Anne sin filtros

Selene M. Pascual
Iria G. Parente

Fragmento

 Anne sin filtros. Capítulo 1

1

Si quisiera contar una historia de amor en el mundo real, la situaría en Tejas Verdes, entre sus sillas desiguales y sus mesas adornadas con flores frescas. Aquí, de hecho, he imaginado tantos romances que he perdido la cuenta. El de la chica a la que se le cae el cambio y encuentra una mano desconocida en el suelo que intenta prestarle auxilio. El de los dos chicos que siempre se sientan a la mesa larga a trabajar con sus ordenadores y cuyas miradas empiezan a cruzarse por accidente con más y más frecuencia. El de la universitaria que se enamora a primera vista de la chica detenida bajo un rayo de sol que la baña como si fuera un ángel. El de la pareja que tiene una primera cita desastrosa que no cambiaría por nada, allí, en la mesa de la esquina, la que más me gusta a mí y donde los dulces de mi madre siempre saben mejor.

A veces, de hecho, incluso he fantaseado con que alguna de esas historias llegue a pasarme a mí. Que quizá alguien que venga frecuentemente alce un día los ojos y me vea por primera vez. Que quizá alguien me pague con un billete con un número de teléfono garabateado en una esquina. Que quizá alguien meta una nota solo para mí en el tarro de las propinas y me rete a descubrir su identidad con un juego.

Mi madre siempre dice que esas cosas no pasan en el mundo real, pero yo estoy segura de que el hecho de que no le hayan pasado a ella no las hace del todo improbables, aunque tengo que admitir que la gente que espera su café por las mañanas no parece sentirse especialmente romántica. Lo cual es una pena, la verdad.

—Hace un día precioso, ¿verdad?

El señor Harrison pasa por la cafetería a diario y pide su café (corto de leche desnatada, templado y con una pizca de cacao) a las ocho exactamente. Vive a dos puertas de aquí y siempre parece tener prisa, como todo el mundo en esta ciudad. Mi tío suele decir que Avonlea era mucho más tranquila cuando él era joven, que la gente no corría de un lado a otro, que los autobuses iban más vacíos y que todo el mundo tenía al menos una sonrisa y un saludo para su vecino. Mamá siempre le dice que es un nostálgico.

Yo creo que lo que pasa es que tío Matthew tiene alma de romántico, como yo, y le gustaría haber nacido en una época diferente. Siempre he creído que habría sido todo un caballero, tímido y callado, misterioso pero amable.

El señor Harrison gruñe por toda respuesta y saca un billete ajado de su bolsillo, impaciente.

—¿No se alegra de que ya se acerque el otoño? Espero que la avenida pronto se llene de hojas caídas. No hay nada más bonito que caminar entre ellas mientras el sol se esconde. Los colores son una preciosidad y…

—¿No empiezas la universidad mañana?

Sonrío ampliamente, feliz de que se haya acordado. A veces creo que no me escucha cuando le hablo.

—¡Sí! Estoy muy…

—Estoy deseando ver cómo te amueblan la cabeza —me corta, tan de mal humor como de costumbre. Me coge el vaso de las manos y se marcha sin esperar el cambio.

—¡Gracias! —exclamo tras él—. ¡Ya le contaré cómo me ha ido el primer día!

Él hace un gesto con la mano a modo de despedida y yo lo sigo con la mirada hasta la puerta.

—La gente no quiere que le des conversación —me advierte mi madre, que sale en ese momento de la cocina con una bandeja de cruasanes recién hechos—. Te tengo dicho que tienes que limitarte a servirles lo que te pidan y no a contarles tu vida.

Suspiro y apoyo los codos en el mostrador. Ya hemos tenido esta conversación antes.

—¡Pero a mí me gusta hablar con los clientes! Y estoy segura de que al menos unos cuantos lo agradecen. Además, decir que servimos «café y sonrisas» es mucho mejor que servir solo café, ¿no?

Mi madre niega con la cabeza. A veces casi parece arrepentirse un poco de haberme adoptado hace tantos años, pero luego me ofrece uno de sus cruasanes y yo sé que, aunque no sonría, me quiere más que a nada.

—Yo también estoy deseando que te amueblen la cabeza —se burla.

—No voy a que me amueblen la cabeza —respondo con la boca llena de hojaldre—. Voy a convertirme en una gran escritora.

—Ya eres una gran escritora, niña —dice Rachel, que ha llegado a la barra después de recoger y limpiar la mesa número 3—. ¡Has ganado un premio! Si no fueras una gran escritora, eso no habría pasado.

Aunque agradezco las palabras, lo cierto es que dudo mucho que ganar un concurso literario de una marca de chocolate pueda considerarse el principio de una brillante carrera literaria. Que yo sepa, entre los logros de Jane Austen no estuvo hacerle promoción a lo que sea que fuera el Nestlé de la época. Al menos fue un relato muy romántico, la verdad. Quizá algún día yo también me encuentre bombones en la barra de la cafetería y sea, como en mi historia, la encantadora camarera que recibe algo que, hasta ese momento, solo se encargaba de dar.

En cualquier caso, Rachel siempre intenta motivarme. Y, para ser justas, me trae también muy buenas historias.

—Lo siguiente que podrías escribir es algo sobre esos dos —dice, señalando con un gesto de cabeza hacia los chicos sentados a una de las mesas—. Creo que el moreno está loquito por el rubio, pero el rubio le está contando un dramón con su novia…

—¿Un triángulo amoroso? ¡Qué emocionante! —exclamo antes de lanzar un vistazo.

—¿Qué os tengo dicho de cotillear sobre los clientes?

—Ay, Marilla, ya sabes que nosotras no cotilleamos —se defiende Rachel.

—Solo cogemos inspiración del mundo real —completo con una sonrisilla inocente.

Mi madre pone los ojos en blanco.

—¡Menos inspiración y más trabajar!

—¡Señora, sí, señora! —exclamamos Rachel y yo a la vez.

Es domingo, así que la cafetería comienza a llenarse y ya no para. Las historias de un montón de personajes distintos pasan justo delante de mí: dramas como el que se adivina en los ojos tristes de ese hombre que pide un café solo y a quien le pongo una chocolatina de regalo, comedias como la que hace que ese grupo de chicas se desternille de la risa y, por supuesto, romances como el de las dos señoras mayores que se dan un beso al fondo de la cafetería y que me hacen soñar con amores para toda la vida.

A veces siento que yo soy la única persona sin una historia digna de contar, así que por eso me gusta rebuscar en las de los demás. Al fin y al cabo, mi historia es muy sencilla: padres muertos en un incendio, una existencia simple y monótona en un orfanato, una mujer que decidió adoptar y la suerte de ser elegida más por error que por destino. Soy tan poco reseñable que Marilla Cuthbert ni siquiera me había elegido a mí en un principio para ser su hija: había elegido a un niño, pero hubo un fallo burocrático y al final aquel chiquillo se fue con otra familia.

Yo oí a Marilla armar jaleo en la oficina de la directora porque por entonces tenía diez años y las únicas historias interesantes en el orfanato eran las que me inventaba o las que otras personas traían de fuera. Mi madre salió resoplando, mientras Matthew le rodeaba los hombros con un brazo, y ambos me encontraron frente a la puerta, donde me había sentado a escuchar. Al principio, imaginé que eran una pareja desesperada por un niño. Quizá habían perdido al suyo. Quizá nunca habían podido tenerlo.

—No se preocupen —les dije—. ¡Hay muchos niños como él, seguro que pronto tendrán al suyo! Piensen que al menos es bueno para él que se lo hayan llevado antes de que cumpliera los siete. Nadie quiere a los que ya han cumplido los siete.

Matthew parpadeó. Marilla Cuthbert apenas me miró al principio. Al menos, no hasta que su hermano preguntó:

—¿Y cuántos años tienes tú?

—¡Diez! Yo seguiré siempre aquí —anuncié.

Pero no lo hice, porque los hermanos se miraron y volvieron a entrar en la oficina de la directora.

No salieron hasta que yo me fui con ellos.


Hay otra parte de mi historia que puede que sí sea más apasionante. Es una parte pequeña y que quizá tiene más interés precisamente porque es un secreto. Porque no es casi mi historia, la de Anne Shirley, la huérfana, sino la de una misteriosa figura a la que la gente adora, que puede tener cualquier vida porque nadie sabe nada de ella más allá de las historias que cuenta.

Lady Cordelia.

La famosísima autora de fanfics.

La persona que soy en Internet.

Rachel tiene razón: ya soy una gran escritora, aunque no por el premio de Nestlé ni los concursos de escritura del instituto, sino por los miles de personas que siguen mis historias en un rinconcito de una web. El problema es que creo que a Rachel Lynde le daría algo si supiera lo que a veces me dedico a escribir. Puede que a Marilla también. A Matthew, definitivamente, le daría un ataque, con lo tímido que es.

Así que, en parte, por eso es un secreto. Por otra parte (una gran parte) es porque espero ser una autora reconocida algún día, una autora de las que todo el mundo admira, y del mismo modo que a Jane Austen no se la conoció por ganar un concurso de una marca de chocolate, a las hermanas Brontë tampoco se las habría reconocido si sus obras hubieran sido tan solo versiones de Orgullo y prejuicio. A las autoras de fanfic no las recuerda la historia, aunque Diana insiste en repetir que el libro más leído del planeta es precisamente un fanfic sobre un carpintero que inspiró un montón de fanarts carísimos por los siglos de los siglos, amén.

Es justo ella quien me escribe cerca del mediodía para decirme:

Di B

¡¡398.530 y subiendo!!

¡Creo que hoy es el día!

Di es la única persona que sabe que soy Lady Cordelia, porque es mi mejor amiga. Bueno, es algo más que mi mejor amiga. Es mi alma gemela. La persona a la que le confiaría mi vida. La mitad de mi alma está constantemente con ella, la mitad de mi mente, la mitad de todo mi ser. Por aburrida o monótona que sea mi historia, merece la pena simplemente por el hecho de que sé que ella y yo hemos llegado a este mundo porque teníamos que encontrarnos.

Diana siempre está pendiente de mis fanfics, casi tanto como yo, así que hoy está controlando el contador para ver si por fin llega el momento que llevamos una eternidad esperando: el día en el que La dama del espejo, el fanfic más largo que he escrito, llegue a cuatrocientas mil lecturas. Un récord absoluto para mí. Un éxito para Lady Cordelia, que, si todo sigue así, en su próxima actualización tendrá que dar las gracias con muchísima emoción. He preparado todo para ese momento: el último capítulo subido es el más importante de los que he escrito, el que cambia para siempre todo lo que los guionistas de El caballero del espejo hicieron mal y que yo puedo solucionar. A partir de aquí, la historia entre Gwen y Elayne solo puede crecer y crecer y crecer y ser cada vez más romántica y apasionada y…

—¿Hola? ¿Me oyes?

Casi se me cae el móvil al suelo con el brinco que pego cuando me doy cuenta de que me he distraído (aunque sea algo a lo que esté bastante acostumbrada porque, en realidad, pasa como veinte o veinticinco veces al día, dependiendo del interés que me despierten las cosas con las que me cruce). Cuando parpadeo, de vuelta a mi lugar tras el mostrador de Tejas Verdes, alguien está ante a mí y parece que lleva un buen rato ahí delante, por su expresión divertida.

—Tierra llamando a… Anna —sonríe tras entornar un poco los ojos para leer el nombre que cuelga de mi mandil blanco y verde.

—Anne. Con e —corrijo, echando un vistazo a la etiqueta emborronada.

Necesito un segundo para asegurarme de que tengo los pies bien plantados en el suelo y no voy a salir volando a otra ensoñación.

Parece hacerle gracia, porque sonríe y dice:

—Encantado, Anne con e.

El chico tiene un hoyuelo muy mono al sonreír y yo me contagio automáticamente de su gesto. Sobre todo cuando veo que de la correa de su mochila cuelga, junto con un pin meme del pollito con el cuchillo (con el que Diana siempre me compara) y otro de la bandera trans, un pin que conozco bien porque yo también lo tengo: la espada de Lancelot de El caballero del espejo, enmarcada con una de las frases más míticas de la serie: «Tomad mi espada».

—«Tomad mi espada, es todo lo que tengo. Y todo lo que tengo pongo ahora a vuestro servicio, mi rey» —recito con un suspiro.

No soy especialmente fan de la pareja que hacen Elayne y Arthur, pero hasta yo tengo que admitir que aquella escena hizo que se me acelerase el corazón. De hecho, he perdido la cuenta de las veces que la he visto. Los primeros capítulos de la primera temporada son de los mejores.

Sobre todo si los comparas con los últimos que han emitido.

El rostro del chico que tengo delante parece brillar cuando pronuncio esas palabras. Tiene una cara bonita, muy pálida en contraste con su pelo negro como la noche cerrada y sus ojos oscuros con forma de luna creciente.

—«No a mi servicio —responde—. Sino al de Camelot».

Nos sonreímos todavía más. ¿No es maravilloso cuando surge una conexión instantánea entre dos desconocidos? En esos momentos es inevitable pensar que el destino tiene que existir, porque no hay otras palabras para definir un vínculo tan mágico.

—¿Fan de la serie? —pregunto, solo porque quiero escuchar la afirmación.

—Al parecer, lo suficiente para usar en la vida real citas del capítulo tres de la primera temporada.

Nos reímos. Tiene una risa maravillosa, casi cantarina.

—¿Qué te sirvo?

—Un chai latte, por favor. ¿Cuál es tu pareja favorita?

Le doy la espalda para preparar su bebida.

—Elayne y Gwen, sin duda —digo. Al principio con felicidad. Luego, como siempre que me acuerdo de las malditas decisiones de los guionistas, me sale un ruidito estrangulado de la garganta—. ¿Estás al día? Porque no quiero destripártelo, pero odio lo que hicieron en los últimos capítulos. Hay gente que tiene esperanzas de que lo arreglen, pero, francamente…

Giro la cabeza. Él me está mirando con una expresión un poco más neutra, aunque la sonrisa sigue ahí. Temo haberme ido de la lengua hasta que lo escucho decir:

—La verdad es que a mí me gusta la idea de que Lancelot esté con Arthur.

La conexión se rompe. La siento deslizarse fuera de mi alcance con esas palabras. Pero como no soy de esas personas que fuerzan su ship en otros y lo venden como si fuera todo lo que tuvieran en la vida, sonrío (puede que fingiéndolo un poco, sí, vale) y termino de preparar su bebida. Cuando me vuelvo, él está delante de la vitrina de los dulces, probablemente con la boca echa agua al ver las creaciones de Marilla.

—¿Algo más? —le ofrezco.

—¿Qué me recomiendas?

Es una decisión muy complicada, en realidad. Todo lo que hace mi madre está riquísimo.

—La tarta de zanahoria es la especialidad de la casa.

El chico levanta la mirada hacia mí de nuevo. Veo una sonrisa en su boca. Ladea la cabeza.

—Eso, entonces. Desde luego, la tarta de zanahoria parece deliciosa.

Y cuando pronuncia esas palabras, cuando dice «zanahoria», lanza una mirada nada disimulada a mi pelo, a mí casi por entero. Yo enrojezco. Si estuviéramos en otro lugar le preguntaría si se está burlando de mí. Si estuviéramos en otro lugar le diría que no está bien comparar a la gente con comida, y mucho menos a una pelirroja con una zanahoria. Pero estoy en la cafetería, hay gente esperando detrás de él y estoy segura de que Marilla me gritará si le respondo de malas a un cliente, así que aprieto los labios y le cobro sin más palabras. Aun así, no puedo evitar seguirlo con la mirada mientras coge su bandeja y se dirige a la mesa de la esquina (mi favorita, la del ventanal) y se sienta. Lo veo poner con mucho cuidado el ordenador en su sitio, disponer la comida alrededor y sacar el móvil para hacerle una foto a todo el conjunto.

Resoplo disgustada.

Ni siquiera le quedaba tan bien el hoyuelo. Los de Diana son mucho más bonitos.


Diana y yo tenemos una rutina: cada noche, si no estamos juntas, hacemos videollamada desde nuestras respectivas habitaciones. Nos ponemos al día en lo importante y luego trabajamos en compañía durante un par de horas: ella dibuja; yo escribo. Hay días en los que no somos muy productivas y acabamos hablando más que otra cosa, pero no cambiaría esos momentos por nada, con el sol poniéndose entre los edificios, las paredes de mi habitación volviéndose doradas y la expresión de concentración de Diana en una esquina de mi pantalla. Di está guapa siempre, porque es probablemente la chica más preciosa del mundo, hasta tal punto que es injusto para las demás, pero cuando más guapa está es sin duda cuando dibuja.

Hoy, sin embargo, cuando la conexión se establece, parece más preocupada que feliz de verme. Iba a contarle lo que me ha pasado en la cafetería, pero me callo al momento.

—¿Qué pasa?

—¿Has entrado hoy en la sección de fanfics de la serie?

Algo se me revuelve en el estómago. Si hubiera llegado ya a las cuatrocientas mil visitas no tendría esa expresión de funeral.

Tengo un marcador en el navegador que me lleva directamente a la página de la que habla Di. Está filtrado por el número de visitas a los fanfics y el mío es el primero desde hace varias semanas. Sé que está mal alardear, pero ha enganchado a tanta gente que mis historias cortas también están entre las más vistas. El universo alternativo en el que Elayne es la guardaespaldas de Gwen, una estrella de cine, iba el segundo hasta hace nada.

Pero alguien me ha arrebatado el puesto.

—¿Un fanfic de Arthur y Lancelot? ¿En serio? ¿Es que el mundo no va a dejar de darme disgustos hoy con esos dos?

—¿Qué?

—Nada —resoplo.

Cotilleo el fanfic porque una de las reglas básicas de la guerra es conocer bien a los enemigos. La persona que está detrás del fanfic se llama Blythe, y cuando reviso las etiquetas de la entrada descubro que en realidad no escribe exactamente sobre el ship canónico que detesto. Todo lo que tengo (así se titula) está escrito con la premisa de que Lancelot es un hombre trans, una idea bastante popular dentro del fandom a la que le encuentro bastante sentido, aunque yo no la comparta.

La cuestión es que el nombre de la cuenta me suena, así que supongo que he debido de leer alguno de sus fanfics alguna vez, aunque yo sobre todo leo Elayne × Gwen, y cuando rebusco entre sus obras descubro que no tiene ninguna sobre ellas.

—¿Lo has leído? ¿Es bueno? —le pregunto a Diana.

—A mí me gusta, ya lo seguía de antes —admite—. Su Lancelot es muy interesante…, y la relación con Arthur…

—Pero ¿cómo ha llegado tan arriba? ¡Si solo tiene veinte capítulos! ¡Y tiene…!

Me fijo en sus números y se me cae el alma al suelo de repente.

—¿Trescientas noventa y nueve mil cuatrocientas treinta lecturas? ¿En serio? ¡Eso no son ni doscientas menos que las mías!

Di emite una risa nerviosa.

—Roy Gardner ha hecho una sesión sobre el fanfic. Con él. Con Blythe. Roy como Arthur y Blythe como Lancelot. Muy… —Di carraspea— interesantes, las fotos. Han subido incluso un vídeo a TikTok que… Bueno, en fin, que el fandom se ha vuelto loco. La sesión se ha viralizado y…

¡Así que esa era la trampa! ¡Marketing! ¡Si yo tuviera a un supercosplayer guapísimo como Roy Gardner haciendo publicidad de mis fanfics, mis historias también se difundirían así!

—Pásame links —resoplo.

¿Qué pueden tener de especiales un par de fotos con dos chicos vestidos de caballeros? Incluso si el Arthur de Roy es el mejor que existe después del original. Incluso si puede que (en el fondo) cuando yo describo a Arthur me esté basando en él.

Cuando abro el enlace que me manda Diana, sin embargo, tengo que admitir que las fotos son buenas. Y sugerentes, aunque en eso se lleva la palma el vídeo de TikTok, que consigue que me piquen las mejillas. En Instagram, Roy ha colgado tres fotos, pero promete más una vez todas estén editadas. Pero tres, en realidad, son suficientes: en medio de un bosque de tonos rojizos y anaranjados, Lancelot se arrodilla ante su rey, con las manos apoyadas en la espada que clava en el suelo. Los dos chicos se lanzan una mirada intensa, esa clase de mirada llena de tensión sexual no resuelta que hace las delicias de los artistas del fandom.

Aunque yo no me estoy fijando en eso. Bueno…, no solo en eso.

—No puede ser —murmuro sin respiración.

La siguiente foto es de Lancelot ofreciendo su arma a Arthur, con la mirada baja en señal de servidumbre. «Tomad mi espada, es todo lo que tengo», imagino que está diciendo.

En la última, Arthur se ha inclinado hacia él y le toca la barbilla para que alce la mirada. Sus rostros están tan cerca que parece que estén a punto de besarse.

Y yo reconozco perfectamente esa cara, aunque esté enmarcada por una peluca de pelo castaño en vez de por los mechones negros con los que lo he conocido.

Gruño. Cuando pulso sobre la etiqueta de su nombre (@Blythewrites) para ir a su perfil, ahí está la última foto.

El ordenador.

El ventanal.

Y el trozo de tarta de zanahoria.

No sé qué es peor: si ser consciente de que he estado ante mi rival esta misma tarde, sirviéndole un chai latte mientras él conquistaba mi reino, o que, cuando más tarde actualizo la página de fanfics, el que está en primer lugar ya ha llegado a las cuatrocientas mil lecturas.

Y no es el mío.

 Anne sin filtros. Parte 2

Fandom:

El caballero del espejo (TV)

Relationships:

Lancelot of the Lake / Arthur Pendragon

Characters:

Lancelot of the Lake, Arthur Pendragon, Guinevere Pendragon, Morgan Le Fay, Merlin, The Lady of the Lake

Additional Tags:

Trans Lancelot, Slowburn, Angst, Alternate Universe - Canon Divergence, Additional Tags To Be Added

Stats:

Words: 51.034 Chapters: 20/? Comments: 3.020 Kudos: 15.896 Bookmarks: 3.287 Hits: 400.000

TODO LO QUE TENGO

Blythe

—¿Cuál será tu nombre? —le preguntó la Dama del Lago.

—Lancelot —respondió con la voz tan clara como las aguas que le rodeaban.

—Lancelot del Lago serás, pues.

A la Dama solo le hizo falta un movimiento de su mano para que el cuerpo de él volviera a la superficie.

Cuando Lancelot emergió, cuando cogió aire por lo que le pareció la primera vez en su vida, sintió que había vuelto a nacer.

 Anne sin filtros. Capítulo 2

2

Me quedo dormida observando la batalla entre mi fanfic y el de Blythe, que pelean por el primer puesto mientras nuestros respectivos ejércitos suman cada vez más y más personas a sus huestes. De mi parte tengo un ship mucho más popular en la página; a su favor, esas malditas fotos y la influencia de Roy Gardner. En mis sueños, el chico de la cafetería y yo nos enfrentamos con espadas. A nuestro alrededor, los seguidores de la serie también luchan. Ambos somos Lancelot, vestidos de caballero, y Diana, mi Gwen, grita desde alguna parte, aterrorizada por mí. Roy Gardner, con la corona en la cabeza, se interpone ante mi contrincante justo cuando estoy a punto de darle el golpe de gracia, protegiéndolo con su cuerpo, y yo tengo que admitir que eso es bastante romántico.

El mal humor con el que me despierto en mi primer día de universidad después de semejante noche, en cambio, no tiene nada de romántico. Tampoco comprobar que Blythe vuelve a estar en el primer puesto, en cuanto consulto la página desde el móvil. Así que me imagino qué cara debo de tener cuando entro en la cocina y Matthew me pregunta:

—¿Has dormido mal? ¿Son los nervios por la universidad?

El tío Matthew no habla mucho, pero siempre está preocupado por mí. Yo lo quiero más que a nada, porque es la persona más dulce que he conocido y siempre está demostrando lo muchísimo que me adora. Como no se le dan bien las palabras, a veces lo hace con regalos, pero sigo sorprendiéndome cada vez que me hace uno. Como ahora mismo. El paquete que está encima de la mesa, perfectamente envuelto, hace que me olvide de Blythe, de los fanfics e incluso de El caballero del espejo.

—¿Qué es esto? —exclamo, y de pronto ya ni siquiera recuerdo mi mal humor.

Matthew sonríe. Siempre que lo hace, las arrugas de los ojos se le marcan más y se convierten en surcos preciosos, como si fueran los caudales de un río. Tío Matthew tiene una de esas caras que cuentan relatos de hace muchos años, capaces de transportarte a otro tiempo y despertar la imaginación. Él dice que no tiene ninguna historia interesante para contar, que siempre ha sido el hombre que se tuvo que hacer cargo de una hermana muy pequeña demasiado pronto y a quien le avergonzaba tanto hablar que no se acercaba a nadie. Esa es la razón, también, por la que dice que no ha tenido romances en su vida, aunque yo he imaginado a mil personas que en su día debieron de enamorarse a primera vista de él.

—Un regalo para el primer día. Y para ese futuro maravilloso como escritora.

Abro mucho los ojos y suelto mi mochila sobre la silla para quitar el envoltorio con ansias, como si estuviéramos en Navidad en vez de a mediados de septiembre. La primera vez que Matthew me hizo un regalo fue un vestido precioso que no necesitaba pero que se me antojó de inmediato cuando pasamos por delante de un escaparate: parecía de princesa y creía que llevarlo haría que me ganase de inmediato el corazón de un montón de príncipes. Lo siguiente fue un cuaderno que cerraba con broches, como un códice medieval. Después, mi máquina de escribir, porque me parecía maravilloso poder escribir de esa manera, hasta que me di cuenta de que, en el poco romántico siglo XXI, eso significaba escribir dos veces.

—¡Pero mi portátil está perfecto! Un poco viejo, pero…

—Para viejo ya estoy yo. Las nuevas etapas piden cosas nuevas que crezcan contigo.

—Pero…

—Estoy muy orgulloso de ti, Anne, y todavía no te habíamos regalado nada para celebrar tu beca.

No hay nada que pueda decir ante eso, así que me limito a abalanzarme sobre él y a disfrutar de su risa. Los abrazos del tío Matthew son los mejores. No recuerdo ya cómo fueron en su día los abrazos de mi padre biológico, pero me gusta pensar que se parecían a estos.

—La tienes consentida —dice mi madre desde la puerta.

Ese es un comentario que hace a menudo, y consigue que suene a recriminación incluso cuando hay una sonrisa bailando en la comisura de su boca, como ahora.

Matthew me separa un poco para cogerme de los hombros y mirarme con los ojos rebosantes de un orgullo que quiero poder merecerme. Por eso tengo también que ser una gran escritora, la brillante persona que Matthew o mamá merecen que sea.

—Has crecido tanto…

—Oh, por Dios —resopla mamá.

Yo dejo escapar una risita.

—Universitaria…

—¡Sí, Matthew, universitaria! Cielos, menos mal que va a la universidad a veinte minutos en coche y no a otra ciudad porque, si no, no habría quien te aguantase. Vamos, Anne, date prisa: Diana te está esperando abajo.

Cojo una manzana del frutero y me apresuro a salir por la puerta. Al llegar a las escaleras que comunican con la cafetería, sin embargo, vuelvo sobre mis pasos y cojo la mochila de la silla en la que casi me la olvido. Ya que estoy, además, le doy un abrazo de despedida a cada uno.

—¡Que tengas un buen día, Anne! —exclama mi tío.

—¡No te quedes en las nubes y atiende en clase! —añade mamá.

No pienso perderme ni una sola palabra.


Cuando decidí qué carrera estudiaría, estaba segura de que iba a ser un sueño cumplido y, al mismo tiempo, una maldición. He querido crear y contar historias desde que tengo memoria, y por eso tenía clarísimo que estudiaría literatura. Pero, por otro lado, inscribirme en la facultad de Filología significaba tener que decir adiós a la fantasía que siempre había albergado en mi corazón de sentarme en clase junto a mi alma gemela.

—¿Preparada?

Diana aparca el coche junto a la acera, justo delante de mi facultad, pero yo no me bajo enseguida. En su lugar, me vuelvo hacia ella y le tomo las manos con cuidado.

—Prométeme que me escribirás en los descansos.

Di ríe bajito. Siempre ha tenido una risa preciosa, lo más parecido al trino de un pajarillo. Cuando ríe, sus ojos se iluminan y sus mejillas redondas se sonrojan un poquito y dan ganas de besuquearlas.

—Solo si tú prometes hacer lo mismo. Eso si no estás muy ocupada haciendo nuevas amigas, ¡o teniendo una gran historia de amor! Seguro que serás la más popular de la clase. Ah, pronto no te acordarás ni de mi nombre… —Suspira, dramática—. No sé si podré superar esto, quizá sea demasiado para mí.

Creo que, por su tono y por la manera en la que se lleva una mano al pecho, se lo está tomando a broma, pero yo hablo muy en serio:

—Diana Barry, no hay nadie en ese edificio que vaya a conseguir que dejes de ser la persona más importante de mi vida.

—¿Ni siquiera si Blythe estuviera en ese edificio? Ayer parecías bastante obsesionada con él…

Oh, ese ha sido un golpe bajo. Lo suficiente para que se enciendan los rescoldos del fuego de mi mal humor. No es una sensación agradable. Me considero una persona bastante pacífica y razonable, pero lo de ayer con ese chico ha conseguido sacarme de mis casillas.

Y eso que no he cruzado con él más que unas cuantas (y desafortunadas) palabras.

—¿Sabes que tengo kudos suyos? Lo he comprobado. ¿Sabes lo que eso significa?

—¿Que te lee y le gusta tu historia?

—Que me juzga. Y me juzga en silencio, además, porque no parece haberme dejado nunca un comentario. De los que, por cierto, tengo más que él.

Los ojos en blanco de Diana son más dolorosos que cualquier puñalada. Aunque mantiene una mano entre las mías, se inclina sobre mí y abre la puerta de mi lado.

—Fuera de mi coche. —Di es incapaz de sonar amenazante, pero lo hace todavía menos cuando se endereza para darme un beso en la mejilla—. Vete a clase ya o llegaré tarde yo a la mía.

—Pero…

—Te escribiré —me promete. Y es como si pudiera adelantarse a mis protestas. A veces juraría que mi mejor amiga puede leerme el pensamiento—. Y te enviaré fotos. Será casi como si estuviéramos juntas en clase.

Suspiro, pero dejo ir su mano y me bajo del coche. Di se despide una última vez y yo la observo marcharse como si fuera un caballero que parte a las cruzadas. En realidad, la facultad de Económicas está a cinco minutos a pie, pero a mí me parece como si estuviera al otro lado del mundo, en algún lugar lleno de criaturas extrañas y peligros de los que no podré protegerla. Además, la sensación es mucho peor cuando pienso que Di sería mucho más feliz haciendo una carrera de arte o un curso de ilustración, pero las famosas empresas Barry necesitan a una digna heredera que sepa cómo gestionarlas. Mi amiga dice que no le importa, que prefiere que su arte siga siendo un pasatiempo y nada más. Yo no sé si eso es cierto, p

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