Cuando sea real

Shula Li
Shula Li

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

Todos cometemos errores. O tomamos decisiones de las que nos arrepentimos. Qué mala suerte la mía haber nacido en una época sin máquinas del tiempo ni capas de invisibilidad. Lo primero, para evitar salir a ese balcón, y lo segundo, para desaparecer de este baile de máscaras.

Disminuyo mis pasos y miro hacia atrás. No me ha seguido. Las puertas por donde me he escapado están abiertas de par en par y puedo apreciar su espalda desde el pasillo. Sus manos están apoyadas en la barandilla de piedra y tiene la cabeza gacha. Daría lo que fuera por navegar por su mente en estos momentos y saber si el rastro de mi tacto sobre su piel le quema tanto como lo hace el suyo en la mía.

Había miles de maneras para evitar que me pillaran y elegí la peor opción. Ha sido una tontería. Una acción insignificante. Algo que me es imposible no recordar con nitidez con solo cerrar los ojos: las sensaciones, su olor, nuestras palabras o cualquier detalle por muy insignificante que fuera.

—Bésame —le dije.

—¿Qué?

—Necesito que me beses —insistí.

Me odio por casi haber suplicado y le odio más a él por haber jugado conmigo. Porque acarició mi mejilla con tanta delicadeza que hizo revoletear las mariposas de mi estómago; después se agachó para acortar la distancia que separaba nuestros cuerpos y al segundo siguiente… Frío.

—No voy a hacer tal cosa. —Su voz retumba en mi memoria—. Creo que el frío te está impidiendo ser racional. Ni siquiera te caigo bien. ¿Recuerdas que aún puedo chantajearte con tu secreto y hacer que…?

En circunstancias normales o en otra realidad, las siguientes palabras jamás hubieran salido de mi boca y habría impedido el beso para evitar la tortura de anhelar lo que jamás va a pasar.

—Por favor.

Pero esta vez sí me escuchó y terminó de juntar nuestros labios.

Alejo de golpe mis dedos de mi boca y me obligo a eliminar cualquier pensamiento que me lleve a ese recuerdo que mi cerebro ha almacenado hace cuestión de minutos. Más le vale haberlo enviado a la memoria de corto plazo y no a la de largo plazo.

1

Dos meses antes

Hay momentos en la vida en los que te das cuenta de que hay sueños por los cuales no te conviene luchar. Entonces, los encierras en algún cajón que no volverás a abrir y esperas a que el tiempo haga su magia y que poco a poco caigan en el olvido.

¿Significa esto rendirse?

Puede.

Aunque yo prefiero decir que es más bien poner un punto y aparte. Por eso, cuando el instituto St. Kingsley abrió sus solicitudes de becas, me presenté. Quizá este no era mi sueño original, pero su correo de aceptación fue el primer paso para conseguir ser una bióloga graduada en Cambridge.

Ya han pasado tres meses desde aquel día y dos desde que pisé St. Kingsley por primera vez. Pero creo que nunca me voy a acostumbrar a que mi instituto se parezca a un castillo medieval por fuera y tener que escabullirme entre las decenas de vehículos de lujo cada mañana para acceder a la entrada.

Hoy, el ligero olor a madera me da la bienvenida al cruzar las puertas y recorro los pasillos bajo las críticas miradas de los antiguos directores. No literalmente, claro, porque la mayoría de esas personas que aparecen en los retratos han pasado a una mejor vida. A no ser que sus espíritus…

Algo me impacta contra el pecho y una quemazón se extiende sobre mi piel. Sacudo con fuerza la camisa mientras veo cómo parte del color blanco se tiñe de un marrón claro.

—¿No tienes ojos en la cara o qué? Casi me manchas el bolso nuevo —espeta una voz delante de mí. La chica, cuya melena castaña está recogida, sujeta en una mano un vaso de cartón aplastado y con la otra alza el bolso.

—¿Tu bolso? —Suelto una risa seca—. ¿Has visto mi camisa? Está empapada. La que debe mirar por dónde va eres tú.

Me escrudiña como si hubiera dicho la mayor atrocidad del mundo. Sus ojos se detienen sobre mi prenda.

—Es insultante que compares mi bolso con una camisa que habrás comprado en un mercadillo de mala muerte. —Niega la cabeza, divertida—. En cambio, esto, querida, es un Birkin traído directo de París y que ni en un millón de años podrías pagar.

—Como si es un Birkan. ¿Qué tiene que ver eso con que me tires el café encima?

—Birkin —puntualiza—. Y has sido tú quien se ha metido en mi camino y ha derramado mi café. Como mínimo, me merezco una disculpa.

—Será broma, ¿no?

La seriedad de su rostro me lo dice todo. No sé por qué me sorprende su nivel de arrogancia si llevo meses conviviendo con personas cuyos padres tienen como mínimo seis ceros en su cuenta bancaria.

—¿O prefieres pagarme un nuevo Birkin? —dice. No me contendré si vuelvo a escuchar la palabra «Birkin» salir de su boca—. Porque, viéndolo mejor, creo que hay una mancha justo… aquí. —Recorre con el dedo el contorno del bolso hasta situarlo en una zona donde no se ve absolutamente nada.

—Tu bolso está intacto y cualquiera que tenga dos ojos en la cara lo verá. Y, si pedimos las grabaciones de las cámaras, todos estarán de acuerdo en que la culpa es tuya —digo mientras señalo con la barbilla los lentes.

—Si insistes… Seguro que al director Kingsley no le molestará enseñarnos los vídeos, al fin y al cabo, es como de la familia. ¿Te he mencionado que mi padre y él son amigos íntimos?

Podríamos haber ido a ver al director y me habría dado la razón. Creo. Pero sería una estupidez hacerlo, porque toda esta ­situación lo es. Formo un puño con la mano y respiro profundamente.

No siempre tengo que tomarme las cosas como si fueran ataques directos hacia mí. Que en este caso lo es y Addison se merece las palabras horribles que estoy pensando. Pero recuerdo lo que me sugirió Claire, mi mejor amiga, cuando me quejé de lo repelentes que son los alumnos de St. Kingsley.

Tenía razón. Para sorpresa de nadie.

Si hubiera sonreído más en lugar de lanzar las miradas asesinas que he ido esparciendo por los pasillos, habría hecho más amigos. E incluso podría haber sido amiga de Addison si hubiera disfrazado mis respuestas mordaces de cumplidos falsos.

Hoy decido ser ese tipo de persona.

Estoy por murmurar a regañadientes un «lo siento» cuando su amiga, quien me había pasado desapercibida, se me adelanta:

—Déjala, Addison, seguro que ni sabe qué es un Birkin. Además, ¿no es ese Bastian? —dice, señalando a un grupo que acaba de cruzar la puerta principal.

Addison gira la cabeza a la velocidad de la luz. Me vuelvo invisible para ella y da la sensación de que nuestra pequeña discusión jamás haya ocurrido. Tira el café al cubo de basura con decisión y saca de su bolso un espejo de mano para retocarse el gloss.

Aprovecho la distracción para darme media vuelta y entrar en el primer baño del pasillo. Le envío un mensaje a Alexander con mi ubicación. Me desabrocho la camisa y le echo jabón de manos antes de colocarla bajo el chorro del grifo.

Addison tiene razón, ni en un millón de años podría pagar ese bolso, que, a decir verdad, ni siquiera es un Birkin, sino que se trata del modelo Kelly. Me río para mis adentros. Tampoco es difícil distinguirlos, solo hace falta contar el número de asas.

Supongo que esos detalles no entran en tu lista de prioridades cuando lo único que quieres es demostrar tu poder financiero y presumir de tener un Hermès.

Retiro la camisa del chorro y la levanto. El color marrón persiste en el tejido por más que frote. No quiero decirle adiós tan rápido a la camisa que compré de rebajas en la sección de hombre y que corté y cosí para adaptar a mis medidas.

Cierro el grifo resignada. Más le vale a la mancha irse con lejía porque no me puedo permitir el gasto extra que supondría una nueva camisa.

Seco la tela como puedo y luego vuelvo a colocarme bien el uniforme.

—¡Aquí estás!

—Qué susto, Alexander. —Me llevo una mano al pecho. Mi amigo está apoyado contra el marco de la puerta y una sonrisa de diversión enmarca su rostro. Paso por delante de él y sus pasos no tardan en retumbar. Me envuelve con su brazo y su profunda inspiración provoca un cosquilleo en mi oreja.

—¿Por qué hueles como si hubieras planchado una rodaja de limón hasta deshidratarla?

—Eso es de intentar quitar una mancha de café con jabón de limón y usar después el secador de manos. —Alexander arquea una ceja—. Addison —explico en un suspiro.

—¿Addison te ha hablado? ¿Addison, Addison Grenville? —pregunta. Asiento—. No sabía que erais tan amigas. Dime, ¿hace cuánto que te codeas con la élite?

La ironía en sus palabras es clara y también la sorpresa.

No es común que personas como Addison nos dirijan la palabra a los becados. Hay una regla no escrita en St. Kingsley que todos siguen: jamás te relaciones con los becados.

—Alguien se ha despertado graciosillo hoy.

—No solo hoy. Siempre soy gracioso —puntualiza, ajustándose las gafas—. Ahora en serio, ¿qué has hecho para que la señorita Addison te haya tirado su preciado café encima? Déjame adivinar: ¿le has dicho que sus zapatos son horribles y que el estampado de leopardo dejó de estar de moda hace medio siglo? ¿O tal vez has respirado demasiado fuerte cuando pasabas por su lado? ¡Peor! Te has sentado en el banco que ha designado como suyo…

Le doy un codazo para que baje la voz.

Puede ser que nos ignoren e intenten hacer como si no existiéramos, pero sordos no son y dudo que a Addison le hagan gracia estas burlas. Y yo ya he tenido suficiente con mi primer, y esperemos que último, encontronazo con ella. Termino por hacerle un breve resumen del incidente a Alexander, que no tarda en demostrar su decepción.

—¿Qué esperabas? ¿Que nos tirásemos de los pelos? —A la que se le hubiera caído el pelo es a mí por no haberme controlado la boca. La última persona que enfadó a Addison terminó cambiándose de instituto.

—Puede —dice, encogiéndose de hombros—. Y ¿has dicho que se ha ido detrás de Bastian? —Asiento otra vez—. Entonces, los rumores son ciertos…

—¿De qué hablas?

—Addison tiene pensado pedirle ser su pareja para el Baile de Invierno. Cree que lo van a nombrar Rey del Hielo. Ya sabes, desde que ganó el campeonato de natación, su popularidad ha subido como la espuma entre la comunidad femenina de St. Kingsley. O probablemente fue por ese vídeo tan viral donde enseña sus abdominales mientras sale de la piscina a cámara lenta.

Y vaya vídeo.

—Pero si para el baile quedan más de… ¿tres meses?

—Qué más da. Addison quiere asegurarse la corona antes de que se la quite otra persona. —Daría lo que fuera para que esos fuesen mis problemas—. Y, antes de que lo preguntes, sí, hay otra persona: Jessica Wilson.

—¿Su mejor amiga?

—Su ex mejor amiga. Las malas lenguas dicen que estaban detrás del mismo chico, pero que al final ganó Jessica.

La historia me suena. Pasó antes de que entrara en St. Kingsley. Él lleva becado desde el séptimo curso y conoce todo tipo de ru­mores. Podrías abrir el anuario y señalar a cualquier persona y Alexander tendría algo que contarte de su vida. No sé cómo consigue estar al tanto de cada movimiento que hay, pero le gusta hacerlo. Y gran parte de esa afición es lo que ha hecho que forme parte del periódico escolar.

—¿Y quién crees que se llevará la corona?

—Ni idea. Lo único que quiero es un escándalo. Últimamente esto está demasiado tranquilo —se queja en un bufido.

Subimos las escaleras hacia la primera planta y Alexander no tarda en abandonarme cuando ve que ha llegado su grupo de amigos. Una acción que se ha convertido en rutina muy a mi pesar.

Conocí a Alexander porque era el encargado de enseñar las instalaciones a los nuevos estudiantes. Me recibió con su característica melena rubia en una coleta baja y unos ojos verdes que me invitaban a contarle mi vida entera. Tiene ese efecto en las personas.

Congeniamos bien desde el primer momento, pero no lo suficiente como para ser inseparables. Él ya tenía un círculo de amigos íntimos en el que intenté encajar. Pero, por mucho que me esforzase, no conseguía entender sus chistes ni compartir sus anécdotas, y la tensión que se creaba cuando estaba presente me dejó claro que seguía siendo una extraña que había irrumpido en sus vidas.

Es en estos momentos cuando daría lo que fuera por tener a Claire conmigo. Mi mejor amiga haría que mi estancia en St. Kingsley fuese mucho más amena.

—Atención, por favor. Emily Duan, se requiere de su presencia en el despacho del director de inmediato. Gracias —se anuncia por megafonía.

Los alumnos levantan la cabeza para escuchar el aviso y vuelven a lo suyo cuando no es su nombre el que han mencionado.

Mi pulso se acelera y cierro los puños alrededor de la correa de mi mochila con más fuerza. Doy un paso en dirección al despacho intentando mantenerme serena. Sé desde semanas que este momento llegaría tarde o temprano y lo peor de todo es que también sé por qué el director Kingsley quiere verme.

2

St. Kingsley está en el ranking de los mejores institutos privados de Inglaterra. No ocupa el primer puesto como Naville —institución que lleva una década manteniendo su posición y cuyo riguroso proceso de selección solo superan los hijos de las familias más influyentes del país o quienes estén dispuestos a pagar cantidades obscenas de dinero para entrar—, pero tampoco está en el fondo de la lista. Y, al igual que todos los institutos privados, tiene una tasa anual que no me podría permitir sin una beca.

—La beca que le concedimos cubre el ochenta por ciento de la matrícula. Por ende, el importe que debe ingresar a la institución es de cuatro mil libras anualmente —expone el director Kingsley.

El señor de unos cincuenta y pico años, con pelo engominado y americana recién planchada, está sentado detrás de su escritorio y me mira por encima de sus gafas.

Sus palabras retumban en mi cabeza y me transportan al día que tomé la decisión de aceptar la beca. La Emily de hace tres meses pensó que podía conseguir cuatro mil libras en un abrir y cerrar de ojos, y que todo sería un camino de rosas hasta obtener su plaza en Cambridge. La Emily de hace tres meses se equivocaba.

—Según lo que me consta aquí, se acordó que se saldaría mensualmente hasta cubrir el importe completo a lo largo del curso escolar —continúa.

En los papeles ponía que el pago se podía fraccionar en un máximo de tres plazos. Pero logré que hicieran una excepción. Es cierto que, en ese momento, llevaba dos meses trabajando de camarera en una pequeña cafetería y que tenía algún ahorrillo, lo suficiente como para hacerme cargo de al menos los dos primeros pagos.

No tuve en cuenta el gasto que supondrían el uniforme y los libros de texto.

—Sin embargo, desde el departamento financiero me han informado de que no se ha efectuado el pago del mes de octubre. Hemos enviado varios avisos a su domicilio y he intentado ponerme en contacto con su madre, sin éxito. No nos ha quedado otra opción que hablar con usted en persona para saber si ha habido algún tipo de problema.

—Mi madre no me ha comentado nada —digo—. No tenía ni idea de este retraso en el pago. Tal vez fuera por… —Dejo la frase en el aire porque no se me ocurre qué inventarme.

El director Kingsley levanta las cejas, animándome a que siga, pero solo puedo centrarme en el tictac del reloj, que se hace cada vez más fuerte.

—Tranquila. No tiene por qué estar al tanto de esto. ¿Me puede confirmar que el número de teléfono que está en nuestra base de datos es el de su madre? —Gira el monitor del ordenador y asiento—. Entonces, intentaré contactar con ella de nuevo.

Se me forma un nudo en el estómago mientras el director marca el número. Me remuevo en el sillón de cuero sin romper el contacto visual. Saco mi móvil del bolsillo y lo silencio justo a tiempo.

El número de St. Kingsley brilla en la pantalla. Después de varias llamadas perdidas a lo largo de esta semana, terminé por agregarlo a mi agenda.

—A estas horas, mi madre debe de estar en el trabajo —aclaro.

—¿Puedo preguntarle por su horario?

—Trabaja de lunes a sábado, de ocho a cuatro de la tarde, y suele hacer horas extras cuando se lo permiten.

—Entiendo, parece complicado contactar con ella. Quizá lo más efectivo sea una reunión presencial…

—¡No!

—¿Disculpe?

—Que tampoco será posible porque está fuera de la ciudad —digo despacio, intentando que no note lo alterada que estoy. Mi madre no se puede enterar de nada de esto, me sacaría de este instituto sin pensárselo dos veces—. La empresa de limpieza en la que trabaja la ha mandado a Londres para preparar una casa que está deshabitada desde hace años. Ya sabe, mucho polvo, telarañas, muebles viejos… Les llevará varios días.

El director suspira, derrotado.

Espero que mis palabras hayan sido convincentes, al menos lo suficiente como para que pueda irme del despacho y con suerte deje el tema de los pagos para otro momento.

—Señorita Duan, no quería tener que decirle esto, pero, ante la imposibilidad de hablar con su madre, no me queda otra que comentárselo a usted para que se ocupe personalmente de trasladarle la información. —Se quita las gafas y junta las manos—. Sabe que es una estudiante fantástica con un buen rendimiento académico, y que por supuesto St. Kingsley no quiere perder. Pero la irregularidad de los pagos me obliga a comunicarle que…

—No puedo seguir estudiando en St. Kingsley —termino por él.

—Así es.

La afirmación retumba contra las paredes del luminoso despacho mientras veo cómo mi única posibilidad de entrar en Cambrid­ge se escurre entre mis manos como si de arena se tratase. Y lo peor es que no puedo hacer nada para detenerlo. Pero no me derrumbo como pensé que haría. Sabía que era algo inminente. Lo sabía desde hace semanas, suficiente tiempo para que mi inconsciente lo asimilara, supongo.

Sin embargo, estoy dispuesta a hacer todo lo que haga falta para evitar que me echen de St. Kingsley, porque no me puedo permitir irme. No quiero seguir los pasos de mi madre. No quiero ese futuro.

3

Nadie elige la vida que le toca vivir, pero ojalá la mía hubiese sido otra. Y, puestos a pedir, ojalá fuese una vida sin una familia disfuncional y sin problemas económicos para dar y regalar. Aunque, vete a saber, puede que entonces echara de menos la emoción de no saber si la próxima persona en llamar a la puerta sea quien nos embargue la casa por no pagar la hipoteca. Pero creo que podría aprender a vivir sin esa desazón constante.

El bus me deja al final de la calle y subo la empinada cuesta hasta dar con mi casa. El señor John, nuestro vecino de al lado, me saluda desde su patio delantero. Está recogiendo las manzanas de sus árboles como cada otoño. Es un aficionado de la jardinería y se pasa horas cuidando de sus plantas.

—¡Veo que ya han florecido los crisantemos que compró a principios de mes, señor John!

—¡Sí! Le ha devuelto el color a mi jardín —dice con los ojos brillantes—. Esta violeta le encantará a mi nieta.

—Seguro que sí —digo a modo de despedida.

Entro en mi patio delantero, que poco tiene que ver con el suyo. No hay ninguna planta, al menos con vida. De dos tristes macetas al lado de la puerta salen unas ramas secas que se juntan con el moho de entre los ladrillos de la fachada.

Me peleo con la cerradura hasta que consigo girar la llave. El chirrido de la puerta al abrirse avisa de mi llegada.

—¿Eres tú, mi Lily?

Mi corazón se encoge al oír su voz y la forma tan especial que tiene de llamarme: una repetición de la última sílaba de mi nombre. Se me dibuja una sonrisa en el rostro y por un segundo me hace olvidar la desastrosa mañana que he tenido. Sin embargo, el sobre que hay en el buzón con el sello de St. Kingsley me refresca la memoria rápido. Lo escondo debajo del mueble de los zapatos, junto a los otros dos que llegaron.

—Sí, soy yo, abuela.

—Justo a tiempo para que pruebes la sopa de pollo con ginseng que te he preparado —dice, asomándose por la puerta de la cocina.

Verla ahí activa todas las alarmas. Dejo caer la mochila de golpe y me cambio los zapatos con torpeza. Una de las pantuflas se me sale del pie de camino a la cocina. Le cojo el cucharón a mi abuela y la sujeto por los hombros para guiarla lejos del fogón.

—¿Cuántas veces te he dicho que no puedes cocinar sin que esté en casa? Es peligroso.

—Qué peligroso y qué nada. —Me quita el utensilio de las manos y hace el amago de volver a donde estaba—. Ni que estuviera ciega. Solo veo algo borroso.

Me interpongo en su camino.

—Tú lo has dicho, ves borroso y en ese estado es peligroso que estés cerca de fogones y de cuchillos.

—He dicho algo borroso —recalca—. Y veo lo suficiente como para poder cocinar. Ahora déjame terminar la sopa para que puedas probarla —refunfuña.

No puedo tomarme su enfado en serio cuando lleva su delantal favorito, uno rojo con estampado de rosas, y unos manguitos de cocina a juego. Está adorable.

—Estoy segura de que eres capaz de cocinar sola —digo con una voz melosa—. Lo único es que prefiero que lo hagas cuando yo esté en casa para poder ayudarte.

—Pero…

—Nada de peros. ¿Sabes lo triste que me pondría si te pasara algo? Y no quieres que esté triste, ¿verdad? —Mi abuela abre la boca, pero sus palabras se evaporan en el aire y termina por negar con la cabeza, ahora mucho más relajada—. Pues voy a terminar yo la sopa mientras me esperas en la mesa, ¿de acuerdo?

—Está bien. —Se rinde y me tiende el cucharón.

Esbozo una sonrisa, a pesar de que tal vez no pueda verla. También le doy un suave apretón en el hombro antes de acercarme a la olla hirviendo.

Le diagnosticaron un trastorno ocular hace tres años. Comenzó con distorsiones visuales que provocaban fatiga visual y algún que otro dolor de cabeza hasta que un accidente con la aguja de la máquina de coser la llevó a urgencias. Por suerte la herida no derivó en ninguna infección y solo fue un susto, al que le seguirían varios más. Cuando visitamos al oftalmólogo, descubrimos que mi abuela padecía de degeneración macular. A partir de ahí, nos vimos obligadas a cerrar el taller de costura, al que había dedicado gran parte de su vida, y todo se torció.

Remuevo la sopa y coloco dos boles para servirla. La angustia sigue en mi cuerpo. Un mal paso y se podría haber incendiado la casa o se le podría haber derramado todo el líquido encima. ¿Entonces qué?

No sigo esa línea de pensamientos y me centro en que son situaciones hipotéticas que se han quedado en un simple «quizá». Pero allí está la probabilidad de que ocurra otro día. Y mentiría si dijera que no me gustaría estar las veinticuatro horas pegada a mi abuela para asegurarme de que no le pasase nada. Porque perderla sería como perder a una madre.

—Te ha quedado riquísima —alabo. Dejo los boles sobre la mesa y ocupo el asiento que está enfrente de ella.

—Entonces te la prepararé cada día.

—Siempre y cuando haya alguien en casa. Prométeme que no volverás a cocinar sola o a hacer cualquier otra cosa que suponga ponerte en peligro.

—Entonces me voy a pegar al sofá con Super Glue —dice irónica.

—Abuela… Lo digo en serio.

—Vale, vale… Te lo prometo. ¿Contenta?

—Mucho.

Según los médicos, la degeneración macular afecta a la visión central y no a la periférica, lo que significa que no se pierde la vista por completo. La disminución de la visión le dificulta hacer algunas actividades cotidianas como leer, ver la televisión o reconocer las caras, pero más allá de eso puede llevar una vida normal. Aun así a mí me preocupa tener que dejarla sola en casa, sin la compañía de nadie.

—¿Cómo te ha ido hoy en el instituto? —La cuchara se queda a medio camino de mi boca y el sonido del metal chocando con la cerámica se adueña del ambiente—. ¿Ha pasado algo malo?

—No —aclaro con rapidez—. Solo que no sé por dónde comenzar.

—No suenas muy convencida y mi sexto sentido de abuela, que siempre acierta, me dice que algo le preocupa a esta cabecita tuya.

Tiene razón.

La reunión con el director ha terminado mejor de lo esperado, a pesar de que la solución a la que accedió solo atrasa lo inevitable. Me ha dado dos semanas para saldar la mensualidad de octubre con un dinero que no tengo. Mis ahorros solo cubrirían una cuarta parte del total y mi intención es pedirle esta tarde un adelanto a Mery, la dueña de la cafetería donde trabajo.

Es mi única opción para poder seguir en St. Kingsley.

—No es nada, abuela. De verdad. —Estiro la mano para alcanzar la suya y darle un apretón con la intención de enfatizar mi mensaje de tranquilidad.

Contarle la verdad solo le preocuparía; además, yo solita me he metido en este lío. Me podría haber quedado en mi antiguo instituto público y no haber aceptado una beca parcial que en el fondo sabía que me sería imposible pagar. Pero me aferré a la pequeña posibilidad de lograrlo y creí ciegamente en que, si conseguía un trabajo, podría pagarlo.

Supongo que el destino es caprichoso y a veces las cosas no salen como una quiere.

—Eso es que sí hay algo… Cuéntaselo a esta pobre anciana y seguro que le encontramos una solución. —Con un puchero, logra que mis labios se curven en una ligera sonrisa.

Suspiro antes de hacerle un resumen de mi día, obviando algunas partes, como el problema de los pagos.

—Hoy han estado hablando del Baile de Invierno y eso me ha hecho pensar en el baile de fin de curso y que el próximo año me toca a mí graduarme —relato—. Y me he puesto nostálgica recordando nuestras conversaciones sobre cómo sería mi vestido.

—Espero que no sigas queriendo un vestido decorado con treinta pisos de cupcakes.

—Creo que me decanto más por un vestido de globos de agua, por si hace calor y esas cosas.

Le saco una risa.

Mi abuela y yo solíamos pasarnos horas hablando del vestido que llevaría para el baile de fin de curso. Íbamos a diseñarlo juntas, elegir la tela perfecta, recortar los patrones… Sería algo único, nadie tendría nunca uno igual.

El crujido de la madera con cada escalón que subo me acompaña hasta llegar al desván de la casa, también conocido como mi habitación. El techo inclinado y las vigas que sobresalen de este le dan un aspecto de cabaña. Los rayos de luz que se filtran por la ventana iluminan mi mesa de trabajo, que está hecha un desastre porque ayer me quedé hasta tarde uniendo las piezas de una falda evasé. Escondo la máquina de coser en la estantería y tiro los recortes de tela sobrante en una caja de cartón junto a otros restos. También coloco las tijeras y los alfileres en sus respectivos sitios.

Cuando cerramos el taller de costura de mi abuela, todo lo que no pudimos vender en la página de segunda mano pasó a ser mío. Por eso, tengo una estantería llena de hilos de casi todos los colores que puedas imaginar, además de tizas, agujas, reglas… También tengo un maniquí negro, sobre el cual he dejado colgando un metro de sastre. Todo lo necesario para darle vida a mis diseños.

Cuelgo en el burro la americana azul del uniforme de St. Kingsley y me quito la camisa manchada de café. Me pongo una camiseta negra de manga larga y unos vaqueros antes de salir para mi turno de trabajo.

La cafetería de Mery se encuentra en el norte de Elton Water, a diez minutos en bus de donde vivo. Un trayecto que se me hace corto comparado con la media hora para llegar a St. Kingsley. Aprovecho para avanzar con el boceto que comencé esta semana en mi cuaderno de diseños.

Cuando el bus se detiene en mi parada, veo la cafetería a través del cristal. Mery cambia el cartel de CERRADO a ABIERTO y saca el caballete para escribir con tiza la especialidad del día.

—Buenas tardes, Mery —saludo cuando entro en el establecimiento. Mery está agachada delante de la pizarra, y se voltea para devolverme el saludo.

El mes que viene hará cuatro meses desde que comencé a trabajar aquí, y tanto Mery como Richard, su marido, me acogieron de la mejor manera. Ambos compartían el sueño de abrir una cafetería, así que, a sus cuarenta años, consiguieron cumplirlo.

El local no se encuentra en una calle turística, la mayoría de sus clientes son personas que viven por la zona o algún que otro forastero que se baja por casualidad en la parada de bus que está cruzando el carril. Eso explica la falta de clientela de hoy y del resto de las semanas.

Juego con mis dedos y miro de reojo a Mery mientras paso un trapo por las mesas vacías. Probablemente hoy no sea un buen día para comentarle lo del dinero. Sin embargo, la cuenta atrás de las dos semanas sigue avanzando en caída libre.

—Mery…

—Dime. —Se asoma por la barra para mirarme, interrumpiendo su comprobación de que los postres estén bien colocados. Es la quinta vez que lo hace esta tarde.

Las palabras se atascan en mi garganta.

—Seguro que mañana irá mejor. Si no fuera por este tiempo roñoso —señalo el cielo gris—, ya habríamos agotado todo.

Mi intento de subirle el ánimo parece dar resultados porque una ligera sonrisa ilumina su pálido rostro. Vuelvo a mis quehaceres. No quiero arruinarle más la tarde con mi noticia.

Pero, cuando llegan las siete y me quito el delantal, es Mery quien pide que hablemos antes de que me vaya.

Nos sentamos una frente a la otra en una de las mesas y por primera vez noto su energía decaída. Sus labios se aprietan en una fina línea y su mirada no se despega de sus manos. Un nerviosismo desagradable recorre mi columna vertebral.

¿He hecho algo mal?

—Sabes que la cafetería no está funcionando como nos gustaría —comienza—. Las ganancias apenas cubren los gastos. Al principio, pensábamos que era normal, porque quieras o no éramos un nuevo negocio, y nadie nos conocía. —Deja escapar un suspiro largo. Por fin levanta la mirada—. Pero los meses han ido pasando y nada ha mejorado. Tú lo has visto también.

Niego en un gesto automatizado.

No es posible que estén pensando en cerrar la cafetería. Esto no puede estar pasando. Necesito el sueldo para pagar la matrícula, necesito ese adelanto ahora.

Tiene que haber otra solución.

—Hay que darle más tiempo. Podríamos repartir folletos por el pueblo, hacer una tarde de degustación para que conozcan la cafetería… Cualquiera que pruebe tus dulces se dará cuenta de lo buenos que están. Necesitamos más exposición…

Mery pone una mano sobre la mía y niega.

—No hay nada más que hacer. Estamos en números rojos y, a no ser que suceda un milagro el mes que viene, vamos a cerrar la cafetería. Tanto Richard como yo creemos que es la mejor decisión.

—Pero… —Las palabras se van de mi boca.

—También estamos hablando con varias personas que estarían interesadas en hacer un traspaso y así al menos podemos recuperar, aunque sea poco, parte del capital que invertimos.

—¿Qué pasará conmigo entonces? —pregunto incrédula.

No quiero saber la respuesta.

—Vamos a ingresar tu salario de octubre a principios del mes que viene como siempre, pero no hará falta que vengas para lo que queda de mes.

—Estoy despedida —sentencio.

Mery asiente una vez.

—Lo siento, Emily. De verdad. Me has ayudado tanto durante todo el tiempo que has estado aquí y te tengo mucho aprecio. Si necesitas alguna carta de recomendación o cualquier cosa, sabes que mi teléfono está disponible…

Mis oídos se saturan de un pitido largo y sostenido que me impide pensar. Abandono la cafetería en piloto automático. No me importa que fuera haya comenzado a chispear. Tampoco que mi autobús vaya a llegar en media hora. Ni siquiera me molesta que me hayan despedido.

Me he adelantado con lo último.

Sea como sea, es injusto. ¿Por qué todo ha tenido que pasar de golpe?

Mi vida no es un experimento para demostrar el efecto dominó.

4

Después de mi despido, me encerré en mi habitación durante horas mientras pensaba en una solución. Por el momento, con lo que me paguen de finiquito podré cubrir el retraso de octubre. Pero llegará noviembre y la historia se repetirá.

Así que dedico los dos días siguientes a repartir currículums a otras cafeterías, restaurantes, tiendas de ropa…, sin mucho éxito. A estas alturas del año, todos los puestos están ocupados o simplemente el dueño no quiere tener que lidiar con el régimen especial por dar trabajo a una trabajadora menor de edad. Por eso no es de extrañar que el número de llamadas que haya recibido de alguno de estos locales sea cero.

Mi lado más racional me dice que lo más sensato es asumir la derrota y volver a mi antiguo instituto. Puede que esté condenada a seguir los pasos de mi madre, vivir el resto de mi vida en esta casa y heredar su hipoteca en un futuro.

Agito la cabeza para hacer desaparecer estas ideas.

¿En qué estoy pensando?

En vez de plantearme echarlo todo por la borda, debería centrarme en conseguir el dinero del modo que sea y mantener a flote mi plan de futuro: graduarme en Cambridge y asegurarme un trabajo que me proporcione los ingresos suficientes como para vivir tranquila. El despido solo es un bache inesperado.

—¿Te puedes creer que mis padres quieren expandir el negocio y hacer que las Galletas O’Leary lleguen a toda Europa? Dime que también piensas que es una locura.

Claire ha aparecido con su melena pelirroja hasta los hombros en la puerta de mi casa por sorpresa y ahora está tumbada bocarriba sobre mi cama.

—Un poco locura sí que es y muy ambicioso —comento con la vista fija en mi portátil—. ¿Cómo saben que las galletas funcionarán igual de bien que en Inglaterra?

—Eso mismo pregunté yo y me contaron algo sobre estudios de mercado, inversores y más palabras que no entendí. De todos modos, ahora sé por qué fuimos a París a principios de mes.

—¿A qué?

—Para reunirnos con los inversores. Y, como las fechas coinciden con la Fashion Week, a mis padres les pareció divertido asistir a varios desfiles. Ojalá hubieses podido ver alguno porque te habría encantado. —Claire se incorpora de un salto y va corriendo hasta colocarse al lado del maniquí que tengo en una esquina de la habitación—. Y estoy segura de que algún día este vestido estará en una de esas pasarelas, al igual que todos tus diseños.

Me río ante la imposibilidad de ese sueño.

—No en esta vida, al menos.

—No seas tan pesimista.

—Soy realista.

Claire deja escapar un soplido y con dos zancadas se lanza de plancha contra la cama.

—Solo diré que momentos fortuitos te pueden cambiar la vida.

—Dijo la heredera millonaria de una marca de galletas —contesto con un cierto tono de burla.

El estilo de vida de Claire se alejó del mío hace tiempo, a pesar de que ella haga como si nada hubiese cambiado. Ahora mi mejor amiga se pasea con chófer por la ciudad, viste ropa de firma y estudia en Naville, el instituto más elitista del país, mientras que yo estoy refrescando constantemente el navegador por si aparece una nueva oferta de trabajo a la que presentarme.

Y, desde su posición, claro que es fácil decir que hay que perseguir los propios sueños, porque, si fracasa, tiene la seguridad monetaria para seguir intentándolo. Pero, en el caso de que yo renuncie a Cambridge para perseguir mis sueños, será sin red de seguridad. De fracasar, solo me espera una caída al vacío.

—Soy el claro ejemplo de qu

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