1
El sabor a metal de mi propia sangre me desconcentraba de las voces que gritaban mi nombre. Un eco ensordecedor que no dejaba de aumentar mientras yo mantenía la cabeza gacha y la espalda apoyada en aquellos barrotes.
—¡Una ronda más y lo tienes!
Uno de los presos me hablaba mientras me sujetaba por los hombros, pero yo escuchaba su voz lejos de mí, mezclada con los vítores de los otros reclusos. Aullaban como si mi muerte o la de mi adversario fuese el único espectáculo capaz de hacerles olvidar sus vidas entre rejas.
Los presos permanecían tras aquellos barrotes que delimitaban lo que habíamos denominado la plaza de Rhawsin. Era una especie de guiño a la plaza de Trefhard, conocida por ser un espacio amplio en el que las familias bailaban y paseaban, como en aquel sueño que tuve. Aquel sueño que quedaba tan lejano de la que era mi realidad.
Pero en esta plaza luchábamos por comida, por sobrevivir. La cárcel estaba dividida en diez sectores y, cada día, se formaban cinco grupos aleatorios en que cinco representantes debían golpearse hasta ganar a su adversario y conseguir el alimento diario.
Y ese día, en mi sector, peleaba yo. Como casi todos.
—¡Mirad cómo llora la hiraia!
Con los mechones de pelo cubriendo mi rostro aún, sonreí. Sonreí sin sentir la más mínima felicidad o tranquilidad, tan solo sabía que, fuera como fuera, iba a salir viva de aquel combate. Me sentía rota después de pasar un mes encerrada en aquel lugar, pero pensaba sobrevivir.
—¡Vamos! —rugió mi contrincante—. ¡Vamos a terminar esto, princesita!
Y alcé la cabeza.
—¡Hiraia, acaba con el minotauro!
—¡Mata a esa niñata!
—¡Tenemos hambre!
Me aparté de los barrotes mugrientos y avancé mientras giraba la espada sobre mi propia muñeca tratando de no pensar en el estruendo que me rodeaba.
Eché un vistazo rápido a los bekrigers que custodiaban las salidas y entradas de la plaza, entre el lugar de combate y los barrotes donde el público nos aplaudía. No parecían sentirse afectados por vernos combatir, siempre la misma mirada de apatía cada día mientras los sectores teníamos que pelear por comida. Les daba igual que nos obligaran a luchar por un trozo de pan porque ellos tendrían su plato de comida al llegar a Ellyeth, ellos nunca tendrían que luchar por vivir.
—Venga —murmuré—. Venga —repetí para mí misma.
El minotauro sonrió, pero no había ni un ápice de sed de sangre en su mirada, ni deseo real de querer matarme. Pude apreciar ese destello de desesperación que ya había visto antes en todos y cada uno de los presos a los que me había enfrentado. Aquella bestia, que duplicaba mi tamaño, abrió las piernas y alzó la espada en alto.
—¡Vamos, joder! —gritó una voz desconocida desde detrás de los barrotes—. Alessa, ¡pisotea el culo de ese minotauro!
Sujeté la empuñadora de mi espada con decisión y alcé la hoja hasta la altura de mis ojos. Los gritos no dejaban de aumentar y no tuve tiempo de pensármelo mucho más, la bestia atacó.
—Joder —exhalé. Agaché mi cabeza para esquivar el espadazo que estuvo a punto de cortarme el cuello.
Con un rápido giro sobre mí misma, alcé mi arma de vuelta para atacar a mi contrincante. Gracias a su quejido supe que había dado efecto.
—Venga, ¡mataos ya!
Pero yo sabía perfectamente que eso no estaba permitido. El querido Stephan Owlux, alcaide de la cárcel, no estaba dispuesto a permitirnos la dulce huida de una muerte rápida. Nuestro cometido era castigar a nuestro adversario, apalearlo y abatirlo hasta el límite. Hasta que suplicara.
Retomamos la batalla con un combate de espadazos llenos de rabia, los sonidos guturales opacaban a los vítores de los presos. Los dos éramos rápidos, pero me percaté de la diferencia de fuerza entre ambos en el momento en el que uno de sus ataques me desplazó varios metros, golpeándome de nuevo sobre los barrotes.
«¿Qué coño haces?», pensé.
Exhalé un suspiro nervioso mientras me apartaba de los barrotes. ¿Por qué estaba perdiendo contra ese minotauro?
Corrí hacia la bestia sin pensármelo mucho, y usé mis dos manos para mover la espada y cortar su brazo, él gritó al tiempo que su espada caía al suelo por unos segundos. Suficiente para que a mí me diera tiempo a saltar sobre sus hombros.
Si no podía ganarle por fuerza ni por magia, tendría que usar otras cualidades.
—Maldita hiraia —gritó el minotauro cuando mis piernas lo inmovilizaron por la espalda.
Usé la mano que tenía libre para tirar de uno de sus cuernos: la debilidad de un minotauro, tal y como me enseñó Falco. Fuertes, pero torpes, muy torpes. La bestia cayó al suelo sin mucho esfuerzo, con una mano sujetaba el cuerno al tiempo que colocaba la espada en su garganta.
—¿Ya? —pregunté—. ¿Sigo?
El minotauro rugió, interpreté aquel grito como una demostración de que no estaba acabado todavía. Aquella bestia se zarandeó con fuerza, intenté aferrarme a su cuerno, pero me fue imposible y caí hacia un lado, permitiendo que esta vez fuera él el que me sujetara a mí en esa posición.
Un golpe tras otro. Sus garras golpearon mi cara una y otra vez mientras presionaba su pata contra mi brazo, inmovilizándome uno de ellos.
—¿Sigo? —preguntó con cierta burla.
No respondí al notar que mi boca comenzaba a saber a sangre. El rostro del minotauro me miraba con superioridad y el puño en alto, esperaba para darme el siguiente puñetazo, ahora que había asumido mi derrota.
Los presos gritaron con más fuerza aún, supe que esas voces provenían de los de mi sector, nerviosos por si comerían o no ese día.
Pero yo no pensaba terminar el combate hasta que el dolor fuera mayor que el de dejar sin comer a centenas de personas otra vez. No podía permitírmelo.
—Sigue.
Acto seguido levanté la mano que me quedaba libre y traté de alcanzar uno de sus cuernos de nuevo con éxito. El minotauro cayó hacia atrás de nuevo, gritando de dolor al ver que yo no soltaba su asta.
Aquella bestia, aparentemente imbatible, me miraba desde el suelo y yo, subida encima de ella, retorcí mi muñeca para provocarle mayor dolor y, con ello, su rendición.
—Has ganado, hiraia —farfulló el minotauro. Su sollozo fue mi victoria.
La plaza estalló en gritos, se había decidido quién iba a comer ese día. Pero la euforia duró poco.
Los bekrigers no tardaron en venir a por nosotros, nos inmovilizaron las muñecas detrás de la espalda y nos llevaron de vuelta a la celda; mientras los demás presos corrían de vuelta a las suyas, impulsados por la desesperación.
Desesperación porque, hubieran ganado o no hubieran ganado la comida, mi combate había sido el último de ese día y si no volvían a la celda a tiempo, antes de que nosotros los combatientes estuviéramos en las nuestras, habría castigo. Latigazos.
—¿Cuándo le dais la comida a mi sector? —pregunté al bekriger fornido que me empujaba por el pasillo oscuro de la cárcel—. He ganado.
Ninguna respuesta, como de costumbre. No se les tenía permitido hablar salvo que fuera para dar órdenes.
—No te van a responder, Alessa —respondió el minotauro. Nada de odio hacia mí, tan solo desgana por tener que vivir esta situación una y otra vez. Él también solía combatir representando a su sector.
Giré la cabeza por encima del hombro del bekriger que me empujaba para mirar al minotauro. En la plaza podríamos querer matarnos, pero más allá de esos barrotes la mayoría opinábamos lo mismo de los bekrigers que nos custodiaban.
—Dentro —se limitó a decir el bekriger cuando llegamos a mi celda—. Vamos.
Ni siquiera me había dado cuenta de que habíamos pasado el sector uno y habíamos llegado al mío. No luché ni me resistí, entré con la vista fija al frente dentro de los barrotes a los que llamaba casa desde hacía un mes. El minotauro pasó de largo de camino a su sector. Ese día no comería por mi culpa, ni él ni nadie del sector cuatro.
—Hogar… —suspiré al echar un vistazo al suelo mugriento sobre el que dormía habitualmente—, dulce hogar.
Los gritos no tardaron en volver. Pero no eran vítores como en la plaza. Tras los combates, las torturas diarias, siempre injustificadas, comenzaban de nuevo. Se convertirían una vez más en la banda sonora que acompañaría mis pensamientos hasta que fuera mi turno.
Cuando me dijeron que Rhawsin era el lugar más peligroso de Dybria y que era imposible salir con vida, pensé que sería por los propios presos, no porque los que tenían que velar por nuestra seguridad nos iban a torturar hasta que suplicáramos parar porque para ellos éramos escoria. Nunca pensé que el ejército del príncipe sería el que me haría la vida imposible.
El ejército de él. De mi alma gemela.
«Ya, para, Alessa», pensé, negando con la cabeza.
Pensar en él de vez en cuando me daba fuerzas, en cómo saltó a la arena delante de todo el reino y desafió a su propia familia para salvarme.
Pero no sabía si sus madres le habían permitido vivir después del sacrificio que hizo y había días en los que pensarlo me quitaba la fuerza incluso de seguir respirando. Quería tener tiempo para enamorarme conscientemente de él.
Pero ¿cómo estaría Dybria después de lo ocurrido? Habíamos desafiado a la corona delante del pueblo, todos conocían nuestra relación con las almas de Lynette y Kellan… ¿Cómo puede el reino superar una crisis así?
Solo se me venía a la cabeza una palabra: rebelión. Como la que inició Lynette, como la que ambos quisieron llevar a cabo y salió fallida. Pero una rebelión ahora sería un suicidio, con el pueblo doblegado y…
—¡No me hagáis daño!
Una voz dulce me apartó de mis pensamientos.
—¡Por favor!
Me incorporé a toda prisa. La voz se acercaba por el pasillo, pero los presos deberían estar ya en sus celdas. No faltaba nadie por entrar.
—¡Me estás apretando las muñecas! ¡Parecéis orcos más que elfos! ¡Animales!
«Ocurrente. Me gusta».
—¿Alguien nuevo? —susurré.
Dos bekrigers empujaban con desdén a una muchacha. Su larga melena pelirroja llamó mi atención, aunque no tanto como sus dos patas de cabra, que, al instante, me indicaron que se trataba de un fauno. Una mujer fauno.
Ella lloraba y gritaba desesperada mientras los dos elfos cerraban los barrotes con llave y se marchaban dejándola a ella dentro.
—Tranquila —fui capaz de decir cuando asimilé que una nueva reclusa iba a quedarse en mi celda—. Deja de…
—Me han hecho mucho daño —sollozó, sin soltar sus manos de los barrotes y con la cabeza apoyada hacia el pasillo—. Mucho.
—Son unos salvajes…
Alargué la última palabra esperando que se me ocurriera cómo abordar la situación. El hecho de tener a una compañera en la celda y que esta fuera una mujer fauno cuando pensaba que tan solo existían machos me descolocó por completo.
—¿Cómo te llamas? —Avancé hacia ella—. Yo soy Alessa.
—Briana.
Briana se llevó las manos a la cabeza, apartándose los dos mechones pelirrojos que parecían estar agobiándole. No dejaba de analizar las paredes mugrientas entre las que estábamos con la mirada llena de miedo. Reconocí esa mirada.
—¿Qué haces aquí?
Ella se tomó su tiempo en responder. Todavía no me había mirado a los ojos.
—No debería estar aquí.
—Como todos —respondí casi por inercia—. Ninguno creemos merecerlo.
Y no, yo no lo merecía; había ganado el Torneo, uno creado especialmente para matarme y mi premio era tratar de sobrevivir en esta cárcel.
Mi nueva compañera dejó caer su espalda sobre la pared y, por primera vez, sus ojos color celeste me miraron.
—Maté a un bekriger.
—Vale.
—¿Vale? ¿No me vas a decir que soy un monstruo, Alessa? —preguntó. Supe lo mucho que la habían juzgado otras veces por el temblor de su voz—. He matado a un bekriger.
—No sé cuáles fueron tus motivos. —Suspiré. Me puse de cuclillas para estar a su altura—. Yo tampoco he hecho cosas buenas.
—¿Has hecho algo peor que yo?
—Me obligaron a ello. —Recordé todas las criaturas que había matado en aquella arena—. En un mundo así… todos hemos hecho cosas terribles para sobrevivir.
«En un mundo así».
¿Era este el mundo con el que había soñado? Cada mañana tenía que recordarme a mí misma que sí lo era. A pesar de que cada criatura que veía me recordaba a las páginas de los libros que leía en mi antiguo mundo mientras ansiaba desesperadamente tener la oportunidad de formar parte de sus historias.
Sabía que en Dybria había magia bonita, pero estaba oculta en una oscuridad profunda.
—¿Terribles como…?
—Como matar a bekrigers o tener que vivir a costa de la muerte de otros inocentes —dije con las miradas de Owen y Deryn clavadas en la memoria. Briana resopló—. La mayoría de los que estamos aquí hemos tenido que ser crueles para sobrevivir.
Eso pareció convencer a mi nueva compañera, casi tan asustada como cuando yo aparecí en un bosque de Ffablyn y tuve que explicar a Carl y Bruno mi cometido, absolutamente muerta de miedo y con la sensación de que era una impostora en este universo. Todo eso había quedado atrás.
Tenía miedo, pero la rabia superaba con creces cualquier otra emoción que pudiera sentir.
—¿Qué nos hacen aquí? ¿Por qué se escuchan estos gritos?
Aparté los ojos de Briana por primera vez y miré al pasillo de mi celda. Un aullido agudo perforó mis oídos, vendría del sector uno o del tres, los más cercanos al mío.
—¿Alessa?
—Nos torturan, a diario —respondí, todavía con la mirada fija en el pasillo—. Sin motivo. A veces viene un bekriger y te lleva a una sala para hacerte daño. ¿Su excusa? Sacar información, pasar el rato…
—¿Por qué querrían sacarnos información?
Dudé en si responder. Sabía el motivo por el que a mí me llevaban más de lo normal a aquella sala o el motivo por el que los bekrigers pasaban muchas horas conmigo, pero ¿a los demás por qué? Supongo que puro deseo de tener controlado al pueblo, desconfianza y miedo.
Miedo de que la rebelión que comenzó Lynette volviera.
—No lo sé. —No era del todo mentira—. Diversión, supongo. —A Briana no pareció convencerle mi respuesta.
—¿Algo más que deba saber? —Ella se frotó los ojos con las manos—. ¿Qué te hacen cuando te… cuando te llevan?
—Normalmente son latigazos, pero los bekrigers no escatiman en innovar con técnicas. —Mientras decía eso, mi piel se erizó recordando las cicatrices que tenía en mi espalda.
Estuve hablando un rato con ella. Dejó de temblar pasados unos minutos, pero su mirada de terror no se apagó en ningún momento. Le conté que cada día peleábamos por la comida entre los sectores y que, normalmente, en el sector dos peleábamos siempre los mismos.
No había ningún consenso a la hora de pelear, pero según pasaban los días y las semanas, cuando el bekriger convocaba a un voluntario del sector para participar en el combate, cada vez eran menos los que se presentaban.
—¿Solo cinco sectores comen cada día? —preguntó. Yo asentí—. ¿Por qué te presentas voluntaria para pelear?
—Para hacer algo útil.
Resumí en esa frase la obligación que sentía que tenía que cumplir por ser quien era. La intranquilidad que me producía saber que estaba aquí atrapada y no podía hacer nada para evitarlo, salvo luchar de la única forma que podía.
Briana asintió. Estaba demasiado asustada como para seguir preguntando y pasé el resto de la tarde sentada en el suelo junto a ella, en silencio.
En eso consistían mis días, en pensar una y otra vez en lo injusta que era la situación y que yo no podía hacer nada para evitarlo.
Y en pensar en él; en el beso que nos arrebataron.
—¡Comida!
Un grito resonó por los pasillos del sector dos. Me levanté al instante.
—Como os acerquéis a los barrotes os cortamos las manos, ¿entendido?
Briana me miró impactada por su amenaza, pero yo le respondí con una mirada de «lo de todos los días». Nos tiraban la comida en una bandeja, pero teníamos que permanecer quietos en la pared hasta que cerraban la celda de nuevo.
Pero, por primera vez en un mes desde que me habían encerrado allí, no cumplí esa orden al ver qué bekriger me traía la comida.
—¿Carl? ¡Carl!
Corrí hacia los barrotes. El bekriger Carl, la primera persona que vi en Dybria al llegar, traía la bandeja con comida. Me aferré a los barrotes por inercia, asumiendo que él no iba a ser tan cruel como lo fue su compañero Bruno, que intentó matarme en la arena.
—Aparta, tengo que dejarte la comida.
Movió la cabeza para apartarse el pelo rubio que le tapaba los ojos. Estaba igual que hacía un mes, aun así, sentí que su mirada se había apagado.
—Carl —susurré—. Ayúdame.
Sabía que era inútil pedir ayuda, pero al ver a un rostro conocido no pude evitarlo. Sentía que él era distinto a los demás bekrigers, escuché como criticaba a sus propias reinas la primera vez que nos conocimos…, tal vez pudiera ayudarme.
—Alessa —musitó entre dientes—. Aparta.
—Por favor, ayúdame. Sé que tú…
—¡Alessa! —gruñó. Sus ojos azules se volvieron gélidos cuando me miró—. Para.
Negué con la cabeza.
«Para».
—No eres como ellos.
Carl negó con la cabeza mientras introducía la llave en mi celda para poder abrirla.
—Dejad la bandeja en el pasillo cuando terminéis.
—Carl…
—Dejad la bandeja en el pasillo cuando terminéis —repitió, dejando la bandeja con comida en el suelo.
—Por favor —sollocé. Quería sonar más tranquila de lo que estaba, pero no pude contener el lamento.
Carl no me volvió a mirar. Se fue dejándonos en la mazmorra a Briana y a mí, de nuevo, desoladas. Era como los demás, cruel y desalmado, y yo le daba igual.
En cuanto sus pasos se alejaron, noté como todo mi alrededor daba vueltas. Un pestañeo lento y un dolor de cabeza insoportable fueron lo último que sentí antes de desmayarme y caer al suelo.
Y, ahí, en lo más profundo de mis sueños, encontré esos ojos negros que tanto anhelaba.
2
El sol cálido de otoño iluminaba las hojas del bosque de Ffablyn, creando un escenario mágico en el que diminutas hadas canturreaban algunas de sus ocurrentes canciones. Eso fue lo que hizo que me diera cuenta de que estaba soñando; la posibilidad de ver la luz del sol, mi libertad.
No era la primera vez que soñaba y era consciente de ello, pero algo en mi interior me hizo saber que aquel sueño no era normal. La manera en la que sentía el viento en mi cara o la calidez del sol sobre la piel eran tan vívidos como la propia realidad.
Y hacía meses había experimentado lo mismo.
—¿Alessa?
Su voz.
—¿Has terminado de entrenar? —continuó.
Derek vino hacia mí. Creo que me tembló el pulso al verlo tan cerca después de tanto tiempo, aunque tan solo fuera en mi mente.
—Sí —respondí por inercia—. ¿Tú?
—¿No me ves? —musitó con una sonrisa ladeada.
Señaló su pelo negro algo revuelto y alguna que otra mancha de tierra que había en la camisa blanca que llevaba remangada.
—Yo no veo ningún problema —respondí con honestidad.
Derek dejó caer el arco que llevaba colgado en el hombro mientras enarcaba una ceja y caminaba hacia mí. Me sobresalté al ver que se quedaba desarmado. ¿No podría ser peligroso? Vendrían a por nosotros después de lo ocurrido en la arena.
—¿Qué haces? —pregunté al ver que su arco continuaba en el suelo.
—¿No puedo besarte? —Sus ojos negros me miraron con confusión al darse cuenta de lo nerviosa que me había puesto. Frenó en seco.
Tardé unos segundos en recordar que, en el sueño, no tenía por qué llevar un arma.
—Ya no corremos peligro. Tranquila.
Su voz sonaba firme y tranquilizadora. Nunca le había escuchado así, dulce y con la única intención de calmarme. Yo no respondí, tan solo asentí y dejé que él agarrara mis manos con ese amor que ansiaba demostrarme.
Esperaba un beso, pero, en lugar de eso, sin soltar nuestras manos, me miró a los ojos durante unos segundos. Las hadas continuaban cantando mientras él me acariciaba el dorso de la mano con su pulgar. No teníamos que huir, en ese sueño todo estaba bien y lo único de lo que debía preocuparme era de las mariposas que revoloteaban en mi estómago mientras su mirada bajaba de vez en cuando a mis labios.
No quería despertarme, quería vivir para siempre en su mirada.
—Todo salió bien —susurró. Sus ojos de ébano brillaban al mirarme.
—Lo conseguimos —respondí de nuevo con la sensación de no tener control total sobre las cosas que decía.
En la cárcel pensaba mucho en que quería pasar tiempo con él y enamorarme de manera consciente para que nuestra unión no se limitara a algo mágico y, en aquel sueño, supe que lo habíamos hecho, que cada célula de su cuerpo me quería y deseaba.
Tiró de mí para acercar mi cuerpo al suyo. Me abracé a su torso como si la Alessa de aquel sueño estuviera muy acostumbrada a poder hacerlo, pero, en cuanto fui consciente de que mi realidad en cuanto despertara iba a ser muy distinta, hundí mi cabeza en su pecho y me aferré a su espalda con cierta desesperación.
Quería recordar su olor a almizcle, su tacto, la sensación de tenerlo cerca, por si era la última vez que soñaba algo tan real a su lado. No podía olvidar al hombre que saltó a la arena en contra de su propia familia, no quería hacerlo.
Él acarició mi cabeza sin deshacer nuestro abrazo, posando su otra mano en mi espalda.
—Tranquila —susurró de nuevo.
Supe que Derek pensó que necesitaba ese abrazo reconfortante para recordar que habíamos ganado y todo había ido bien. Pero la realidad de lo que yo sentía era muy distinto.
Me abrazaba a él sabiendo que, quizá, nunca podría vivirlo despierta. Que la Alessa real no había podido disfrutar de un abrazo así con Derek y que permanecía encerrada en una cárcel.
Pero él nunca iba a saber eso porque estaba viviendo un producto de mi imaginación.
—Gracias —susurré, resumiendo en una palabra lo asustada que me sentía al recordar que nunca había podido abrazarlo así y que en algún momento despertaría.
—¿Por qué?
—Por esto. —Escondí la cabeza aún más en su pecho—. Por estar.
—Siempre —dijo justo antes de besar mi cabeza—. Ya estamos a salvo.
—¡Se ha desmayado! ¡No he hecho nada!
El rostro de Carl fue lo primero que vi al entreabrir los ojos.
—¡Está viva! —escuché gritar a Briana—. No he hecho nada.
—Ya sabemos que no has hecho nada —respondió Carl con cierto desdén.
Permanecí en el suelo unos segundos más, con los ojos abiertos, asimilando lo que acababa de ocurrir, y Carl no se apresuró en levantarme.
Los gritos de la cárcel y el olor a podrido me recordaron dónde estaba.
Nada de hadas, nada del aroma floral de Ffablyn.
Nada de él.
3
—¿Qué has hecho? Por todos los dioses, Alessa…
—¿Tú qué crees? —dije sacando toda la voz que pude tras haberme desmayado—. Me he desmayado, Carl.
—Pensaba que habías muerto en mi primer día aquí. ¡Lo que me faltaba! No sabría reanimarte, no tengo magia…
—Briana, ya. —Carl fue tajante—. Me has hecho venir por tus gritos.
No recordaba al bekriger así. Tan seco. El Carl que un día me llevó en barca a Ellyeth sacaba de quicio al antipático Bruno con sus bromas constantes.
Bruno. El bekriger que eligió el otro bando y peleó contra mí en la arena.
—Estoy bien —remarqué, incorporándome—. ¿Por qué has venido? Los tuyos nos maltratan a diario, te van a regañar.
No pude controlarme, y más después de recordar cómo rechazó ayudarme cuando me traía la comida.
—Sabes cómo funcionan aquí las cosas —susurró. Sus ojos azules me miraban sin un solo ápice de tristeza—. Estás en Rhawsin.
—Lo sé, pero pensaba que no eras un borrego que seguía a los demás bekrigers crueles, como Bruno.
—Las cosas han cambiado mucho. —Carl se levantó del suelo al pronunciar aquellas palabras—. Y lo sabes, Alessa.
—¿Desde cuándo? ¿Desde que me viste luchar por mi vida en la arena?
Un silencio de escasos segundos mientras yo me incorporaba junto a él.
—Déjalo. No tienes ni idea de nada —dijo él.
—¡Tú sí que no tienes ni idea de nada! ¡Vine aquí porque se suponía que era mi maldito destino y tu gente me hizo luchar por vivir! ¡Sin elección! —exclamé. Me temblaba el pulso de la mano—. ¡Lo logré! ¡Y me encerrasteis! ¡Me apartasteis de sus brazos cuando todo parecía cobrar algo de sentido!
Carl retrocedió unos pasos al escucharme. Cobarde.
—Esto no va contigo ni conmigo. —Bajó el tono de voz al tiempo que se acercaba a la puerta de mi mazmorra—. No lo conviertas en algo personal.
—Se convierte en algo personal en el momento en el que te pido ayuda, desesperada, y me retiras la mirada.
Me tembló la voz al terminar la frase. Desde que había llegado a Rhawsin convivía con un sentimiento de pánico a cada instante y, al verle, pensé que podía tener una oportunidad para escapar.
Briana permaneció de pie, al margen, mirando cómo el bekriger de ojos claros luchaba por no mirarme y yo luchaba por no derrumbarme y ponerme a llorar.
—No te puedo ayudar —suspiró. Echó una mirada inquieta al pasillo cuando un aullido de dolor sonó en la mazmorra de al lado—. Y no espero que lo entiendas.
—Nunca lo haré.
Carl asintió.
—Stephan Owlux quiere verte luego —continuó.
«Otra vez no, por favor», pensé.
Mi cabeza empezó a doler de golpe, como si la adrenalina de la discusión hubiera opacado los síntomas del desmayo, pero que, en cuanto tuve unos instantes para procesar lo que Carl acababa de decirme, se desataron.
—Fui hace tres días —susurré. No quería volver a ver a ese desalmado.
—Van a venir a por ti para que vuelvas a su despacho —continuó.
—¿Quién es Stephan Owlux?
La pregunta de Briana me recordó que estaba ahí y que todavía no había pasado por manos del alcaide.
—El líder de esta pocilga —escupí.
Carl no me corrigió, tan solo agachó la cabeza y dirigió una última mirada al pasillo. La mirada de la cobardía y del deber.
—Tienes que ir —se limitó a decir.
—No es que tenga elección.
Me sentía frustrada, agobiada. Me costaba mucho no echarme a llorar cada vez que me despertaba en Rhawsin, pero, después de experimentar el sueño más vívido de las últimas semanas y saber que tenía que volver a ver al alcaide, solo quería echarme en el suelo de la mazmorra y no levantarme.
—No hagas esto más difícil, Alessa —murmuró—. Nunca fuimos amigos, nunca quise ayudarte. Sabes cuál es mi deber.
—En eso consiste todo —exhalé, dando un paso hacia atrás y alejándome del bekriger—: en el deber.
—Cada uno tenemos el nuestro.
—Y el mío nunca será torturar a los inocentes.
No tenía nada más que decir, ni él tampoco. Echó una última mirada al interior de la celda y caminó de vuelta por el pasillo hacia cualquiera que fuese la siguiente labor que tenía que cumplir.
Toda esperanza de tener ayuda en la c