Hasta desgastar el cielo

Ester Isel
Ester Isel

Fragmento

Playlist

Playlist

«You’re Losing Me (From The Vault)», de Taylor Swift.

«Best», de Gracie Abrams.

«13 Beaches», de Lana Del Rey.

«Liability», de Lorde.

«Could’ve Been A Star», de Suki Waterhouse.

«Destroyer», de Panama.

«Late Night Stories», de Cornelia Jakobs.

«Dreams», de The Cranberries.

«Rylan», de The National.

«run for the hills», de Tate McRae.

«Some Kind Of Love», de The Killers.

«drivers license», de Olivia Rodrigo.

«King», de Years & Years.

«exile (feat. Bon Iver)», de Taylor Swift y Bon Iver.

«Hold Me While You Wait», de Lewis Capaldi.

«I Left My Heart», de Lucy Blue.

«The Comeback Kid», de The Midnight.

«Oceans Away», de A R I Z O N A.

«lovely (with Khalid)», de Billie Eilish y Khalid.

«Stargazing», de Kygo y Justin Jesso.

«Only Love Can Hurt Like This», de Paloma Faith.

«Forever Young», versionada por Youth Group.

«Mother & Father», de BROODS.

«Cosmic Love», de Florence + the Machine.

«Here With Me», de Elina.

«Alive In New Light», de IAMX.

«Dancing with Myself», de Generation X.

PARTE I

Giselle

Enamorarse en la adolescencia

Sentir mariposas, morir de celos, entregar tu corazón, convertir a esa persona en el centro del universo

1

Lunes, 8.00 p. m.

El reloj del salón marca las ocho y su melodía, una ligera campanilla a la que me habitué de pequeña, no logra hacerme sonreír. Recuerdo el día en el que mi padre salió del taller con él, su primera creación de madera de caoba y péndulo dorado, al que apodó «el romano» en honor a los números de la esfera.

—Es precioso, ¿qué precio le pondrás? —preguntó Frida, mi madre.

—Este no se vende.

Bernard Joyce había invertido largas jornadas con las gafas de pasta enfocadas en correas, pilas y juegos de saetas para restaurar los relojes de cada habitante de Deaton Crest hasta decidirse a construir los suyos propios. No se consideraba un prodigio y tampoco alardeaba de su oficio como si fuera una hazaña notable, mucho menos vocacional, aunque a mí se me antojase una tarea mágica. Me gustaba pensar que jugaba con el tiempo, a detenerlo o a estirar un segundo hasta que se convertía en eterno. Pero nada lo es. Hoy sé que todo tiene un fin.

Papá y mamá ya no están, y esa verdad amarga que trato de digerir me estremece.

Me encuentro a oscuras, sentada en el borde de una silla. En invierno anochece antes de las seis. El repiqueteo del viento contra las ventanas es un silbido constante; ha sido así durante la última semana, desde que mi madre falleció. Imagino que de esa manera me dice que está bien, que es feliz después de todo y que me perdona.

Frida y yo discutimos mucho y hablamos muy poco, y quizá por eso me asalte la necesidad de iniciar una conversación, a sabiendas de que nadie vaya a escucharme ya. Las palabras se ordenan una tras otra, sin esfuerzo, y verbalizarlas me mantiene ocupada, me alivia. Lleno de sílabas cada segundo y continúo sumando sin sentido, hasta que unos nudillos golpean la puerta principal. Los ignoro, no me apetece recibir más condolencias de vecinos, pero las manos insisten, repiten el proceso, y oigo pasos firmes vagando sobre la tarima flotante de la entrada.

Entonces suena el timbre.

Avanzo con lentitud arrastrando los pies. Quito el pestillo y giro tres veces la llave para abrir antes de hallar a Nicholas Moir en el porche.

Alto, altísimo, su metro noventa es casi tan imponente como su mirada esmeralda, delineada por largas pestañas, y esa mandíbula marcada que resalta su atractivo. Parece algo más moreno que cuando vivía en el pueblo. El flequillo le cae por encima de los ojos, castaño y alborotado, cubriéndole la ceja izquierda y trayendo consigo la suavidad a la que se acostumbraron mis dedos en las noches estrelladas. No es mi Nicholas el que ha vuelto, aunque estoy convencida de que seguiré queriéndole siempre.

Él fue mi primer amor.

Constelaciones sin nombre.

Madrugadas infinitas.

Pero han pasado cuatro años. Cuatro años sin verle, añorándole con la nariz hundida en una almohada que perdió su olor. Cuatro años con sus cuatro primaveras de amapolas rojas que no volvieron a florecer. Cuatro años alejada de las olas, aceptando que la playa no cobijaría más promesas…

—Giselle, hola. —Sus facciones se dulcifican.

Mantiene las manos dentro de los bolsillos del abrigo azul marino y sus ojos no abandonan los míos hasta que reacciono.

Ese nuevo saludo, áspero y distante, me frustra. Dos amigos se encuentran tras años separados y pueden, si lo desean, recuperar la complicidad. Dos amantes, por contra, huyen de ella. De un apelativo cariñoso. De un perfume que los acompañó a casa después de estar juntos. De aquellos besos que hormigueaban la piel.

—Hola —respondo.

A secas. «Nicholas» se queda atascado en mi garganta, como si no pronunciarlo fuese a retener un pedacito de él conmigo.

—¿Cómo estás?

No sé qué contestar. Ha vuelto para asistir al funeral de mi madre, no por mí. Sin embargo, noto que conectamos, sea por la razón que sea.

—Perdona —rectifica—. Es una pregunta estúpida.

—¿Quieres pasar?

—Claro.

Abro la puerta y el crujido de la madera nos sobresalta a ambos. Traspasa el umbral con agilidad; no lleva maletas y el desfase horario parece no haberle afectado.

—¿Qué tal el vuelo?

—Soportable, con pocas turbulencias.

Camina hacia el salón y se sienta en la esquina de la derecha del sofá. Su esquina. Ocupa más de lo que recordaba; no es corpulento, nunca lo fue, pero domina el espacio con una seguridad apabullante. Estira las piernas y la punta de sus botas casi toca el cristal de la mesita que jamás sostuvo bebidas ni revistas. Enciendo la lámpara y su fulgor baña la habitación con un resplandor tenue en el que también hay cabida para las sombras. Las pestañas de Nicholas se expanden por sus mejillas y la nariz puntiaguda se alarga en la silueta del suelo.

—¿Te apetece tomar algo?

—No, no te preocupes.

—Ha sido un viaje largo —insisto.

Quizá por él, quizá por mí. De repente, sentarme a charlar me resulta inconcebible.

Su mirada me sigue hacia la cocina, donde preparo café con tres cucharadas de azúcar y mucha leche. Como solía tomarlo, como espero que siga gustándole.

—¿Te encuentras bien? —Se percata del temblor de mis manos al entregarle la taza.

No sé si es por el frío de la soledad o por su cercanía. Le convenzo de que todo está en orden y me siento a su lado.

El silencio se apodera de la estancia. Nicholas le da un sorbo al café y la calidez alcanza sus pómulos con un ligero rubor. Se ha quitado el abrigo, que ahora cuelga del perchero del vestíbulo, y viste una camisa gris formal, demasiado para él, aunque la lleve por fuera de los tejanos.

—Así que pretendes romper la maldición de Deaton Crest —me dice.

—¿La de marcharme al cumplir los treinta?

Asiente.

Intenta sonsacarme información que no debería darle. Porque se supone que debemos hablar de un funeral y no de nosotros.

—No lo sé —murmuro—. Me queda casi una década para averiguarlo.

Nicholas remueve el café durante unos segundos, la ronda de preguntas va a comenzar. Trato de camuflar mis recelos.

Confirmarle que seguí adelante sin él es darle a entender que he pasado página, lo cual significaría mentir. En cambio, abrirme en canal y reconocer que continúo anclada en nuestra historia resulta bochornoso. Entre medias tintas, lanzo cuestiones para que sea él quien maneje la situación. A qué hora se levanta, cuáles son sus canciones preferidas de la radio, si le apasiona su trabajo o solo le vibra el pecho al contar los ceros de la nómina a fin de mes… Pretendo saberlo todo, aun consciente de que cada dato me destrozará y que el bienestar que me produce su presencia no es más que una infiltración que anestesia el daño durante algunas horas. Él lo intuye y frena mis pesquisas con un cortés «¿Tú cómo estás?», antes de iniciar un palique superficial por los temas seguros: los vecinos, las tiendas del pueblo y el clima.

—¿Te alegras de verme?

Me fijo en el tic de su pierna. ¿Acaso está nervioso?

—Me alegra verte —admito, incapaz de explicarle que el tiempo se detuvo cuando se fue y que recuerdo lo que ocurrió después como un lienzo difuso.

—¿No odias este pueblo, Giselle?

—No puedo. —Inspiro hondo—. Si pienso en lo que vivimos aquí, soy feliz.

Sea lo que sea que sucediera hace cuatro años, por más que nos obcequemos en resucitarlo, no es posible. El tiempo tiene ese efecto. En el mejor de los casos, ambos hemos pensado demasiado en el otro. Guardamos las distancias con temor a fracturarnos si colisionamos. Le quiero, y eso me obliga a detestarle. Por haber sobrevivido, por no buscar el tacto de mis labios con los suyos ni la fragancia de mi champú en los cojines del sofá. Por no confesar que soy la culpable de sus ojeras y que nos ha fantaseado tanto en su mente que la realidad no le hace justicia. O quizá lo que detesto es que su vida tenga más sentido que la mía.

Hago acopio de todas mis fuerzas para mantener a raya las emociones; no hay nada que me irrite más que perder los papeles ante alguien, en especial si ese alguien es Nicholas, el chico que ocultó sus fantasmas por miedo a que ahuyentasen a quienes le rodeaban. No obstante, mis tentativas resultan inútiles y mi coraza se diluye. En la sutileza de un parpadeo, me cubro la cara con ambas manos para disimular el sollozo, sintiéndome estúpida. Las lágrimas no sanan. No eliminan la asfixia ni enmiendan errores. No te regalan minutos con quienes ya no están ni te aproximan a ellos. Las lágrimas solo exteriorizan el dolor.

—No llores, Giselle.

Deposita la taza de café en la mesita y suspira.

—Lo siento…

Saco un pañuelo del bolsillo de mis tejanos.

—Me duele verte así.

Se inclina hacia mí y me arrebata el clínex de las manos para ser él quien me seque con los pulgares. Su contacto arde, cura, me despierta mariposas que dejan de aletear si pienso en lo que ya no somos.

—No tienes que fingir conmigo —susurra—. El dolor no me asusta.

—A mí sí.

Me aterra sufrirlo y superarlo, y que cada día sea así: sin propósito ni tonalidades.

—Saldrás adelante. Puedo quedarme el tiempo que necesites.

—Tu vida no está en Deaton Crest.

—Tonterías. —Se golpea la frente con el puño antes de observarme como si estuviera reteniendo cada detalle de mi rostro—. Tú eres mi vida, Giselle.

—Lo fui —rectifico.

Los pliegues de su ceño se acentúan y anhelo disiparlos, que mis veintiún años vuelvan a ser diecisiete y estemos festejando un fin de semana sin adultos ni restricciones. Que el tiempo no haya pasado y a la vez lo haya hecho para conservar cada instante que experimentamos con la inocencia de dos adolescentes.

—Siempre lo serás —rebate.

Sus ojos verdes no abandonan los míos. Toma una bocanada de aire y me alza del sofá sin esfuerzo, envolviéndome entre sus brazos. Me coloca a horcajadas sobre él y nos quedamos así, a escasos centímetros, sin atrevernos a más.

—Giselle… —Acaricia la punta de mi nariz con la suya y, cuando resbala por mi mejilla, ya no hay vuelta atrás.

Su aliento roza mi cara y la despierta. No a mí, sino a la chica con la que se veía a escondidas en la playa o en el campanario. Es ella la que baja los párpados y se deja seducir por el contacto de unos besos que tiran de su pecho y lo trasladan a una estación diferente.

Nicholas sabe a verano, a café, a rayos de sol y a esperanza. Su lengua se enreda con la mía y un jadeo escapa de mi garganta para ahogarse entre respiraciones aceleradas. Quiero recordarnos lo que es amar por primera vez, sin contención, de manera impetuosa y disparatada, saliendo un poco de tu cuerpo y entrando en el del otro. Pero solo puedo sentir.

Sus dedos deshacen mi trenza. Delinea las curvas de mi figura para anidar en mi cintura y su lengua recorre la piel sensible de mi cuello. Mis manos aprietan su nuca para que no se aparte mientras esboza mapas imaginarios en mi espalda y, durante un segundo, somos posibles y ese «demasiado» con el que nos definíamos cobra sentido. Su boca tantea el lóbulo de mi oreja, lamiendo y mordiendo la carne, repartiendo besos hambrientos que serpentean por mi maxilar. Entierro la cara en su clavícula y aspiro el aroma a menta y jabón.

Nicholas se desabrocha los botones de la camisa y me anima a quitarme el jersey de lana. Las telas caen al suelo, nos desnudamos por completo y se me aceleran las pulsaciones. Mi corazón tiene memoria y él es su recuerdo favorito.

Me gusta con el cabello revuelto y la boca hinchada por nuestros besos. Es una imagen irresistible. Mis pupilas admiran la musculatura de sus brazos, la suavidad de su torso depilado y la firmeza de sus abdominales definidos. Contiene el aliento cuando los dibujo con la punta de mis dedos.

—Te he echado de menos, Giselle —confiesa con la voz ronca.

Trazo la línea de vello de su ombligo. Nicholas se lleva uno de mis pechos a la boca y me arranca gemidos al juguetear con él. Le rodeo el cuello y disfruto de la proximidad. Noto la combustión, la ternura, el efecto efervescente de cada movimiento que borra mi alrededor con facilidad. Porque solo le veo a él y me basta.

Su mano derecha se cuela entre mis piernas y busca el punto exacto. Me acaricia despacio, a un ritmo lento y delirante. Quiero más. Lo necesito. El cosquilleo aumenta y las primeras sacudidas llegan en forma de espasmo, contrayéndome por el masaje de sus dedos.

—Por favor, Nicholas.

Lo entiende y se agacha para rescatar un preservativo de la cartera que guarda en el bolsillo del pantalón. Le da una patada a la prenda, que termina en el otro extremo de la alfombra. Rasga el envoltorio con los dientes y espera mi aprobación antes de ponerse el condón.

—Tú eres mi vida —reitera entrando despacio—. Toda mi vida.

Se contiene, lo prolonga, se empeña en retrasarlo antes de balancearnos en un vaivén delicioso. No comprendo cómo he pasado de sentirme derrumbada a estar flotando; tampoco me preocupa demasiado. Este momento es triste y precioso gracias a él. Decido centrarme en lo último.

—Nick…

Alza la vista hacia mí, pero no se aparta.

—¿Nick? —Su sonrisa ladeada genera un nuevo estallido en la zona inferior de mi vientre.

—Nicholas.

Cinco consonantes. Tres vocales. El detonante de la mueca pícara que se adueña de sus rasgos. Vuelve a tener diecinueve y en cualquier momento jurará que las noches nunca se apagan.

Nos condena a un ritmo más enérgico. Le clavo las uñas en la espalda y él me repite mi nombre al oído con distintos matices. Advierto nostalgia, lujuria, un ápice de melancolía. Nos fundimos, unidos mediante extremidades y lenguas. Estoy a punto de derretirme, al borde del abismo, cuando Nicholas muerde mi labio inferior y profundiza las embestidas. Sus manos me sostienen; una de ellas echa a un lado mi melena para hundir los dientes en mi cuello.

Tiemblo. Cada jadeo imita la cadencia de mis latidos. La fricción aumenta y perdemos el control. Somos pirotecnia, explosión.

Su boca me besa incluso después de haber alcanzado el orgasmo. Reposo los labios en su pelo y lo acaricio, relajada. Sigo de rodillas sobre él hasta que un quejido delata mi incomodidad y ruedo a su izquierda. Con miedo a que la oscuridad se me trague, le rodeo por las caderas y me acurruco en su pecho.

Nicholas me acuna entre sus brazos y sé que, si sigo adentrándome en su vida, habrá un punto de inflexión. Volveré a idealizarle. Amaneceré con su sonrisa grabada a fuego en mi cabeza y desearé estar junto a él.

—Voy a por una manta —propongo cuando el frío nos hace tiritar.

Me abrigo con el jersey y hurgo en los cajones del salón hasta dar con una de franela. Nicholas se viste y no responde cuando le pregunto qué le apetece cenar.

—¿Puedo usar el baño?

—Claro —contesto.

Aprovecho para ponerme la ropa interior y el pantalón, me desplomo sobre el sofá y espero hasta que el ruido de la puerta trasera corrobora que se ha marchado. En el suelo del pasillo hay una nota escrita con caligrafía irregular: «Lo siento. Por ti y por Nadia, no es justo para ninguna».

Arrugo el folio y lloro, esta vez por un motivo distinto. Las lágrimas dedicadas a los vivos tienen una magnitud peculiar, la de algo reparable con una llamada o una cita. Nada de eso se aplica a Nicholas y a mí, solo es posible llegar hasta él echando la vista atrás. Y eso hago.

«El romano» canta las nueve y no sé qué queda de mí ni qué he perdido entre utopías. Así que recuerdo cuándo y dónde empezó nuestra historia.

2

Recuerdos

Deaton Crest, un pequeño pueblo rural del norte de Estados Unidos, fue mi hogar desde que nos mudamos de Canadá cuando tenía tres años. Mi padre afirmaba que buscaban un cambio de aires, pero lo cierto es que perder su empleo como redactor en un medio nacional fue un golpe duro. Ese puesto con el que había soñado desde que se licenció en letras le caló hondo, y regresar a su localidad natal debido a una decepción laboral modificó sus planes.

Optó por continuar con el legado de mi ya fallecido abuelo paterno, al que había visto arreglar relojes a diario. Mi madre, educada para acatar las decisiones de su esposo, pese a rebelarse cada vez con mayor frecuen­cia, hizo las maletas sin rechistar y abandonó a su grupo de amigas, su parroquia habitual y el taller de ganchillo de los jueves.

Compraron una casa modesta en el casco antiguo, una construcción pintada de naranja y revestida con fornituras y columnas blancas, de tres alturas, aunque el techo a dos aguas hiciera que el desván fuese una sala de juegos únicamente apropiada para mi estatura.

La cercanía de Deaton Crest a la costa propiciaba que la humedad estuviese muy presente. Los inviernos helaban los huesos y los veranos resultaban sofocantes, lo cual convertía tanto la primavera como el otoño en las estaciones más soportables. Disfrutaba viendo florecer el jardín y saltando sobre montañas de hojas secas que lo teñían todo de tonalidades ocres, marrones y calabaza, bajo la atenta inspección de Frida Joyce y sus advertencias: «No seas bruta, no te manches los zapatos, no corras como una salvaje».

Mi padre era un hombre parco en palabras. Apenas hablaba, pero, cuando lo hacía, silenciaba estancias con un saludo. Siempre puntual, lo encontraba ya sentado en las sillas de madera que él mismo había tallado y que mostraban imperfecciones en las esquinas, tomando un café a las ocho, con el periódico a su izquierda. A mi madre le encantaba adornar la mesa empleando los colores variados de la papaya, los higos, el melón, las ciruelas y la sandía. Guardaba cerezas para las largas jornadas de reclusión de su marido en el taller, donde perdía la noción de las horas hasta tal punto que se olvidaba de comer. Frida llenaba un cesto con una botella de agua, cuencos de carne empanada, verduras y fruta, y yo se lo llevaba al discreto estudio que había acondicionado en el garaje.

Lo hallaba absorto en su tarea, con el pelo entrecano revuelto, la frente bañada en arrugas y las gafas empañadas por su propio aliento al aproximarse a los engranajes de cada reloj y divisarlos a escasos centímetros. Papá aprovechaba mis visitas para enseñarme sus progresos y, en un despiste, colocar una chocolatina en el cesto vacío, que yo descubriría de camino a casa.

Cuando se unía a nosotras para cenar, Bernard esperaba pacientemente a que terminásemos antes de levantarse y, sin decir nada, desaparecer. Le gustaba pasar los fines de semana ordenando su biblioteca privada, instalada en la habitación de invitados, donde se perdía clavando el celeste de su mirada, un cielo despejado del mismo tono que el mío, en las páginas envejecidas de sus ejemplares.

—Vas a quedarte ciego entre esos libros —protestaba mi madre.

—Y mustio si no leo —contestaba él.

Ejercía como relojero, pero siempre sería periodista. Uno que añoraba día y noche la redacción y saciaba su necesidad de información acariciando obras que le transportaban a su juventud en la universidad. Desde muy pequeña me inculcó su apego a la literatura.

Aquel verano, el que pasó más horas sumido en la melancolía, hizo las maletas durante cuatro semanas para emprender un viaje a los lagos de Ruers junto a Timothy, su mejor amigo de la infancia. Por ese motivo, los Moir vinieron a visitarnos a principios de septiembre.

La primera vez que vi a Nicholas, yo tenía once años y él, trece. Estaba en el columpio del jardín, una creación inestable que Bernard había confeccionado con dos cuerdas y un tablón de madera que colgaba de un naranjo. Nicholas salió del asiento trasero de la destartalada furgoneta roja de sus padres y corrió a través del sendero irregular delimitado por piedras y hierba hasta el umbral de mi casa. Su cabello castaño se despeinó con la brisa veraniega. Entornó los ojos para protegerse del sol y aguardó en el segundo peldaño de la entrada.

Timothy y Georgia le siguieron a paso lento. Eran una caricatura: él tan larguirucho y moreno, ella no superaba mi estatura y decoraba su melena cobriza con un pasador de mariposa. Timothy se recostaba en el brazo de su mujer y en una muleta. La cojera era permanente; mi padre me había relatado hasta la saciedad el fatídico accidente en el que su mejor amigo recibió un disparo en el cuartel cuando enseñaba a jóvenes de dieciocho años a manejar un arma. El Estado le había concedido una prestación de quinientos dólares al mes.

Tim, al igual que mi padre, no parecía feliz. Su metro ochenta se reducía dos palmos debido a la postura encorvada, y su mirada oscura estaba desprovista de emoción, salvo cuando se sentaba en el porche a fumar puros con Bernard. Puede que por eso Georgia le animase a venir más a menudo y, en consecuencia, mi madre quiso ser la anfitriona perfecta e invitó a la familia al completo.

—Adelante —saludó Frida, abriéndoles la puerta a los Moir.

Simuló estar extasiada ante la visita, como si cocinar para más bocas, haber barrido y fregado el suelo de las tres plantas y permanecer en casa aquel domingo radiante fuese la mejor idea del mundo.

Mi madre lucía su mejor estilismo: una camisa champán que acentuaba el azabache de su cabello y una falda de tubo granate. El collar de perlas que pendía de su cuello era un accesorio totalmente innecesario que evidenciaba la barrera económica que existía entre los Joyce y los Moir.

—Giselle, ven a presentarte —me gritó, fijando sus ojos de color café en mí.

Dejé de columpiarme y frené el movimiento con la punta de los pies. Me alisé el pantalón y me froté la camisa hasta que no hubo ni un pliegue en ella. Entonces avancé hacia el umbral a grandes zancadas.

—Menudo desastre —lamentó mamá—, te has ensuciado.

Me ajustó la coleta alta sin miramientos y yo proferí un quejido. A Frida le gustaba que me recogiese el pelo. A día de hoy me pregunto si obligarme a peinarme a su imagen y semejanza la convencía de que su hija había heredado algo de ella, pese a las notables diferencias físicas.

—Me haces daño —le reproché entre dientes.

—Sube a cambiarte.

Lo hice sin rechistar. Me puse un vestido floreado, sustituí los zapatos de charol por otro par idéntico y eché un vistazo al reflejo que me devolvía el espejo del baño.

Me quité la goma de la coleta y dejé que la melena rubia me cayera por los hombros. Casi me cubría la mitad de la espalda. Acaricié los mechones ondulados y los olí. Cómo adoraba llevar el pelo suelto. Mi madre, por el contrario, opinaba que no era práctico. Y lo último que deseaba aquel día era desatar su cólera con extraños delante, así que me hice una trenza lateral y me uní a la comida.

La mesa ya estaba puesta, lo había estado desde las siete de la mañana. En ella relucían las copas de cristal caras y la vajilla de las festividades destacadas, con bordes plateados que conformaban figuras abstractas. Me senté al lado de Nicholas, el cual movía las piernas sin contención y recostaba los codos sobre el mantel burdeos. Frida lo examinaba con desaprobación.

Las fuentes de ensalada de col, patatas rellenas y pavo con pasas mantuvieron distraídos a los adultos. Yo me dediqué a marginar los guisantes de mi ración a un extremo y tramé maneras efectivas de eliminarlos sin que nadie se diese cuenta. Nicholas me leyó la mente y, con una agilidad asombrosa, se los guardó en el puño de una mano para esconderlos en el bolsillo del pantalón.

La conversación fue de lo más aburrida. El último encargo de mi padre, su reciente interés por los caballos, la receta del tiramisú que mi madre había comprado en el mercado del pueblo y hacía pasar como casero, las nuevas etiquetas artesanales que iba a diseñar para colocar en sus tarros de mermelada… Los Moir eran más sosegados, o simplemente no tenían planes en el horizonte con los que competir.

A las cinco en punto, bajamos hasta la plaza del Ayuntamiento para participar en la «Jornada de las raíces». Era una tradición anual que consistía en plantar flores en los tiestos que bordeaban la explanada de baldosas de piedra y remover los maceteros hasta dar con los diminutos papelitos de deseos que los vecinos del pueblo habían enterrado el año anterior para que sus sueños arraigasen en Deaton Crest. Estaba emocionada, era la primera vez que iba a hundir las manos en la tierra y cazar uno de esos propósitos descabellados de los que tanto hablaban en el colegio.

—¿Vamos a investigar? —Nicholas me dio un codazo y le seguí hasta apartarnos de nuestros padres—. Es una costumbre bonita.

Contempló las flores recién plantadas. En una misma jardinera convivía un conjunto exótico de hortensias, lirios y claveles.

—Sí, es bonita.

De repente, centró su atención en mí.

—¿Cómo te hiciste la cicatriz del labio? —preguntó mirándome la boca con atrevimiento.

—¿A qué te refieres?

Trazó con el índice la línea central que me dividía el labio inferior y me regaló una mueca divertida.

—Es así. —Pasé por alto el hormigueo que su tacto había activado.

—Me gusta, es original. —Me tendió la mano, y yo la observé con el ceño fruncido—. Me llamo Nick.

—Giselle.

Sonrió y pensé que sus ojos tenían el mismo tono que las hojas oscuras rociadas por gotas de lluvia.

Se presentó con la abreviatura, pero para mí siempre serían ocho letras. Porque así le haría justicia a su estatura, o porque saborear su nombre en el paladar resultaba agradable. Porque pensaba reservar esos «Nick» para ocasiones especiales, momentos íntimos y susurros antes de caer rendida en un sueño profundo.

Con Frida enfrascada en un debate sobre los materiales de la escultura de hierro en forma de ave que engalanaba la entrada del Ayuntamiento, escarbé en la maceta más cercana. Nicholas se unió. Desenrollamos papeles y leímos su contenido en voz alta: la mayoría hacían referencia a objetos materiales o a detalles sexuales que nos escandalizaron.

Jugamos a coleccionar deseos. Él consiguió diez y yo, quince. Más tarde, de vuelta al jardín de casa, reímos hasta que el estómago nos dolió, trepamos dos míseros palmos de un árbol antes de desistir y nos tiramos en la hierba. Las amapolas lo salpicaban todo de rojo.

—Cuando sea mayor, viajaré al espacio —vaticinó Nicholas con la cabeza sobre los brazos.

—Nadie ha viajado al espacio.

El cielo era una estampa turquesa colmada de nubes de algodón que se desplazaban lentamente. Mientras yo discernía animales en cada forma, Nicholas me observaba indignado.

—Los tripulantes del Apolo 11 pisaron la Luna —argumentó.

—Mi padre dice que es mentira. La bandera que colocaron ondeaba.

—¿Y qué?

—Pues que nos engañaron.

—Aunque tu padre tuviera razón…, que alguien no haya hecho algo antes no significa que no puedas ser el primero. —Esperó a que yo añadiese algo y, al confirmar que no lo hacía, me animó—: Venga, es tu turno.

—¿Mi turno?

—¿Qué harás cuando seas mayor?

—No lo sé.

Me centré en cosas prácticas. No había heredado la técnica de Bernard para los relojes; no era meticulosa ni paciente. Respecto a Frida, nunca había trabajado fuera de casa, salvo unos meses al año en los que hacía mermelada y la vendía puerta por puerta en el pueblo. Las horas malgastadas tratando de inculcarme su afán por la costura habían hecho aguas, y lejos quedaba la época en la que había soñado con ser una princesa de cuento o la heroína de los cómics que me regalaba mi mejor amiga Eryn por mi cumpleaños.

—¿Qué es lo que más te gusta hacer? —insistió Nicholas.

Romper las normas. Soltarme el pelo. Ensuciarme los pantalones jugando con barro y pasar tantas horas al aire libre que el sol me tatuase constelaciones de pecas en las mejillas. En definitiva, huir de la imagen pasada de moda que tenía mi madre sobre la feminidad.

—No lo sé.

—Mentirosa. ¿No confías en mí?

—Puede. —Sonreí.

Años más tarde hallaría en aquel chico a un compañero leal. Adoraría el modo en el que sus ojos brillaban al hablar de sueños imposibles y cómo nuestros silencios siempre estaban rebosantes de diálogos. Pero lo que me haría rozar la locura serían esos abrazos jugando, las caídas fortuitas en las que rodábamos y mi cuerpo aplastaba el suyo durante unos segundos. Y allí, acomodada sobre el lado izquierdo de su pecho, todo palpitaría al compás de Nicholas.

Sin embargo, aquel día nos despedimos y el mundo no se apagó con su ausencia. Le pregunté un par de veces a mi padre cuándo regresarían los Moir, aunque no suspiré por él ni imaginé que volveríamos a vernos y que aquella charla sin importancia sobre planes de futuro se convertiría en una premonición.

Quizá nuestro reencuentro se debió a una casualidad.

A un accidente.

O quizá los deseos que nacen en la plaza, incluso aquellos que no anotas ni anhelas aún, se cumplan igual.

3

Lunes, 10.10 p. m.

Observo el cielo a través de la ventana. El firmamento plomizo augura tormenta. Rescato el móvil de la mesita de noche, marco los números de memoria y espero hasta que la voz de Eryn me calma.

—Te necesito. Por favor, ven —ruego, y ella asiente sin titubear.

Ha aparcado su trabajo para volver al pueblo a consolarme, como lleva haciendo desde que nos conocimos. Nunca me dice que no, nunca se cansa de ofrecerme un hombro sobre el que llorar.

Las cuatro puertas del armario de mi habitación están abiertas. Camisetas y camisas de gamas vivas yacen esparcidas por cada metro del suelo. Ninguna de ellas sirve, y no me molesto en esquivarlas al deambular de una esquina a otra, inquieta. Si me siento, sé que no hallaré el valor para ponerme en pie, y me juré que saldría adelante. Intentarlo, o simular que lo hago, es una obligación.

En la montaña del colchón conviven prendas oscuras arremolinadas y arrugadas. Hace días que no estiro ni remeto el borde de las sábanas. Era una de esas cosas que había relegado para más tarde el sábado, cuando serví el desayuno y confié en que gozaría de unas horas libres durante las cuales realizar las tareas del hogar. Mi mente recita la lista que había colgado de la nevera con un imán en forma de mariquita: lavar las cortinas de la primera planta, limpiar con un trapo húmedo los cristales del salón, retirar el sofá y aspirar la alfombra.

Frida había pasado buena noche, la nueva medicación le sentaba bien y ya no se despertaba de madrugada gritando, asustada de la soledad y las pesadillas. Su humor también había mejorado. No gruñía ni cuchicheaba como antes, al observarme hacer alguna labor y cerciorar que ella la llevaría a cabo mejor. «No has ordenado bien los estantes, no escurres la fregona lo suficiente y encharcas la entrada, has barrido muy deprisa…». Como si estuviera aprendiendo a vivir. O como si darme la vida le otorgase carta blanca para validar o desacreditar todo lo que hiciera.

Tras el habitual café con mucha leche y las dos tostadas sin corteza colmadas de mermelada de melocotón, arrastré la silla de ruedas al baño y le lavé el pelo.

—No me lo seques —pidió.

—Es invierno, cogerás una pulmonía —contesté peinando su melena perlada.

—Nada de secador.

—Vale. Espera.

Fui a la cocina a descongelar la carne que prepararía ese mediodía.

—Como si fuera a levantarme de esta cárcel —la oí refunfuñar a lo lejos.

No transcurrieron más de dos minutos; para mí fueron unos pasos, sacar una bandeja y quejarme del hielo que se acumula en el último cajón de la nevera. Iba a disculparme con Frida, supongo que empecé a hacerlo, y en algún momento mi garganta se silenció para dar cabida a los gritos, los interrogantes que buscaban una explicación a que mi madre no abriese los ojos ni respirase.

Sin decidirme por una ambulancia o por los servicios funerarios del pueblo, marqué el número de Eryn y tuve suerte de encontrarla en el despacho, disponible. No sé cómo comprendió mis balbuceos, si hallé la entereza para verbalizar lo que estaba ocurriendo o si fue ella la que ató cabos.

Pidió unos días de vacaciones al jefe de su departamento y se encargó de todo.

Dos horas después, vinieron a por Frida, la cubrieron con una funda negra, subieron la cremallera y la alejaron de mí. Durante años, ser su cuidadora había dado un propósito a mis días. Cuando la bañaba, le cortaba las uñas o le pelaba la fruta, jamás se me pasó por la cabeza que debería elegir su ataúd, una corona de flores y la ropa con la que la enterrarían. Solo sé que le gustaban los vestidos. «Las mujeres de buena cuna no se ponen ropa de hombre», afirmaba. Pero nunca le pregunté cuál era su color favorito ni me fijé en los tonos que más le favorecían.

Custodié la puerta de su dormitorio durante algunas horas sin atreverme a entrar; caí en la cuenta de que al poner un pie en él estaría vacío, y yo me había acostumbrado a que el hedor a orina del pañal impregnase mis fosas nasales, a las protestas de Frida al arrancarle de entre los dedos uno de los jerséis de cachemira de mi padre, a que el corazón me brincase con el brillo que irradiaban sus ojos al despertar, justo antes de palidecer al asumir que lo que le provocaba esa reacción era producto de un sueño.

Eryn acudió a mi rescate. Seleccionó un vestido de rosas blancas, una medalla dorada y unos mocasines de ante.

—¿Estarás bien?

Respondí con un suspiro.

—Ven a casa conmigo, eres una más de la familia, Gis. La habitación de James está libre, o podemos dormir las dos en mi cama.

—Estoy bien aquí.

No quise contaminar otra casa con mi tristeza.

—No voy a dejar que te vengas abajo, ¿me oyes? —Colocó dos dedos bajo mi mentón y aplicó presión hasta que nuestros ojos se encontraron a la misma altura—. Prométemelo.

—Lo prometo.

—¿Tienes qué ponerte para…?

«El funeral».

—S-sí.

Pero días después, tras revolver el contenido de cada maldito armario, no encuentro un vestido negro decente.

«Mamá me retorcería el cuello si aparezco con pantalones y el pelo suelto». Ese pensamiento me hace sonreír.

Eryn me espera en el porche veinte minutos más tarde. Me enseña una bolsa con varios vestidos y, ante mi incapacidad para seleccionar uno, opta por el que más le entusiasma: un diseño con el cuello a la caja y falda ancha.

Lo cierto es que me sigo culpando por haber descongelado la carne en vez de quedarme al lado de Frida abrazándola, encendiendo el jodido secador para que no sintiera frío al morir, y me torturo con la misma retahíla: «Murió sola, nadie merece dejar el mundo así». Aunque en el hospital me aseguraron que fue rápido y no sufrió, mi conciencia susurra alegatos despiadados: «Tenía razón, no sabías hacer bien las cosas. No eras la apropiada para encargarte de cuidarla. Tú la mataste, a disgustos, hace tiempo».

4

Recuerdos

La vida en Deaton Crest solía ser lenta, sin mucho que hacer, excepto ir a clase, pasear por la plaza o el mercado y regresar a la hora de la cena. El pueblo pertenecía a las generaciones adultas, las que dictaban pautas de conducta y horarios y fruncían el ceño si caminabas demasiado rápido por la acera o cruzabas la calle sin mirar porque sabías que el tráfico allí era prácticamente inexistente. Yo estaba harta de interpretar el papel de niña buena, de hacer los deberes sentada en la mesa de la cocina en lugar de deleitarme con la brisa del porche y de los «No te muerdas las uñas», «No andes descalza», «No hables tan deprisa» de mi madre.

A Frida no le gustaban las cosas que implicaran espontaneidad o rompiesen el estereotipo de mujer que se desvive por el hogar. Nada de trotar por el pueblo y volver a casa con el olor de la naturaleza impregnado en la ropa. Mi padre, que de joven había subido a cada montaña de la zona, entendía mi necesidad de ser libre. Los días de lluvia, cuando yo arrugaba la nariz y bufaba con desgana, él colocaba un libro en mi regazo. No recuerdo las primeras obras que leí, pero sí las primeras que me hicieron amar la literatura: El principito y Oliver Twist.

Por suerte, Eryn ansiaba desplegar las alas tanto como yo. Quizá por eso nos hicimos inseparables. La cría de ojos turquesa, mil pecas en las mejillas y melena chocolate me animaba a hacer travesuras y no se cortaba la lengua por muy alocados que sonasen sus discursos. Eryn Morgan era un huracán de los buenos, de esos que sacan objetos olvidados de tus cajones y te arrancan sonrisas, de los que ponen patas arriba tu universo para que sepas que no existe un solo punto de vista ni un único camino correcto. Era mi brújula, la que sabía dónde me hallaba cuando ni siquiera yo reconocía haberme perdido.

Su casa, idéntica a la de los Joyce salvo por el gris de sus ladrillos, se situaba a pocos metros de la mía. Ese hecho propició que, además de compartir clase, nos uniesen trayectos a la escuela, meriendas de pan con chocolatinas, tardes identificando los insectos de entre las plantas y fines de semana ascendiendo hasta el mirador, la zona más alta, desde la cual se distinguía cada recoveco de Deaton Crest.

—¿Crees que algún día nos iremos de aquí? —solía preguntarme Eryn.

Nos recostábamos en el viejo muro que habían levantado tras la caída de un turista por el terreno desnivelado. Del tablón de madera colgaban letreros con mapas del pueblo y sus espacios más destacables: la iglesia gótica, las montañas del este, la ruta hacia la playa y el edificio histórico del Ayuntamiento.

—No lo sé —respondía yo—. Es un sitio tranquilo.

—La gente se larga del campo. Aquí el tiempo pasa tan despacio que a veces creo que corre del revés.

—¿Y eso es malo?

—Mis tíos lo odian, se niegan a volver en Navidad. Prefieren los centros comerciales a las tiendas de barrio. Dicen que el olor a polvo se te pega como a los pescaderos la peste del mar.

Eryn y yo encajábamos.

Ella era extrovertida, una revolución que casi siempre tenía algo que objetar. Adoraba la filosofía y su madurez no sorprendía a nadie. A menudo visitaba el archivo histórico del pueblo, dirigido por un compa­ñero de su padre que ponía a su alcance una selección de textos sobre Kant, Nietzsche o Platón que aún no habíamos visto en la escuela.

Los Morgan, a diferencia de los Joyce, no vivían anclados en las reglas del pasado. Eran más permisivos con Eryn que Frida conmigo, te abrían sus puertas sin necesidad de que avisaras con antelación y, si tu visita coincidía con alguna comida, colocaban un plato extra en la mesa, dando por hecho que te unirías a ello

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos