Mi enemigo favorito

Rodrigo Paniagua
Rodrigo Paniagua

Fragmento

Prólogo

Prólogo

Las cámaras están grabando.

El campus permanece en silencio; suele estar tranquilo por la noche. Tres guardias vigilan el perímetro y un cuarto se queda en la cabina de la entrada de vehículos, para registrar las llegadas y salidas. Cada noche, sobre las dos, este guardia abandona su puesto para ir al servicio. Suelen pasar entre quince y veinte minutos desde que sale de la cabina hasta que regresa. Tiempo suficiente para ejecutar el plan.

La doctora Vargas se ha quedado hasta tarde en su despacho. La facultad de Geografía e Historia, donde ella imparte clases, se encuentra al fondo del campus, muy cerca de la residencia donde su hijo ahora mismo está durmiendo. Su despacho se halla en la misma facultad, pero debe de ser la única persona que sigue en el edificio a esas horas de la madrugada. Es la una y media. La lámpara de su escritorio ilumina unos documentos que no para de revisar. Su mirada se reparte entre ellos y el reloj de la pared. Había llamado seis horas antes al ayuntamiento. La conversación fue tal que así:

—Ayuntamiento de Villegas, está hablando con Secretaría.

—¿Hola?

—¿En qué podemos ayudarle?

—Páseme con el alcalde, por favor —suplicó a la secretaria—, ¡es urgente!

—El señor Medina se marchó hace unos minutos, ¿quiere que le deje un mensaje?

—Dígale que tengo un proyecto muy importante entre manos —anunció la doctora con la voz temblorosa—, pero que corro un grave peligro si nadie me protege…

—«… si nadie me protege». Estupendo, ¡anotado! ¡No se olvide de puntuar la calidad de su llamada!

Seis horas y ni caso. Nadie le ha devuelto la llamada. Parece que en el ayuntamiento son tan útiles como los guardias del campus, que hasta su propio hijo les vacila cada vez que le da la gana. Y si estos no logran capturar a un chaval de veinte años, no quiere ni imaginarse lo que está por venir.

Dos de la mañana. Dos y cinco. De pronto, para sorpresa de nadie, al guardia de la entrada le viene el apretón. Mete su móvil en un cajón y sale disparado al servicio al que va siempre, dejando la cabina completamente abierta. Sus compañeros siguen perimetrando otras áreas, sin percatarse de la furgoneta negra que accede al campus en ese mismo instante.

La doctora continúa repasando documentos en el despacho. Saca un cuaderno de notas de uno de los cajones del escritorio, y lo guarda a toda prisa en la caja fuerte que tiene a su espalda. A las dos y siete, la puerta se abre sin previo aviso. Su corazón se detiene por un segundo al ver a tres personas enmascaradas rodeándola por ambos lados del escritorio para taparle la boca con cinta aislante. La doctora trata de resistirse, pero no hay nadie más en su facultad, y de oírle alguien, sería de la residencia de al lado, un edificio repleto de estudiantes donde escuchar un grito suele significar que alguien ha triunfado esa noche.

Uno de los secuestradores le esposa las muñecas. Otro recoge todos los documentos que podrían serles útiles y el tercero vigila la puerta del despacho. Una tarea un tanto innecesaria, teniendo en cuenta que no va a haber mucha más gente en esa facultad a las dos de la mañana, pero a lo mejor no es el más espabilado del grupo y querían mantenerle ocupado. El tipo que la ha esposado tira de ella hasta la salida del edificio y luego se la lleva a hombros hasta la furgoneta que han aparcado justo enfrente. El conductor del grupo sale del vehículo y abre las puertas traseras. La doctora cae de culo sobre un colchón que han situado en el maletero. Cierran las puertas.

El despacho se queda vacío, con la silla tirada en el suelo, unos papeles desordenados sobre la mesa y una caja fuerte cerrada, sobre la que se ve una foto de la doctora con su hijo.

Son las dos y catorce cuando la furgoneta desaparece del campus. Tres minutos después, el guardia de la cabina regresa del servicio y continúa jugando al Angry Birds en el móvil, sin hacerse la más mínima idea de lo que acaba de suceder. Los otros guardias de seguridad continúan por sus respectivas zonas, creyendo todavía que el mayor peligro al que pueden llegar a enfrentarse es encontrar a un alumno borracho entre los setos. Tampoco son conscientes de que podrían haber evitado un secuestro. Nadie ha visto nada. Nadie ha oído nada.

Pero, por suerte, las cámaras están grabando.

1

ROSETTI

Un día después

Bruma. Frío. Oscuridad. Paseo por la calle desierta atento a mis sentidos. El suelo mojado refleja el neón de los locales, y puedo escuchar en mi cabeza las canciones que deben de estar sonando dentro. Me imagino que estoy en Ámsterdam. O en Londres, en algún callejón de mala muerte donde se reúnan los malos. No puedo darte mucha información del caso, pero algo me dice que no va a ser una noche tranquila.

Una joven de veintiún años aparece ante mí. Va vestida como yo, con leggings negros y un forro polar a juego.

NOTA MENTAL: ponerme algo distinto la próxima vez.

Lleva la melena castaña sujeta en una cola de caballo. Me mira desafiante.

—Pero ¿qué tenemos aquí…?

Su acento de Europa del Este es de lo más cutre. Le encanta poner acentos, aunque no se le dé bien. Aun así, no me salgo del papel.

—Vaya, vaya —vacilo yo también—. Pero si es mi queridísima Artemis.

—Siempre es un placer, Rosetti.

Comenzamos a caminar en círculos, como dos gatos a punto de atacarse.

—Parece que ha llegado el momento —suspira—. La pelea final.

—Solo uno de los dos saldrá de aquí con vida. Qué lástima que no vayas a ser tú.

Artemis sonríe. Ladea el cuello hasta que cruje. Ni que eso fuese a acobardarme.

—Acabemos con esto —concluyo— antes de que algún civil nos encuentre.

Los dos compartimos una última mirada de desafío y nos lanzamos a la pelea.

Artemis me lanza un gancho que veo venir de lejos. Siempre da un paso adelante con el pie contrario al brazo que va a usar, así que tengo el tiempo suficiente para bloquearlo y contraatacar con más fuerza. Ella desvía mi puñetazo y trata de darme de nuevo, pero yo lo bloqueo también. En otro intento de gancho por la derecha, atrapo su brazo sobre el mío, me deslizo rápidamente bajo su torso y, sujetándola por el muslo, la levanto sobre mí hasta tirarla de espaldas.

Artemis tose bocarriba mientras se ríe.

—Buena llave —admite, reincorporándose con agilidad—. Para ser un crío, me refiero.

—Me sacas solo dos años, listilla. Ahórrate la actitud de sensei.

—Como quieras.

Esquivo de nuevo su puño y ella se aleja con unas volteretas laterales hasta que alcanza un contenedor de basura. Se esconde tras él y empieza a disparar. No llega a darme, pero el proyectil (una bola de gomaespuma) pasa a centímetros de mi cara. Corro hasta la esquina de un local que me servirá de fuerte. Agarro la pistola que guardo por detrás de mi cinturón y la cargo antes de disparar. Espero a que ella lo haga antes y, microsegundos después, estiro el brazo y trato de apuntar bien.

—¿Sigues vivo, amor mío? —la escucho vocear.

NOTA MENTAL: sé que esa frase es de alguna película, porque Artemis siempre la recita cuando estamos peleando. Investigar de cuál se trata para saber qué contestar.

Sonrío mientras recargo la pistola con la mayor ligereza posible.

—¡Déjate de rollos y terminemos con…!

Mierda. Mi pistola sale disparada tras la patada que le da Artemis. Ha debido de contar los disparos que he hecho y ha aprovechado para acercarse a mi fuerte. Apoya su arma sobre mi sien.

—¿Unas últimas palabras?

Miro al suelo, dejando escapar un suspiro tembloroso. Artemis frunce el ceño.

—¿En serio? ¿Te vas a poner a llorar?

Cambio mis gimoteos por una sonrisa y la desafío con la mirada.

—No.

En ese momento de distracción, agarro su muñeca con la mano izquierda y le quito la pistola con la derecha. Aunque me hago con su arma, ella es más rápida y me la arrebata de una patada. No nos queda otra que continuar mano a mano.

Segundo asalto. La niebla dificulta un poco la visión de la calle, pero debería estar preparado para este tipo de situaciones. Artemis regresa a su gancho, esta vez adelanta el pie derecho y, por ende, se lanza por la izquierda. Parece que no aprende conmigo. Después, prueba algo nuevo y gira sobre sí misma para darle consistencia a una posible patada. Me roza un poco el costado, sin llegar a darme del todo porque me aparto a tiempo.

NOTA MENTAL: preguntarle después cómo ha girado sin caerse.

Esta vez, los golpes son más rápidos, ni siquiera sé cuántos más voy a lograr bloquear ni cuántos va a lograr ella.

En un nuevo intento de gancho, es ahora Artemis la que me atrapa con su brazo y se desliza bajo mi torso. Al comprender su táctica, giro sobre mí mismo cuando me lanza hacia atrás y logro incorporarme con facilidad sobre el suelo. Antes de que ella se levante, alcanzo a darle una patada en la cara.

—¿Estás bien? —pregunto mientras doy saltitos de calentamiento y estiro los brazos.

Artemis se levanta una vez más y escupe al suelo. Relaja los hombros y se coloca de nuevo en posición de defensa.

—Dame dos minutos y te devolveré la pregunta.

Los golpes y bloqueos se repiten una vez más, cada cual más rápido y violento. Al ver que ninguno se está cansando, decido cambiar mi táctica y me agacho rápidamente en un intento de salto con patada. Ella debe de preverlo, porque agarra mi pierna sin problema y la gira sobre ella, haciéndome caer de bruces contra el suelo. Coloca su pie sobre mi pecho en cuanto me doy la vuelta.

—¿Estás bien, peque? —balbucea—. ¿Te has perdido?

Me quejaría de lo competitiva que es Artemis si yo no fuese peor. Agarro su tobillo en ese momento de vanidad y tuerzo el cuerpo hasta doblar la otra pierna de mi contrincante. Artemis cae a mi lado en el suelo, también bocarriba. Me levanto de un salto y pongo ahora mi pie sobre ella.

—¿Unas últimas palabras?

—¡Rosetti!

Me giro al escuchar la voz de mi superior. Puedo vislumbrarlo entre la bruma. Jota es alto y corpulento, pero lo primero que logro ver de él son sus profundos ojos negros.

—¡Encended cámara! —ordena bien alto.

La sala de inmersión simulativa se desactiva al completo, devolviéndonos a la realidad. Los edificios de la calle desaparecen, la niebla y la noche se esfuman y solo quedamos Artemis y yo en medio de una sala blanca, diáfana y espaciosa.

«Simulación finalizada», se escucha de fondo.

Ayudo a mi compañera a levantarse del suelo y luego me quedo de frente a Jota, esperando a que diga por qué ha interrumpido una de nuestras prácticas de combate.

Él solo me mira, esperando a que comprenda lo que está a punto de decirme, y no tardo mucho en hacerlo porque, antes de que vuelva a hablar, ya estoy sonriendo.

—Enhorabuena, Rosetti —me felicita—. Tienes tu primera misión.

2

ROSETTI

La Agencia Secreta de Espionaje Nacional, más conocida como la ASEN, se encuentra al norte de…, espera, no. No puedo decírtelo, es confidencial. Lo que sí te puedo contar es que yo trabajo ahí. Y, de hecho, soy uno de los miembros más jóvenes de la agencia. Tengo diecinueve años, pero me reclutaron con dieciséis. Tampoco tenía mucho más que hacer en la calle: nada más huir de mi orfanato, trabajé en lo que encontraba por Madrid hasta que, un día cualquiera, un hombre gigante y barbudo con un traje impecable dio conmigo y empezó a interrogarme. Me preguntó sobre mis notas de clase y mi estado físico. Supongo que le gustaron mis respuestas, porque al día siguiente ya me estaba despidiendo de Rami, el único amigo que mantenía de mi vida pasada, y me instalé en lo que sería mi nuevo hogar. Resulta que aquel hombre trajeado se convertiría en mi nuevo jefe.

Jota es todo lo que aspiro a ser. Cuando llegué y no conocía a nadie, me escaqueaba por las noches para verlo entrenar en la sala de inmersión simulativa. Su puntería, su precisión con los golpes, su elegancia al esquivarlos… Era todo lo que se espera de un agente secreto. A los dos años de empezar a entrenar, yo ya me sentía capaz de unirme a las misiones, pero él no lo veía de la misma manera. Con cada nueva misión, llamaba a alguno de los otros reclutas, que eran mínimo diez años mayores que yo, y a mí me pedía que permaneciese alejado del caso, que «podría resultar peligroso». ¿Y para qué me reclutas, entonces, si me vas a tener todo el día calentando banquillo?

Artemis ha sido mi única amiga en la agencia desde que llegué, es la única recluta aparte de mí que no supera los treinta años. Y, aun así, hay veces que me siento igual de solo, porque a ella también le encargan misiones desde hace años. Entre mi insistencia para que me den una misión y que tanto Jota como yo compartimos el pelo oscuro y la mandíbula afilada, a veces sí que siento que podríamos pasar por padre e hijo.

Sin embargo, ya nada de eso importa porque mi momento acaba de llegar. Después de tres años aprendiendo artes marciales, manejo de armas, persuasión y recopilación de información confidencial, por fin estoy listo para encabezar mi primera misión. Aun así, trato de no mostrarme demasiado emocionado, no quiero que nadie se dé cuenta de lo mucho que me alegra que se haya cometido un nuevo crimen.

Jota extiende su mano sobre la pantalla de identificación y al momento se abren las puertas de la sala de operaciones. Mi corazón se acelera al entrar, ¡es todo como lo había imaginado! Las paredes de la sala son de cemento, igual que el suelo, pero los sillones acolchados color café que rodean la alargada mesa del centro le dan un toque más cálido. Me siento a toda prisa en uno de los sillones que hay a mitad de la mesa. Jota no pierde un solo minuto más y enciende el enorme proyector. La imagen de una mujer rubia y sonriente se plasma sobre una de las paredes. Rondará los cuarenta años, quizá cincuenta, con un aparente buen estado físico. Al lado de la foto asoma una serie de datos personales.

—Elisa Vargas —me presenta Jota, paseando por la sala—. Doctora en Arqueología e Ingeniería y profesora de la Universidad Duarte. Ha sido secuestrada hace unas horas en el campus de la universidad, a las afueras del municipio de Villegas.

—¡Eso no queda muy lejos de aquí!

—Eso es lo de menos.

NOTA MENTAL: empezar a pensar antes de hablar.

Agacho la cabeza. Haber soltado un comentario tan pueril me hace sentir de repente tremendamente ridículo. Jota lanza frente a mí una pila de folios con información: fotos de edificios en ruinas, transcripciones de llamadas, varios mails personales…

—Esto es todo lo que hemos podido recopilar de ella durante los últimos meses —me aclara mientras ojeo los papeles—. El alcalde de Villegas contactó con nosotros esta mañana tras escuchar el mensaje que les había dejado en la Secretaría del ayuntamiento.

Jota presiona el mando del proyector y comienza a sonar la voz de la doctora:

«Dígale que tengo un proyecto muy importante entre manos, pero que corro un grave peligro si nadie me protege…».

—Al parecer, intentaron contactar con la doctora tras lo sucedido, pero nadie ha vuelto a saber de ella desde anoche.

—No parece tiempo suficiente para preocuparse.

—No tendría que serlo, pero… —Jota pulsa de nuevo el botón del proyector, reproduce un vídeo sacado de las cámaras de vigilancia del campus—. Nos han pasado las grabaciones de esta última noche.

Observo detenidamente la escena. Primero se ve cómo la puerta del despacho de Vargas se abre y unos tipos enmascarados la sacan a rastras. Su puerta da con el final del pasillo, justo al lado de una salida de emergencia, pero ellos giran hacia el otro lado. El siguiente vídeo los muestra mientras recorren el largo del pasillo y terminan abandonando la facultad. Por último, la cámara de la puerta de salida capta cómo meten a la doctora en la furgoneta y salen como si nada del campus. Me fijo bien en el vehículo, pero no logro dar ni con un número de matrícula ni con la marca del coche.

—Es curioso —menciono—: los secuestradores taparon las matrículas de la furgoneta para que ninguna cámara capturase el número, pero luego han sido muy poco sutiles sacando a la profesora de su despacho. Podrían haberse ahorrado todo ese desfile por el pasillo de la facultad, tenían una puerta de emergencia justo al lado. —Junto los dedos—. Es casi como si hubiesen querido aparecer en las grabaciones.

Jota me observa con la ceja arqueada.

—¿Intuyes que ha sido a propósito?

—No lo sé. —Me cruzo de brazos—. Quizá buscaban enviar un mensaje. Es decir, en un secuestro, por lo general, a estas horas ya habrían contactado con alguien para exigir un rescate. ¿Habéis hablado con su familia?

—Solo tiene a un hijo que vive en el campus. Por lo demás, está divorciada y no tiene más familiares cercanos ni amistades reconocidas.

Ahora me siento más conectado con la misión. Empiezo a ver a la víctima como una persona real, con una vida, un hijo… Y, sin embargo, es bastante solitaria, sin vínculos más allá del trabajo y una o dos personas a las que aprecia.

Siento un pinchazo en el pecho. Yo también soy así. Esa también es mi vida.

—Hemos contactado con su exmarido —me informa Jota—, pero no parece saber nada.

—¿Y el campus no cuenta con servicio de seguridad?

—¡Ja! Por favor —se ríe mi jefe—, dale una Taser a un mono y hará mejor labor que esos tipos —procuro no reírme del comentario, quiero mostrarme lo más maduro posible—. Nunca ha sucedido nada como esto en la Universidad Duarte, es bastante prestigiosa y allí la seguridad está para mantener a raya a los estudiantes.

Empiezo a cavilar sobre cuál va a ser mi papel en la misión: ¿voy a tener que ejercer de vigilante del campus? ¿Hacer la tarea que ellos no han logrado llevar a cabo? Espero que no, la verdad. Tengo demasiado que ofrecer para terminar repasando vídeos sentado.

Reviso de nuevo los folios que me ha pasado Jota. La mayoría hablan de unas construcciones antiguas datadas de hace siglos, pero no logro descifrar mucho con tan poca información.

NOTA MENTAL: documentarme más sobre arqueología ibérica para el caso.

Pensándolo bien, este secuestro no parece estar planeado con un motivo de extorsión. Hay algo más ahí. Le muestro a Jota una de las fotos de las construcciones en ruinas.

—¿Consideras que esto pueda ser el motivo de su secuestro?

—No podemos estar seguros. Es aquí donde entras tú.

Mi corazón se vuelve a acelerar. Trago saliva con discreción, el momento que tanto tiempo llevo soñando al fin se va a cumplir. ¿Qué querrá que haga Jota? ¿Que me cuele en los archivos de la universidad? ¿Que interrogue a los guardias por cualquier medio? ¡Ah! ¿Y si tengo que viajar hasta esas construcciones antiguas y dar con un posible tesoro escondido?

Hay todo un mundo lleno de posibilidades…

Pero mis esperanzas caen en picado cuando Jota pulsa de nuevo el mando del proyector. Ante mí aparece un vídeo en vertical de tres chicos sin camiseta, más o menos de mi edad, que bailan ridículamente descoordinados una canción de hiphop mientras sonríen seductores. Al acabar el baile, empiezan a jugar con su pelo y a guiñarle a la cámara. No entiendo nada.

—¿Qué está pasando? —me atrevo a preguntar.

—Este es un vídeo subido a redes sociales por el hijo de la doctora. Es el de en medio. —Jota pasa la diapositiva y aparece en la pantalla una foto del chico—. Se llama Martín Navarro Vargas. Tiene veinte años y estudia Filología Hispánica en la Duarte.

Ese tal Martín parece un cretino. Tiene el pelo rubio oscuro, casi castaño, unos ojos color turquesa y los pómulos bastante definidos. Sí, podría considerarse socioculturalmente atractivo, pero hay algo en su mirada (o, al menos, en la que tiene en esa foto) que evidencia un aire de arrogancia injustificada.

—Al tratarse de una misión en la que el Gobierno y el ayuntamiento podrían verse involucrados —me sigue explicando Jota—, nos han pedido que resolvamos el caso de manera discreta. Y hay una caja fuerte en el despacho de Vargas que no hemos podido abrir aún. No sabemos de nadie más que pudiera conocer la combinación para acceder a ella… salvo, quizá, su propio hijo. Es por eso por lo que, como nosotros no podemos acceder a más información sin llamar la atención de la prensa, tendrás que infiltrarte tú en la universidad y hacerte pasar por estudiante.

—¿Con qué fin?

No lo digas, no lo digas, no lo digas…

—Con el de hacerte amigo de Martín y conseguir la información que nos falta —termina diciendo.

Aprieto los puños por debajo de la mesa. Podría haberme ordenado directamente que me colase en el despacho y robara la caja fuerte. Con la seguridad que parece haber en el campus, hubiese sido más sencillo.

—Será una broma.

—Efectivamente, Rosetti —me aclara Jota, brazos en jarra—. Todo esto es una broma. No hay nadie secuestrado ni tú trabajas para una agencia de espionaje.

Como mi superior casi nunca sonríe, a veces me cuesta comprender si está hablando en serio o no. Deduzco que esta vez no, pero, si te soy sincero, ojalá lo estuviera haciendo. Me encantaría estar de acuerdo siempre con él, demostrarle que me tomo todo esto en serio, pero no me puedo creer que este vaya a ser mi primer rol en una misión.

—Venga, Jota —le imploro—, ¿dónde han quedado esos días en los que viajaba a islas secretas en helicóptero y peleaba contra todos los malos?

—Tú nunca has hecho eso.

—Veo que entiendes a dónde quiero llegar.

—Rosetti, esto no es un juego. —Jota se apoya sobre la mesa, justo a mi lado—. Crees que te estoy ofreciendo una misión de parvulario, pero hay una persona ahí fuera secuestrada porque su labor podría ser importante para el Gobierno. Y tú eres nuestro agente más joven, por eso eres perfecto para este caso, aunque yo siga creyendo que todavía es demasiado pronto para enviarte a una misión… —Se acerca aún más a mí—. Demuéstrame que me equivoco.

Permanezco callado por un momento, con la mirada aún clavada en mi superior.

NOTA MENTAL: retomar el entrenamiento de control de la ira, sigue siendo demasiado obvio cuándo quiero matar a alguien.

Él finge que le da igual cómo yo me sienta (aunque lo más probable es que así sea) y continúa explicándome la misión:

—Martín tiene un año más que tú y ya está en segundo curso. Tú te harás pasar por un chico de primero, a lo mejor de ese modo puedes intentar que te acoja bajo su ala.

—¿Bajo su ala? ¿Como si fuera su protegido o algo así?

—En efecto. Él es hijo único, quizá le apetezca ejercer de hermano mayor con alguien más pequeño. Y tú aún pasas por adolescente.

—¡Eso es injusto! —termino explotando—. ¡Yo ya no soy un adolescente!

—Pues entonces deja de comportarte como uno.

Touché. Sigo creyendo que todo esto es demasiado arbitrario. Llevo años entrenándome duro para llevar casos de verdad que no pasen por «hacerme amigo de un niñato universitario». Además, socializar es, literalmente, una de esas raras actividades en las que no destacaré jamás. Pensaba que, a estas alturas, Jota se habría dado cuenta.

—Tu objetivo aún no sabe nada del secuestro de su madre —me recalca—. Y así debe seguir. De hecho, las únicas personas conocedoras de los hechos son las que han sido necesarias para matricularte en la universidad. Tú solo mantendrás relación profesional con una de ellas, la decana Blanco.

Me empieza a hervir la sangre al ver que Jota ya había preparado todo antes de que yo aceptase el caso. Debo de haberme mostrado excesivamente desesperado por una misión para que él tuviera tan claro que la aceptaría. Voy a tener que ganarme el afecto de un chico con pinta de estúpido… solo para que me dé una ridícula combinación de caja fuerte. Respiro hondo. Trato de calmarme y recordar que este es mi trabajo. Lo quiera o no.

—De acuerdo —acepto tras un suspiro—. Me ganaré la confianza de ese chico. Aunque necesitaré algo de formación en bailes contemporáneos, parece que es lo que le gusta.

Jota ladea una sonrisa.

—No, Rosetti, lo del vídeo que has visto se llaman bailes trend. Es algo muy típico en redes sociales, lo cual me recuerda que debes evitar estas por todos los medios posibles. Un agente secreto no puede hacerse viral ni mostrar su cara al público. Tú no existes, recuérdalo en todo momento. —Es un poco duro escucharlo, pero asiento—. Deberás informarte también de cultura popular antes de comunicarte con él y sus amigos. Es todo.

¿Cultura popular? Bueno, creo que conozco a la persona perfecta para que me lo enseñe todo. Me levanto de la sala y, antes de que se abran de nuevo las puertas deslizantes, escucho la voz de mi jefe de nuevo:

—¡Rosetti!

Me giro hacia él, tragándome mi orgullo y fingiendo que no odio del todo esta misión.

—¿Sí, Jota?

Él me mira desde la distancia, levantando la barbilla con los brazos cruzados.

—Recuerda que fui yo quien te escogió hace años y que aún apuesto por tu potencial. Completa este caso, consigue la combinación que buscamos… y la siguiente misión será mucho mejor.

3

MARTÍN

Me despierto un día más en mi cuarto de la residencia, completamente en pelotas y con la espalda desnuda de Siena a mi lado. Sonrío al verla, esta noche he cumplido como un campeón.

Ella y yo ya no vamos en serio, pero seguimos siendo amigos… de esos que se cuentan los dramas y se consuelan con un kiki espontáneo de vez en cuando. Le acaricio uno de sus mechones más rubios mientras la escucho levantarse.

—Buenos días, amor —me bosteza—. ¿Llevas mucho despierto?

—Como cinco horas —miento, mirando el reloj de la pared—. Hemos bajado a comer sin ti.

Siena suelta un gruñido con el que me río. No me gusta mucho que me siga llamando «amor», me hace sentir como si siguiésemos siendo pareja. Aun así, me lo suelo callar.

Alguien llama a la puerta y abre.

—¿Pero aún seguís así, pringaos?

Pelayo se tira en la cama de al lado. Me olvidé de quitar el calcetín de la puerta cuando acabamos, el pobre ha debido de pasar toda la noche por ahí, esperando. Es lo malo de tener un compañero de habitación. Yo el primer año de carrera quise una de las habitaciones individuales de la residencia, pero mi madre me dijo que si quería vivir fuera de casa (teniendo en cuenta que esta está aquí, en Villegas, a quince minutos en coche del campus), tendría que conformarme con una compartida. Por suerte, así conocí a Pelayo y, desde entonces, somos inseparables.

—Siento lo del calcetín, tío —me disculpo.

—Ni te rayes, me quedé en el cuarto de una —Pelayo empieza a poner posturas guarras—. Bua, ¿te cuento lo que me dejó hacerle?

—Va a ser que no.

—¡Eres un cerdo, tío! —le grita Siena aún con la cara pegada a la almohada. Pelayo nos mira y se encoge de hombros, rascándose su cabeza rapada.

—Vosotros mismos. Pero la tía cayó rendida ante mis encantos de tío de la calle…

—Pelayo, amor, que eres de Pozuelo.

Me río ante el comentario de Siena. Pelayo a veces va de chico duro, libre, independiente… Pero nunca ha tenido que luchar por nada en su vida. Tiene más pasta que cualquiera de mis otros amigos, incluido yo.

—Bueno, hoy se sale, ¿no?

Para haber vuelto hace tan solo unos minutos de liarla en otro cuarto, Pelayo parece bastante enérgico. Empieza a bailar (realmente mal, por cierto) delante de nosotros, tratando de convencernos de hacer el mismo ridículo que él. Yo solo me río.

—Ni de coña, tío.

—Venga, bro. —Se sienta en el suelo, frente a mí—. Tomamos la previa en el cuarto y luego buscamos alguna fiesta por Villegas.

—Como os pille Gregorio bebiendo aquí —comenta Siena, mencionando al portero que vigila la residencia—, la que os cae es gorda.

—Nah, ese viejo me come los huevos —responde Pelayo, tan caballeroso como siempre—. Venga, Martín, Martín, Martín, Martín…

Pelayo comienza a pincharme en el brazo mientras repite mi nombre. Yo me acabo cansando y le retiro la mano de un golpe, soltando un soplido.

—¡Venga, va! —termino por ceder—. Pero bebemos en mi casa de Villegas, paso de que nos descubra Gregorio.

—¡Eso eees! —Pelayo vuelve a saltar por la habitación.

Siena me besa el hombro. Yo lo aparto despacio con discreción, eso de besármelo lo hacía cuando salíamos. Cuando nos queríamos.

—¿Tu madre no estará en casa?

—Qué va —le respondo—. Se ha ido a una especie de expedición por Egipto, no me lo ha dejado muy claro.

«Ya es bastante raro que me haya contado algo de su trabajo…», me apetece añadir. Pero ayer por la noche recibí un mensaje suyo, un audio de WhatsApp contándome lo de su curro exprés. Aún no le he contestado, y tampoco tengo prisa. Ella siempre se olvida de responderme a mí.

—Lo dicho. —Pelayo se empieza a cambiar de ropa frente a nosotros—. Pues me voy a clase, os veo luego en la casa de este.

—Yo no he dicho que vaya a ir con vosotros —replica Siena.

—Tú vas a donde vaya Martín, te encanta besar por donde pisa.

—¡Eso es mentira! —gritamos a la vez, aún desnudos bajo mis sábanas.

Pelayo simplemente se ríe, nos guiña el ojo y se marcha a clase. Seguro que ni él sabe qué le toca a esta hora. Yo me levanto por fin, me pongo algo de ropa y hago lo mismo. Ya es muy tarde para bajar a desayunar, por lo que será mejor que me pase por la cafetería del campus antes de la clase. Siena me abraza por detrás mientras me abotono la camisa.

—¿Estás bien?

Asiento con la cabeza. Ella me peina un poco con los dedos. Debo de tener el pelo hecho un desastre de anoche.

—Así que esta tarde fiesta, ¿eh? —comenta sonriendo y confirma que lo que acaba de decir Pelayo sobre ella es verdad.

Yo solo vuelvo a asentir, esperando a que se despida sin volver a llamarme «amor». Le doy un beso en la mejilla y le abro la puerta con sutileza, después ordeno un poco la habitación. No quiero más muestras innecesarias de cariño, ni pasar mucho más tiempo haciendo actividades que suelen hacer las parejas enamoradas. Ella ya me demostró que no lo estaba. Ya no salimos juntos, ya no somos más que esto: follamigos. Y no tengo la intención de volver a sentir nada por ella.

Ni por ella ni por nadie.

4

ROSETTI

El primer paso de mi nueva misión es visitar el laboratorio del doctor Plaza. Se encuentra en el piso subterráneo de la ASEN, al que solo he entrado una vez antes… y no, no puedo decirte el motivo, es confidencial. Lo siento, gajes del oficio.

Jota me acompaña en el ascensor, poniéndome al día de otros aspectos de la misión:

—Como es evidente, recibirás un nuevo vestuario para tu estancia en la universidad. Un equipo privado de estilistas nos ha enviado ya lo que usarás.

—¿Un equipo de estilistas?

—Sí, expertos en la materia —confirma—. Han analizado el estilo que lleva Martín Navarro y de ahí te han creado el vestuario perfecto.

Por un momento, permanezco boquiabierto.

—¿O sea, que la ropa que voy a llevar está diseñada para tener más posibilidades de gustarle al hijo de Vargas?

—Es crucial que se sienta cómodo con tu presencia desde el minuto uno. Y será más sencillo hacerte su amigo si te asocia con un entorno familiar.

Asiento mirando al frente. Creía saberlo todo sobre el funcionamiento de una misión, pero jamás me hubiese esperado que contratasen a estilistas para crear el vestuario perfecto de los agentes. Aunque tiene sentido. Si fuese por mí, escogería toda mi ropa elástica y de color negro.

—Dado que el teléfono de la doctora Vargas está inactivo —me sigue explicando—, hemos desviado la conexión con el móvil de su hijo para que, si decide hablar con su madre por mensaje o llamada, la señal viaje directamente a nosotros.

—¿Y cómo vais a hablar con él?

—El equipo de comunicaciones cuenta con un sistema de inteligencia artificial que convierte la voz de cualquiera en la que ellos decidan. Hemos conseguido las grabaciones suficientes de la doctora para poder examinar su tono, así que esa parte la tenemos cubierta. Su hijo piensa que está en un viaje de trabajo por Egipto, pendiente de un posible proyecto de expedición arqueológica.

Intento no mostrarme sorprendido y asiento de nuevo. Las puertas del ascensor se abren y llegamos al laboratorio.

El suelo y las paredes son tan blancas y relucientes que por poco necesito gafas de sol. Un grupo de científicos trabaja repartido por toda la planta, pero solo uno de ellos se acerca a saludarnos.

—¡Pero si es el pequeño Rosetti! —vocifera ilusionado el doctor Plaza, ofreciéndome la mano—. Ya tenía ganas de trabajar contigo, tus compañeros me han hablado maravillas de ti.

Una ola de orgullo recorre mi pecho. Supongo que todo el esfuerzo por intentar impresionar a los otros reclutas no ha sido en vano. O a lo mejor la única que le ha hablado de mí ha sido Artemis, y él solo está exagerando.

—Doctor Plaza —saludo de vuelta, apretándole la mano con una seriedad fingida. Por dentro estoy dando saltitos, pero no pienso dejar que se me note, y menos delante de Jota. Sigo bastante enfadado por mi rol en esta misión.

—¿Qué tal si te enseño las herramientas que te he preparado?

El doctor nos guía hasta una mesa con varios artefactos expuestos. Es un hombre joven, de la edad de la mayoría de los reclutas. Al parecer, la doctora que había antes que él debió de jubilarse hace ya tiempo, y por eso pasó de aprendiz a responsable de misiones. También es bastante atractivo: tiene una piel tersa y de un tono oscuro precioso, aparte de una sonrisa encantadora. No es una opinión personal, solo soy perfectamente consciente de los cánones de belleza que imperan en nuestra sociedad.

—Empecemos por esto de aquí —Plaza agarra un smartphone de última generación que hay sobre la mesa y me lo muestra—. ¿Sabes lo que es?

—Llevo años encerrado aquí —contesto, un poco ofendido—, pero soy bastante consciente de lo que es un teléfono.

Jota se cruza de brazos mientras ve al doctor reírse. Este niega con la cabeza.

—No, Rosetti, no es un teléfono. —Le da la

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos