1
DEREK
La he cagado.
Repite una y otra vez en su mente.
Ahora sí…
Es de noche. Una noche profunda y cuajada de estrellas. El todoterreno penetra la oscuridad sumido en la misma soledad que él siente. El camino es pequeño y lleno de baches. Imagine Dragons le canta al oído como si no hubiera un mañana desde los cascos con cancelación de ruido que robó en el centro comercial hace dos semanas. Sin embargo, a pesar de la rabia y la adrenalina que Dan Reynolds proyecta con sus cuerdas vocales, no consigue provocar ninguna reacción en su interior. Debería estar triste o enfadado, pero solo mira el cielo con la tranquilidad que precede a una tormenta.
No, no quiere darle esa satisfacción a su padre.
Así es como recuerdo a Derek al principio de esta historia. Callado, inaccesible… Con la expresión fría e inalterable. Como si no le importara estar allí. Como si no le afectara que se hubieran deshecho de él.
Qué va. Para Derek, esto no es muy diferente a lo que ha dejado atrás. Puede que cambie la ciudad por un poco de campo, pero es la misma soledad. Y él sabe mucho de eso.
Mientras encuentre el modo de distraerse, todo irá bien, y ya se ha marcado un objetivo claro. Una misión.
Sus pensamientos se enredan tanto tiempo en darle vueltas que casi consigue olvidar el traqueteo del coche a través de aquella negrura. Al menos hasta que una brusca sacudida hace que se golpee la cabeza contra el asiento delantero.
—Hemos llegado —anuncia el conductor.
Él se frota la frente dolorida y desvía la mirada hacia la ventanilla. Durante un fugaz e intenso instante la duda asoma para provocarle un cosquilleo en el laberinto de emociones que oculta en un rincón bien profundo de su mente desde que la amenaza de su padre pasó a ser una realidad.
Respira para mantener a raya la incertidumbre con una facilidad ya entrenada.
Un segundo…
Dos segundos…
Está agotado. El viaje ha sido muy largo y la compañía del chófer monótona y aburrida, pero ha recorrido medio planeta para llegar a ese lugar y no descubrirá qué le depara su interior hasta que se decida a entrar. De modo que toma aire, sube la cremallera para que el abrigo le cubra la nariz y abre la puerta del coche.
Nada evita que el frío le dé una soberana bofetada. Al instante, su cuerpo empieza a temblar.
Maldición.
Sí, sabía que la temperatura allí sería baja, pero… ¿tanto?
Ese descubrimiento le sorprende. De donde él procede nunca ha necesitado más de una chaqueta y un abrigo fino. Y, de pronto, aquí está, con el North Face negro que le ha endosado Helen —la mujer que hasta entonces se ocupaba de él tres veces por semana en casa—, con dos jerséis de cuello alto, una camiseta interior de algodón y su propia piel desnuda, en la que no deja de sentir cómo ese gélido y desconocido recibimiento sacude sus huesos y hace temblar cada uno de sus músculos. Con la primera inspiración, el aire se le queda congelado en la nariz, erizándole el vello y helando su barbilla. Los ojos le lloran y puede sentir que el frío le llega hasta el cerebro. Más de una neurona debe haberse congelado.
Genial.
Otro par de neuronas que no hará nada por su futuro.
Las manos comienzan a arderle.
El frío es doloroso, pero el aire huele a limpio. En su ciudad siempre apesta a tubo de escape y a comida rápida.
No llueve, al contrario de lo que vaticinaba la aplicación de su teléfono para esta zona. En lugar de nubes, el infinito universo le saluda y le deja a su suerte. Otea el cielo un momento, analizándolo con atención. Ahí arriba no hay nada. Solo estrellas y la profundidad de un abismo lejano e impenetrable. Ni siquiera la luna asoma entre la extrema oscuridad. De hecho, su ausencia oculta el mundo a su alrededor, excepto por la puerta de madera junto a la que han aparcado. De ella cuelgan dos pequeñas luces tintineantes.
Derek suspira con pesadez. Esa es, literalmente, la entrada a su exilio. Un nuevo y carísimo concepto carcelario, aunque después de diecisiete horas de viaje ya ni siquiera le importa. Lo único en lo que puede pensar es en comer y encerrarse en algún lugar en el que el suelo no se mueva bajo sus pies. A solas. Sí, solo. Lejos del acecho constante de Clarke, el chófer-niñera a quien no ha conseguido quitarse de encima desde que su padre tomó la decisión de enviarlo allí.
—Puedes irte. Sé entrar solo —le dice mientras coge la maleta y tira de ella hacia la puerta. El hombre cruza los brazos sobre el pecho, impasible—. O quédate y comprueba que no huyo, si quieres. Morirás congelado.
—Tu padre insistió en que…
—Sí, sí. —Hace un ademán y se dispone a llamar a un timbre que no suena—. Dile que yo también lo echaré de menos.
La puerta se abre antes de que ninguno de los dos pueda añadir nada más.
—Bienvenido, Derek —escucha al otro lado. Se vuelve y encuentra a una mujer de mediana edad que apenas le llega a la altura del pecho. Derek parpadea dos veces. La mujer tiene el pelo rubio enroscado en un moño apretado, la cara cuadrada y las mejillas altas. Viste un traje de punto que cae suelto hasta sus pies y lleva unas gafas que le cuelgan del cuello. Debe pasar de los cincuenta, aunque su estatura hace difícil saberlo con seguridad—. Descálzate y pasa, por favor.
El chófer le lanza una sonrisilla burlona y regresa al coche.
Menudo gilipollas.
2
DEREK
Al entrar, parece que se hunde. Bajo sus calcetines, una mullida piel de animal cubre el suelo, pero su interés por la novedad dura apenas un instante. Ni siquiera el agradable calor o la amplitud llaman su atención. Huele a comida. A algún tipo de guiso caliente.
Sus tripas suenan.
—Yo soy la señora Hops. —Le coge el abrigo y, de puntillas, lo cuelga en un perchero tras la puerta—. Puedes dejar la maleta aquí. Rocco la llevará luego a tu habitación.
Quizá no es la casa la que huele a guiso. Quizá es ella.
—Prefiero encargarme yo de mis cosas.
Qué hambre…
—Entonces, la recogerás tú mismo más tarde. Tu habitación es la primera a la derecha al subir las escaleras. —Señala hacia arriba con un dedo corto y rechoncho—. Ahora, acompáñame, por favor. Será un minuto. —Y, con un gesto, le indica una puerta a su lado.
Accede.
¿Acaso tiene alternativa?
La comida tendrá que esperar.
La sala que hay tras la sobria puerta maciza parece sacada de un catálogo de IKEA. De esos que ha visto leer y releer a infinidad de personas en las salas de espera. Es un espacio grande, con enormes ventanales sin cortinas tras una gran mesa central, completado por un par de sillas de respaldo alto. A los lados hay varias estanterías de madera con libros y muchas muchas plantas. Todo en un clarísimo tono pálido que refleja la luz cálida. El calor envolvente del interior de la estancia resulta reconfortante.
Derek avanza hasta una de las sillas y deja las cosas sobre la mesa sin ningún tipo de pudor.
La mujer sonríe y ocupa su posición tras el escritorio, pero, antes de tomar asiento, extiende su brazo hacia las cosas que Derek ha desparramado ante ella y coge el móvil y los auriculares. Para cuando él reacciona, ya los ha guardado bajo llave en un cajón de la mesa.
Él se endereza en la silla, tenso.
—¿Por qué ha hecho eso?
La mujer se pone las gafas con gesto cansado, como quien ha repetido lo mismo demasiadas veces.
—Derek, solo hay tres normas en esta casa: tolerancia cero a la violencia, nada de tecnología y cien por cien de asistencia a las sesiones en grupo. No es discutible —añade con un dedo alzado al ver su gesto de indignación—. Es obligatorio cumplirlas. Respétalas y todo irá bien.
—¿No le parece que esto ya está lo bastante aislado?
—¿Qué sabes de este lugar, hijo?
El chico se cruza de brazos, desafiante.
—Sé que es donde la gente con pasta oculta a los hijos que son un problema.
—¿Te consideras un problema para tu familia? —La arruga de su frente se marca con la profundidad del Gran Cañón de Colorado. O eso podría haber pensado Derek, si hubiese estado alguna vez en él.
—Yo, no. La manía de querer tomar mis propias decisiones, sí.
Hops lo contempla con los ojos entornados en dos afiladas rendijas. Son grises. Tan cerca como está de ella, no puede esquivar esa mirada tan directa.
—Entiendo… —Ahora sí, la mujer toma asiento y enlaza las manos, inclinándose un poco sobre la mesa hacia él—. Verás, te voy a pedir lo mismo que a todo el que llega aquí por primera vez: tómate esta experiencia en serio. No sabes cuánto tiempo estarás con nosotros, así que procura aprovecharlo al máximo. No hay enemigos en esta casa.
Él ríe para sus adentros con sarcasmo.
—¿Aprovechar qué, exactamente?
—Todo. —Abre las manos para envolver el espacio a su alrededor y dibuja una sonrisa afable en sus labios finos y arrugados—. Estamos en un entorno único, sin distracciones. Este es el mejor lugar del mundo para hacer frente a todo aquello que te preocupe y yo estoy aquí para ayudarte, aunque esto no saldrá bien si no pones de tu parte. ¿Crees que podrás?
—Menuda tontería…
—Lo creas o no, esta experiencia es una gran oportunidad para ti. Tu expediente dice que no eres especialmente problemático y tengo la sensación de que podremos hacer grandes cosas juntos, si tú estás dispuesto.
¿Especialmente problemático?
Genial. ¿Ahora todo se reduce a eso?
Derek sabe que no es problemático, su único problema es que se ha convertido en un puñetero grano en el culo…
—¿Tienes alguna pregunta?
Él se revuelve, incómodo.
—Mi padre me dijo que esto es una granja. ¿Tengo que limpiar cuadras?
La mujer sonríe de nuevo. Eso le molesta. Como si su pregunta fuera una estupidez…
—Tenemos ovejas y caballos, pero es Rocco, nuestro guarda, quien cuida de los animales y de las instalaciones. ¿Algo más?
—¿Puede devolverme mis cosas?
—Me temo que no. Nada de móviles o internet, Derek. —Dicho esto, se quita las gafas y echa la espalda hacia atrás para apoyarse contra el respaldo de su silla—. Las sesiones son con la primera luz del día en el lago, excepto la de hoy, que la hemos retrasado por tu llegada y la haremos a última hora de la tarde. Asegúrate de estar allí. Ahora, si no tienes más preguntas, ve a la sala de enfrente a desayunar y descubrirás tu nueva red social.
—Entonces ¿es en serio? —Su indignación va en aumento—. ¿No me va a devolver el móvil?
La mujer vuelve a colocarse las gafas y alza la mirada a través de ellas, haciendo balancear las cadenas que cuelgan desde sus orejas.
—¿Qué te hace pensar que bromeaba? Podrás sobrevivir sin él.
Derek resopla y se pone en pie de forma brusca, arrastrando a conciencia la silla sobre el inmaculado suelo de madera.
Y esto solo acaba de empezar…
DEMÉTER
Voy a contarte una historia y has de saber que en ella dos corazones laten a un ritmo diferente del resto, pero secretamente coordinados.
En el mismo momento en que Derek sale del despacho de Hops, un piso más arriba una joven acongojada contempla su reflejo. Y no es un reflejo cualquiera, sino el que pocos conocen. Sus dedos palpitan sobre la encimera del lavabo por el modo en que los aprieta contra la superficie, pero no es consciente de ello, ni del color blanco que envuelve sus nudillos.
Deméter tiene la vista clavada en la imagen que le devuelve la pulida superficie: la pintura negra que ha emborronado sus párpados, los labios pálidos y temblorosos, el pelo blanco que hoy le otorga un aspecto apagado.
Igual que un espectro…
Cierra los ojos justo antes de coger una enorme bocanada de aire que hace que las lágrimas desborden sobre sus mejillas.
Pero tú, tú no te fijes en su aspecto, hazme caso. Eso es lo que ella quiere. Concentrémonos de nuevo en sus manos.
Acaba de apartarlas, y ahora, ya sin la fuerza con la que se asían al mármol, han empezado a temblar. Quizá sea miedo, o tal vez enfado, y puede que el trozo de papel que sobresale entre sus dedos tenga mucho que ver. Lo arruga deprisa para meterlo en el bolsillo de sus pantalones y sale del baño para dirigirse al exterior.
Necesita aire.
Todo el aire que pueda conseguir…
Quizá, si corre lo bastante rápido, pueda huir de la realidad que la persigue.
3
DEREK
—Sí, ha estado bien.
—Eh, ¿te han dado algo para mí?
—Siempre me dan algo para ti.
—Eres un gorrón.
—A mí no me mandan pasta como a ti.
—¿Y por qué será?
—Eres un…
En ese momento, alguien pasa a toda prisa delante de sus narices y sale disparado por la puerta. Casi le golpea, aunque eso no parece importarle a la persona que acaba de salir corriendo. Para Derek aún es solo alguien desconocido. No ha podido ver quién era, aunque sí que ha conseguido distinguir unas botas rojas de agua y un abrigo enorme antes de que quien sea que fuera desapareciera a toda velocidad tras la entrada principal.
Derek suspira y se dirige a desayunar. Tiene un hambre atroz, aunque queda eclipsada en pocos pasos porque al entrar descubre que tiene superpoderes. Sí, sí. Superpoderes. Va en serio. Un pequeño paso dentro de la sala ejerce el mismo efecto que un agujero negro en el espacio. Le basta con asomar un pie por el haz de luz que proyectan las lámparas del comedor para absorber todo rastro de conversación. Ese ajetreo que, un segundo antes, oía con claridad desde el otro lado de la puerta…
Ahora, varios pares de ojos centran su atención en él. Es decir, los de las tres personas que hay allí. Esperaba que hubiera más gente —a juzgar por las voces que escapaban de la sala hace apenas un instante—, pero solo hay dos chicos y una chica y los tres le miran como si acabase de interrumpir el momento de tomar la decisión clave para salvar a la humanidad. De los chicos, uno es fuerte, de mandíbula cuadrada y con el pelo rizado y cobrizo. Su expresión es la más rara, con la barbilla ligeramente alzada en una mueca casi desafiante.
Qué payaso.
El otro, muy moreno, es flacucho y desgarbado. También le mira, claro, aunque su atención parece dividida entre él y lo que sea que está masticando.
La chica es diferente. Ella, pasada la sorpresa inicial, le observa con ojos enormes y cierta curiosidad. Es muy delgada, con el pelo castaño muy fino y rasgos angulosos. Su aspecto es apagado, triste.
Derek coge aire, sin decir nada. Nunca ha estado de caza, aunque está seguro de que esa escena podría ser digna del National Geographic. Ese grupo de extraños, mirándole… Igual que el cazador que sigue a su presa, analizando cada movimiento, sin moverse, por miedo a espantarla. O como el explorador que se mantiene cauto al descubrir un nuevo y curioso espécimen, observándolo a la espera de averiguar si muerde o si, por el contrario, se dejará acariciar… Él es ese nuevo animal. Un tierno y jugoso trozo de carne soltado a su suerte en mitad de un zoológico de barrotes invisibles.
La idea de dar media vuelta resulta cada vez más tentadora. Podría decir un millón de lugares en los que preferiría estar en ese momento, incluida su casa, con su padre —que ya es decir…—, pero tras tantas horas de vuelo unidas al trayecto interminable en coche está agotado y hambriento.
Solo hay una mesa y la única silla libre es la de la cabecera.
Qué suerte…
Aprieta la mandíbula y ocupa el lugar con especial cuidado de no mirar directamente a nadie. También evita hacer cualquier expresión con la cara. No quiere que lo miren, solo que lo dejen en paz. Que sigan con sus conversaciones como si él no hubiera irrumpido de repente. O, al menos, que lo saluden, para que la situación no sea tan incómoda. Cualquier cosa excepto observarle de esa manera.
Sin embargo, el silencio es absoluto.
Pues vale.
Se aclara la garganta y extiende el brazo hacia la botella de cristal que contiene la leche. Al momento, todos los ojos se arrojan como lanzas sobre su mano, en especial a las letras que lleva tatuadas en cada uno de sus dedos. Ese movimiento, tan normal y corriente, debe parecerles un desafío. Si se esfuerza, seguro que podría oír las preguntas formándose en el interior de sus cabezas: ¿quién es? ¿Qué pone en su tatuaje? ¿Por qué bebe de nuestra leche? Cada uno suponiendo una cosa distinta acerca de él.
No le importa. Ninguno va a acertar.
Lo sabe.
A la leche le siguen un par de puñados de copos de maíz azucarados, y empieza a engullir con ganas. No es un manjar, pero algo es algo. Sus tripas ronronean de placer con la primera cucharada. El crujido de los cereales trona contra sus oídos. Levanta la cara hacia ellos mientras come.
¿Por qué narices siguen mirándome?
Deja de masticar, despacio, y alza una de sus pobladas cejas. Entonces, la chica tose un poco y todos vuelven a su desayuno, pero ya es demasiado tarde para Derek. Bufa, agarra el tarro de cereales y su cuenco y se levanta de la mesa para huir de ese lugar.
Ocho meses.
Ocho meses hasta los dieciocho y podrá escapar.
Ocho meses y será libre…
4
DEREK
Apura en el recibidor el resto de los cereales de dos cucharadas y los deja en un aparador en su camino hacia la puerta.
Necesita estar solo.
La soledad es su zona de confort.
Saca un cigarrillo de la chaqueta, lo coloca en sus labios y sale.
Sin embargo, en cuanto el frío de la mañana le recibe en el porche, se queda helado. No por la escasa temperatura, que también, sino porque lo que ve es tan impactante que corta de golpe cualquier pensamiento.
La inmensa masa negra de hace un rato ahora es un paisaje pálido y fantasmagórico. El cielo está blanco, completamente nacarado y se funde con la superficie de un gran lago a pocos metros de la casa. Es imposible saber dónde acaba uno y empieza el otro porque la línea del horizonte sencillamente no existe. Sobre el agua, varios gigantes de hielo azul reposan, tranquilos y majestuosos, apareciendo y desapareciendo a voluntad de la extraña neblina blanca que baila, silenciosa, a su alrededor.
A un lado, puede intuir la silueta de montañas colosales que parecen sombras cuyo fin tampoco es capaz de alcanzar a ver. La luz que baña el lugar es difusa, como si el sol no estuviese en lo alto, y atenuada al pasar por las nubes que cubren el cielo, regando el ambiente con un tono plateado casi… mágico.
Y el silencio es abrumador.
No puede compararlo a nada que conozca.
Qué pasada…
Desciende por el camino, con los brazos cruzados con fuerza contra el pecho. La hierba del suelo cruje por la escarcha. El aire es gélido y, sí, sin duda mucho más puro y húmedo que el de su casa, tal vez porque desprende un olor limpio, muy diferente al que conoce. Aunque no es lo único distinto; en su ciudad, puedes dar gracias si encuentras un pequeño parque entre centenares de bloques de pisos. Ahí, en cambio, no hay ni un solo edificio alrededor en todo el espacio que alcanza su vista, que es mucho. De pronto, entiende por qué su padre le ha enviado a un lugar tan lejano y aislado.
Quiere que me sienta solo.
Camina despacio, con miedo de perturbar la quietud que parece envolver todo el lugar. Esta es la última medida desesperada de su padre para mantener el control sobre él y debe reconocer que esta vez se lo ha currado.
Sigue avanzando. El aire glacial le invita a regresar, pero no piensa ceder. No va a volver aún. Ha salido con la excusa de fumar y estar a solas con sus pensamientos, aunque es una verdad a medias. La auténtica razón, o la más importante, es que quería huir de esos extraños. Le da absolutamente igual lo que piensen de él, pero a nadie le gusta que le observen como si fuera un mono de feria. Además, no sabe cómo actuar. Es antisocial, sí. Lo es como efecto colateral de su vida. Una en la que nunca ha podido elegir nada, excepto sus últimas acciones. Esas que ahora le han conducido a ese lugar.
Su castigo.
Por negarse a hacer lo correcto.
Por querer decidir…
Él no tiene ese derecho.
Coge el cigarro y vuelve a guardarlo en el bolsillo. Fumar puede dejarlo para más tarde. Quizá, para mañana.
Apúntalo.
Saca la libreta y anota:
«Domingo 15 de noviembre».
«Día 1: -1 cigarro».
No. Hoy no le apetece.
Mañana tendrá que compensarlo…
Así que guarda la libreta, sube más la cremallera de su abrigo para cubrirse la barbilla y mete las manos en los bolsillos.
Aún piensa en el desayuno y la tensión insoportable de que todos le observaran.
Él nunca lo reconocería, pero a una pequeña parte de sí mismo le encantaría pensar que ha dejado amigos en casa. No sería cierto porque, de hecho, nunca los ha tenido. No es algo que haya podido elegir, aunque le gusta pensar que no los ha necesitado. Hubo un tiempo, de pequeño, que creía que sí, aunque es difícil extrañar algo que no conoces. Derek jamás ha pisado un colegio. Todas sus clases han sido con tutores en la más estricta privacidad. En realidad, ha pasado toda su vida escondido del mundo sin saber qué debía esconder. Le costó varios años dejar de sentirse un bicho raro y llegar a la conclusión de que el auténtico motivo era que resultaba mil veces más sencillo pagar a alguien para inculcarle los conocimientos obligatorios que para intentar hacerle llevar una vida normal.
Total… ¿Qué importa su vida?
En fin, tampoco es que eso le importe. Igual que tampoco le importa que su padre le haya enviado allí. Si piensa que va a arrepentirse por eso, se equivoca. Ahora mismo, el aislamiento, en vez de agobiarle, parece concederle más aire que nunca.
¿Es eso posible?
Sus pensamientos se detienen de golpe por culpa de un pequeño sonido que quiebra la paz.
Junto al camino hay una pequeña cabaña de madera con porche. Parece la típica casa que aprenden a garabatear los niños en el colegio. El tipo de construcción que ha visto en dibujos animados o en películas de cazadores de la tele. Las cortinas están abiertas de par en par y tras los cristales no parece haber ningún movimiento, pero a sus pies descubre varios perros tumbados. Deben de ser unos diez o doce.
En cuanto le ven, algunos se incorporan, otros mueven el rabo. Uno bosteza.
Se arrodilla junto al más cercano y se quita un guante para acariciarlo. El pelaje es áspero, húmedo y se enreda entre sus dedos.
Le gusta esa sensación.
—¿Qué pasa, fiera? —El animal salta hacia su mano, golpeando su costado con una pata. Otro se acerca y trepa por su rodilla para intentar llegar hasta su cara—. Estate quieto, chaval —dice riendo—. ¿Qué es esto? —Sus dedos palpan una correa. Tira un poco de ella y descubre que va de un animal a otro. Todos los perros parecen unidos por ella. Tira más y, entonces, encuentra un bulto tras un montículo de arena.
—Genial. —Sonríe. Es un trineo.
¡Un trineo!
Su corazón golpea fuerte contra el pecho.
¿Cuándo fue la última vez que sintió algo así? Ese hormigueo, esa sensación extraña en la boca del estómago…
Nunca.
No lo piensa, no se pregunta si puede o cómo narices hacerlo. ¿Para qué? ¿Qué más pueden hacerle?
No. Nadie puede impedírselo, así que sube a la inestable estructura y agita sin miedo las riendas en uno de esos actos impulsivos que jamás le han permitido hacer.
Los perros salen disparados y él por poco cae hacia atrás. A duras penas, consigue sujetarse a las bridas y a la pequeña barra que tiene delante, concentrando todos sus esfuerzos en mantenerse pegado al trineo por sus cuatro extremidades, en tensión. El aire gélido le empuja en la cara. Sus mejillas arden y los dedos amenazan con la congelación. Los perros corren con mucha energía y la velocidad encoge su vientre con fuerza mientras una nueva sensación retuerce la parte baja de su estómago.
Vértigo.
En ese momento, contra los deseos de su padre y del mundo, es libre.
Libre…
Y no puede dejar de sonreír.
Solo tarda unos pocos segundos en transformar la tensión inicial en adrenalina en estado puro y suelta un grito de júbilo que desaparece casi al instante entre la orquesta de ladridos que rompe el silencio y la paz del lugar. Parece un grito de guerra y, en realidad, lo es.
Acaba de declarar la guerra a su familia, a su Destino y a su propio miedo, y la batalla promete ser excitante.
¿Es ridículo que se sienta… poderoso?
—¡Más deprisa! —grita contra el viento mientras penetra en la inmensidad del manto verde escarchado, machacando con las ruedas sin piedad los pequeños cristales de agua con los que el frío ha cubierto el paisaje. Las montañas, los bloques de hielo e incluso la eterna planicie avanzan a ambos lados de él, escoltando su camino.
El aire se le cristaliza en la nariz, pero respira más profundo. Quiere atrapar cada partícula, cada ínfima parte de toda esa excitación que no ha sentido nunca antes… Es tanta que tira de las bridas hacia la derecha, como hacen con los caballos en las películas del Oeste, y los perros se salen del camino para correr campo a través.
Y vaya si es increíble. Es lo más flipante que ha hecho en su jodida vida. Sin ninguna duda. Ni siquiera le preocupa averiguar cómo regresar. Es sencillamente genial.
El terreno, entonces, se vuelve menos estable. Cuando rebasan a duras penas una gran roca que los perros han saltado por encima, el trineo cruje.
—¡Wo-hooo! Eso ha estado cerca —le grita a los animales, que siguen corriendo, ajenos a todo.
El cielo parece un poco más claro, incluso las nubes empiezan a abrirse y el paisaje cambia casi sin que se dé cuenta mientras el trineo avanza a toda velocidad hacia la orilla de otro lago. A diferencia del que tiene la granja, este está casi congelado.
Entonces, descubre que se está acercando demasiado deprisa al agua. En las pelis, eso nunca es buena idea…
—¡Ey!… ¡Parad! ¡Parad!
Tensa tanto las riendas, con tanta inclinación, que cae hacia atrás, sujeto a duras penas por las monturas, mientras sus pies se esfuerzan por seguir en su posición y su trasero roza el suelo, veloz. Pero o su fuerza no es suficiente o es que no tiene ni idea de cómo parar. Y, de pronto, lo sabe:
Va a volcar…
5
DEMÉTER
¿Alguna vez has sentido que perteneces a un lugar nada más llegar a él? ¿Como si hubieses pasado una vida anterior allí o tu alma se hubiese forjado bajo su cielo?
Ella, sí. Hace tiempo que Deméter llegó a este lugar. Aún recuerda el día con total claridad. Era diciembre, las seis de la tarde y la noche se cernía tan oscura como de madrugada. Apenas pudo distinguir algo. ¿Quién podría entre toda aquella negrura? Solo la sombra alejada del volcán, grandioso y temible contra el horizonte apagado. Sin embargo, algo en el aire, en esa pureza que penetró con rabia en sus pulmones, despertó una extraña sensación en ella, igual que un recuerdo velado de una vida pasada o de un sueño olvidado. Entonces, lo supo. Supo que pertenecía a este lugar y una parte de sí misma se sintió completa.
El brillo brotaba en sus ojos con ese descubrimiento, aunque nadie fue testigo de ello, excepto yo.
Ese día lloró, sola, en su primer paseo en la oscuridad. No con pena. Lo hizo desde una zona de su corazón a la que pocas veces puede acceder porque no encontraba otro modo de mostrar esa extraña emoción: lo raro que fue creerse en casa desde el primer instante, sin conocer nada ni a nadie… Ese sentimiento aún está ahí, tan puro como el primer día, a pesar del tiempo que lleva aquí, aunque un pedazo de su mente y de su corazón aún siguen clavados en otro lugar bastante lejano y diferente a este.
Hoy, más que nunca.
Se frota la cara. Lleva tanto tiempo fuera que se le ha irritado la nariz, pero es un precio más que justo por sentir algo de tranquilidad. En su cabeza hay poco de eso. Solo puede encontrarla en el correr del agua bajo el hielo, en el olor y el tacto del aire o, incluso, en el tono gris de las nubes.
¿Eso? Eso sí es paz.
De pronto, siente un movimiento a sus pies. Parpadea para sacudir los pensamientos en los que estaba sumergida y descubre que el sedal se hunde dentro del pequeño agujero que ha creado en el hielo.
Tira de él con cuidado. Sí, ¡ha picado! Su pecho vibra de la emoción. No se le da muy bien esto de pescar y r