseguido olvidarla.
3
Para contar la historia que nos unía a Jax DeLuca y a mí, necesitaría prácticamente una novela entera. Una a la que, si fuese escritora, llamaría Una perfecta equivocación.
Porque fue precisamente eso lo que nos unió.
¿Conocéis el juego «A quién besarías, con quién te casarías y a quién matarías»?
Pues bien, mis amigas y yo decidimos divertirnos con él. Y Jax era justo la persona a la que mataría, porque me había llamado piojosa cuando tenía doce años y, con ello, había marcado mi primer día de instituto (y buena parte de los meses siguientes). Sin embargo, cuando quise escribir un mensaje a mis amigas con mi respuesta, me equivoqué y lo mandé al chat grupal del curso, por lo que todos mis compañeros se enteraron. Incluidos los tres chicos de los que hablaba mi mensaje… Fue horriblemente vergonzoso, aunque gracias a ello descubrí que las personas no son siempre lo que parecen.
Y que Jax, además de ser insufrible, también tenía una parte increíblemente divertida e inesperadamente adorable. La parte de la que me acabé enamorando, a pesar de su fijación por usar el mote «piojosa» para referirse a mí, algo que también daría para otra historia.
Tony paró el coche poco tiempo después de pasar la playa, delante de unas puertas de madera tallada, con decoración de flores gastadas y las iniciales D y B talladas en ellas.
La D era de DeLuca, y la B de Bianchi, el apellido de soltera de su madre.
Nos bajamos del coche, y arrastramos las maletas detrás de nosotros mientras caminábamos por un sendero. En realidad, apenas habíamos atravesado aquellas pesadas puertas (que necesitaban un buen barniz, dicho sea de paso), antes de que una señora alta y delgada, con una suave melena plateada que ondeaba al viento, apareciese a lo lejos.
Corriendo.
Quiero matizar lo de «corriendo», porque esa señora, si mis cálculos no fallaban, debía de tener unos setenta años. ¿Cómo era posible? ¿Sería la comida italiana? ¿El aire? ¿El vino?
—¡Antonio! —exclamó.
Todos nos quedamos quietos, también Tony. Entonces me di cuenta de que se refería a él.
Mientras ella terminaba de acercarse, me fijé un poco más en la hermosa casa que aparecía ante nosotros, al fondo.
La fachada estaba construida en un hermoso tipo de piedra gastada, y tenía dos pisos más el desván. Una hiedra verde nacía en la parte inferior, trepaba sobre las rejas de las ventanas y se perdía en el segundo piso. Entre eso, las farolas altas y oscuras, dignas de película, el camino de arenilla que llegaba a la finca y los árboles y vegetación que rodeaban el jardín, me sentía como en una cinta clásica de Hollywood.
¡Por todos los santos, aquel lugar era precioso!
—Il mio bellissimo Antonio —suspiró la mujer, alcanzándonos por fin.
Me quedé parada en el mismo momento en el que estiró las manos hacia la cara del novio de mi tía, apretó ambos cachetes y tiró de ellos como si quisiera romperlos. ¡Y encima el hombre tuvo el humor de reírse!
Cuando lo soltó, le estampó un beso sonoro en la mejilla. Y acto seguido, lo abrazó.
—Ciao, mamma —saludó él.
O al menos creo que eso dijo. Me convenía aprender algo de italiano.
Compartieron otro abrazo entusiasmado y entonces los ojos de la mujer recayeron en mi tía…, que dio un paso hacia atrás.
No podía recriminarle nada. Yo habría hecho lo mismo.
—Tú debes de ser Jennifer —comentó con un acento increíble al mirarla.
A su lado, Tony carraspeó.
—Es Jenna —corrigió, acercándose a ambas y tomando la mano de mi tía para luego unirla a la de su madre—. Por fin puedo presentaros.
Mi tía compuso una de sus envidiables y amables sonrisas y asintió. Segundos después dijo, en lo que supuse que era un italiano muy ensayado:
—Piacere di conoscerla, signora Bianchi.
La mujer miró a Tony, luego a mi tía, de nuevo a Tony… Y dio un aplauso atrevido ante ella, antes de rodearla con los brazos y… ¿levantarla en el aire?
Aquella señora de setenta años (¡o más!) acababa de levantar en el aire a tía Jenna.
Entonces se volvió para mirarme.
Resistí las irrefrenables ganas de darme la vuelta e irme corriendo hasta donde el camino de tierra me llevase. ¿También me besaría? ¿Me abrazaría? ¿Me sujetaría en el aire?
En su lugar, casi susurré:
—Soy Olivia, un placer.
—¡Olivia! —exclamó en inglés con demasiada alegría, sujetándome la mano y sacudiéndola con energía—. Es un nombre precioso.
No se me pasó la forma diferente en la que pronunció mi nombre, en especial su inicial. Parecía una mujer amable y, en realidad, aunque sorprendente, su recibimiento había sido bastante agradable.
Estaba segura de que terminó con cualquier atisbo de nervios que le hubiese podido quedar a mi tía.
—Vamos dentro —continuó, tomando la maleta de ruedas de mi tía—. Os enseñaré las habitaciones.
La seguimos hacia la enorme casa de piedra, que parecía todavía más inmensa por dentro. ¡Y más moderna!
Mientras que por fuera resultaba bastante peculiar, con la imagen rupestre que le daban las piedras, la hiedra y la tejavana caída, su aspecto interior era completamente distinto: el suelo renovado, las paredes recién pintadas, una cocina de última generación…
—¡Caramba, mamma! —murmuró Tony al pasar—. ¿Has hecho reformas?
—Oh, ¡tu hermano! —exclamó ella, aproximándose a la encimera de la enorme cocina, la primera estancia en la que entramos—. ¡Para que todos estuviésemos más cómodos!
Entonces, de lo que a mí me pareció la nada, sacó una tabla de madera llena de… ¿quesos?
Observé que Tony sonreía y tomaba uno, y a continuación mi tía lo imitaba, así que yo también hice lo mismo.
Al morderlo, lo primero que me llegó fue un sabor fuerte y amargo, pero segundos después me encantó. Abrió mis papilas gustativas y me encontré a mí misma susurrando:
—Hummm…
Ni siquiera fui consciente de que había cerrado los ojos hasta que volví a parpadear, encontrándome con la arrugada cara de la señora Bianchi. Arrugada y sonriente.
—Eso estará mejor con acompañamiento, ragazza.
Miré a mi tía y a Tony sin comprender, pero la señora ya se había vuelto a alejar, dejándonos ahí, en medio de la enorme cocina, con las maletas y la tabla de quesos.
Me fijé en que se agachaba a lo lejos y sacaba algo de debajo de la barra de la cocina, pero la parejita feliz no hacía nada más que comentar lo bonita que era aquella decoración.
Que sí, claro que lo era. ¿Quién se quejaría de un estilo minimalista con detalles en madera? Rústico pero elegante.
Poco después se escuchó un sonido sordo, un «plof», y la señora Bianchi regresaba con una botella de vino y… ¿cuatro vasos de cristal?
Tenía serias dudas respecto a lo que estaba sucediendo.
Primero, ¿el vino no se servía en copas?
Segundo, ¿desde cuándo se bebía alcohol tan temprano?
Y tercero…, ¿yo podía beber?
—¡Brindemos por vuestra llegada! —exclamó la mujer.
Y entonces comenzó a llenar todos los pequeños vasos de vino tinto.
Compartí una mirada curiosa con mi tía. Sabía que no le importaría que yo bebiese, pero aún me resultaba extraño, hasta que Tony comentó:
—En Italia la edad legal para beber son los dieciocho años, que Olivia ya tiene.
Algo me dijo que tampoco pasaría nada si tuviese menos…
Tomé el pequeño vasito que me ofrecía y brindé con ellos. Después bebí un sorbo, y lo cierto era que me supo increíble. Dulce y amargo a la vez, intenso pero suave… Se parecía a los vinos de la casa de Isabella.
—¿Es de los viñedos de los Cillar? —preguntó Tony.
Su madre asintió feliz, como si le hiciese ilusión que lo reconociera.
Tony y mi tía se tomaron de la mano, y entonces él hizo una pregunta que, en realidad, yo llevaba bastante tiempo esperando:
—Oye, mamma, ¿y Jax? Me gustaría verlo.
Tragué saliva, casi atragantándome con el vino. Quizá un poco más no me vendría mal.
Como si pudiese leerme la mente, la señora Bianchi me sirvió otro vaso mientras contestaba a su hijo.
—Tu chico está por ahí, ya sabes cómo es. A saber cuándo viene.
En mi estómago noté mariposas. Yo lo había visto, en la playa, compartiendo helado con una preciosa italiana.
Pero algo en el fondo de mi garganta me impidió decirlo.
En su lugar, guardé silencio, y me tomé el resto del vino.
Después de eso, la madre de Tony nos llevó a nuestras habitaciones. Subimos unas escaleras de madera junto a una pared blanca, y luego atravesamos un pasillo. Me mostraron el baño que usaría, compartido con los demás miembros de la casa, y después mi cuarto.
Al fondo.
Pequeño.
Acogedor.
Una cama chiquitina, con su armario, su escritorio… y unas increíbles vistas al mar.
—Perdona que sea así, ragazza —comentó la señora Bianchi—. Si no te gusta, siempre podemos…
—Es perfecta —la interrumpí, con los ojos fijos en las olas de la playa rompiéndose a lo lejos.
En cuanto imaginé lo que podía suponer escuchar ese sonido un amanecer, un anochecer, un mediodía…, supe que sería maravilloso.
La señora Bianchi tomó mis manos en las suyas nada más solté la maleta y me sonrió con fuerza, mirándome muy fijamente a los ojos, hasta el punto de hacerme sentir un poco incómoda. Por suerte no pareció notarlo.
—Me alegro mucho —dijo.
Y me soltó. Solo para tomar entonces las manos de mi tía, y tirar de ella hacia el pasillo. Madre mía.
Apenas se fueron cerré la puerta, guardé en el armario las prendas que más se habían arrugado y me dispuse a sacar el resto de la ropa de la maleta.
Las olas del mar se podían escuchar a lo lejos.
Y los gritos de la gente.
Y los niños riendo.
Y estaba segura de que, de poner atención, también podría oír a Jax compartiendo su helado con una chica rubia preciosa.
Pero ese no era mi problema.
¿Verdad?
4
La cena en casa de los DeLuca era, como descubrí aquella noche, familiar. O al menos más familiar de lo que solían ser las cenas en las que estábamos únicamente mi tía y yo, en nuestro pequeño y cómodo apartamento.
Apenas había conseguido sacar mi pijama y extender algunas camisetas sobre la cama cuando tía Jenna llamó a la puerta de mi habitación. La cena estaba por servirse y, según me explicó, sería más temprano de lo habitual en honor a las invitadas. Es decir, nosotras.
Se veía a leguas lo nerviosa que estaba por caerle bien a la familia de Tony, y aun así se preocupó de preguntarme si estaba cómoda en la casa, si me gustaba la habitación, y de decirme que si tenía cualquier problema no dudase en contárselo.
Ella y Tony sabían que entre Jax y yo había ocurrido algo durante el curso escolar, algo que ya se había terminado, pero no insistieron con preguntas que, al menos por mi parte, no quería contestar. Pese a todo, ella estaba pendiente de mí. Más de lo normal.
Teníamos que bajar de nuevo a la cocina, aunque yo habría preferido dormir. Sentía un leve dolor de cabeza y mucho, pero que mucho cansancio. Suponía que se trataría del famoso jet lag. En realidad, esta era la primera vez que viajaba tan lejos, así que solo podía intuirlo. Sin embargo, si mi tía, que no dejaba de bostezar cada poco tiempo, podía bajar a cenar, yo también sería capaz.
Me até el pelo en una coleta, que resultaría más cómoda para resistir el calor y disimular la suciedad del viaje, me cambié de camiseta y la seguí.
Mi sorpresa fue enorme cuando, al llegar, encontré a dos chicas poco más jóvenes que yo sentadas junto a la barra de la cocina, tomando vino tinto junto a la señora Bianchi, como si aquello fuese algo normal.
Tony también estaba allí con ellas, y nada más ver a mi tía una sonrisa iluminó su cara.
Mierda, me encantaban. En el futuro quería algo como lo que tenían ellos. Amor del puro, del que te emociona y te hace vomitar arcoíris incluso cuando no eres más que un mero espectador.
—Jenna, Olivia —nos llamó, poniéndose de pie—. Estas son mis sobrinas, Sofia y Gaia.
Las dos adolescentes me saludaron alegremente desde un extremo de la cocina. Asentí hacia ellas, sin saber muy bien si acercarme o no. Parecían simpáticas.
Entonces otros dos chicos aparecieron en la habitación, con voces risueñas que insuflaron vida a la estancia. Ambos llevaban una lata de bebida refrescante en la mano y se chocaban los codos.
Eran gemelos.
No necesité la presentación de la nonna porque Jax me había hablado de ellos: Alessandro y Marco. Los hermanos de Sofia, si no recordaba mal.
Mientras avanzaban hacia mí, o más específicamente hacia nosotras (porque mi tía seguía a mi lado, con una nueva copa de vino cortesía de la nonna en la mano), sus ojos lentamente se percataron de nuestra presencia.
Uno de ellos dejó de sonreír. Y como si eso no fuera suficiente, murmuró:
—Sono le americane?
No supe qué había dicho, pero su tono sonó a burla y no me gustó.
Como si quisiera corroborarlo, Tony tensó la mandíbula y prácticamente gruñó. Al lado del chico, su gemelo abrió ampliamente los ojos y le dio un codazo mientras le susurraba algo que no llegué a oír y, de pronto, un trozo de pan pasó volando.
Sí.
Un trozo de pan.
Tardé en darme cuenta de que había sido Sofia, la hermana menor de ellos, quien lo había lanzado. Y fue gracias a que la nonna le regañó diciendo «No se tira la comida, ragazza». Después, se dirigió con paso ligero hacia el chico, que abrió mucho los ojos mientras ella se acercaba. Se inclinó sobre él, con las manos apoyadas a ambos lados de su cadera y la mirada cargada de enfado.
—Si hay algo que te haga gracia, puedes decirlo en inglés también. Así todos nos reímos juntos.
Y nadie dijo nada.
Casi pude escuchar a mi tía abrazar con fuerza la copa de vino entre los dedos. La pobre ya estaba bastante nerviosa por conocer a la madre de su novio, como para encima presenciar una pelea familiar.
—¡En esta casa no se le falta el respeto a nadie! —exclamó la nonna.
La observé abrumada.
Al lado del chico, su gemelo se llevó una mano a la boca para intentar inútilmente ocultar la sonrisa, mientras las chicas se reían de forma descarada y él fruncía el ceño.
Era bastante evidente que, en realidad, aquel sobrino de Tony no estaba contento con nuestra llegada.
Sin embargo, no tardé en olvidarlo.
Tanto la nonna como los hermanos, hermanas y cuñados de Tony, nos hicieron sentir como en casa.
Nos dieron de beber más vino, nos ofrecieron comida, e incluso transporte para movernos por Italia.
En esas conversaciones, mezcla de italiano e inglés, me enteré de que el plan de mi tía y Tony era conocer Roma y otras zonas de alrededor, dejándome espacio para ir con ellos o quedarme con los primos. (Alessandro, el gemelo que se había burlado, no me daba muy buenas vibraciones, pero el resto sí).
La nonna salió un momento y regresó con una fuente enorme de ensalada que colocó sobre la mesa antes de exclamar:
—¡Todos a comer!
Inmediatamente los platos de comida comenzaron a desplazarse por la mesa, de mano en mano, mientras cada uno se servía lo que quería de ensalada, pasta, pan que parecía recién hecho…
Del mismo modo, un recipiente de cristal cargado de vino tinto también fue moviéndose entre los comensales, a la par que el murmullo de conversaciones comenzaba a hacerse más notorio.
Aparte de no entender nada, observé con curiosidad cómo aquellas personas alzaban la voz y casi gritaban, especialmente cuando se reían de forma escandalosa.
Me recordó un poco a la risa de Isabella y de sus padres.
—Prueba la ricotta, Olivia —comentó Tony por encima de las voces de sus familiares—. Estoy seguro de que te gustará.
¿Sinceramente? No tenía ni idea de qué narices sería la ricotta, pero él me pasó un plato de ensalada con tomates pequeños y una gran masa de queso blanco en el centro. Algo me dijo que se refería a aquello.
Le hice caso mientras la nonna, que se había sentado a mi lado, me ayudaba a servirme un poco en mi plato. De paso me rellenó la copa de vino, y después hizo lo mismo con la de mi tía.
¿Aquella mujer pretendía emborracharnos en nuestra primera noche? Aunque, en realidad, los dos adolescentes gemelos también estaban tomándolo.
Después de unos minutos las dos chicas iniciaron una conversación conmigo (o al menos hicieron el intento, cosa que valoré mucho). Me preguntaron cómo era mi vida en Estados Unidos, pero francamente yo tenía más curiosidad por saber cómo era vivir en Italia, concretamente en un pueblo al lado del mar y a apenas unos minutos en coche de Roma.
Podía entender perfectamente por qué Jax tenía tantas ganas de regresar durante el verano.
Y así de sencillo como sonaba, nada más pensar en él, nada más recordarlo, mi corazón volvió a doler, atravesándome con un pinchazo de lado a lado.
Tragué saliva, negándome a ceder ante la quemazón. Negando que el sentimiento abrumador de tristeza me asolase.
Había superado a Jax.
Lo había hecho, porque no me quedaba otra.
Disfrutaría de aquel verano, y no dejaría que nada ni nadie se interpusiera en mi camino a la felicidad.
Ni siquiera él.
No sabía que estaba a punto de conocer a otro DeLuca que también tendría la habilidad