PRÓLOGO
No os llevéis a la chica
Claire
Mayo de 1995
El pestilente humo se me metía por la nariz, y no me gustaba. Mamá dijo que era incienso, el mismo que el padre Murphy quemaba en la misa de los domingos.
No me gustaba ir a misa. La iglesia me parecía aburrida, vieja y triste.
Y lo peor de todo era que no podías hablar durante toda una hora.
Cuando tienes cinco años, una hora te parece una eternidad.
De algún modo, ese día la iglesia me pareció aún peor, y eso que era martes.
Había más tristeza.
Miré las caras llenas de lágrimas que tenía a mi alrededor y tiré de un hilo suelto de mi rebeca mientras balanceaba las piernas adelante y atrás, sonriendo para mis adentros cada vez que golpeaba con los pies el respaldo del banco que tenía delante.
—Estate quieta, Claire —ordenó papá poniéndome una mano en la rodilla—. Acabamos enseguida, cielo.
—Qué peste —le susurré tapándome la nariz—. No me gusta, papi.
—Ya lo sé, cielo —afirmó pasándome una mano sobre los rizos—. Pórtate como una niña mayor y quédate quietecita cinco minutos más; hazlo por papi.
—¿Luego podré jugar con Gerard?
No me contestó.
—¿Puedo jugar hoy con Gerard, papi? —repetí tirándole de la pernera del pantalón del traje—. Porfa… Lo echo de menos.
—Hoy es mejor que no, cielo —repuso, y luego hizo lo mismo que el resto de los hombres. Se inclinó hacia delante y apretó los pulgares contra los ojos para ocultar las lágrimas.
—Pero ¿por qué? —pregunté—. Está justo ahí arriba. —Señalé hacia la parte delantera de la iglesia—. Lo veo desde aquí, papi.
—No, Claire.
—Pero…
—Chist.
Yo no entendía nada de lo que pasaba.
Me giré hacia un lado y miré a mi hermano. A él también se le caían las lágrimas. Mamá lo tenía apretado contra un costado mientras él lloraba en su hombro.
—Oye, Hugh —susurré cubriéndome la boca con ambas manos—. ¿Quieres jugar con Gerard después de misa?
—Chist, Claire —resopló mamá limpiándose la cara con el pañuelo que se había sacado de la manga—. Aquí no.
¿Aquí no?
¿Qué quería decir con eso?
No entendía lo que pasaba, pero no me gustaba nada. Tenía una sensación extraña en la barriga que se volvía más intensa cada vez que miraba los ataúdes. Así es como Hugh llamó a las cajas que estaban colocadas junto al altar.
Había una grande y marrón, y otra más pequeña de color blanco. Hugh dijo que Joe, el papá de Gerard, estaba en la grande y Bethany, su hermana, en la pequeña.
Porque se habían ahogado el sábado anterior.
Yo no había oído nunca la palabra «ahogado», y era difícil entender su significado, pero aun así me hacía sentir supertriste. Porque cuando te ahogabas te metían en una caja.
—Ahogado. —Con el ceño fruncido en señal de concentración, intenté deletrear la palabra—. A-H…
—Chist, Claire.
Qué va, era demasiado larga para mí.
Tras cogerme las manos y luego soltarlas, miré a mi alrededor y saludé al profesor de Gerard y a Hugh, que estaban en el otro extremo de la fila.
—Ya está bien, Claire —me advirtió mamá agarrándome la mano al vuelo y colocándola sobre mi regazo—. Pórtate bien.
Pensaba que ya me estaba portando bien.
Tratando por todos los medios de hacerle caso a mamá, me senté sobre mis manos y no volví a balancear las piernas.
Al menos hasta que empezó la música y todo el mundo se puso en pie.
—¡Oasis, papi! —chillé con una emoción apenas contenida.
Conocía esa canción. Era del grupo preferido de Joe y de mi padre. Se llamaba «Stop Crying Your Heart Out».
Papá no sonreía. Estaba demasiado triste. Joe era su más mejor amigo del mundo entero y estaba en el ataúd marrón, pero Gerard era mi más mejor amigo del mundo mundial, y yo estaba contenta porque no se había ahogado con Joe y Bethany.
Mi papá había sacado a Gerard del agua. Había saltado y lo había rescatado. Con el traje y los zapatos puestos. Y los calcetines. Mi padre era un héroe. Eso decían los vecinos.
Cuando el padre Murphy avanzó por el pasillo esparciendo aquel humo apestoso, me tapé la nariz y me revolví con incomodidad, pero me olvidé del olor en cuanto posé la mirada sobre los ataúdes. Los estaban trasladando por el pasillo.
Primero el grande y marrón.
Luego el más pequeño, de color blanco.
Entonces los llantos se oyeron más y más alto, y yo me puse supertriste. Cuando el ataúd blanco pasó junto a nuestro banco, mi hermano estalló en lágrimas y lloró con fuerza sobre el pecho de mi madre.
—Chist, Hugh —lo regañé—. Pórtate bien.
—Chist, Claire —dijeron mamá y papá a la vez.
Yo no lo pillaba.
La gente comenzó a seguir el ataúd.
La yaya y el yayo de Gerard, sus titas y titos, y sus primos y primas. Su mamá, Sadhbh, a la que sujetaba su novio, Keith, y el cochino de su hijo, Mark.
Mark no me caía bien. No me gustaban sus ojos malignos, sus manazas enormes ni que nos mirara siempre con el entrecejo arrugado.
Arrastrando los pies detrás de él, con su tita Jacqui, estaba mi más mejor amigo del mundo mundial.
Gerard.
Me emocioné tanto al verlo que casi me pongo a dar saltos de alegría. Con los ojos como platos, me quedé mirando cómo ese rubiales, de rizos iguales a los míos, usaba la manga de su blanca camisa para limpiarse la nariz antes de fijar la vista en mí.
—Hola —dije moviendo los labios mientras lo saludaba con la mano.
Sus ojos parecían muy tristes y tenía las mejillas llenas de lágrimas, pero levantó la mano y me devolvió el saludo.
—Hola.
El corazón me empezó a latir superrápido, como si acabara de echar una carrera, y mi estómago se dio la vuelta como una tortita en una sartén.
—Ni se te ocurra moverte… —comenzó a decir mamá, pero no pude evitarlo. Ya estaba saliendo del banco y corriendo a toda prisa por el pasillo—. ¡Peter, detenla!
—¡Claire! —susurró papá con ímpetu; pero era demasiado tarde.
Ya había llegado hasta él. Sin detenerme hasta estar junto a mi mejor amigo, deslicé la mano dentro de la suya y se la apreté.
—Te he echado de menos.
Sorbiéndose la nariz, Gerard estrechó mi mano con fuerza y se limpió la mejilla con la manga de su traje negro mientras salíamos de la iglesia tras los ataúdes.
—Yo también te he echado de menos.
—Me alegro de que no estés en la caja —le murmuré al oído acercándome lo suficiente como para que solo él pudiera oírme—. Eres mi persona favorita del mundo mundial y cambiaría a cualquiera por ti. Incluso a Hugh.
—No deberías decir esas cosas —contestó; pero no solo no parecía enfadado, sino que además me apretó la mano con fuerza mientras seguíamos a la multitud hacia el cementerio.
—Recé para que fueras tú —dije al instante deseosa de contarle todas las cosas que me había guardado en la cabeza desde lo del barco. Desde el ahogamiento—. Cuando dijeron que habían salvado a alguien del agua, recé para que fueras tú.
Dejó ir un sollozo y se giró para mirarme.
—Ah, ¿s-sí?
Asentí con la cabeza.
—Le prometí a Dios que haría todas las cosas buenas que hay que hacer en el mundo si te traía de vuelta. —Le sonreí—. Y me hizo caso.
—No fue Dios, Claire —musitó limpiándose la nariz con la manga—. Fue tu padre.
—Me da igual quien fuera —repliqué—. Lo importante es que estás aquí.
—No creo que mi familia piense lo mismo —comentó girándose de nuevo para mirar al suelo mientras caminábamos—. Creo que hubieran preferido que tu padre salvara a Bethany.
—Pues yo no —admití con sinceridad—. Yo quería que te salvaras tú antes que nadie.
—Claire, vuelve con nosotros, por favor —interrumpió papá alcanzándonos y poniéndome una mano en el hombro—. Ahora mismo no puedes estar con Gerard.
Abrí la boca para quejarme, pero Gerard respondió por mí:
—Por favor, no os la llevéis.
—Déjalos, Pete —le dijo la tita Jacqui a papá—. Bien sabe Dios que en estos momentos el pobre chiquillo necesita una cara amiga.
Papá no lo tenía tan claro, pero me dejó caminar con Gerard hacia el cementerio.
—No sé qué voy a hacer ahora —espetó cuando llegamos a la tumba—. No quiero irme a casa con ellos.
—¿Con tu mamá y con Keith? —Arrugué la nariz en señal de asco y murmuré—: Y con el cochino de Mark.
Gerard asintió con rigidez.
—Quiero a mi papá.
—Pero ahora tu papá es un ángel, ¿no?
Se encogió de hombros.
—Eso ha dicho el padre Murphy.
—¿No te lo crees?
—Ya no sé ni lo que creo —respondió, y luego se quedó callado un buen rato antes de lanzar un suspiro de frustración—. He quedado como un idiota.
—¿Cuándo?
—En la misa.
—¿Por qué?
—Porque no he podido leer —contestó en voz baja.
—¿La oración? —pregunté recordando el rezo que Gerard había leído en el altar durante la misa—. A mí me ha parecido que lo has hecho genial.
—Claire, no he sido capaz de leer las palabras —soltó fijando sus grises ojos llenos de lágrimas en los míos—. Me las inventé.
—No pasa nada, Gerard. —Sonreí con muchas ganas para hacerlo sentir bien—. A mí me pareció que eras el más mejor.
—Mark dice que es porque soy estúpido —agregó estrechándome con fuerza la mano—. Me lo susurró al oído cuando volví del altar.
—El estúpido es él —gruñí enfadada—. Eres la persona más lista que conozco. Pero superlista de verdad.
—Solo me pasa cuando las palabras están en una página —afirmó soltando un suspiro de frustración—. Te juro que las recuerdo sin problema en mi cabeza. Podría haber recitado la oración fácilmente si no hubiera tenido que mirar esa estúpida página.
—Gerard.
—Para mí no tienen ningún sentido —se apresuró a añadir—. Da igual si las escribo yo o las escribe mamá. Para mí no hay una sola palabra en esa página que tenga ningún sentido.
—Puedo ayudarte —le ofrecí—. Se me empieza a dar muy bien leer mis libros de texto del cole.
—Solo quédate conmigo. —Me apretó la mano—. Eso ayuda.
—¿Sí?
Asintiendo rígidamente con la cabeza, dio un paso hacia el agujero de la tumba y echó un vistazo a su interior.
—Es profunda.
—Sí, superprofunda —acordé fisgoneando en el enorme agujero que había en el suelo junto a él.
—Y oscura.
—Ajá —asentí con energía—. Demasiado.
—A ella le da miedo la oscuridad.
—¿A Bethany?
—Sí.
—Pero no pasa nada, porque tu papá está con ella y la protegerá.
—¿Y qué pasa conmigo? —susurró mientras una lágrima solitaria le resbalaba por la mejilla—. ¿Quién me protegerá a mí?
—Yo, tonto —repuse soltándole la mano para poder darle un abrazo—. Yo te protegeré, Gerard.
Se le entrecortó la respiración y supe que estaba a punto de ponerse a llorar otra vez. Pero, en lugar de eso, se zafó de mi abrazo, se apartó del enorme agujero y echó a correr por el sendero, lejos de la muchedumbre, ignorando a su mamá y a sus titas, que gritaban su nombre.
Era más rápido que yo.
Tenía las piernas más largas.
Pero hasta ese momento Gerard nunca había huido de mí.
Me puse triste.
—¡Hey, Gerard! —grité casi sin resuello mientras corría tras él—. ¡Espérame!
—¡Ya lo traigo yo! —dijeron Hugh y Patrick pasando junto a mí a todo trapo como si fueran los corredores más rápidos de Irlanda.
Mi hermano y sus amigos tenían siete años. Yo, solo cinco. No era justo que no pudiera seguirles el ritmo.
Una manita agarró la mía y, al girarme, vi unos brillantes ojos azules.
—Hey.
—¡Lizzie! —Al ver a mi otra mejor amiga, sonreí y la abracé con fuerza—. Has venido.
—Hemos venido todos.
—¿Hasta Caoimhe?
—Sí. ¿Vas a volver con tus padres?
—Tengo que encontrar a Gerard.
—¿Quieres que vaya contigo?
Asentí alegremente.
Con una sonrisa de oreja a oreja, Lizzie se agarró a mi brazo y se puso a brincar a mi lado en dirección a donde habían ido los chicos.
—No me gusta cómo huele la iglesia.
—A mí tampoco —convino—. Apesta.
—Y hace mucho calor —añadí—. Mamá me ha obligado a llevar leotardos y esta rebeca tan gruesa. —Acalorada, tiré de los botones de la chaqueta y lancé un suspiro al ver que no se desabrochaban—. Aún no se me dan bien los botones, Liz.
—No pasa nada —contestó alargando la mano hasta mi rebeca—. A mí se me dan genial.
Y es que ella era genial. Lizzie era tan genial que hasta podía deletrear la palabra «genial». En clase, los profes siempre le daban las estrellas al mejor trabajo. Pero a mí no me importaba. Después de Gerard y Shannon, Lizzie era mi tercera amiga preferida del mundo.
—¿Crees que va a estar bien? —le pregunté un rato después cuando doblamos una esquina que había en la parte vacía del cementerio y vimos a los chicos.
A lo lejos distinguí a mi hermano, Hugh. Sujetaba a Gerard entre sus brazos. Lo apretaba contra él mientras su otro amigo, Patrick, permanecía sentado junto a ellos en el suelo con el brazo alrededor de ambos. No oía lo que mi hermano le decía a Gerard, pero sabía que era algo inteligente. A Hugh se le daban bien esas cosas. Siempre sabía qué decir.
—¿Quién?
—Gerard.
—No lo sé, Claire. —Lizzie se encogió de hombros mientras me ayudaba a volver a atarme la rebeca alrededor de la cintura después de que se cayera—. Caoimhe dice que Gibsie va a estar triste durante mucho tiempo.
—Muchísimo tiempo —confirmé poniéndome triste al pensarlo.
—Dice que tenemos que dejarlo en paz y darle tiempo.
—¿Tiempo?
—Sí.
—¿Tiempo para qué?
—No lo sé —replicó alzando los hombros—. Pero Caoimhe dice que es importante.
—Quiero abrazarlo.
—Deberías hacerlo —me dijo—. Tus abrazos son los mejores.
—Tus abrazos tampoco están nada mal —repuse—. Son supermulliditos.
—Pero los tuyos son como la luz del sol.
—¿Como la luz del sol? —Arrugué el ceño con gesto confundido—. ¿Por qué?
—Porque tú eres la luz del sol, tonta —se rio antes de irse saltando hacia donde estaban los chicos—. O a lo mejor es tu champú.
—¿Mi champú? —Me cogí uno de los rizos y lo olisqueé—. Entonces no son rayos de sol, Liz. Son fresas.
—Siento mucho lo de tu padre, Gibsie —dijo Lizzie al llegar a la piña de amigos. No se detuvo hasta estar arrodillada junto a él en el sendero envolviéndolo con fuerza entre sus brazos—. Y lo de tu hermana también.
—Gracias, Liz —respondió Gerard sorbiéndose la nariz y devolviéndole el abrazo.
—Ah, te he traído esto —agregó metiéndose la mano en el bolsillo de la falda—. Lo siento, se me ha doblado. —Le puso una margarita en el regazo antes de instalarse en el suelo junto a mi hermano—. Es para la tumba.
—Gracias, Liz. —Se metió la margarita en el bolsillo antes de volverse para mirar a mi hermano y luego a Patrick—. Gracias por quedaros, chicos.
—Siempre nos quedaremos, Gibs —contestó Hugh manteniendo un brazo alrededor de Gerard mientras con el otro acercaba el cuerpo de Lizzie al suyo.
—Exacto —convino Patrick pasando el brazo alrededor de Gerard por el otro lado—. ¿Para qué están los amigos?
Noté una punzada de calor y enfado en el estómago.
Me pasaba siempre que Liz y Hugh estaban juntos. Se supone que ella era mi amiga, pero cuando venía acababa jugando con mi hermano y a mí eso no me gustaba.
Sentada con las piernas cruzadas frente a ellos en el sendero, me rasqué una costra que tenía en el codo e intenté pensar en cosas más bonitas. Más agradables. Al fin y al cabo, le había hecho una promesa a Dios. Había salvado a Gerard.
—¡Liz! —La familiar voz de Caoimhe atravesó el aire—. ¿Cómo se te ocurre irte corriendo así? Mamá te está buscando por todas partes.
—¡Ay, jopé! —regruñó Lizzie poniéndose enseguida de pie—. Será mejor que vuelva.
—Te acompaño con tu hermana —dijo Hugh levantándose de golpe para unirse a ella—. Ahora vuelvo, Gibs.
—Está claro que le hace tilín —anunció Patrick contemplando cómo Hugh y Liz caminaban por el sendero.
—Uy, sí —confirmó Gerard en voz baja—. Es muy evidente.
Frunciendo el ceño, Patrick añadió:
—Creo que él también le hace tilín a ella.
—Sí —contestó Gerard—. También es evidente.
—¿Qué es «hacer tilín»? —les pregunté.
—Es cuando dos personas quieren cogerse de la mano y pasarse todo el recreo jugando juntos. Solos —explicó Patrick.
—Pero Hugh no va al mismo cole que Liz, así que, ¿cómo pueden hacerse tilín si no juegan juntos en el recreo?
—Ellos lo hacen en casa —apuntó Gerard.
—¿Jugar?
—Sí.
—Pero tú también juegas con Lizzie, Patrick —señalé—. ¿Eso quiere decir que a ti también te hace tilín ella?
—No sé. Puede que a veces —repuso con aire distraído antes de ponerse en pie rápidamente—. Ahora vuelvo.
—Perdona por irme corriendo antes —se disculpó Gerard cuando Patrick se había ido—. No me estaba escapando de ti.
—Fue por el agujero grande del suelo, ¿verdad? —indagué gateando para sentarme a su lado—. A mí también me dio miedo.
Con los ojos grises llenos de lágrimas, asintió lentamente con la cabeza.
—No quería ver cómo metían a mi hermana ahí.
—Oye, Gerard.
—Qué, Claire.
—¿Necesitas tiempo?
—¿Tiempo para qué?
—No sé. —Me encogí de hombros y reajusté el nudo que sujetaba la rebeca a mi cintura—. Caoimhe dice que necesitas mucho tiempo y que te dejemos en paz.
—No, no, no te vayas —se apresuró a decir agarrándome la mano—. ¿Vale?
—Tonto, no me iba a ir a ningún lado —contesté con una risilla observando cómo su mano hacía que la mía pareciera superpequeña—. Nunca te abandonaría, Gerard.
—Eso me decía mi papá. —Ahogó un tembloroso suspiro y cerró con fuerza los ojos antes de susurrar—: Así que… por favor, no te vayas, ¿vale?
—No me iré nunca, Gerard —repliqué acercándome a él hasta que nuestros hombros se encontraron. Eso es lo que pasaba cuando estaba con Gerard. Quería que mi mano tocara la suya todo el rato. O mi hombro. O mis dedos de los pies. Nunca quería que se alejara o se fuera. Solo quería que se quedara muy cerca de mí. Hasta cuando estaba supertriste—. Nunca te abandonaré.
—Lo digo en serio —insistió girándose para mirarme—. No puedo perder a otra persona a la que quiero.
—¿Me quieres?
Asintió con tristeza mientras otra lágrima le resbalaba por la mejilla.
—A ti más que a nadie.
Una sonrisa iluminó mi cara.
—¿Más que a Hugh?
Arrugó la nariz en señal de repulsa.
—A Hugh no lo quiero.
—¿Más que a Patrick?
—Tampoco quiero a Feely.
—Ah, ¿no?
—Solo a ti.
—Oye, Gerard, si alguna vez te pones supertriste, también puedo ser tu hermana. A Hugh no le importará compartir.
—No puedes ser mi hermana, Claire.
—¿Por qué?
—Porque no te puede hacer tilín tu hermana.
—¿Yo te hago tilín? —La tripa volvió a darme un vuelco como una tortita—. ¿Más que Lizzie? Porque una vez le oí decir a Hugh que es superguapa.
—¿Lizzie? Ufff, qué va —farfulló curvando el labio en señal de desaprobación—. A Lizzie no la veo.
—¿No?
—No veo a nadie. —Curvó los labios hacia arriba formando la más mínima de las sonrisas—. Solo a ti.
—¡Gerard, corazón, es hora de volver a casa! —gritó una voz familiar; sentí cómo se ponía rígido cuando nuestras familias caminaron hacia nosotros—. Van a ir los que han venido al entierro.
—Cinco minutos más —pidió con la respiración agitada—. Por favor.
—Cariño, tenemos que irnos —insistió su mamá.
—Por favor… —repitió él con los ojos clavados en el sendero—. Cinco minutos.
—Gerard…
—Se puede venir a casa con nosotros, Sadhbh —propuse pasándole el brazo por los hombros lo mejor que pude. No fue fácil, porque era mucho más grande que yo, pero lo intenté—. Hay sitio en el coche.
—Hoy no, Claire, cariño —repuso sorbiéndose la nariz—. Ahora mismo Gerard tiene que estar con su familia.
—No son mi familia —soltó con el pecho agitado—. Mi familia son ellos —añadió señalando en la dirección opuesta, hacia el lugar en el que su papá y su hermana habían sido enterrados—. Así que déjame en paz, ¿vale?
—¡Gerard! —exclamó Sadhbh sofocada justo antes de romper de nuevo a llorar—. En estos momentos te necesito conmigo.
—Deja que se vaya con sus amigos, cariño —trató de persuadirla Keith—. Se sentirá mejor con gente de su edad.
—Sí, deja que se vaya —gruñó Mark—. Estoy harto de tanto lloriqueo.
—¡Mark, eso no ayuda en nada!
—No puedo respirar —balbució Gerard girándose para mirarme, con sus ojos grises presos por el pánico mientras daba bruscas y profundas bocanadas de aire—. Claire, no puedo respirar.
Los ojos se me salieron de las órbitas.
—¿No?
Movió la cabeza hacia los lados.
—Me ahogo.
—¿Te ahogas? —Mientras me desgañitaba con un grito de sobresalto, me puse en pie como un muelle y tiré de él hacia mí—. Tranquilo, Gerard. Tú solo abre la boca y deja que entre el aire.
—¡No p-puedo!
—¿No puedes?
—N-no…
Después se desató un infierno.
—¿Qué le pasa?
—Tiene un ataque de pánico.
—¿Gibs?
—Gerard, corazón, soy yo, Sinead. ¿Me oyes?
—¡No puedo respirar!
—¡Ayudadlo!
—¡No, no me s-sueltes la m-mano!
—No lo haré, Gerard.
Tumbada a oscuras, miraba fijamente el techo mientras hacía lo posible por ser una niña valiente. No me gustaba dormir en la oscuridad, pero esa noche me quedaba en la habitación de mi hermano, así que no tenía elección. Aunque tampoco es que diera tanto miedo. La luna estaba enorme y brillante, y resplandecía a través de la ventana como una lamparita de noche.
—¿Estás despierta?
Era Hugh.
—Sí —respondí también con un susurro—. ¿Tú?
—Pues claro. Te he hecho una pregunta, ¿no?
—Ah, vale.
—¿Sigue agarrado a tu mano?
Bajé la mirada hacia el lugar en el que mi mano y la de Gerard estaban entrelazadas y asentí.
—Sí.
Apoyándose sobre los codos, mi hermano se inclinó sobre el cuerpo dormido de Gerard y me preguntó murmurando:
—¿Necesitas ir al baño antes de dormir?
—¡Qué mal! —Me mordí el labio con preocupación—. ¿Y si mojo la cama?
—Ni se te ocurra mojarme la cama.
—Pero ¿y si me quedo dormida y pasa?
—Ve al baño antes de quedarte dormida.
—No puedo. No me va a soltar y llevo todo el día cogiéndole la mano.
—Bueno, ahora mismo está grogui —musitó Hugh—. Le han dado esa medicina para que se durmiera.
—Sí —respondí frunciendo el ceño al recordarlo—. Estaba muy triste.
—Lo sé. —Hugh dejó ir un hondo suspiro—. Suéltate de su mano y ve al baño.
—Ya lo he intentado. —Tenía la palma sudada y caliente, pero Gerard seguía agarrándomela con ambas manos—. Estoy atrapada, Hugh.
—Mierda.
—No digas palabrotas.
—Deja que se quede esta noche con los niños, Sadhbh —le oí decir a mi madre al otro lado de la puerta de la habitación—. Ya se ha dormido, la pobre criatura. Mañana lo llevo a casa a primera hora.
—Uy, mierda —exclamó Hugh moviendo los labios justo antes de desplomarse a la posición de dormir.
—No digas palabrotas —musité con vehemencia copiando sus acciones.
—No sé qué hacer, Sinead —sollozó la madre de Gerard—. Está destrozado.
—Es un chico fuerte con una madre maravillosa que lo quiere muchísimo. Superará lo que se le ponga por delante.
—Pero es horrible, porque ya le estaba costando acostumbrarse a la separación, y ahora que Joe ya no está y el mes pasado Keith se vino a vivir a casa… —Otro sollozo de dolor—. Me da miedo que sienta que estoy sustituyendo a su padre.
Se oyeron más murmullos y luego unos pasos alejándose llenaron el silencio.
—Es verdad que ha sustituido a Joe —rezongó Hugh por lo bajini.
—¡Hugh!
—¿Qué? Es verdad.
—Ya, pero no puedes decirlo en voz alta.
—Claire, lo diga en voz alta o para mis adentros, sigue siendo verdad. Sadhbh rompió con Joe por Keith, y todo el mundo lo sabe.
—¿Incluso Gerard?
—Sobre todo Gibs.
—No me lo ha dicho nunca.
—Porque te trata como si fueras de cristal.
—Ah, ¿sí?
—Sí.
—Vaya. —Con el entrecejo arrugado, me puse de lado para mirar a mi hermano—. Oye, Hugh. ¿Qué significa «romper»?
—Es cuando alguien a quien quieres pasa de ti porque quiere más a otra persona —contestó dándose la vuelta para mirarme.
—Ah. —Me mordí el labio pensando en lo que había dicho—. ¿Mamá va a romper con papá como hizo Sadhbh con Joe?
—De ninguna manera —replicó Hugh con tono tranquilizador—. Mamá quiere a papá como es debido.
—¿Sadhbh no quería a Joe como es debido?
—En algún momento sí —afirmó encogiéndose de hombros—. Pero supongo que dejó de hacerlo.
—Eso es supertriste.
—Deja de decir «súper» todo el rato, Claire.
—Me gusta esa palabra —protesté—. Hasta puedo deletrearla.
—Vale, vale… —dijo bostezando—. Oye, creo que tengo un plan.
—¿Sí?
—Sí. —Asintiendo con la cabeza, se inclinó sobre el cuerpo dormido de Gerard y acercó una mano—. Yo le cojo la mano mientras tú vas al lavabo.
—Pero ¿y si se despierta y le da otro ataque de pánico?
—Tendrás que hacer pis muy rápido —farfulló mi hermano mientras separaba las manos de Gerard de la mía—. Ahora, Claire. Date prisa.
Esa misma noche me despertaron unos llantos.
—¿Hugh? —Abrí los párpados y, confundida, miré a mi alrededor en el cuarto de mi hermano—. ¿Eres tú?
—N-no, sigue d-dormido.
—¿Gerard? —La barriga me volvió a hacer lo de la tortita al oír su voz, y enseguida me puse de lado para mirarlo—. Hola.
Él ya estaba apoyado sobre un costado frente a mí, sujetando mi mano derecha entre las suyas.
—Hola.
—¿Estás bien?
Sorbiéndose la nariz, se secó la mejilla contra la almohada y negó lentamente con la cabeza.
—¿Has tenido una pesadilla?
Hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Con el barco? —pregunté colocando la mano libre sobre la suya—. ¿Te caías al agua?
Otro ligero gesto afirmativo.
—Ahora estás a salvo —dije intentando apaciguarlo—. A gusto, calentito y seco… Y estás otra vez conmigo.
No sonrió. Siguió mirándome fijamente mientras por las mejillas le resbalaban unas lágrimas gigantescas.
—¿Qué voy a hacer, Claire?
—¿Qué quieres decir? —repuse acercándome para que nuestros pies se tocaran. Yo siempre los tenía fríos. Los de Gerard siempre estaban calientes. Menos el sábado anterior. El día de su primera comunión y de la de Hugh. El día en el que nuestros papás llevaron a ambas familias a ese gran barco para celebrarlo. Ese día, Gerard estaba azul y sentía frío por todas partes.
—Sin mi padre —susurró cubriéndome los pies con los suyos. Apretó fuerte los ojos antes de balbucir—: Ni m-mi hermana. —Ahogando un nuevo sollozo, soltó aire de forma agitada—. Ahora estoy solo.
—No es verdad —le susurré enjugándome una lágrima supergrande de la mejilla—. Tienes a Sadhbh, a Keith, a Mark…
—Lo odio —rebufó entre dientes interrumpiéndome.
—¿A quién? ¿A Keith?
Asintió con la cabeza.
—Y no s-solo a él.
—¿A Mark también?
Resoplando, tragó saliva antes de decir:
—No me gusta cómo me mira.
Abrí los ojos como platos.
—¿Te mira mal?
—Con ojos demoniacos —explicó—. Como si quisiera hacerme daño.
Sentí cómo la ira me crecía en la tripa.
—¿Hacerte daño?
Asintió de nuevo.
—Puede que incluso matarme.
—Bueno, si te hace daño, le daré una patada en la pilila —gruñí—. Sé hacerlo. Pregúntale a Hugh. La semana pasada le di con el pie en la pilila por romperme la Barbie y se echó a llorar.
—Ah, sí. —Gerard sonrió—. Me acuerdo.
Su primera gran sonrisa desde aquel día.
—Me gusta tu cara cuando haces eso —le dije acercándome para tocar el agujero que se le formaba en la mejilla al sonreír.
—¿El qué?
—Sonreír —le expliqué—. Me tiembla la barriga cuando lo haces.
—¿Te tiembla?
—Ajá —asentí con entusiasmo y solté una risita cuando pasó de nuevo—. Como cuando se mueve la gelatina.
—Ah. —Gerard arrugó las cejas; parecía que se estaba concentrando superfuerte—. A mí me pasa lo mismo.
—Oye, Gerard.
—¿Qué, Claire?
—Aún no me has soltado la mano.
—Lo sé. —Un escalofrío recorrió su cuerpo y me apretó la mano con más fuerza—. Lo siento. Es que… cogerte la mano me hace sentir mejor.
—¿De verdad?
—Sí. —Me miró con cautela—. ¿Te parece bien?
—Sí. —Le sonreí—. Me la puedes coger por siempre jamás.
—¿Me lo prometes?
—Ajá —contesté bostezando, ya medio dormida—. Te lo prometo.
1
Reaparecer con más fuerza que nunca
Gibsie
Diez años después
«Grita, patético trozo de mierda», ordenó la voz de mi cabeza.
¿Seguro que era mi voz?
¿O era la de otro?
Ya no podía estar seguro.
Lo único que sabía en ese momento era que quería moverme, correr, gritar… pero no podía.
«¡Pide ayuda, joder!».
«¡No puedo!».
Nada parecía funcionar.
No podía mover ni un músculo.
Ni siquiera la punta de un dedo.
El miedo me tenía paralizado.
«Otra vez».
Indefenso, empapaba con mis lágrimas la zona del colchón contra la que tenía la cara estrujada.
Presión.
Me subía por la garganta.
Me empujaba fuerte contra la cama.
Lágrimas silenciosas seguidas de gritos callados que no conseguían activar mis cuerdas vocales.
«Una gota. Otra gota. Otra gota».
El enorme peso que aguantaba sobre mí me mantenía encerrado en mi propio pozo de terror eterno.
Ahogándome.
Estampándome la cara contra el colchón hasta impedirme respirar. Dejando que el agua me llenara los pulmones y los hiciera explotar.
Con las fosas nasales dilatadas.
«No es real».
Agitando los brazos.
«No estás aquí».
Viendo cómo se filtra la oscuridad.
«Ya no duele».
La imagen de las devastadoras olas cambió a la familiar vista del descansillo del piso de arriba.
«Me ahogo, mamá».
Veía la tonalidad de la luz que desprendía la lámpara de su dormitorio brillando bajo el marco de la puerta.
«Me hundo otra vez».
Mi cuerpo se agitó indefenso al verse atravesado por aquel dolor abrasador, tan horrible y familiar.
«¿Por qué no me ves?».
Preferiría estar muerto.
«Duele».
Ya me estaba muriendo por dentro.
«Haz que pare».
Ya tenía las entrañas destrozadas.
«Haz que él pare».
El corazón se me desintegraba lentamente en el pecho.
«No, no me alejes de ellos».
Mis latidos se ralentizaron, pero aún me oía el pulso retumbando en los oídos.
«No. Por favor. No dejes que él me salve».
Porque nunca me voy a curar.
«Tú tienes la culpa de que esté muerta».
Sentía sus manos sobre mi cuerpo.
«No despegues los ojos de la puerta».
Presión.
«Por favor, deja que me vaya».
Se me acumulaba en el pecho.
«Quiero estar con mi padre».
Me arañaba la garganta.
«No me obligues a soltarle la mano».
Ahogándome.
«No veo a mi hermana».
Asfixiándome.
«Está desapareciendo más y más en la oscuridad».
Empujándome los pulmones hasta impedirme respirar.
Él se acerca.
«—¡No!».
«Ve con ella».
«—¡Para!».
«Te prometo que allí abajo todo será mejor».
«—¡Papá!».
«Aguanta la respiración».
Y entonces me sacó del agua.
«—¡Respira, chaval, respira!».
«Te mereces un castigo».
«—¡Sigue intentándolo, joder!».
«Te mereces que te hagan daño».
«—¡Un, dos, tres, cuatro, cinco!».
«Te mereces que te destrocen».
«—¡Atrás!».
«Desde dentro hacia fuera».
«—Hay pulso…».
—¡No! —Jadeando, salí a trompicones de la cama y no me detuve hasta que caí redondo en el suelo de la habitación—. Dios… —Presa del pánico, me pasé las manos por el pelo, empapado de sudor, y me froté la cara. La ansiedad me destruía por dentro, haciendo que el corazón me rebotara por el pecho como una pelota de ping-pong endemoniada.
Todavía notaba el sabor del agua en la boca y sentía pánico al recordar cómo se me llenaban los pulmones y ardían hasta reventar.
Con el pecho agitado y la respiración entrecortada, miré al techo en la oscuridad, aún tratando desesperadamente de respirar.
«Pum».
«Pum».
«Pum».
El corazón me latía tan fuerte, ascendía tanto por mi pecho, que casi podía saborearlo en la garganta.
«Metálico».
«Pecaminoso».
«¡Horrible!».
—Todo va bien —intentaba decirme a mí mismo, pero no me consolaba—. Todo va bien.
«Pum».
«Pum».
«Pum».
No podía respirar.
«Sí que puedes».
«Estás respirando normal, gilipollas».
Era una pesadilla.
No era real.
Solo que sí lo era.
«Es real».
«Horrible».
«Horrible».
«¡Horrible!».
—¡Joder, para ya! —le ordené a mi desorientada mente mientras me desplazaba a ciegas sobre las manos y las rodillas en la oscuridad—. ¡Cierra la puta boca un minuto!
«Pum».
«Pum».
«Pum».
¿Seguía despierto?
«Pum».
«Pum».
«Pum».
¿O me había vuelto a dormir?
«Pum».
«Pum».
«Pum».
Sin duda me estaba moviendo; iba dando tumbos a oscuras guiado únicamente por la memoria.
«Pum».
«Pum».
«Pum».
Una intensa oleada de niebla cerebral atacó mis sentidos y me hizo caer.
Llevándome otra vez a la deriva.
Hacia una nueva pesadilla.
«¡No, por Dios!».
—No, no, no… —Entre sollozos, luché mentalmente contra lo que estaba por llegar, pero fue en vano.
Incluso en mis sueños, no podía cambiar nada.
—¿Gerard?
La oía a lo lejos.
—Dios mío, Gerard.
El corazón se me salía del pecho.
—Todo va bien. Chist… chist… todo va bien.
Mis pies se movían.
—Soy yo. Estás a salvo.
Mis manos la buscaban.
—Te tengo.
Pero no veía nada.
—Chist… cariño, te tengo.
El pulso me rugía en los oídos.
—Estoy aquí contigo.
Las olas batían contra mi cuerpo.
—Abre los ojos, Gerard.
Su tacto pulverizaba mi alma.
—Vuelve conmigo…
—¡Mierda! —espeté mientras tosía y farfullaba con violencia ante esa sensación fantasma de ahogo que seguía causando estragos en mi psique—. ¿Claire? —Frenético, abrí los ojos de golpe—. ¿Claire? —La niebla se disipaba en mi mente y de repente sentí que volvía a ver—. ¡¿Claire?!
—Soy yo. —Unas manos que conocía bien me rodearon la cintura por detrás, haciendo que todo mi cuerpo se pusiera rígido y se sobresaltara a la vez—. Aquí estoy, Gerard.
Y luego pude oler su champú y el detergente que su madre siempre usaba con su ropa, y sentí su pecho contra mi espalda mientras acunaba mi cuerpo contra el suyo.
Alivio.
Inundó mi cuerpo con tal fuerza que erradicó cualquier rastro de adrenalina que hubiera podido quedarse en mi interior causando destrozos, dejándome hecho un guiñapo en sus brazos.
—Claire.
—Te tengo.
Cuando puso las manos sobre mi cuerpo, no me sobrecogió. No sentí la habitual sensación de pánico que me consumía cuando me agarraban por detrás.
No necesité abrir los ojos para saber que, de algún modo, me las había arreglado para caminar dormido hasta su cuarto. Otra vez. Era el único sitio adonde me llevaban las piernas. El único sitio en el que podía respirar.
Tampoco me hizo falta mirar hacia atrás para saber que ella llevaba puesto el pijama rosa de unicornio de una sola pieza, su favorito. Estaba tan familiarizado con la tela que reconocí su tacto contra mi espalda cuando me abrazó.
Sus sentidos pasaron a ser mis sentidos, y encontré la forma de anclarme al presente. Hallé la fuerza necesaria para arrastrar a la versión actual de mí fuera de mis pesadillas. De mi pasado.
—Ya estás a salvo. —La voz de Claire destilaba una confianza y una serenidad a las que me aferré con desesperación. Era lógico que se sintiera confiada. Desde el accidente, por desgracia para ella, había sido la elegida para sacarme del abismo a diario—. Te tengo.
Y era verdad que Claire Biggs me tenía.
Tenía mi cuerpo.
Mi atención.
Mi corazón.
Mi alma.
La verdad es que yo era suyo por completo, y no estaba exagerando.
Entendía que colarme en su habitación no era justo para ninguno de los dos, no era idiota, pero había adquirido ese hábito tras la muerte de mi padre y no estaba preparado para abandonarlo. Ella era la nicotina de la que no podía desengancharme. La muleta sin la que no sabía caminar.
«Lárgate de su cuarto, imbécil».
«Céntrate un poco».
«No tienes derecho a apoyarte tanto en ella».
—Van a peor, Gerard.
No era una pregunta, pero me obligué a contestarle de todos modos:
—Ya.
—Son más violentas.
De nuevo, no me lo estaba preguntando, pero le respondí con un tembloroso «sí».
Mis pesadillas siempre habían sido horribles. Por lo general, se me daba bien ocultárselas, lo cual era impresionante teniendo en cuenta que había dormido en su cama casi todas las noches desde que tenía siete años.
Cuando los terrores nocturnos eran intensos, como el verano anterior, intentaba escabullirme y hacía el esfuerzo consciente de dormir en mi propia casa. Pero eso no parecía cambiar nada, porque incluso dormido encontraba la forma de volver hasta ella.
—¿Por qué? —Su voz rezumaba preocupación—. ¿Qué te pasa?
Nada.
No me pasaba nada, joder, y eso era lo que me frustraba tanto. Llevaba sufriendo terrores nocturnos desde el accidente. Es cierto que había estado peor años atrás, mientras lidiaba con toda aquella mierda, pero en esos momentos estaba bien.
Tomé la decisión de ser feliz y, milagrosamente, eso ayudó. No era real, la verdad es que no me sentía así, pero era un firme defensor de la idea de fingir algo hasta conseguirlo. Después de todo, sin ese sentimiento ya no estaría vivo.
Hasta entonces no había experimentado nada parecido. Aunque no tenía por qué hacerse realidad de inmediato, yo actuaba como si algo fuera cierto hasta que de verdad lo era. Por ejemplo, si yo quería ser normal, pues lo era. Si quería tener talento como Johnny, ser listo como Hugh o creativo como Patrick, me comportaba así y era todas esas cosas.
Tal vez no podía ser ninguna de ellas de forma natural, pero si fingía durante el tiempo suficiente, había muchas posibilidades de que se hicieran realidad.
A lo mejor Lizzie tenía razón y yo era un puto memo. Estaba claro que no iba a entrar en ninguna universidad después del Tommen, pero siempre me quedaba mi sentido del humor.
Hasta ese momento, tomarme la vida a cachondeo me había funcionado a las mil maravillas. Y lo mejor de todo es que no le hacía daño a nadie. A diferencia de Lizzie, yo había encontrado una manera de salir adelante, sobrellevar el dolor y protegerme sin hacer pedazos a los demás.
¿Por qué iba a ser Gerard el fastidiado cuando podía ser Gibsie el fastidioso? No me hacía daño ser Gibsie, porque él era mi armadura y el humor era mi espada.
No pensaba mucho antes de hablar. Solía decir lo primero que se me pasaba por la cabeza, y eso había acabado por conformar la persona en la que me había convertido a ojos de mis amigos. Era autocrítico por naturaleza, pero nunca cruel a propósito, y mi actitud hacía reír a la gente. Echaba pestes por la boca a expensas de mi propio carácter, como una capa de protección basada en el sabotaje a mí mismo.
Nada de lo que decía iba con maldad ni chulería. Era pura protección. Mi red de seguridad. Porque sentía la necesidad imperiosa de protegerme y no se me ocurría ninguna otra manera de hacerlo en un mundo en el que todos parecían tener las cosas claras menos yo.
Solo había una persona en mi vida que me seguía viendo como realmente era.
Solo una persona se negaba a dejar que desapareciera esa antigua versión de mí.
La chica que me rodeaba con sus brazos.
«Mi chica».
—Entonces tiene que ser por lo que te pasó en la acampada —declaró con un tono de voz apasionado—. Cuando Lizzie te empujó al río, seguramente removió algo en tu interior: un recuerdo de aquel día.
—Puede ser —respondí todavía respirando irregular y entrecortadamente—. Qué más da. —Sentado con el cuerpo inclinado hacia delante, apreté la cara contra las manos y traté de calmarme—. No importa.
—Claro que importa, Gerard. Lo has estado pasando fatal casi todas las noches desde entonces. —Me apartó las manos de la cara y las entrelazó con las suyas—. Estoy preocupada por ti.
No tuve que esforzarme por mirar a la chica que me cogía las manos; mis ojos se posaron sobre ella de forma automática, centrándose en aquellos rizos rubios y en sus ojos marrones como si alguien me hubiera programado para localizarlos desde la más tierna infancia.
—Oye, oye, háblame —dijo con voz calmada acercándose para sostener mi cara en el hueco de sus manos—. Venga, Gerard. Dime qué tienes en la cabeza.
No podía hablar con ella.
Ni con nadie.
La parte oscura de la vida a la que había estado expuesto se iría conmigo a la tumba.
«Para».
«No pienses en eso».
«Bloquéalo».
El presente era el lugar más seguro para mi mente, porque el pasado era espeluznante y el futuro me aterrorizaba.
—No pasa nada. —Intenté apaciguar su preocupación cubriéndole las manos con las mías mientras reprimía la necesidad de estremecerme—. No te preocupes por mí.
—Los amigos hacen esas cosas, Gerard. —Sin dejar de mirarme a los ojos, se inclinó para apoyar su frente contra la mía—. Se preocupan los unos por los otros.
Si pudiera coserme a esa chica a la piel sin causarle el más mínimo daño, no lo dudaría ni un segundo. Así de esencial era en mi vida. Así de fundamental para mi existencia.
Si para Joey Lynch las drogas implicaban lo mismo que para mí Claire Biggs, no había rehabilitación lo bastante larga como para persuadirme de dejar el hábito. Porque ella era el hábito de toda una vida.
En cierto modo, ese había sido el motivo por el que había ayudado a Aoife Molloy meses atrás. Lo habría hecho igualmente, pero la absoluta impotencia que reflejaban sus ojos aquella noche, consumidos por el amor y el dolor, me hizo ver que había algo en ella con lo que podía identificarme. Yo sabía lo que era sentirse tan indefenso, y no quería que nadie experimentara nunca esa sensación. Vi su mirada. La reconocí. Deseé que alguien hubiera podido intervenir para salvarme a mí de aquel dolor. Pero el dinero no podía mitigar el sufrimiento que me provocaba el pasado. Ni ese nivel de aflicción y debilidad. Si darle algo de pasta a esa chica lograba evitar que pasara por ese calvario, lo haría con gusto.
—Puedes hablar conmigo —dijo Claire en su empeño por derribar mis muros—. Siempre estoy aquí para lo que necesites.
—Claire…
Cerré los ojos, cogí aire para calmarme y me obligué a recordar por qué no debía hacer lo que mi corazón me exigía tan encarecidamente que hiciera.
Dios, quería besarla. Quería hacer todas las cosas que los chicos hacían con sus novias. Quería ir más allá con ella, pero ¿y si me equivocaba? No respecto a nosotros como pareja, sino a mí como hombre. ¿Y si no funcionaba? ¿Y si yo no funcionaba? Porque no sentía cosas cuando estaba con chicas. Nunca sentía nada. Estaba anestesiado hasta el punto de ser un muerto y, si no sentía cosas con Claire, se confirmaría que mi pasado realmente me había provocado un daño irreparable.
Aún me acordaba de lo que había sentido la primera vez que ella posó sus labios sobre los míos. Habían pasado los años y, desde entonces, había sustituido sus labios por algunos otros, pero nunca olvidaré aquella chispa. El tintineo. El zumbido incendiario que me oprimió el pecho y me llenó la piel de calor y frío y calidez y cosquilleos, todo al mismo tiempo. Aquello solo me había pasado una vez y con una chica. Claire me había hecho algo aquel día; me había ofrecido una clase de consuelo que no podría entender más que una persona en mi misma situación. Sentí algo. Por ella. Lo disfruté. Su contacto fue bienvenido, deseado y maravilloso. Después, traté de olvidar lo sucedido por el bien de mi amistad con Hugh, pero no fui capaz. Olvidar a Claire era algo que yo no podía hacer, y él lo sabía.
Cualquier forma de intimidad que pudiera darse, quería que fuera con ella. Y solo con ella.
Porque esa chica me importaba. Hasta el punto de que me ayudaba a distraerme en mi día a día. Me importaba cuando su gato se ponía enfermo. Cuando ella lloraba. Cuando en casa se acababan sus cereales preferidos y tenía que comer gachas. Joder, me importaba tanto que era difícil saber dónde empezaba ella y dónde acababa yo.
Sabía cuál había sido su canción favorita cada año desde el 7 de agosto de 1989. Conocía sus secretos, sus pequeñas costumbres y algunos rasgos de carácter que nadie más notaba. Quería dedicarle mi tiempo. Todo mi tiempo. Todo el tiempo.
Siempre había sido el torbellino de pelo rizado que vivía al otro lado de la calle y me derretía el corazón, pero, después del accidente, proyecté muchas de mis emociones sobre ella. Joder, puede que incluso dentro de ella.
Nuestros padres y nuestras madres habían crecido juntos y, cuando sentaron cabeza y se casaron, decidieron echar raíces en la misma calle y criar a sus hijos como si fueran familia.
Yo era un poco más joven que Hugh y algo mayor que Claire, así que, de algún modo, encajé en el medio de los hermanos Biggs, con los que estaba destinado a crecer. Los quería a ambos como si fueran de mi propia sangre, pero desde pequeño tuve muy claro que lo que sentía por el miembro más joven de la familia Biggs no era algo fraternal.
Hasta donde alcanzaba a recordar mi memoria, siempre había tenido tres cosas bien claras.
Una: Hugh era mi hermano.
Dos: Bethany era mi hermana.
Tres: Claire era mía.
Después del accidente, una vez que hube entendido lo voluble que podía ser la vida, lo rápido que podía arrebatarte a una persona querida, mis sentimientos hacia Claire se intensificaron con rapidez, volviéndose más fuertes y salvajes cada día, propagándose como la hiedra, en intrincados patrones de carácter permanente alrededor de mi corazón.
Esa chica lo era todo para mí, y no me estaba pasando de dramático. Se trataba de un hecho. La idea de decepcionarla me hacía sentir físicamente enfermo. Tan solo con pensar que podía sufrir algún tipo de daño, ya fuera emocional o físico, me entraban instintos homicidas.
Así que fui de amigo, desempeñé el papel que me habían asignado al nacer e intenté por todos los medios no cagarla, mientras me empapaba de todos y cada uno de los segundos que compartía con ella. No llamaba al timbre de la casa de los Biggs por Hugh. Siempre era por ella. Nunca dejaría de cuidarla, aunque lo único que pudiera hacer fuera mirarla de lejos. Con eso sería suficiente. Qué remedio. Porque presionarla o corromperla no era una opción. Y menos aún decepcionarla.
Hugh no quería que me acercara a su hermana por motivos que, en realidad, no deberían preocuparlo. Que yo nunca iba a hacerle daño a Claire Biggs era tan evidente como que el agua mojaba.
Ella era demasiado importante para mí.
Lo era todo.
El hecho de saber que nuestras madres no solo pensaban que haríamos una buena pareja, sino que además promovían con fuerza esa idea a diario, me provocaba cierta calidez interior, pero dicha sensación no paliaba ni acallaba de ninguna manera el miedo que tenía de joderlo todo y quizá alejar a la única persona sin la que no podía vivir.
Porque nunca quise que huyera de mí. Ni que me tuviera miedo o acabara sintiéndose como yo. No quería que experimentara ese modo de indefensión.
Quería ese futuro sobre el que bromeábamos juntos. Lo quería todo con ella. El problema era que yo no confiaba en mí mismo. Tenía demasiado miedo de convertirme en lo que me había destrozado. De abusar de su amor y romperle el corazón.
Porque, una vez que traspasáramos esa línea, las cosas ya nunca volverían a ser como antes. No habría vuelta atrás. Y yo necesitaba tener algún tipo de garantía de que no iba a estropearlo todo. Ni a descuidar su corazón. Quería estar seguro de que podría amarla como es debido. Porque amaba a esa chica. Con cada fibra de mi ser. Con cada latido de mi pobre y defectuoso corazón. La amaba de forma salvaje, exclusiva e incondicional. Tenía tantos deseos físicos dirigidos únicamente hacia ella… Pero la vida no ofrecía garantías y no podía arriesgarme.
Cerré bien los ojos y me tomé unos segundos para recomponerme, para volver a colocarme la máscara de cómico despreocupado. Me cubría como una manta de engaño y protección.
Así fue como logré reinventarme después de que el mundo se derrumbara a mi alrededor. Solo que más que una mera reinvención, aquello supuso mi resurrección personal.
Cuando volví a abrir los ojos, me había convertido en una versión de mí que era capaz de tolerar. Una versión a la que era imposible hacer daño.
«Nunca más».
—Ya me conoces, muñequita —señalé con una sonrisa reconfortante. Porque aunque no me suponía ningún esfuerzo contemplarla, no soportaba ver preocupación en sus ojos—. Yo siempre estoy bien.
No parecía impresionada. Ni tampoco que la hubiera engañado.
—Otra vez con lo mismo, ¿eh?
La culpa se revolvió dentro de mí, pero me mantuve firme y sonreí con más fuerza.
—¿Con qué mismo?
No respondió. Simplemente se me quedó mirando durante un buen rato antes de mover la cabeza con resignación.
—Vale, Gerard. —Me soltó y se puso en pie—. Levanta de nuevo esos muros tanto como quieras —afirmó mientras recogía sus almohadas y su edredón, que estaban desparramados por todas partes, junto con la mesilla de noche y la lámpara—. Ahora mismo estoy demasiado cansada para derribarlos.
Hasta ese momento no me había dado cuenta de que, no solo la había despertado con mis gilipolleces, sino que además había desordenado su habitación en mi patético intento de encontrarla a oscuras.
—Mierda, nena —murmuré apresurándome a arreglar mis errores—. No pretendía hacer esto. —Levanté la mesilla de noche, encendí la lámpara (por suerte aún intacta) y la coloqué de nuevo en su sitio—. Joder. —De inmediato, dirigí la vista hacia la gata que dormía en un rincón de su cuarto con una camada de gatitos, y hundí los hombros aliviado, contento por no haberlos molestado—. Lo siento mucho.
—Ya. —Bostezando, se metió en la cama, se acurrucó bajo el edredón y dio unas palmaditas sobre la parte del colchón que quedaba libre junto a ella—. Era como si intentaras luchar contra mí y a la vez llegar hasta donde yo estaba.
Me atravesó un escalofrío.
—Lo siento.
—No lo sientas. Me alegro de que estés aquí. —Volvió a dar unas palmaditas sobre el colchón, haciendo que una combinación de culpa y alivio me recorriera las venas—. Bueno, ven aquí y acurrúcate conmigo. Ya sabes que odio dormir sin ti.
Sí, lo sabía, y era un dato preocupante porque significaba que mis putos problemas habían conseguido hacerse un hueco en su inocencia.
Significaba que le había contagiado mis mierdas. Aquello se parecía horriblemente a una codependencia malsana, lo que me preocupaba bastante, puesto que no quería que esa chica dependiera de mí para nada. Porque yo no merecía la pena y, desde luego, no era lo bastante bueno para ella.
Aun así, como todas las noches desde que tenía siete años, me metí en la cama junto a Claire. El objetivo era claro: acercarme tanto como fuera humanamente posible a la única forma de consuelo físico que había encontrado durante los diecisiete años que llevaba sobre la tierra.
Una vez bajo las sábanas, me desplacé como un autómata hacia el centro de la cama y rodé sobre mi lado derecho, sintiendo el familiar hueco en el colchón que mi cuerpo había dejado grabado.
Como de costumbre, Claire se puso de lado y levantó el brazo a la espera de que la rodeara con el mío.
—Mmm —ronroneó como una gatita—. Siempre estás muy calentito.
—Ya. —Me acerqué hasta que nuestros cuerpos quedaron alineados: su espalda contra mi pecho, mi mano sobre su cadera, su mano agarrada a mi antebrazo. Perfectamente sincronizados de todas las maneras humanas posibles—. Claire…
—¿Mmm?
—Perdóname. —«Otra vez»—. Por lo de esta noche. —«Otra vez».
—No pasa nada… —murmuró somnolienta mientras se contoneaba hasta dejar su espalda pegada a mi pecho—. Buenas noches, Gerard… Te quiero.
—Yo también te quiero —susurré sintiendo la habitual descarga de adrenalina que recorría mis venas cuando pronunciaba esas palabras.
Claire hablaba en serio cuando decía que me quería. Esa era una de las dos únicas cosas de las que estaba seguro en la vida, y yo a ella también se lo decía en serio. Esa era la otra cosa de la que estaba seguro. Si había algo cierto en el mundo, era que yo amaba a Claire Biggs.
Más de lo que ella llegaría a saber jamás.
Más de lo que una vulgar palabra de cuatro letras llegaría jamás a reflejar.
Y, según mi limitada experiencia, no me hacía ilusiones respecto a lo complicado que podía ser amar a una persona. Porque el amor dolía. Quemaba como las llamas del infierno. Eso era algo que había aprendido. Y aceptaba el dolor. Las heridas autoinfligidas derivadas de amar a otro ser humano. Eso no me asustaba. Tampoco que me hirieran, ni nada de lo que pudiera pasarme a mí. Mi miedo residía en la incapacidad que yo mostraba para amarla de una forma adecuada. En el potencial que tenía para herirla sin remedio.
Igual que él me había herido a mí.
2
Amores sonámbulos y hermanos tontos del culo
Claire
«—De verdad, muñequita, lo tenemos controlado —afirmó Gerard cargando con la jaula de Brian, el gato—. Dalo por hecho. —Nos guiaba por la feria y no se detuvo hasta llegar a la zona del campo donde se celebraba el concurso canino—. Confía en mí.
»—No sé, Gerard —repuse mordiéndome el labio inferior mientras aceleraba el paso para ponerme a su lado—. ¿Y si no nos dejan entrar?
»—Y una mierda —contestó antes de echarse hacia atrás cómicamente cuando Brian sacó una pata por los barrotes de la jaula—. No pueden hacer eso.
»—Brian es un gato.
»—¿Y?
»—Pues que este es un concurso de perros.
»—En el reglamento no pone que haya que ir con un perro.
»—Creo que es porque se sobreentiende por el nombre “concurso canino”, Gerard.
»—¿Has visto alguna vez algún concurso de gatos?
»—No.
»—Yo tampoco, por eso esto va a salir bien, Claire.
»—¿Qué pasa si se ríen de nosotros?
»—¿Y qué si lo hacen? —Se mofó con total indiferencia—. Déjalos. Necesitamos el dinero del premio, nena, y solo por haber lavado a este cabrón trastornado ya nos hemos ganado el primer puesto. —Se alcanzó con la mano la parte del hombro que había salido peor parada—. Tengo arañazos que lo demuestran.
»—Pero sabes que Brian no es muy amistoso.
»—No, es verdad —admitió Gerard—. Pero te prometí que iba a estar a tu lado y mantener a nuestros bebés y eso es justo lo que voy a hacer. —Se encogió de hombros y añadió—: Además, este el que le pega a Cherub. Más le vale que haga esto por nosotros.
»—Deberíamos haber traído a Cherub.
»—Ya, bueno, pero es que ahora está un poco angustiada —apuntó—, por eso de que va a ser mamá y tiene más barriga que Shrek. —Esbozando una sonrisa, continuó diciendo—: Vamos a trabajar con lo que tenemos. Puede que Brian sea un cabroncete, pero no puede ser más guapo.
»Era cierto. Brian era guapo a rabiar. Un persa con pedigrí cubierto de un largo pelaje blanco como la nieve y perfectamente peinado. Qué pena que fuera un demonio.
»—¿Y si ataca a los jueces?
»—No te preocupes, ya lo había pensado.
»—Ah. —Entrecerré los ojos y lo miré con recelo—. Gerard… ¿Qué has hecho?
»—Antes de salir de casa le ofrecí un tranquilizante de los suaves.
»—¿Cómo dices?
»—¿Qué iba a hacer? Tenía que meterlo en la caja —explicó con gesto ofendido—. Ya sabes cómo se pone cuando lo toco.
»—Ay, Dios, esto no es buena idea.
»—¡Claro que sí! —rebatió pasándome el brazo por los hombros—. Y lo tenemos todo controlado.
»—Gerard, mira ese perro… —dije en un arrullo con los ojos clavados sobre un pomerania con aspecto de estar bastante mimado.
»—No tiene nada que hacer contra nosotros…».
—Claire.
—Claire.
—¡Claire! —La voz de mi hermano me retumbó en los oídos, interrumpiendo el sueño de recuerdos más espectacularmente perfecto que había tenido en semanas y sumiéndome en un repentino estado de confusión—. Son más de las siete. Me voy en diez minutos.
—¿Más de las siete? —pregunté medio dormida—. ¿De la mañana?
—Sí, vámonos. —Su profunda voz resonó desde el otro lado de la puerta de mi cuarto—. Date prisa.
—Pero aún es verano, Hugh —protesté momentáneamente aterrada por si me había quedado dormida durante los últimos días de las vacaciones y estaba a punto de ser lanzada de nuevo a los pasillos del Tommen—. ¡Y estamos a sábado!
—Sí, tía lista, ya lo sé —repuso arrastrando las palabras con una sana dosis de ironía fraternal—. Mira, mamá lleva dándome la vara desde tu cumpleaños para que te consiga trabajo en el hotel. Kim me dijo que te llevara esta mañana porque hay una vacante de socorrista a tiempo parcial en la piscina y quiere hacerte una prueba mientras yo estoy de servicio, así que mueve el culo porque mi turno empieza a las ocho y no pienso llegar tarde por ti.
—¿Una prueba? —Arrugando la nariz, estiré las piernas y bostecé—. ¿Para qué?
—Para un trabajo —fue su sarcástica respuesta.
—Pero yo ya tengo trabajo.
—Eres voluntaria en la piscina municipal, Claire —replicó ya con un tono más impaciente—. Hacer de socorrista en el hotel es un trabajo remunerado.
—Listillo… —Bostecé con aire somnoliento y me volví a acurrucar sobre el colchón, exhausta—. Dame cinco minutos, ¿vale? Estoy descansando los ojos.
—Descánsalos todo lo que quieras —contestó mi hermano—, pero yo me voy en diez minutos. Papá está encerrado en el ático intentando cumplir un plazo de entrega, así que no te va a llevar, y…
—Pues se lo pediré a mamá —dijo sin dejarlo terminar.
«Ja».
«Cómete esa, imbécil».
—Mamá todavía no ha vuelto del turno de noche en el hospital —soltó al instante—. No llegará a tiempo.
—¡Hugh, por favor! —me quejé mientras pataleaba con las piernas bajo las sábanas, llena de frustración—. ¡Solo cinco minutos más!
—No, porque sé que tu versión de cinco minutos en realidad son cuarenta y yo tengo que irme en diez —me explicó cada vez más impaciente.
—Sigue hablando y me aburrirás tanto que me quedaré dormida.
—Vale. Haz lo que quieras —respondió—. Pero cuando mamá se cabree contigo porque no has conseguido trabajo, ni se te ocurra echarme a mí la culpa, princesita. —Hubo una larga pausa antes de oír de nuevo cómo retumbaba su voz—. Ah, y dile a ese gilipollas que había quedado hace dos horas con el capi en el gimnasio.
Eso funcionó.
Abrí los ojos de golpe y salté de la cama como un resorte, pero retrocedí como un bumerán porque una de mis manos no siguió al resto de mi cuerpo.
Claro que no.
Estaba soldada a otra mano mucho más grande.
—Cinco minutos más, nena —pidió Gerard usando mis mismas palabras desde debajo de una montaña de almohadas y ositos de peluche—. Estoy descansando los ojos.
—Venga, levántate —regruñí luchando por recuperar mi mano, pero perdiendo la batalla cuando me tumbó de nuevo sobre el colchón de un tirón sin el menor esfuerzo y sin tan siquiera abrir un párpado—. Hugh está ahí fuera. Dice que habías quedado en el gimnasio.
—El gimnasio me la pela —farfulló poniéndose de lado y tirando de mí hasta pegarme contra su pecho para hacer la cucharita—. Y a Kav, que le den.
—¡Gerard!
—Si abraza a su muñequita, Gibsie está feliz. Si corre en la cinta hasta vomitar, Gibsie se pone muy triste. —La sensación que me producía tener su enorme cuerpo pegado al mío liberó lo que parecían cientos de mariposas salvajes en mi pecho—. Es cuestión de prioridades, nena.
—¿Y yo lo soy? —me burlé.
—Siempre —confirmó adormilado estrechándome con más fuerza la cintura.
«Dios…».
Con la respiración entrecortada, me obligué a soltar el aire poco a poco mientras intentaba desesperadamente dominar el vuelco que me había dado el estómago. Fue como pasar conduciendo por encima de una elevación de la carretera, como si los órganos se revolvieran en el interior de mi cuerpo.
Últimamente las cosas empezaban a ser muy diferentes entre nosotros. Más intensas. Más de adultos. Aunque él era el mismo chico al que yo me había pasado la mayor parte de mi vida adorando, era evidente que su aspecto había cambiado.
Sin duda, sus ojos de color gris plateado aún centelleaban con cierta picardía infantil, pero la gordura que cuando era niño moldeaba su vientre había desaparec