Capítulo uno
Blu
Cuarto curso/primera semana. Presente
—La reserva es a las ocho, ¿no, Carter?
Seguía la estela de otra estudiante de York con el móvil agarrado con fuerza. La chica llevaba el pelo recogido en una larga trenza engominada que se mecía de delante hacia atrás como un bumerán. Hasta que me golpeó en la cara.
—Santo Dios —mascullé.
Ella no se dio cuenta. Seguro que solo ese día ya había azotado a mil y una personas con aquel látigo mortal.
—¿Qué pasa con Dios, Blu?
Puse los ojos en blanco mientras entraba en el edificio de Comunicación de la universidad, aunque, esta vez, mantuve una distancia considerable respecto a todo el que me rodeaba. «Como siempre».
—Alguien me ha pegado en la cara.
—Nadie te ha pegado en la cara —replicó Carter. Como si me conociera. Como si fuese capaz de ver más allá de mis exageraciones.
No había mucha gente que pudiera hacerlo.
No había mucha gente que se molestara en hacerlo.
—Pero sí, hoy a las ocho —añadió—. En Cuisine Mercanti.
Asentí como si pudiera verme, segura de que debía de estar sentado delante del ordenador del trabajo pasando de un perfil a otro de chicas de Tinder.
—Nos vemos luego.
Colgué sin darle la oportunidad de despedirse y eché un vistazo a los números de las aulas. Mi seminario sobre cultura pop era en la 2.12 y el edificio ya me repugnaba. Contemplé las telarañas y el ladrillo visto con chicles pegados en las grietas de las esquinas rotas. «Ocho meses para la graduación —me repetí—. Ocho meses para escapar».
Había tenido a aquella profesora el curso anterior, pero la clase era online, así que ir a una presencial era un rollo. Sí, claro, había oído su voz y sabía qué aspecto tenía, pero todos los demás eran un misterio para mí.
Un misterio que no me habría importado no resolver.
—… y eso es lo que citaba Stuart Hall en los textos para la semana que viene, que sé que os morís de ganas de leer.
Unas risas discretas se colaron a través de aquel bloque de hormigón, que contenía a unos veinte estudiantes en sillas incómodas y mesas minúsculas.
—Hola —saludó la profesora. Tenía ojos amables y una expresión alerta pero dulce—. Me alegro de verte. Siéntate.
Saludé moviendo los dedos y le dediqué una sonrisa muy ensayada.
—Justo eso pensaba hacer.
Varias personas se rieron. Se me daba bien provocar reacciones en los demás.
Mis piernas desnudas entraron en contacto con la silla de plástico antes de que me diera tiempo a recolocarme la minifalda negra. Hacía calor para estar a principios de septiembre, lo que significaba que idiotas como ese cerdo que había sentado en una esquina estaban al acecho, en busca de vestidos vaporosos que les brindaran la oportunidad de ver algo por debajo de la falda.
Le aguanté la mirada hasta que apartó la vista, metiéndose una baraja de cartas de Pokémon debajo de las mangas anchas. Qué asqueroso.
Y, en ese momento, mis ojos se detuvieron en otra cosa, mejor dicho, en otra persona. Él también me sostuvo la mirada, al menos durante un instante fugaz. Un instante que no me pasó desapercibido.
Un instante que no olvidaría.
Pelo castaño claro, lo bastante largo para asomar bajo una gorra de béisbol, pero no enmarañado; ojos azules, aderezados con un matiz verde y un rostro cincelado, anguloso como el de un modelo y sin vello.
Yo era observadora, un rasgo del que adoraba presumir, además de poseer. Carter lo sabía bien: a Blu Henderson no se le escapaba nada, absolutamente nada.
Cuando una persona me interesaba, no había escapatoria. Para ella, quiero decir.
Yo era intocable, inalcanzable, carismática y encantadora. Blandía mi orgullo como una espada.
Ese hombre sería mío, lo supiera o no.
Lo observé durante el resto de la clase. Él estaba sentado en primera fila; yo anotaba conjeturas.
1. Dos pendientes: uno con un colgante en forma de cruz y el otro con una perla. Puede que sea un hípster. ¿Un chico alternativo? ¿Una estrella de las redes sociales?
2. Camiseta blanca, pantalones azul marino, zapatillas Nike Blazer y una pulsera de plata. ¿Sabe cómo vestirse? Sospechoso.
3. Estudia Bellas Artes. Tatuajes: La creación de Adán de Miguel Ángel debajo del codo y una rosa al lado. Estudia Bellas Artes, sin duda.
—¿Qué piensa al respecto… la señorita del pelo azul de la tercera fila?
4. Me está mirando. Los ojos son azules, seguro. Ser tan guapo se lo ha puesto todo más fácil. De ningún modo…
Una chica me dio un golpecito en el hombro; un empujón, más bien.
—¿Sí?
—La profesora te ha hecho una pregunta —susurró con voz nasal.
Ah, por eso me estaba observando. Eché un vistazo a mi alrededor, cruzando una mirada con todos los presentes hasta que llegué a él. Era consciente de que la profesora no me quitaba ojo de encima, pero eso podía esperar. Solo un segundo más; necesitaba saber qué se sentía bajo el peso de su mirada.
—¿Qué decía, profesora? —Por fin arranqué mis ojos de él, aunque con una sutil sonrisa dibujada en los labios.
Quizá la profesora pensó que era para ella. Quizá fuera mejor así.
—Te había pedido tu opinión sobre el texto de Adorno —contestó—. Estabas tomando apuntes.
Sí, así era, aunque no era asunto suyo. Rápidamente cogí la hoja de las conjeturas y la coloqué debajo del resto de papeles.
—Era la lista de la compra —dije mientras tamborileaba con el bolígrafo sobre la mesa de madera.
Adoptó una expresión de contrariedad.
—No me parece que sea el momento para…
—Pero, si quiere saber lo que pienso sobre Adorno, le diría que su ética me parece sesgada. Sus conceptos de alta y baja cultura no son progresistas. —Continué hablando sin apartar la mirada de la suya—: Al identificar la música jazz como baja cultura, categoriza a la gente según lo que les gusta y lo que no, los juzga, incluso. —Me volví hacia la chica de la voz nasal—. ¿A ti te gusta el jazz?
Dios. Podría haber parado el tráfico con lo rojas que se le pusieron las mejillas.
—Esto… Yo… —Tragó saliva—. No está mal. A veces… A veces me gusta.
—A veces le gusta —afirmé volviendo a mirar al frente—. ¿Quién soy yo para juzgar su gusto ocasional por el jazz? Sin embargo, Adorno lo haría. Y esa es la razón por la que estoy en desacuerdo con él. Y esa es mi opinión, profesora.
Alguien sentado al final de la clase soltó una carcajada y yo me volví para saborear las mieles del éxito. Un hombre descomunal con un sombrero de pescador, una chaqueta de cuadros y unos vaqueros oscuros me miraba con admiración.
Algo que yo veía en todos.
Y que ellos veían en mí.
—Gracias por tus reflexiones…
La profesora quería saber mi nombre.
—Blu, profesora. Blu Henderson.
En cualquier otra circunstancia le habría dado un apretón de manos. En el aula me parecía un poco inapropiado, pero decidí tenderle la mano de todos modos. Y, como haría casi cualquiera, fue lo bastante educada como para aceptar el gesto, si bien su amabilidad no era sincera. Pero yo quería mantener la atención de ese chico un poco más. Sabía que era mía. Sentía su mirada.
Diez minutos después, la clase terminó al fin, sin que nadie más que yo contribuyera con nada interesante. Sabía que la profesora Granger había elaborado su propia lista de conjeturas en cuanto me había visto entrar por la puerta. ¿Cómo no iba a hacerlo?
Pelo azul oscuro, ojos marrón claro, un atuendo propio de una estrella del rock y una personalidad que exigía la atención de los demás. Porque me la merecía. La atención de los demás me pertenecía.
Me pertenecía, joder.
Se puso de pie y cogió su mochila negra y sus AirPods. Por Dios, qué alto era. Cuando están sentados, no tienes forma de saberlo, pero habría dicho que medía más de uno noventa. Treinta centímetros más que yo.
—Es un placer volver a verte, Jace —le dijo la profesora.
Jace.
Jace.
Jace.
Su nombre se me marcó en la piel como un tatuaje.
—Lo mismo digo, profesora. —Esa voz. La voz. La voz de Jace.
Sus ojos se posaron sobre mí una fracción de segundo y luego se marchó de clase. Esa mirada se quedó flotando en mi cabeza. Rebotaba. Demandaba.
Él formaría parte de mí.
Yo formaría parte de él.
Me eché la correa del bolso sobre el hombro a toda prisa y fui directa hacia la puerta, pero la profesora Granger me dijo:
—Tienes mucha personalidad, Blu Henderson.
«Tienes mucha personalidad, Blu Henderson».
«Pues claro que la tengo —quise contestar—. Me alegro de que se haya dado cuenta».
Pero me limité a sonreír.
—Hasta la semana que viene, profesora.
Cuando por fin salí del aula, Jace estaba al lado de la fuente llenándose una botella de vidrio.
Me miró.
Lo miré.
Y me marché.
Capítulo dos
Jace
Cuarto curso/primera semana. Presente
—¿Puedes abrir tú? —me pidió mamá desde el salón.
Sabía quién era antes de abrir la puerta. El Chevy de Baxter estaba aparcado a un lado de la calle.
—Hola —saludé mientras lo dejaba pasar.
Mi hermano asintió a modo de respuesta. Era tan alto que casi tapaba el umbral de la puerta.
—¿Qué hay, Jace?
—Nada nuevo. Acabo de volver de la uni. —Cerré la puerta y me pasé los dedos por el pelo—. ¿Vamos a hacer fotos hoy?
Baxter era fotógrafo, y era el mejor en lo suyo. Tal vez yo no fuese del todo imparcial, ya que era mi hermano mayor, pero tenía demasiado talento para no recibir el reconocimiento que merecía.
—No puedo. —Recorrió el pasillo y se detuvo al lado del sofá—. Hola, mamá.
—Hola, Bax. —Le sonrió. Siempre que veía a mis hermanos se le alegraba la mirada—. Qué bien que hayas venido.
—Sí. He intentado llamar a Will. Pensaba que se pasaría por aquí después de jugar al golf, pero puede que siga en el campo.
Me apoyé en la pared cruzándome de brazos.
—Will no me había dicho que iba a jugar al golf.
—¿Y por qué te lo iba a decir, chaval? —Baxter se echó a reír y se agachó para acariciar a Sadie—. Está con los veteranos.
Nuestra labrador de color chocolate le devolvió el gesto, aceptando el cariño de mi hermano. El que no me daba a mí.
—Tengo veintiún años —afirmé, como si tuviera algo que demostrar. Siempre lo tenía, al menos a mis hermanos mayores.
—Ya, y los veteranos tienen treinta. Hay una pequeña diferencia, Jace.
Will trabajaba como analista financiero en el centro de la ciudad. Hacía unos años, cuando había conseguido aquel puesto de trabajo, mis hermanos y yo habíamos empezado a llamar a sus colegas «los veteranos» porque se paseaban por la oficina pavoneándose como veteranos de guerra. Jamás pensé que Will se convertiría en uno de ellos. Jamás pensé que pasarían muchas de las cosas que han pasado.
—A ver —añadió Baxter—. ¿Cuándo te comprarás un coche?
—Cuando me lo pueda permitir.
Se echó a reír, lo que me pareció condescendiente. Últimamente, todo lo que hacían mis hermanos me lo parecía.
—Sin trabajar no vas a poder permitirte una mierda.
—Oye —lo reprendió mamá mientras bajaba el volumen de la televisión—. Ya trabajará cuando se gradúe, ¿verdad, Jace?
Era el mismo tema de conversación de siempre. Odiaba sentirme inferior a Will, Baxter y Scott. Cuando eres el menor de cuatro hermanos no tienes mucho margen para madurar, por mucho que quieras. A sus ojos sería siempre un chaval.
A sus ojos, siempre estaría por debajo de ellos.
—No estés triste por lo del fútbol, Jace. A veces las cosas no salen bien —dijo Baxter, como si yo hubiera mencionado aquello en una intervención silenciosa.
—No he dicho nada sobre fútbol.
—No, pero siempre estás pensando en lo mismo. No merece la pena que te machaques por lo que ha quedado atrás. Tienes que volver a arriesgarte —insistió mientras daba vueltas a las llaves—. Busca un trabajo nuevo. Busca un propósito.
Busca un propósito. Como si eso fuera lo más fácil del mundo. Encontrar un propósito cuando todos los que te rodean ya han encontrado el suyo, cuando a ellos se lo inculcaron desde que eran pequeños. Cuando lo único que amabas, el objetivo por el que creías que ibas a luchar, se había convertido en polvo bajo tus pies.
—No es tan fácil. —Me recoloqué la camiseta y me miré los brazos. Había estado entrenando. Quería que Baxter se diera cuenta de que yo no era ningún pringado.
Soltó una carcajada, pero era sarcástica.
—Nada es fácil. La suerte no existe, Jace. Todo depende de ti. —Le pellizcó el brazo a mamá y se dirigió a la puerta.
—¡Oye! —saltó ella mientras se frotaba la piel enrojecida—. Tienes veintiséis años, Bax. Deja de hacer eso.
Se rio de nuevo, esta vez con sinceridad.
—Es una mala costumbre. —Se volvió hacia mí y me dio un puñetazo en el hombro—. Hasta luego, chaval.
Chaval.
Chaval.
—Me llamo Jace —balbuceé; apenas un susurro. ¿Me habría oído alguien?
¿Acaso me habría querido oír alguien?
Capítulo tres
Blu
Dos veranos antes
—Escríbeme cuando estés —me dijo Fawn mientras yo llamaba a la puerta de Tyler.
—Sí. Te contaré los detalles guarros en el taxi de vuelta.
—Estás enferma —contestó con una carcajada y colgó.
Justo a tiempo, Tyler abrió la puerta y tiró de mí hacia dentro. Su trabajo como albañil le había tornado las manos callosas y tenía el dorso de la camiseta manchado de sudor.
—Mmm… —Me besó metiéndome la lengua en la boca con brusquedad—. Necesitaba esto.
Pues claro que lo necesitaba. Yo había nacido para saciar. Sabía a puta crema, a pastel de vainilla.
Trazó círculos en uno de mis pezones, que se endureció bajo las puntas de sus dedos. Me había encargado de ponerme algo con lo que se transparentasen. A Tyler le gustaba.
—Al sofá —me ordenó. Obedecí enseguida y, en cuestión de segundos, ya me tenía doblada hacia delante y me estaba azotando en la nalga derecha con la palma de la mano.
Me dolía, siempre me dolía, pero aguantaba el dolor con una sonrisa. A Tyler le gustaba.
—¿Puedes apagar la luz? —le pedí.
La oscuridad escondía mis imperfecciones. Yo era perfecta si la visibilidad era mínima.
Pero no hizo ademán de obedecer. Me abrió las piernas con un pie y me bajó la falda, y noté cómo la carne de la barriga colgaba un poco hacia abajo. Últimamente no comía mucho. ¿Por qué tenía grasa? «Esto no va bien».
Me agarró un pecho y deslizó su polla en mi interior.
La grasa de mi barriga estaba presente.
Las luces estaban encendidas.
Él podía notarla.
Podía verlo todo. Todo.
Me cubrí la barriga con un brazo y, con la otra mano, intenté guiar la suya hacia mi clítoris, pero no se dejó. Quería mis tetas.
—¡Joder, Blu! —gimió.
Yo no era capaz de sentirlo dentro de mí.
Lo que sentía era la pizza de hacía dos días.
La ensalada de la noche anterior.
El agua. Cuánta agua. Agua para desayunar. Agua para comer.
Gracias a Dios, terminó enseguida. Conseguí evitar que viese mi carne flácida. «Nada de cebolla frita en la ensalada; son carbohidratos que no sirven para nada», pensé.
Mientras él tiraba el condón, me subí la falda y me arreglé el pelo a toda prisa. Uno de los botones había saltado, pero a mi madre no le importaría. Estaría demasiado borracha para darse cuenta.
Tyler era mi follamigo desde hacía unos meses. Nos habíamos conocido en un bar en Adelaide el día que yo había cumplido los veintiuno. Él me había impresionado con el alto puesto en la empresa en la que trabajaba y yo lo había impresionado con mis pechos. Follamos en el baño y habíamos seguido enrollándonos desde entonces. La mayoría de las noches estábamos los dos como una cuba, pero ese día había insistido en quedar conmigo sobrio, tal vez para sentir por completo lo increíble que era estar dentro de mí. Aunque para mí no lo había sido.
Las luces estaban encendidas.
Recogí el contenido de mi bolso, que se había caído, y me dirigí a la puerta, donde me puse las zapatillas.
—¡Me voy! —anuncié. Quedarse más tiempo de la cuenta en casa de un hombre era lo peor que se podía hacer. Qué vergüenza.
«Me encanta eso de ti —me había dicho Tyler la tercera vez que nos habíamos enrollado—. No te eternizas después de hacer lo que tienes que hacer».
Menudo insulto.
¿Por qué había vuelto?
Salió del baño justo cuando estaba a punto de irme y me miró de arriba abajo.
—Deberías probar a ir al gimnasio, Blu. Yo soy socio, por si quieres venir como…
Cerré la puerta antes de romper a llorar.
Fue la última vez que vi a Tyler.
Capítulo cuatro
Jace
Último año de instituto. Cuatro años antes
—Anoche, Sarah me pidió que fuera al baile de graduación con ella —presumió Morris mientras se ataba contento los cordones de las botas de fútbol—. Y su forma de pedírmelo fue una pasada.
No pude evitar sentir envidia. Era lo que sentía siempre. Morris siempre conseguía a la chica que quería.
Nadie quería al chaval flacucho y desgarbado con el setenta por ciento de la cara recubierta de espinillas. «¿Cómo va a querer nadie a alguien así?».
—Es un poco pronto para pensar en el baile de graduación —contesté intentando mantener a raya la amargura—. ¿Cómo te lo pidió?
Se quedó sentado y en silencio un minuto, con una sonrisa de oreja a oreja pintada en la cara. Era evidente que estaba pensando en ello. En ella. Yo solo podía concebir sentir eso por alguien en mis sueños; solo en mis sueños serían correspondidos esa clase de sentimientos.
—Se presentó en mi casa con un conjunto de lencería diminuto y…
—Espera, ¿qué? —lo interrumpió Connor mientras se ponía la camiseta—. ¿Y a tus padres no les dio un ataque?
—Mis padres no estaban, idiota —replicó Morris tirándole un calcetín a la cara.
—Y ¿cómo quieres que lo sepa yo? ¿Le hiciste alguna foto con el conjunto?
—Cuidado con lo que dices, McCook —intervino Danny, que estaba levantando pesas con el brazo derecho. Observé la figura de mi compañero y luego me miré a mí y suspiré.
—Sarah es la novia de Cumberland, Danny, ¿por qué te pones así? —bromeó Connor—. ¿Es que te gusta?
—¿Quieres que te tire esto? —Danny movió las pesas como si fueran una pluma.
«Ojalá —pensé yo—. Ojalá».
—Alegra esa cara, Boland —me dijo Morris—. Todavía tienes todo el curso.
Yo seguí atándome los cordones con la mirada gacha. No solía hablar mucho. El silencio siempre era la mejor opción. En silencio no se empezaban peleas. El silencio no daba opción a que te juzgaran en voz alta.
—Seguro que Tatiana se lo pide a Jace —dijo Connor—. Hacen muy buena pareja.
Toda la sala estalló en carcajadas. Mi peor pesadilla.
Tatiana Orelwall superaba con creces el peso que le correspondía a una chica de diecisiete años que midiera poco más de metro y medio. Le gustaban las muñecas de porcelana (las llevaba consigo a todas partes) y tenía la cara llena de acné quístico. Algo que teníamos en común.
Danny fue el único que no se rio, pero tampoco hizo nada por defenderme. La verdad era que nadie me defendía. Apenas lo hacía yo mismo.
El entrenador hizo sonar el silbato y todos se pusieron de pie. Todos menos yo. Noté el escozor de las lágrimas, pero no permití que cayeran. Nadie debía verme así. Ya me consideraban lo bastante débil.
Alguien tiró una botella de Gatorade al suelo, delante de mí. Max —creo que se llamaba— se me acercó con tranquilidad y una expresión estoica. Max no sonreía nunca, ni tampoco fruncía nunca el ceño. Max era Max, y ya está.
—Cógela, tío. Es para ti —dijo.
—¿Perdona?
Mandó la botella naranja a mis pies de una patada.
—Para el entrenamiento. Me sobra una.
No supe qué decir. Nunca sabía qué decir. Me limité a cogerla y a asentir a modo de agradecimiento. Por suerte, a Max no le importó. Siguió caminando hacia el campo, pasando por delante de mí.
Ese fue el día que se consolidó el valor del silencio, al menos para mí.
Max no se reía de mí.
Max se camuflaba entre los demás.
Max no era popular, pero tampoco un perdedor.
Max estaba en forma, pero no era musculoso.
Probablemente, a Max no le importaba lo que los demás pensasen de él.
Yo quería ser como Max.
Capítulo cinco
Blu
Cuarto curso/primera semana. Presente
Me apoyé en el respaldo de terciopelo acolchado de Cuisine Mercanti.
—¿Han decidido qué quieren comer? —preguntó la camarera. Era guapa. Seguro que Carter estaba babeando.
—Tomaré el sauvignon blanc —contesté mientras le devolvía el menú—. De momento, solo las bebidas… —Eché un vistazo a la chapa con su nombre—. Ellie.
Ya había aprendido que a la gente le gusta que la llamen por su nombre; es como un esfuerzo extra para valorar a una persona. Hace que se sientan vistos, algo que a mí se me daba muy bien.
—¿La copa grande o la pequeña? —preguntó, un poco más animada.
—La botella —respondió Carter por mí, guiñándole el ojo con coquetería.
Ella no le devolvió el gesto. Quizá tuviera novio. O quizá le gustara yo.
Lo segundo, seguramente.
La chica se llevó los menús y se marchó antes de que a Carter le diera tiempo a disgustarse.
—No te enfades —le dije y bebí un poco de agua—. Seguro que está pillada.
Puso los ojos en blanco.
—Yo no le gusto a nadie.
—A mí me gustas.
—Tú no cuentas.
—Soy la única que cuenta. —Solté una risita y miré a mi alrededor. Mi mirada se detuvo en dos hombres vestidos con trajes caros sentados junto a la barra. El que estaba más bueno me estaba mirando. El otro hacía gala de una evidente borrachera.
—Carter, sé discreto. ¿Ves a esos dos tíos que hay en la barra? —pregunté y él asintió—. ¿Cuál es el más guapo?
—El de la izquierda.
El imbécil borracho.
—Respuesta incorrecta.
Se encogió de hombros mientras enrollaba su servilleta.
—Pues es la verdad.
Me crucé de brazos.
—El de la derecha está mucho mejor —protesté.
—Solo lo dices porque es el que te está mirando.
—No seas estúpido. Tú estás por encima de la estupidez —repliqué.
Sin embargo, me dediqué un rato más a observar a los dos hombres. El que luchaba contra la embriaguez era más musculoso; el traje, un poco más oscuro, un poco más limpio. El pelo del color de la medianoche se le rizaba alrededor de las orejas, dándole un toque sexy y desaliñado. Hablaba alto y tenía los labios gruesos. Sí, era guapo.
Y el que me estaba mirando… En fin, no era tan horrible. Pelo corto, un poco de barriga cervecera… Me llevé una mano a la barriga de forma inconsciente y me recoloqué la cintura de la falda para disimular cualquier protuberancia.
—Quizá tengas razón —dije avergonzada—. Pero no es feo.
—No, no lo es. —Carter miró a un grupo de chicas sentadas cerca de los dos hombres—. Y ellas, ¿qué te parecen? ¿Crees que tendré suerte?
—Puede. Si te crece pelo en el pecho y te atreves a acercarte a alguien en persona. Tinder no te ha servido de nada.
Me lanzó el envoltorio de la pajita, pero lo esquivé.
—Yo no soy como tú, Blu. Yo no me acerco a la gente que no conozco.
Solté una carcajada exagerada, más que nada para llamar la atención de los hombres trajeados. Funcionó.
—Tienes veinticinco años, Carter. No des vergüenza ajena.
—Mira que eres borde a veces —replicó con una chispa de ira en la mirada.
Se le pasaría. Nadie podía estar enfadado conmigo mucho tiempo.
La camarera, Ellie, trajo el vino y dejó las dos copas sobre la mesa. Me enseñó la botella, como mandaba el protocolo, sirvió un poco y yo lo hice danzar en mi lengua.
—Las piernas son fantásticas —bromeé.
—Y no se refiere al vino —añadió Carter. Esta vez, el comentario no pasó desapercibido. La chica se sonrojó.
Ellie dejó la botella en la cubitera y se marchó. Felicité a Carter por su primer triunfo de la velada.
—Muy ingenioso. —Sonreí.
—Aprendí de la mejor. —Chocamos las copas y continuó—: ¿Cómo ha ido tu último primer día de universidad?
Solo de pensarlo me daba un subidón de adrenalina. Solo ocho meses más. Ocho meses más y sería libre. Cogería la herencia que mi padre me hubiera dejado e iría directa hacia las estrellas. Y con las estrellas me refería a París.
Siempre había querido ir; desde pequeña. Sí, había estereotipos estúpidos relacionados con esa ciudad («Bah, París no mola tanto. No es más que una ciudad turística. París es esto y lo otro, y esto y lo otro»), pero a la mierda con los estereotipos.
París era un sueño, eso es lo que era. El ambiente, la torre Eiffel, el entorno… Sería todo nuevo, y estaría todo a mi disposición. Estaba decidida a explorarlo.
Cuando me graduara en la universidad, mi madre ya no tendría derecho a retener mi herencia. Él lo había dejado escrito en su testamento antes de abandonarme. Cuando el alcoholismo se llevó las mejores partes de él.
Di un trago de vino para sacarlo de mis pensamientos y redirigirlos hacia Jace. Jace.
Jace, Jace, Jace.
—Me gusta una persona de mi clase.
Carter me miró por encima de la copa.
—¿Te refieres a la clase a la que has ido hace solo una hora? —Asentí. ¿Había dicho alguna tontería?—. ¿Puedo preguntar cómo te las has arreglado para sentir algo por una persona tan rápido? ¿O es mejor que no lo sepa?
—Yo no siento cosas por nadie. Me gusta y punto. —Los sentimientos eran para quienes se rompían fácilmente, y yo era fuerte.
—¿Y qué vas a hacer con esa persona que te gusta?
Me puse recta.
—Haré que se enamore de mí.
Carter me dedicó una sonrisa sarcástica.
—¿Y luego qué?
—No lo he pensado más allá de eso.
Pero lo cierto era que sí que había pensado en él. Me había pasado todo el trayecto en metro hasta Mercanti pensando en Jace. No era mi tipo. Era un enigma. Ya empezaba a notar la efervescencia del desafío; me resultaba emocionante. En un mundo tan prosaico y gris, algo así era como el sol, hacía que cobrase vida. Al menos en mi maldito universo.
—¿Brindamos por los nuevos comienzos? —propuse alzando mi copa de vino.
Él estuvo de acuerdo conmigo. La gente siempre estaba de acuerdo conmigo.
—Por ti, Blu Henderson. La chica que siempre consigue lo que quiere.
Cuánto deseaba que aquello fuese cierto.
Cuánto deseaba que alguien se diera cuenta.
Me terminé la copa y saludé al hombre trajeado, que primero me miró a mí y luego a mis pechos.
Me atravesó una sensación de adoración y deseo, acompañada por una punzada de resentimiento. Descarté eso último y me concentré en el hecho de ser su objeto de deseo. Eso era lo único que importaba.
En un mundo carente de amor, yo tenía que ser deseada.
Era deseada.
Me sentía deseada. Amada no, nunca.
Pero deseada sí.
Capítulo seis
Jace
Cuarto curso/segunda semana. Presente
Blu se sentó a mi lado.
—Jace, ¿no?
Tenía una voz exigente, seductora. De esas que causan problemas. Apreté los labios y asentí.
—Hola.
Llevaba una sudadera negra y larga, unos pantalones de yoga, unas zapatillas blancas y el pelo azul recogido en un moño despeinado. Mientras se sentaba, volviéndose hacia mí, clavó sus ojos marrones en los míos.
—Hola —repitió. Tenía una sonrisa bonita, con dientes perfectamente rectos, excepto por los dos frontales, que se le montaban un poco. A mí me pasaba lo mismo, pero lo había arreglado. Yo lo arreglaba todo.
—Ya te he saludado —contesté riéndome. Me di cuenta de que había sonado maleducado, pero no rectifiqué. Sonaba como mis hermanos. Ellos nunca rectificaban. Sin embargo, si se ofendió, no dijo nada. Nada parecía ofenderla.
Me había fijado en ella el primer día de clase. Su melena azul era como un soplo de aire fresco entre aquellas paredes tan anodinas y aburridas, y la forma en la que había contestado a la profesora Granger me había desconcertado muchísimo. Nadie hablaba como ella.
—Perdona, no te había oído. —Se quitó los auriculares negros de las orejas. Me dio la sensación de que no estaba escuchando nada.
Me decanté por no responder y empecé a mover la pierna arriba y abajo, una costumbre nerviosa mía. No solía darme cuenta de que lo estaba haciendo hasta que empezaban a agarrotárseme los muslos.
Ese día, habían acercado las mesas del aula, casi como si el universo supiera que Blu se sentaría a mi lado.
Blu Henderson. Había dicho su nombre en la clase anterior.
¿Qué clase de nombre era Blu? Debía de ser un apodo. Se lo habría puesto uno de sus amigos, o su familia. ¿Cómo sería su familia? ¿Por qué no se lo preguntaba y punto? Nunca se me había dado bien hacer preguntas. Nunca se me había dado bien hablar, en general.
Eso era cosa de Morris. Y de Danny. De Connor, de Reid, de Price… De todos. Pero no mía.
En clase, escuché a la profesora Granger hablar de semiótica. El tema me resultó bastante interesante, bastante atractivo, hasta que Blu me acarició la rodilla con los dedos.
Me miró. La miré. Creía que había dejado de mover la pierna media hora antes, pero no era así.
Dejó la mano sobre mi pierna un breve instante, hasta que decidió retirarla y mirar al frente. Anhelaba que volviera a tocarme, y aquel anhelo era poco habitual para mí.
En el descanso, no perdió el tiempo. Me lo preguntó enseguida.
—¿Lo haces a menudo?
—¿El qué? —Sabía a qué se refería, pero quería oírla decirlo.
—Lo de la pierna. No paras de moverla.
Me encogí de hombros.
—Es una costumbre que tengo.
—Ya. —Se echó hacia atrás; sin apartar sus ojos marrones de los míos—. Eres muy guapo. —Si hubiera estado bebiendo agua, me habría atragantado. Me empezaron a arder las mejillas, pero atajé el rubor antes de que aflorara a la superficie. Debió de darse cuenta de todos modos, porque sonrió—. Como un cuadro.
—¿Un cuadro? —pregunté. Quería más. No sabía qué era aquello, pero quería más.
—Un cuadro —repitió. Luego se volvió hacia su ordenador y empezó a tomar apuntes para el seminario.
No volvimos a hablar. Se levantó de golpe para atender una llamada y no volvió a clase, y me dejó anhelando el roce de sus dedos sobre mi rodilla y presa de la emoción que me había provocado con sus cumplidos.
Era tarde cuando volví a casa, así que me metí en la cama y me quedé dormido pensando en la lista de cuadros con los que tenía la esperanza que me comparase.
Al menos, en mis sueños, el halago de Blu era cierto.
Capítulo siete
Blu
Octavo curso. Diez años antes
—Tu padre ha muerto.
Ese día, mi madre no me sacó del colegio. Se limitó a pronunciar aquellas palabras en una llamada de teléfono. Fue mi profesora, la señora Meleni, quien pidió permiso para llevarme a casa.
Pero yo no quería ir a casa.
Era una casa, pero no un hogar.
La señora Meleni me acompañó cuando crucé el umbral de la puerta. Si había alguna ley que lo prohibiera, la rompió, pero yo me sentía más segura con ella a mi lado.
Mi madre estaba en el salón con un cigarrillo en una mano y una cerveza en la otra. En la radio sonaba música punk rock a todo volumen y ella estaba cantando a pleno pulmón, como