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Letizia Lorini
Letizia Lorini

Fragmento

1. Todo empieza con una boda

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Todo empieza con una boda

Hace un año

Un pétalo se desprende de la margarita en el centro de la mesa, brillante y amarillo como el sol incluso entre las numerosas flores coloridas del ramo. Me inclino hacia delante, lo cojo y froto la superficie aterciopelada con los dedos. Los graves del bajo vibran a través de mi cuerpo, me traquetean los huesos y el corazón se me acopla al ritmo abrumador, aunque también podría ser cosa del exceso de cócteles.

Dejo la copa y observo a la multitud de personas que conversan a mi alrededor, ataviadas con vestidos de cóctel y esmoquin. Llevamos bailando desde la cena, y me he quedado sin batería social. He terminado por hoy, y agradezco que mi mesa esté vacía.

Martha lleva horas desaparecida, así que debe de estar en algún sitio con su prometido, Trevor. Y, como me niego a ser el objetivo de los caballeros sin acompañante de esta boda, he reducido los movimientos incómodos al mínimo y he aumentado el consumo de alcohol al máximo.

Alguien se sienta a mi lado, y espero que sea Trevor o Martha. Como amigos más cercanos de los novios, compartimos la mesa situada junto a la de los padres y hermanos de los recién casados. Sin embargo, es uno de ellos. Los solteros. Los que exploran la sala con creciente interés. La mayoría de la gente se queda junto a sus citas o amigos, pero ellos no.

Son jaguares sigilosos e imponentes que rondan a sus presas.

Este parece bastante inocuo, pero no tengo ningún interés en comprobar mi teoría, así que le dedico una sonrisa de disculpa.

—Comprometida.

Ladea la cabeza y los ojos, de un azul acerado, se le iluminan divertidos.

—Felicidades, pero solo busco asiento. Una mujer me ha robado el mío, y da la impresión de que lo necesita más que yo.

Señala a la derecha, a la abuela de Barbara. Veo a qué se refiere, pues la señora Wilkow utiliza un andador y va ofreciendo caramelos de mantequilla a todo el mundo.

—Ay, lo siento —le digo al desconocido, y un cosquilleo cálido de vergüenza se me extiende por las mejillas—. No pretendía ser presuntuosa. Es que ha sido un largo día.

—Entonces nos quedamos en silencio. —Se recuesta en su silla y baja la vista a su copa, sin apenas esconder la amplia sonrisa. Parece un alumno de instituto al que han castigado y no puede tomárselo en serio.

—¿Amigo del novio? —pregunto.

Me mira a los ojos. Unas largas pestañas enmarcan sus iris, de un azul océano.

—Creí que no querías hablar.

No quería, pero resultaría incómodo quedarnos aquí sentados en silencio. Ya puestos, podemos distraernos el uno al otro.

—Me llamo Amelie —digo, con un leve saludo con la mano.

—Ian.

—La novia y yo trabajamos juntas.

Baja la vista, se desabrocha los botones de la camisa blanca y se la arremanga sobre los antebrazos como si supiera lo que se hace.

—¿No es raro? —pregunta al tiempo que revela unas gruesas muñecas cubiertas de tatuajes negros. Mis ojos siguen el movimiento hipnótico, y el resto de los ruidos se desvanecen durante un momento mientras me obligo a mirarle a la cara—. Que la forma de romper el hielo cuando conoces a gente en las bodas sea qué demonios haces aquí. ¿Establece una jerarquía? En plan, si tú eres una amiga y yo su contratista, ¿significa eso que eres mejor que yo?

Se me escapa una leve risa y, encogiéndome de hombros, respondo:

—Es lo que tú y yo, y cualquier otra persona de esta sala, tenemos en común. Conocemos al novio o a la novia, y estamos aquí para festejarles.

Los cubitos que contiene el líquido marrón dorado de su vaso tintinean cuando se lo lleva a los labios.

—Yo no conozco a los recién casados. Estoy seguro de que merecen que se les festeje, pero —mira alrededor— no sé ni qué aspecto tiene Bianca.

—Barbara.

Chasquea los dedos y asiente.

—Eso. Barbara.

Enarco las cejas de golpe. ¿Ni siquiera sabe cómo se llama la novia?

—¿Por qué estás aquí?

—Mi padre y el suyo son amigos. —Señala a un hombre mayor que va vestido, como tantos otros, con un esmoquin oscuro y que charla con el padre de Barbara. Se encuentra de espaldas a nosotros, por lo que solo le vemos el pelo entrecano por encima de los hombros, tan anchos como los de su hijo—. Me ha traído a rastras.

Asiento, advirtiendo el leve tono irritado en su voz. No cabe duda de que no se alegra de estar aquí, y recuerdo el momento en que Barbara se puso como una loca hace unos meses al enterarse de que su padre había invitado a un montón de conocidos, convirtiendo su boda en un evento para establecer contactos.

—Bueno, al menos la comida ha estado genial —apunto.

—Ah, sí. Ha valido la pena aguantar la tortura de ceremonia.

Me río por lo bajo y levanto mi copa.

—Y las margaritas también. Te cambian la vida.

—Sí, al parecer te han encantado. —Hace un gesto hacia las distintas copas de tallo largo que rodean mi plato, luego pregunta—: ¿A qué viene ese humor de perros? No te apetece socializar, estás ahogando las penas…

Mi mirada se demora un momento en sus altos pómulos antes de apartar la vista, mientras rozo el mantel blanco de la mesa con los dedos. Se arrepentirá de haber hecho esa pregunta si respondo. Está en una boda al parecer contra su voluntad, y está sentado aquí porque le han quitado el sitio.

—Hazme caso, no quieres saberlo.

—En realidad, me estarías haciendo un favor. Es esto —dice, señalando con un dedo alargado entre nosotros— o ceder al interés no demasiado sutil de la única dama de honor soltera, y estoy casi seguro de que es menor de edad.

Echo un vistazo a Alyssa, la prima de Barbara, embutida en un diminuto vestido morado que apenas le tapa el culo, quien se gira hacia Ian cada dos segundos con una sonrisa coqueta.

—Tiene veintiuno. Estás a salvo.

—Oh. —Chasquea los dedos—. Qué pena. Tengo por norma no acostarme con nadie que sea una década más joven que yo.

—Qué poco razonable.

—Lo sé. Soy imposible de complacer. —Se inclina hacia delante, y el aroma a limón de su perfume me subyuga los sentidos durante un segundo—. Vamos, entretenme. ¿Qué tiene de malo tu vida?

Dejo escapar un suspiro vacilante y noto que empiezan a sudarme las corvas. La verdad sea dicha, sería más fácil hablar de física nuclear que del desastre que es mi vida. Pero, si prefiere una dosis de mis problemas a que una mujer joven y preciosa no le quite las manos de encima, ¿quién soy yo para decepcionarle?

Me recuesto en el respaldo de la silla y me resigno a la verdad.

—Mi mejor amiga es lo peor.

—Maravilloso. —Asiente satisfecho y da un sorbo a su copa—. Cuéntamelo todo.

—Martha. Anda por aquí.

—Ya la odio. ¿Qué problema hay con Martha?

Su expresión es de concentración absoluta, como si su principal objetivo en la vida fuese escuchar mi drama. Pero quiero ofrecerle una salida, así que le pregunto:

—¿Seguro que quieres que te lo cuente?

Su cabeza se mueve arriba y abajo con lentitud.

—Soy todo oídos.

—De acuerdo: tú te lo has buscado. —Me enderezo en la silla y carraspeo, como si estuviese a punto de disertar sobre el significado de la vida—. Martha y yo nacimos en el mismo hospital, con una semana de diferencia. Nuestros padres eran vecinos. Fuimos a las mismas escuelas y…

—Salisteis con los mismos chicos y practicasteis los mismos deportes y… Espera un momento. ¿Os habéis prometido con el mismo hombre?

Las luces pulsantes le tiñen la cara de rosa y, con una ceja enarcada, pregunto:

—¿Quieres que te suelte mis problemas o no? Porque puedo decirle a Alyssa que se acerque.

—No te atreverías. Procede.

—Somos muy distintas, pero también pasamos por las mismas cosas al mismo tiempo: graduaciones, cumpleaños, primeros novios, primera vez. Ni se te ocurra —atajo, cuando eleva la comisura izquierda de la boca—. Las mismas cosas, al mismo tiempo, no juntas.

Contiene una risita y dice:

—Está abocado a ponerse competitivo sí o sí.

—Nunca lo ha sido. Siempre ha ganado ella, pero a mí no me importaba. —Apuro mi margarita y dejo la copa encima de la mesa—. Ella sacaba las mejores notas y escogió la carrera mejor pagada. Se llevaba a todos los tíos, consiguió el apartamento más grande, y a mí nunca me molestó. Celebro sus éxitos como si fuesen míos.

—¿Has dicho que se llevaba a todos los tíos? —pregunta, inclinando la cabeza a un lado.

—Sí, es preciosa. —Me enderezo el vestido—. Los hombres siempre van detrás de ella.

—¿Dónde está? —Vuelve la cabeza a derecha e izquierda—. Si es más guapa que tú, sin duda quiero conocerla.

Me esfuerzo por contener una sonrisa y chasqueo la lengua. Es evidente que está burlándose de mí, aunque ha sido así toda mi vida. He sido esa amiga a la que los hombres se acercan para averiguar si Martha está saliendo con alguien.

—Ella también está prometida.

Sus ojos reflejan comprensión, y emite un leve murmullo vibrante con la garganta.

—Ah, ya sé adónde va esto. Os casáis el mismo día, ¿no?

Con una risita desanimada, niego con la cabeza. Ojalá fuese ese el problema.

—A mí me vuelven loca las bodas. —Jugueteando con el tallo de la copa, continúo—: ¿A Martha? No tanto. Solía decir que ella celebraría una ceremonia extravagante. En un casino o en un parque de atracciones. Llegaría a caballo y llevaría un vestido corto rojo, no blanco, porque el blanco se asocia a las vírgenes y… —Me río por lo bajo y aparto la idea con un gesto de la mano—. Tiene mucho que decir al respecto. Nada de velo, muchos juegos de beber y baile. La fiesta del siglo, ya sabes.

Asiente con aire de admiración, y sé que Martha ya lo tiene en el bolsillo.

—¿Y tú? ¿Qué te imaginas tú?

—Algo sencillo. En una bonita granja, con flores blancas, guirnaldas de luces y centros de mesa con velas flotantes. Hortensias y ranúnculos, un vestido blanco y un velo con cuentas.

—No tengo ni idea de lo que significa la mayor parte de eso, pero suena bien. Entonces ¿cuál es el problema?

—Ahí voy. —Me hace un gesto para que prosiga, así que cruzo las piernas y miro alrededor—. Las cosas han cambiado desde que se prometió. De repente, Martha ya no quiere su alocada boda tipo Las Vegas. No, señor. Quiere todo lo contrario.

—Oh. —Su expresión se vuelve de preocupación—. Te va a robar tu boda.

—Entera. Las flores, el fotógrafo, la banda. Todos y cada uno de los detalles.

Resopla con desaprobación.

—Madre mía, Amelie. No puedes dejar que lo haga.

Ojalá fuese tan fácil. Apoyo la barbilla en la palma de la mano y bajo la vista a mi plato vacío mientras otro mechón se me escapa del recogido.

—Bueno, en realidad no puedo decir nada porque yo no… —Me atrevo a mirarle, y me observa con tanta intensidad que me pregunto si presta toda su atención a todo el mundo o si hay un motivo más profundo para su interés—. Yo no estoy prometida prometida.

Entrecierra los ojos.

—¿Perdona?

—Técnicamente… Hum, supongo que podrías decir que estoy «preprometida».

Desvía la vista a mi mano, es probable que para confirmar que no hay anillo.

—Entonces tienes novio.

Aprieto los labios.

—No. Hace quince años que tengo novio, y va a pedírmelo pronto, así que estoy preprometida.

—Vale. Eso no existe.

—Sí que existe —le espeto, y advierto que se le ensancha la sonrisa.

—De acuerdo. Existe. Entonces ¿por qué no estás prometida todavía después de quince años?

Echo un vistazo alrededor de la mesa en busca de la margarita más reciente y le doy un sorbo, luego la dejo y abarco las copas vacías con un gesto.

—Tiene gracia que me lo preguntes, porque esta noche he estado jugando a un juego divertidísimo, en el que me tomo una copa cada vez que alguien me pregunta por qué Frank y yo no estamos casados todavía.

—Entiendo —logra decir en tono suave tras curvar los labios en una O cerrada.

—Hummm.

—Entonces no puedes decirle nada a Martha porque técnicamente no vas a casarte todavía.

—Técnicamente —reconozco y, cuando sus ojos se iluminan con un destello de diversión, le señalo con el dedo—. No, no. Sigo teniendo razón. Verás, mi novio tampoco lo entiende, pero existe un acuerdo tácito. Escogí un ramo de rosas rojas cuando tenía diez años y un vestido verde oscuro sin mangas para mis damas de honor a los quince. Prácticamente están reservados, Ian.

—Por supuesto. Lo pillo. —Asiente al tiempo que se frota la barbilla, sin quitarme ojo—. Es importante para ti, y tu amiga no está prestando atención a tus sentimientos. Eso no mola.

—Gracias —respondo. Resulta liberador que alguien se ponga de mi parte por una vez.

Se mueve en su silla y se gira hacia mí, llevándose la mano a un lado del cuello al tiempo que sus ojos se llenan de una amabilidad de la que nunca he sido objeto. Justo entonces me doy cuenta de que me gusta Ian. Sin duda es uno de los buenos.

—¿Has dicho que tu «preprometido» no está de acuerdo?

—Ah, últimamente hemos tenido una temporada entera de peleas por este asunto. El último episodio se ha emitido hoy, de hecho.

—Una temporada entera, ¿eh? —Se inclina hacia delante, despierto su interés de nuevo—. Bueno, si estoy a punto de hacer un maratón de serie, vamos a necesitar más bebidas.

Se levanta con una sonrisa y se encamina a la barra. Su espalda es ancha y sugerente, y con cada zancada se le marcan los cuádriceps flexionados bajo los pantalones del traje. La camisa blanca se le estira hasta sus límites a la altura del pecho y el denso cabello le cae de forma descuidada a ambos lados de la cara.

Algunos ojos lo siguen cuando apoya el codo en la barra y habla con el camarero. Ian es el tipo de hombre que atrae la atención de las damas, eso seguro. Además, tiene la parte de la actitud resuelta. Sus movimientos y expresiones tienen un dejo arrogante pero desenfadado; derrocha confianza en sí mismo, humor e ingenio. Parece ser uno de los buenos, así que, si está soltero, debe ser porque quiere estarlo.

Se deja caer en la silla de al lado unos minutos más tarde, con una margarita y una copa de algo que parece whisky en las manos.

—Bueno, ¿y por qué no está aquí? ¿Tu novio?

Aprieto los labios y asiento. He tenido que justificar su ausencia con una fiebre repentina ante un millón de personas ya, novios incluidos.

—Su empresa le ha pedido que se traslade para dirigir una de las oficinas, y él quiere aceptar el traslado. Es algo temporal, seis meses. Pero mi trabajo está aquí, así que…

—¿Una relación a distancia?

Ese es el plan de Frank. Lo cual no es ideal, pero estoy dispuesta a hacerlo durante un tiempo. La discusión ha venido en realidad por que aceptara el trabajo sin contármelo siquiera. Si soy sincera, me ha dado la impresión de que estaba deseando escapar.

Barbara camina en nuestra dirección con un vestido blanco y esponjado de princesa, de la mano de su flamante marido, y me saluda con la mano mientras abandonan la pista de baile. Pronto esa seré yo, espero, y me gustaría estar más emocionada, pero la inminente separación de Frank y el drama con Martha me han robado toda la alegría.

Dejo escapar un largo suspiro y doy otro sorbo.

—Vale, tengo la solución a tu problema con la boda —dice Ian, que se pone en pie, se baja las mangas de la camisa blanca y almidonada y se abotona la chaqueta de traje gris encima. Solo entonces, extiende el brazo con la palma abierta a la espera de la mía—. Y empieza con un baile.

2

Opiniones impopulares

Hace un año

La mano de Ian contra la parte baja de mi espalda es lo bastante inocente para mantenerme relajada a medida que nos balanceamos ligeramente sin desplazarnos mucho. Aunque bailar con un desconocido en una boda no tenga nada de malo, en el momento en que su mano se deslice un par de centímetros hacia el sur o el espacio que nos separe sea menor de lo apropiado, me largo.

A favor de Ian diré que no me ha faltado al respeto.

—Entonces ¿te ha gustado el anillo?

Ladeo la cabeza y le agarro el hombro, disfrutando de la sensación que me produce el tequila que se menea en mi estómago y me afloja los músculos. Su mano sostiene la mía con suavidad mientras me guía a través de algunos pasos básicos.

—¿El anillo?

—Has dicho que sabes que tu preprometido está a punto de pedirte matrimonio. —Nos hace girar—. Doy por sentado que encontraste un anillo en su cajón de los calcetines.

—Ah. —Sonrío, y la emoción se me acumula en el estómago—. No, pero se dejó el portátil abierto el otro día y vi un e-mail de una joyería.

Se frota los labios, pensativo.

—Hum.

—Él no es de joyerías, así que sin duda es sobre un anillo.

—Bueno, Amelie, no quiero aguarte la «prefiesta», pero me da que ni siquiera sabes si te ha comprado un anillo. —Se muerde el labio inferior—. Podría haber sido sobre un reloj. Un regalo para su madre. Correo no deseado.

Me tenso.

—El asunto era «El placer de los anillos», y la primera línea decía «Gracias por su compra».

Su sonrisa se desvanece y se para en seco. Con expresión pasmada, me estudia, con los ojos muy abiertos y la frente arrugada.

—¿«El placer de los anillos»? —repite.

—Sí.

Abre la boca y vuelve a cerrarla. Me agarra la mano con fuerza y continúa balanceándose.

—¿Y cómo se llamaba la joyería?

—Le Love Bijoux.

Con un asentimiento, me suelta la mano y se saca el móvil del bolsillo. Abre una ventana en el navegador y escribe algo mientras yo espero, dando golpecitos nerviosos con el pie en el suelo. Cuando ha acabado, gruñe entre dientes al tiempo que vuelve a guardarse el teléfono.

—Uf. Dios, odio tener razón.

—¿Razón? —Se me acelera el corazón—. ¿Razón en qué?

Se pellizca el puente de la nariz y masculla:

—Creo que no me atrevo a decírtelo.

—Bueno, venga, ya —insisto. Sea lo que sea lo que haya visto, no era bueno. ¿De qué demonios podría tratarse?—. Sabes que puedo buscarlo yo misma y punto.

—Nop. —Evita mirarme, con los labios apretados con fuerza, como si intentara contener la risa—. No quiero que llores en la boda de tu amiga.

—No pienso llorar, Ian.

Ante mi tono molesto, baja la vista hacia mí. Vacila unos segundos, y cuando le insto a hablar, dice:

—¿«El placer de los anillos», Amelie?

—¿Qué pasa con eso?

Mira alrededor y se inclina hacia mí como si estuviésemos a punto de compartir un secreto.

—Bueno, daré por sentado que sabes lo que es un anillo para el pene.

Ay, Dios. ¿Ha dicho «anillo para el pene»? Abro la boca y, sin emitir sonido alguno, niego con la cabeza.

—¿No? —Emite un murmullo—. Para uso en solitario, entonces, ¿eh? Frank parece un tipo divertido.

—¿De qué demonios estás hablando? —susurro.

Su expresión se suaviza; cualquier rastro de diversión ha desaparecido de su rostro. Me apoya la mano en el hombro, y el tacto de sus dedos es delicado y reconfortante cuando dice:

—Le Love Bijoux es un sex shop, Amelie. Y un anillo para el pene es un anillo de silicona que vibra y se pone alrededor del…

—Lo pillo —digo, levantando la mano para detenerle.

Un sex shop. Un anillo para el pene. Nunca ha tenido intención de pedirme matrimonio. Quince años —quince— y sigue sin pedírmelo. No nos casaremos nunca, ¿no? Bien podría dejar que Martha me robe la boda, porque yo no voy a celebrar una jamás.

Frunzo el ceño ante su traje, con los ojos clavados en el diseño ondulante de la corbata azul y, cuando me frota entre los omóplatos con la mano, me obligo a sonreír.

—Bueno, supongo que sí que has resuelto mi problema con la boda.

—Tu problema con la boda está lejos de haberse resuelto. En todo caso —dice con un gesto desdeñoso—, Martha será aún más egoísta ahora. —Me mira a los ojos mientras retomamos el balanceo—. Lo que me lleva a la solución. —Tras un silencio, añade—: A la mierda la boda de Martha. Cuando Frank te lo pida, reservas el sitio, compras el vestido, el… Lo que sea que has dicho antes. Si es importante para ti, celebra la boda que quieres.

Aparto la vista con una mueca. Si la solución fuese tan simple, habría dado con ella yo solita.

—No puedo hacer eso.

—¿Por qué no?

—Martha me odiaría. Y yo también lo odiaría. No podemos celebrar la misma boda.

Ian suspira, sumido en sus pensamientos durante unos segundos, luego abre mucho los ojos mientras nos hace girar.

—Aún mejor: fúgate para casarte. Hazlo sin más. Evita los dolores de cabeza.

Una vez que reconoce que se me salen los ojos del terror, suelta un silbido.

—Lo pillo. No es una opción.

—Decididamente no es una opción.

Su hombro se encorva bajo mis dedos.

—Creo que solo hay una cosa que puedes hacer.

—¿Qué es?

—No tomes parte en un ritual arcaico que, a estas alturas, ha perdido todo significado. —Cuando junto las cejas, me pide que espere con un gesto de la mano—. El matrimonio tenía sentido cuando las mujeres eran una carga para sus padres y un instrumento para los hombres que querían prolongar su linaje. —Chasquea la lengua—. Los padres recibían tres vacas, una o dos cabras, y allá que iban las mujeres.

—Jesús. —Exhalo, horrorizada—. ¿Esa es tu visión del matrimonio?

—Pues sí. Y eso es solo el matrimonio. No me hagas hablar de las bodas.

Estudio sus ojos azules, que advierto que tienen motas más oscuras, y espero que comience su discurso. No conozco a Ian, pero sé que ahora viene el discurso.

Cuando su cálida mirada se encuentra con la mía, su sonrisa tiene una cualidad traviesa que resulta preocupante e inexplicablemente atractiva a un tiempo.

—Una industria que mueve miles de millones de dólares, que tiene mucho que ver con el estatus y el poder, y poco con el matrimonio. Fuegos artificiales, paseos en carruaje, palomas. Comida tremendamente pretenciosa, temáticas cada vez más ridículas, cientos de invitados con los que apenas has hablado en años —se mofa—. Las bodas son cuestión de política, no de amor.

Ian advierte que se me ha desencajado la cara de la impresión y se encoge de hombros.

—¿Me equivoco?

—No sé si te equivocas, pero apuesto a que estás divorciado.

Negando con la cabeza, se ríe.

—Lo siento, no me he casado nunca. Solo soy pertinaz.

—En cuanto a las bodas —insisto. Nadie odia tanto el matrimonio sin una historia muy personal detrás—. ¿A qué se debe?

—A nada. —Me hace girar, y su aliento me roza en la cara cuando vuelvo delante de él. Whisky mezclado con algo fresco—. Tengo un montón de opiniones valiosísimas acerca de cualquier cosa.

—Pues claro.

—Lo digo en serio. Pregúntame lo primero que se te pase por la cabeza.

—Vale. —Empieza una balada más lenta—. ¿Ariana Grande?

Niega con la cabeza despacio.

—Vergonzosamente infravalorada.

—El color naranja.

—Ni de lejos tan bueno como el verde.

—¿De verdad?

—De verdad. Los días lluviosos son mejores que los soleados, hacer la cama por la mañana es una pérdida de tiempo, los latte de calabaza no saben para nada a calabaza, y Navidad no es el mejor festivo.

Cojo aire mientras me quedo plantada sin moverme, mirándolo durante largo rato. Debe de estar acostumbrado, incluso disfrutará con la expresión de pasmo de mi cara, porque su sonrisa de suficiencia se ensancha.

—¿Navidad? —acabo susurrando—. ¿Se te ocurre un festivo mejor que Navidad?

—San Patricio. Cerveza verde, alegres leprechauns, una insoportable música de gaita que solo suena bien cuando estás borracho. —Emite un canturreo que le retumba en el pecho—. Difícil de superar.

Me planteo replicar con el ponche de huevo, la nieve y el intercambio de regalos, pero algo me dice que también tendrá una opinión firme, con la que no podré identificarme, al respecto.

Su rostro exhibe una sonrisa encantadora mientras bailamos en silencio el resto de la canción, y una vez que la música se detiene y la madre de Barb empieza su discurso, me suelta. Nos hemos balanceado hasta el otro lado de la pista de baile, lejos de la mayoría de los invitados, y da la impresión de que cae en la cuenta poco después que yo.

Durante un momento nos quedamos los dos plantados mirándonos el uno al otro con el rabillo del ojo. ¿Deberíamos volver a mi mesa? ¿Deberíamos seguir bailando? ¿Deberíamos separarnos sin más?

—¿Quieres oír otra de mis opiniones indiscutibles?

Asiento, aliviada por que se haga con las riendas.

—La tarta está sobrevalorada. Es demasiado dulce, demasiado sosa, demasiado seca. —No espera una respuesta, sino que se pone de puntillas para otear por encima de la multitud—. Aunque la tarta de esta noche ha sido la única buena de la historia. Deberíamos buscarla y comer un poco más.

Suelto una carcajada. Me da miedo preguntar si se refiere a que deberíamos colarnos en la cocina y robar algo de tarta, pero, antes de que pueda hacerlo, la voz de Martha se eleva desde la multitud.

—¡Amelie! ¡Fotos!

Pese a estar rendida tras horas sudando en la pista de baile, se la ve arrebatadora. Mechones de un castaño dorado le enmarcan el rostro, sus ojos como de gata parecen más verdes de lo habitual y su sonrisa rebosa euforia. Las luces estroboscópicas le iluminan el vestido, haciendo que los millones de lentejuelas doradas brillen como si fuese una especie de sirena mística. Cuando se bambolea —ella también debe de haber disfrutado de la barra libre—, la tela fluye con sus movimientos, y sus curvas resultan más espléndidas que nunca.

—Hablando del rey de Roma —digo por la comisura de la boca al tiempo que sacudo la mano.

Mientras ella se adentra en la multitud, Ian se ríe.

—¿Esa era Martha?

—Sí.

—Ella no es la guapa. Es… —Entrecierra los ojos—. Sí, es atractiva, pero… ¡Venga ya!

Cuando me señala, moviendo la mano arriba y abajo, contengo una risita. Que te digan que eres guapa te sube el ego de una forma maravillosa. Aún más si viene de un tío atractivo e ingenioso como Ian, y cuando tu propio preprometido ya no lo hace tan a menudo. Es una de esas cosas que pasan con el tiempo, supongo. Los pequeños gestos cotidianos se difuminan a medida que crece la comodidad.

—Gracias. —Después de enderezarme el vestido, echo una ojeada atrás—. Me temo que tengo que…

Hace un gesto de rechazo con la mano.

—Por supuesto. Ve.

—Siento lo de la tarta.

Con un guiño juguetón, se mete las manos en los bolsillos.

—Comeremos tarta en la próxima boda.

—Claro. —Mis dedos juguetean incómodos con las solapas que me ajustan el vestido, y con una sonrisa rápida le digo—: Me ha encantado conocerte.

Los dientes, blancos como perlas, le asoman entre los labios.

—Lo mismo digo.

Con una ligera vacilación, me giro y, acto seguido, me vuelvo de nuevo hacia él. Sus ojos reflejan expectación mientras nos miramos durante unos segundos, y asimilo el hecho de que no compartiremos tarta en la próxima boda porque no es probable que coincidamos. Y, pese a que acabo de conocer a Ian, la idea me entristece.

Al vivir en una ciudad pequeña como Creswell, a la mayoría de la gente con la que interactúo la conozco desde que iba a la guardería, y da gusto conocer a alguien nuevo. Conocer a alguien nuevo y llevarse tan bien con él es básicamente intervención divina. Dios, se me ocurren al menos tres amigas con las que podría arreglarle una cita. Pero es probable que no le interese, ¿no? La gente de nuestra edad no busca amigos, y yo no he sido más que su entretenimiento de esta noche.

—Hazlo sin más —dice, con una sonrisa tan alegre y resplandeciente que resulta contagiosa.

—¿Hacer qué?

—Lo que sea que te estés planteando. No te lo pienses.

Intercambiamos otra mirada silenciosa pero cargada de palabras. Me estoy planteando algo. Tiene razón. El hecho de que él lo sepa solo me facilita tomar una decisión.

Hurgo en mi bolso y saco el móvil.

—Dame tu número. Has sido muy amable al escuchar mis problemas, y si no fuese por ti, seguiría pensando que estoy casi prometida en lugar de saber que mi novio se pone creativo cuando juega al solitario.

Sofoca una sonrisa.

—Lo menos que puedo hacer es conseguirte la única tarta que te ha gustado en la vida.

Enarca las cejas un segundo, y —teniendo en cuenta que no parece que sepa que soy chef— espero que me pregunte algo al respecto, pero no lo hace. En lugar de eso, coge el teléfono, toquetea la pantalla y me lo devuelve con una sonrisa triunfal.

—Ahí tienes. Ah, espera.

Se dirige a la mesa más cercana y se estira hacia el centro, haciendo que los invitados sentados a la misma le dediquen una mirada reprobatoria. Sobre todo cuando coge una de las flores del centro de mesa.

Regresa junto a mí y me tiende una margarita amarilla.

—Por dar un vuelco a mi noche.

Me río por lo bajo, acepto la flor con timidez y hago girar el tallo entre el índice y el pulgar.

—Gracias.

Con una sonrisa deslumbrante, me hace un gesto con la mano y se aleja.

—No me hagas esperar demasiado, Amelie.

Trescientas fotos después, cojo mi chaqueta, felicito a los recién casados y dejo el local con mi margarita amarilla en la mano. La fiesta aún no ha acabado, y la gente sigue bailando al son de la música del DJ, pero yo llevo mucho más tiempo que ellos aquí y estoy tan cansada que veo doble.

Al salir al fresco aire nocturno, me encuentro a la abuela de Barbara observando los escalones blancos del local, y me acerco a ella con una sonrisa.

—¿Señora Wilkow?

Se vuelve hacia mí, con los ojos vidriosos y cansados. Como no dice nada, le pregunto, en voz más alta:

—¿Necesita ayuda para bajar los escalones?

—Ah, sí, sí. —Se agarra a mi brazo y, escalón a escalón, caminamos—. Ha sido una bonita boda, ¿verdad?

—¡Preciosa! —grito. Pues claro que ha sido bonita. Martha y yo ayudamos a Barbara a planificar hasta el menor detalle. A pesar de que el fotógrafo ha llegado tarde y la mitad de las flores estaban algo mustias, Barbara parecía feliz, y así es como sabes que una boda ha sido un éxito.

—¿Lo has pasado bien? ¿Ese hombre se ha comportado como un caballero? —pregunta con voz ronca.

Entrecierro los ojos mientras intento averiguar de qué está hablando cuando caigo en la cuenta: Ian le ha cedido su silla; habrá visto que ha venido a sentarse conmigo.

—Mucho —la tranquilizo con una palmadita en la mano—. No se preocupe.

—Haréis muy buena pareja. —Con otro paso inseguro, me estruja la mano con tanta fuerza que quizá tengan que amputármela—. Mi marido y yo también la formábamos. Todo el mundo se volvía cuando entrábamos en una habitación.

No puedo evitar fruncir el ceño. Conozco a esta señora desde que conozco a Barb, y siempre se ha mostrado aguda. Por desgracia, las cosas han cambiado en el último año.

—Tengo novio, señora Wilkow. ¿Recuerda? Frank. ¿Con el pelo oscuro, gafas?

Abre mucho la boca y su mirada perdida se centra al cabo de unos segundos.

—Oh. —Se lleva las manos a las mejillas—. ¿Has rechazado a ese atractivo hombre? Ay, es todo culpa mía: olvidé que tienes novio.

Le apoyo una mano en el hombro, intentando aliviar su preocupación. No pienso quedarme de brazos cruzados mientras esta mujer tiene un ataque al corazón en la boda de su nieta.

—No, no. No ha sido así, señora Wilkow. No tiene de qué preocuparse.

—¿Estás segura? —me pregunta, y desvía la vista a las personas que caminan a nuestro lado—. Me ha pedido que me sentara en su asiento para tener una excusa para hablar contigo. Ha dicho que eras la mujer más hermosa que había visto en su vida.

3

¿Quién está en tu equipo?

Hoy

Emerjo del agua cogiendo aire con fuerza. No he pasado tanto tiempo bajo la superficie, pero el frío me ha dejado sin aliento, y tiemblo mientras las fuertes olas me empujan cada vez más cerca de las rocas de la orilla. Cierro los dedos en torno a mi collar y, aliviada de que siga ahí, lucho contra la marea. Desde lo alto, el salto parecía un pequeño gesto catártico, pero, una vez abajo, he tenido que bucear un rato para alcanzar la superficie.

—Menuda mi-mi-mi-erda de idea —mascullo con los dientes castañeteándome.

¿Saltar desde el borde de un acantilado y caer unos quince metros en picado sin saber qué hay abajo?

Eso no es catártico; es potencialmente mortal. Y da igual lo dura que haya sido la vida este último año, estoy lejos de tirar la toalla.

Muevo los brazos de forma frenética para mantenerme a flote, la ropa me empuja hacia abajo y, con el promontorio estúpidamente alto bloqueando el sol, el agua es casi negra como el carbón. Nota para mí misma: las aguas negras como el carbón son aterradoras. Sobre todo porque no toco el suelo con los pies ni de lejos. Podría haber cualquier cosa ahí abajo, ¿no? Un tiburón. Una ballena. Un kraken.

Sacudo la cabeza para alejar esos pensamientos y me acerco poco a poco a la orilla, que resulta que también está más lejos de lo que parecía desde lo alto del promontorio. Por supuesto, en ese momento, tenía calor y estaba seca, no a punto de verme engullida por un kraken.

Otra nota para mí misma: la posibilidad de que te engulla una criatura marina hace que una se replantee seriamente las distancias.

Me lleva muchos más minutos de lo que me llevaría si no aletease con torpeza con los brazos y las piernas y nadase de verdad, pero por fin escapo de la sombra que proyecta el promontorio. Cobro consciencia rápida y brutalmente de que eso no cambia gran cosa en lo que se refiere a temperatura o visibilidad en el agua, pero algo es algo. Nunca he tenido tantas ganas de verme rodeada de otros seres humanos. Al menos ahora alcanzo a ver la orilla, donde la gente está bañándose o tomando el sol. Con las brazadas más confiadas y los músculos más calientes, alcanzo aguas poco profundas, donde por fin toco la arena con los pies y me pongo en pie.

—Me cago en todo —susurro aliviada. No estoy segura de si técnicamente he salido del territorio kraken, pero sin duda me lo parece ahora que sé dónde está el suelo.

Arrastro los pies hacia delante, mientras me observan con ojos curiosos cuando salgo del agua vestida por completo y tambaleándome como si fuese miembro del reparto de The Walking Dead.

No estoy segura de que el salto haya valido la pena. Imaginé que sería catártico, liberador; que me dejaría llevar y desaparecerían todos mis problemas; que quizá mis penas se ahogarían y yo me convertiría en una persona nueva, menos sensible, más resistente.

Pero me siento exactamente igual de vacía.

—Cariño, ¿estás bien?

Me vuelvo a la izquierda, donde una mujer mayor me examina los vaqueros y los zapatos. Lleva a un niño de la mano, y lo mantiene un pelín por detrás de ella mientras adopta una expresión de preocupación. Es imperativo que vuelva a por mi bolso y me vaya a casa; estoy empezando a asustar a los civiles.

—Estoy bien, gracias. Solo me he dado un baño.

—Quizá quieras quitarte la ropa primero la próxima vez.

Asintiendo, me escurro la camiseta y el agua forma ondas en la arena.

—Sip, tiene usted toda la razón.

Sonríe y continúa escrutándome con recelo a medida que se aleja. Con un suspiro de resignación, avanzo hasta que dejo la playa a mi espalda, luego empiezo a subir de nuevo la larga cuesta por la colina. Al menos el sol resulta cálido para la estación, así que no me molesta mucho la ropa empapada, a pesar de lo que pesa.

Para verme: encontrando positividad en las pequeñas cosas.

Solo espero encontrar también el bolso y las llaves donde los he dejado.

Mis zapatos producen un molesto chapoteo cuando entro en mi edificio después de la zambullida en el océano y dejan un rastro mojado tras de mí. Al salir, un vecino me lanza una mirada contrariada, similar a las que he recibido al cruzar el centro. No hay pensamiento positivo que compense haber cruzado la mayor parte de la ciudad con el aspecto de un gato empapado.

Mientras subo las escaleras a paso ligero, la camiseta mojada se me pega al cuerpo de forma incómoda. Noto el olor a sal cuando los gruesos mechones de pelo húmedo me golpean la cara y, pese al cálido día, tengo tanto frío que se me ha puesto la piel de gallina y me entran escalofríos a cada paso.

Una vez en la segunda planta, saco las llaves de mi bolso y me dirijo a mi apartamento, pero me detengo en seco cuando veo los rizos rojos de Barb balanceándose de un lado al otro mientras llama a mi puerta.

—¿Barb?

—Oh, Ames. —Se vuelve y se acerca a mí con paso airado y una mano en la barriga de embarazada. Me rodea el cuello con los brazos y me estruja; a continuación, tan rápido como se me ha acercado, se aparta—. ¿Llevas la ropa mojada?

Con un suspiro, bajo la vista a mi camiseta y mis vaqueros, uno tono más oscuros de lo que se supone que son, y me encojo de hombros.

—Me he tirado desde el acantilado. Siempre había querido hacerlo.

—¿El acantilado? —me pregunta, preocupada. Abro la puerta y entro, dejándola abierta para que me siga. Una vez en el apartamento, examina el espacio atestado y polvoriento, y enseguida vuelve la vista hacia mí—. ¿Cómo te encuentras?

—Yo…

Las últimas horas pasan a toda prisa por mi mente. Cabría esperar que estuviese llorando sin parar y maldiciendo al periodista que escribió las palabras más humillantes que nunca se han dicho sobre mí, pero no he derramado una sola lágrima desde que me han entregado la revista, hace un par de horas.

Cuando me siento en el sofá y me llevo uno de los cojines al pecho, Barb me lo quita de un tirón. Puede que mida un par de centímetros menos que yo y que tenga unos grandes ojos castaños y dulces de cervatilla, pero nada de eso casa con su fuerza sobrehumana.

—¿De verdad no vamos a hablar de ello?

Me estremezco cuando me doy cuenta de que lo ha leído. Me pregunto cuántas personas lo habrán leído ya, cuántas lo leerán en las próximas horas y días.

—No creo que quede nada que decir.

—Ames…

—Ya lo has visto, Barb. —Me presiono la sien con el dedo—. Para mañana, lo habrá visto todo el mundo. Mi carrera, mi vida…: he fracasado. Mis peores errores, las humillaciones más dolorosas de mi vida, se han hecho públicos. Y ahora…

Traga saliva, y sus ojos, muy abiertos, se llenan de la misma tristeza que me envuelve los huesos.

—… Ahora se acabó.

—Ames, no es tan malo. Admito que el artículo es duro —susurra, mientras intenta ocultar su expresión disgustada—, pero no es demasiado tarde para recuperarte. No puedes abandonar.

Me río entre dientes. Entiendo que Barb solo intenta ayudar, pero está bastante claro que puedo dar mi carrera por acabada. Nadie volverá a contratarme después de lo que ha dicho la revista Yum sobre mí. Mi única oportunidad de regresar a la cocina sería trabajando en el restaurante de mi padre, y no volvería por nada en el mundo.

No pasa nada. Dejaré mi carrera como chef y exploraré otra cosa. Y lo haré conservando toda la dignidad que pueda.

—Entonces ¿ya está? —pregunta, y cambia de postura con torpeza al tiempo que se sujeta la barriga—. Eres una de las chefs más talentosas y prometedoras de esta parte del país, ¿y piensas dejarlo?

Cuando asiento con aire distraído, se agacha con cuidado hasta sentarse en el sofá y se recuesta con una exhalación de cansancio.

—¿Y qué hay del EICC?

Pongo los ojos como platos al tiempo que dejo los brazos flácidos a los costados. Siguen cayéndome a la camiseta gotitas de los mechones, cortos y de un castaño oscuro. El Encuentro Internacional de Cocina y Cultura, un congreso mundial de cocina para principiantes y profesionales por igual, además de un gran evento para establecer contactos. Con mi vida en caída libre durante los últimos meses, lo había olvidado por completo.

—¿Cuándo era?

—El siete de septiembre —dice Barb. Advierte mi expresión y añade—: Justo antes de la boda de Martha, ¿recuerdas?

Ay, Dios. Apenas sé en qué mes estamos.

—¿Ames? Es dentro de una semana. —Me escudriña el rostro—. ¿Has dormido algo últimamente? —Me recorre a toda velocidad con la mirada—. ¿O comido?

Evitando ambas preguntas, estudio el desastroso estado de mi triste apartamento, el polvo y los platos y la ropa acumulados por todas partes. Ya he asistido dos veces al EICC y, cuando me invitaron como ponente a la edición de este año, lo recibí con entusiasmo. Desde entonces han cambiado muchas cosas.

—Decididamente, deberíamos retirarnos. Estoy segura de que se sentirán aliviados. Con ese artículo, el drama me seguiría a la convención.

—¿Estás segura? —se atreve a decir—. Puede que sea bueno para ti; te dará algo con lo que distraerte. Igual hasta consigue motivarte.

O, lo que es más probable, alguien sacará a colación los últimos seis meses de mi vida y me preguntará qué me da derecho a enseñar a nadie nada en absoluto.

—Estoy segura.

—Vale. Pediré la cena. —Pasa el dedo por encima de la mesita y, al tiempo que me enseña el polvo de la yema, añade—: Podemos limpiar un poco mientras esperamos, luego vemos algo. —Me da unas palmaditas en la rodilla y esboza una sonrisa que se extiende a sus cálidos ojos—. ¿Qué te parece?

Debería haberla llamado antes. Llevo meses evitándola, igual que a todos los demás, y, ahora que está aquí, he olvidado por qué.

—Sí, por favor —le digo al tiempo que le aprieto la mano.

—Genial. Solo deja que llame a Ryan.

—¿Por qué? ¿Teníais planes?

Su gesto de rechazo es tan convincente como mis últimas sonrisas y, cuando sus ojos vagan hasta su alianza de boda, cojo aire sorprendida. Martha se casa el 15 de septiembre, un día después de que acabe la convención, que dura una semana, así que debemos de estar a 1 de septiembre.

—¿Barb?

—¿Hum? —pregunta mientras toquetea su móvil.

—¿Hoy es vuestro aniversario?

Vuelve a hacerme un gesto de rechazo y emite un «bah».

—No pasa nada, Ames. Voy a estar pegada a Ryan el resto de mi vida. Tendremos muchos más aniversarios.

Es como si mi cerebro dejara de funcionar, los dedos de las manos y los pies me cosquillean hasta que se me quedan completamente entumecidos. Justo cuando empezaba a pensar que mi pena alcanzaba la máxima capacidad, una nueva ola me golpea y me deja sin aliento.

Ha pasado un año desde su boda. Un año entero desde… él.

—¿Ames?

Me trago el nudo que tengo en la garganta y pongo una mano sobre el móvil de Barb.

—No seas ridícula. Es tu primer aniversario de boda y vas a pasarlo con tu marido.

—Pero…

—No hay pero que valga. —La abrazo de costado, con lo que le mojo la camiseta con el pelo empapado—. Felicidades, Barb.

Deja caer los hombros y asiente hacia mí, desanimada.

—Gracias. De todos modos, no vamos a hacer nada especial. El bebé solo me concede un par de horas seguidas sin náuseas.

—¿Te han hecho otra ecografía?

—La semana pasada. No te creerás lo que ha crecido. Esta vez le vimos el puñito. —Me enseña una foto en el móvil. Después un vídeo y otra foto.

Sonrío ante la felicidad que emana de ella y no puedo evitar pensar que su niño quizá sea la única buena noticia que haya traído el último año.

—Venga, largo de aquí —le digo.

Sé que siente que me está abandonando cuando más la necesito, así que adopto una máscara de alegría y me pongo en pie. La acompaño a la puerta y la estrujo, y su vientre empuja el mío mientras la abrazo con fuerza.

—Ames —dice cuando la suelto. Me retuerce un mechón pegajoso para apartármelo de la cara y me dedica una sonrisa tensa—. Hace mucho que no te veo contenta.

Aprieto los labios mientras estudio el millón de pecas de su rostro, rezando por que lo que quiera que tenga que decirme no lleve mucho tiempo.

—Sabes que no me equivoco. ¿Hay alguien que te guste en tu vida? ¿Alguien cercano? ¿Una persona en la que confíes?

Cuando le guiño un ojo, se ríe por lo bajo, apretándome la mano.

—Igualmente, y aunque desearía poder estar ahí más a menudo, cuando llegue el bebé, apenas me tendré en pie.

—Estoy bien, Barb.

—¿De verdad? —Pone los ojos en blanco y

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