Moriré besando a Simon Snow (Simon Snow 1)

Rainbow Rowell

Fragmento

Título

1
SIMON

Voy solo a la estación de autobuses.

Siempre arman muchísimo lío con mis papeles cuando me voy. Durante el verano, ni siquiera me dejan ir al supermercado Tesco sin un acompañante y permiso de la mismísima reina de Inglaterra. Pero, cuando llega el otoño, simplemente firmo el documento de salida del centro de menores, y me dejan irme.

—Él va a un colegio especial —le explica una de las señoras de la secretaría a la otra cuando me voy.

Están sentadas sobre una caja de poliespan y yo les devuelvo mis papeles deslizándolos a través de una ranura en la pared.

—Es una escuela para jóvenes delincuentes —susurra.

La otra mujer ni siquiera levanta la cabeza.

Esto se repite cada mes de septiembre, a pesar de que nunca repito centro de menores.

El Hechicero en persona vino a buscarme para llevarme a la escuela la primera vez, cuando tenía once años. Pero, al año siguiente, me dijo que podía llegar a Watford yo solo.

—Has sido capaz de matar a un dragón, Simon. Seguramente serás capaz de caminar un poco y coger un par de autobuses.

Yo no quería matar a aquel dragón. No creo que quisiera hacerme daño. (A veces todavía sueño con eso. El modo en que el fuego lo consumió de dentro hacia fuera, como una quemadura de cigarrillo consumiendo un trozo de papel.)

Llego a la estación de autobuses y me como una chocolatina de menta marca Aero mientras espero el primer autobús. Después tengo que coger otro. Y luego un tren.

Cuando estoy instalado en el tren, intento dormir con la maleta en el regazo y los pies apoyados en el asiento de enfrente, pero un hombre un par de filas atrás no deja de mirarme. Siento sus ojos trepando por mi nuca.

Podría ser un simple pervertido.

O un policía.

O podría ser un cazarrestos que sabe cuánto le pagarían por mi cabeza.

—Se llaman cazarrecompensas —le dije a Penelope la primera vez que nos enfrentamos a uno de ellos.

—No, se llaman cazarrestos —respondió ella—. Porque son tus restos, tus dientes y tus huesos, más concretamente, lo que se quedan de ti si te pillan.

Me cambio de vagón y ni siquiera intento volver a dormirme. A medida que me acerco a Watford, me voy poniendo cada vez más nervioso. Todos los años considero la opción de saltar del tren en marcha y así lograr evitar el resto del camino a la escuela, aunque eso signifique quedarme en coma.

Podría hechizar el tren con un ¡Date prisa!, pero es un hechizo arriesgado, y los primeros hechizos que conjuro a principios de curso no suelen salirme bien. Se supone que, durante el verano, debería practicar con hechizos pequeños, predecibles, cuando nadie me vea. Como encender farolas. O transformar manzanas en naranjas.

—Practica abrochándote los botones de la camisa, o atándote los cordones —sugirió la señorita Possibelf—. Ese tipo de cosas.

—Solo tengo un botón que abrocharme —le dije y, luego me sonrojé cuando ella bajó la vista hacia mis vaqueros.

—Entonces, usa tu magia para hacer las tareas domésticas —dijo—. Para fregar los platos. Para sacarle brillo a la cubertería de plata.

No me molesté en decirle a la señorita Possibelf que los platos en los que como en verano son desechables y los cubiertos son de plástico (solo tenedores y cucharas, nunca me dejan usar cuchillos).

Ni siquiera me he molestado en practicar mi magia este verano.

Es aburrido. Y no tiene sentido. Y no sirve de nada. No consigo ser mejor mago a base de práctica, lo único que consigo es cabrearme y perder el control.

Nadie sabe por qué mi magia es así. Por qué se dispara como una bomba en lugar de fluir a través de mí como un maldito arroyo o como narices les funcione a los demás.

—No lo sé —me dijo Penelope cuando le pregunté qué experimenta ella con la magia—. Supongo que podría describirlo como un pozo en mi interior. Tan profundo que ni siquiera alcanzo a ver el fondo. Pero en lugar de bajar cubos para sacarla, lo único que tengo que hacer es tirar de ellos para que afloren a la superficie. Y, entonces, simplemente aparece la cantidad necesaria que necesite mientras consiga concentrarme.

Penelope siempre consigue concentrarse. Además, ella es poderosa.

Agatha no lo es. No tanto, al menos. Y a Agatha no le gusta hablar de su magia.

Pero una vez, en Navidad, conseguí mantenerla despierta hasta que estuvo tan cansada y atontada que logré que me confesara que, para ella, lanzar un hechizo es como flexionar un músculo y mantenerlo en esa posición.

—Igual que en el croisé devant —me dijo—. ¿Sabes lo que es?

Negué con la cabeza.

Estaba tumbada sobre una alfombra de piel de lobo delante de la chimenea, acurrucada como una preciosa gatita.

—Es un paso de ballet —dijo ella—. Es como tener que mantener una posición el máximo tiempo posible.

Baz dice que, para él, es como encender una cerilla. O apretar un gatillo.

En realidad, no tenía intención de contármelo, pero se le escapó cuando tuvimos que luchar contra la quimera en el bosque en quinto. La quimera nos tenía acorralados, y Baz no era lo suficientemente poderoso como para combatir solo contra ella. (Ni siquiera el Hechicero tiene poder suficiente para luchar solo contra una quimera.)

—¡Hazlo, Snow! —me gritó Baz—. ¡Hazlo! Libérala ahora, joder.

—No puedo —intenté explicarle—. No funciona así.

—Claro que funciona así, maldita sea.

—No puedo activarla sin más —respondí.

Inténtalo.

—Que no puedo, mierda.

Yo estaba blandiendo mi espada a mi alrededor; a los quince años ya la manejaba bastante bien, pero la quimera no era corpórea. (Así es mi mala suerte, casi siempre. En cuanto empiezas a manejarte con la espada, todos tus enemigos se vuelven niebla y telarañas.)

—Cierra los ojos y encience una cerilla —me dijo Baz.

Los dos estábamos intentando escondernos detrás de una roca. Él lanzaba un hechizo tras otro; prácticamente los estaba cantando.

—¿Qué?

—Eso era lo que solía decirme mi madre —comentó—. Enciende una cerilla en tu corazón, y luego sopla sobre la hojarasca.

Para Baz, todo está relacionado con el fuego. Me cuesta creer que todavía no me haya incinerado. O quemado en un hoguera.

Cuando estábamos en tercero, le divertía amenazarme con un funeral vikingo.

—¿Sabes qué significa eso, Snow? Una pira en llamas, a la deriva, en el mar. Podríamos hacer la tuya en Blackpool, para que todos tus amigos Normales chungos puedan venir.

—Vete a la mierda —respondía yo, tratando de ignorarlo.

Yo nunca he tenido amigos Normales, ni chungos ni de ningún tipo.

En el mundo de los Normales, todo el mundo huye de mí si puede evitarlo. Penelope dice que perciben mi poder y me evitan instintivamente. Como los perros que no establecen contacto visual con sus amos. (Que no es que yo sea el amo de nadie, no quiero que suene así.)

De todas maneras, con los magos me pasa justo al revés. Les encanta el olor de la magia. Tengo que esforzarme mucho para conseguir que me odien.

A no ser que el mago en cuestión sea Baz. Él es inmune. Después de compartir habitación conmigo durante siete años, semestre tras semestre, quizá haya desarrollado cierta tolerancia a mi magia.

Aquella noche que estuvimos luchando contra la quimera, Baz estuvo gritándome hasta que perdí el control y estallé.

Los dos despertamos unas horas más tarde en un agujero renegrido. La roca detrás de la que nos habíamos estado escondiendo se convirtió en polvo, y la quimera en vapor. O, tal vez, simplemente desapareciera.

Baz estaba convencido de que le había chamuscado las cejas, pero a mí parecía que estaba perfectamente, ni un solo pelo fuera de su sitio.

Típico de Baz.

Título

2
SIMON

Durante los veranos, no me permito el lujo de pensar en Watford.

Después del primer curso allí, cuando tenía once años, me pasé el verano entero pensando en ello. Pensaba en toda la gente que había conocido en la escuela: Penelope, Agatha, el Hechicero. En sus torres y sus jardines. En la hora del té. En los postres. En la magia. En el hecho de que yo también era mágico.

Llegué a ponerme enfermo de tanto pensar y soñar con la Escuela Mágica de Watford, hasta que empecé a sentir que solo era un sueño. Una simple fantasía con la que pasar el tiempo.

Como cuando solía soñar con que algún día sería futbolista y que mis padres, mis padres biológicos, volverían a por mí…

Imaginaba que mi padre sería fútbolista profesional. Y mi madre una modelo de alta costura. Y me explicarían que tuvieron que abandonarme porque eran demasiado jóvenes para ocuparse de un bebé, y porque tenían que sacar adelante sus carreras.

—Pero siempre te echamos de menos, Simon —me dirían—. Te hemos estado buscando.

Y me llevarían a su mansión.

La mansión de un jugador de fútbol… Un internado mágico…

A la luz del día, en el mundo real, ambas fantasías eran igual de mierda. (Sobre todo si te despiertas en una habitación con otros siete chavales abandonados por sus familias.)

Aquel primer verano ya casi había reducido a polvo el recuerdo de Watford cuando me llegó el billete de autobús y mis documentos, junto con una nota del Hechicero en persona…

Real. Todo era real.

Así que, durante el verano siguiente, después de mi segundo año en Watford, no me permití pensar en absoluto en la magia durante meses. Simplemente, fue como si me desconectara de ella. No la eché de menos, no me apeteció usarla.

Decidí dejar que la Escuela Mágica llegara como un gran regalo sorpresa en septiembre, si es que llegaba. (Y llegó. Hasta el momento, siempre lo ha hecho.)

El Hechicero solía decir que quizá algún día me dejaría pasar los veranos en Watford, o que tal vez incluso podría pasarlos con él, donde quiera que pase él los veranos.

Pero luego decidió que era mejor que pasara parte del año con los Normales. Para acostumbrarme a su lenguaje y mantenerme alerta:

—Deja que las dificultades te afilen, Simon.

Al principio creí que se refería al filo de mi espada, pero después me di cuenta de que se refería a mí.

Yo soy la espada. La Espada del Hechicero. No estoy seguro de que pasar los veranos en casas de acogida me «afile» de ninguna manera… Pero sí me hace sentir más… ávido. Como hambriento. Hace que quiera ir a Watford como, no sé, como si me fuera la vida en ello.

Baz y los de su calaña —las Familias Antiguas y ricas— opinan que nadie iguala su capacidad de entender la magia. Ellos creen que son los únicos a los que se les puede confiar el don de la magia.

Pero no hay nadie a quien le guste la magia más que a mí.

Ningún otro mago —ninguno de mis compañeros, ninguno de sus padres— sabe cómo es vivir sin magia.

Yo soy el único que lo sé.

Y haré cualquier cosa para asegurarme de que siempre esté aquí para mí y poder hacer de ella mi hogar.

Intento no pensar en Watford cuando estoy lejos de allí, pero este verano ha sido casi imposible no hacerlo.

Con todo lo que pasó el curso anterior, me costaba creer que el Hechicero fuera a prestarle atención a una cosa tan banal como el final de curso. ¿Quién interrumpe una guerra para mandar a los alumnos a sus casas para las vacaciones de verano?

Además, yo ya no soy un niño. Legalmente, podría haber solicitado la mayoría de edad a los dieciéis años. Podría haber alquilado un piso en algún sitio. Quizá en Londres. (Podía permitírmelo. Tenía un saco lleno de oro de los duendes, que solo desaparece si intentas pagar con él a otros magos.)

Pero el Hechicero me mandó a un nuevo centro de menores, como hace siempre. Después de todos estos años, me sigue teniendo de aquí para allí, dando vueltas como una peonza. Como si allí fuera a estar a salvo. Como si allí el Humdrum no pudiera invocarme, o lo que sea que nos hizo a Penelope y a mí a finales del semestre pasado.

—¿Es capaz de invocarte? —preguntó Penny en cuanto conseguimos alejarnos de él—. ¿A través de una masa de agua? Eso no es posible, Simon. No existen precedentes.

—La próxima vez que me invoque bajo la forma de una puta ardilla demoniaca, no te preocupes, que se lo diré.

Penelope tuvo la mala suerte de estar agarrada a mi brazo cuando el Humdrum me invocó, por lo que la arrastré conmigo. La única razón por la que conseguimos escapar fue su rapidez de pensamiento.

—Simon —me dijo ese día, cuando finalmente estábamos en el tren de vuelta a Watford—. Esto es serio.

—¡Por Siegfried y el puto Roy, Penny!, ya sé que esto es serio. Sabe cómo encontrarme.

Ni yo mismo sé cómo encontrarme, pero el Humdrum sí sabe cómo hacerlo.

—¿Cómo puede ser que sigamos teniendo tan poca información sobre él? —dijo, furiosa—. Es tan…

—Insidioso —dije—. Por algo le llaman el Insidioso Humdrum.

—Deja de bromear. Esto es serio.

—Ya lo sé, Penny.

Cuando volvimos a Watford, el Hechicero escuchó nuestra historia y comprobó que no hubiéramos sufrido ningún daño, pero luego nos mandó a cada uno por nuestro lado. Simplemente… nos mandó a casa.

No tiene ningún sentido.

Así que, como no podía ser de otra manera, me he pasado el verano entero pensando en Watford. En todo lo que pasó, y todo lo que todavía me podría pasar y todo lo que estaba en juego… Me reconcomía por dentro.

Pero, a pesar de todo, intenté no concentrarme en las cosas buenas. Porque las cosas buenas son las que te vuelven loco cuando las echas de menos, ¿sabes?

Tengo una lista de todas las cosas buenas que echo de menos y en las que no me permito pensar hasta que estoy a una hora de Watford. Entonces, repaso la lista, punto por punto.

Es un poco como irte introduciendo poco a poco en agua fría. Bueno, más bien lo contrario, como irte sumergiendo en algo realmente bueno, para reducir el efecto de la impresión. Empecé a hacer esta lista, mi lista de cosas buenas, cuando tenía once años, y probablemente debería eliminar algunos puntos, pero es más difícil de lo que parece.

De todos modos, ahora mismo estoy a una hora de llegar a la escuela, así que recapitulo mentalmente la lista, y apoyo la frente contra la ventanilla del tren.

Las cosas que más echo de menos de Watford

Nº 1

Los bollos de cereza

Antes de estudiar en Watford nunca había probado los bollos de cereza. Solo había probado los de pasas, pero, por lo general, solo comía los normales, los del supermercado, que suelen estar demasiado horneados.

En Watford, si quieres, siempre puedes comer bollos de cereza recién horneados para desayunar. Y a la hora del té vuelve a haber otra remesa. Tomamos té en el comedor después de las clases, antes de las actividades, el fútbol y los deberes.

Siempre tomo el té con Penelope y Agatha, y yo soy el único que siempre come bollos.

—Vamos a cenar dentro de dos horas, Simon —Agatha se sigue burlando de mí, después de todos estos años.

Una vez Penelope intentó calcular la cantidad de bollos que me he comido desde que empezamos en Watford, pero se aburrió antes de averiguar el resultado.

Sencillamente, no puedo evitar comérmelos si están allí. Son suaves, ligeros y tienen un leve toque salado. A veces, hasta sueño con ellos.

Nº 2

Penelope

Este punto de la lista podría ocuparlo el rosbif. Pero hace unos años decidí limitarme a una sola comida. Si no, esta lista se convertiría en una oda a la comida como la del musical Oliver!, y me entra tanta hambre que hasta me duele la tripa.

Agatha debería ocupar un lugar más alto de la lista que Penelope, porque Agatha es mi novia. Pero Penelope llegó a la lista primero. Nos hicimos amigos durante mi primera semana en la escuela, en clase de Palabras Mágicas.

No sabía muy bien qué pensar de ella cuando nos conocimos: una niña gordita con la piel morena y una brillante mata de pelo rojo. Llevaba gafas puntiagudas, de esas que usas para disfrazarte de bruja en una fiesta de disfraces, y un enorme y pesado anillo color morado en la mano derecha. Estaba intentando ayudarme con un ejercicio, y creo que yo me limitaba a mirarla fijamente.

—Sé que eres Simon Snow —dijo ella—. Mi madre me dijo que estarías aquí. Dice que eres muy poderoso, probablemente más poderoso que yo. Yo soy Penelope Bunce.

—No sabía que alguien como tú pudiera llamarse Penelope —dije.

Menuda estupidez. (Ese año solo dije estupideces.)

Ella arrugó la nariz.

—¿Y cómo debería llamarse alguien como yo?

—No lo sé —de verdad que no lo sabía. Las chicas que había conocido que se parecían a ella se llamaban Saanvi o Aditi, y, definitivamente, no eran pelirrojas—. ¿Saanvi? —propuse.

—Alguien como yo puede llamarse de cualquier manera —dijo Penelope.

—¡Ah! —dije—. Vale, perdona.

—Y podemos hacer lo que nos dé la gana con nuestro pelo —volvió al ejercicio, dando un latigazo en el aire con su coleta pelirroja—. Es de mala educación quedarse mirando fijamente a la gente, ¿sabes?, aunque sean tus amigos.

—¿Somos amigos? —le pregunté, más sorprendido que otra cosa.

—¿Te estoy ayudando con el ejercicio, no?

Lo estaba haciendo. Acababa de ayudarme a reducir una pelota de fútbol al tamaño de una canica.

—Creía que me estabas ayudando porque soy tonto —respondí.

—Todo el mundo es tonto —respondió—. Te estoy ayudando porque me caes bien.

Resultó que se había teñido el pelo accidentalmente de ese color probando un hechizo nuevo; después lo llevó pelirrojo durante todo primero. En segundo probó con el azul.

La madre de Penelope es india y su padre inglés. En realidad, los dos son ingleses; la rama india de su familia lleva muchísimos años instalada en Londres. Más tarde, Penelope me contó que sus padres le habían pedido que se mantuviera alejada de mí en la escuela.

—Mi madre dice que nadie sabe realmente de dónde has salido. Y que puedes ser peligroso.

—¿Y por qué no le has hecho caso? —le pregunté.

—¡Porque nadie sabe de dónde has salido, Simon! ¡Y porque puedes ser peligroso!

—Tienes el instinto de supervivencia roto.

—Además, también me diste pena —dijo—. Estabas cogiendo varita al revés.

Todos los veranos echo de menos a Penny, aunque me repita a mí mismo que no debo hacerlo. El Hechicero ha prohibido a todo el mundo que me escriba o me llame durante las vacaciones, pero Penny se las ingenia para encontrar la manera de enviarme mensajes: un día poseyó el cuerpo del anciano de la tienda de abajo, al que se le olvida ponerse la dentadura, y habló a través de él. Me alegré de tener noticias suyas y eso, pero fue tan raro que le pedí que no lo volviera a hacer a menos que hubiera alguna emergencia.

Nº 3

El campo de fútbol

No consigo jugar tanto al fútbol como antes. No se me da lo suficientemente bien como para entrar en el equipo de la escuela, además siempre estoy metido en algún plan, o en alguna tragedia, o fuera de la escuela porque el Hechicero me ha enviado a alguna misión. (No se puede defender la portería con confianza cuando el puto Humdrum de las narices es capaz de invocarte cuando le viene en gana.)

Pero a veces consigo jugar. Y es un campo perfecto: el césped es precioso. La única zona llana del campus. Es muy bonito, y cerca hay árboles, a la sombra de los que podemos sentarnos a ver los partidos. Baz juega en el equipo oficial de la escuela. Por supuesto. El muy cabrón.

En el campo es igual que en todos los demás sitios. Fuerte. Agraciado. Jodidamente despiadado.

Nº 4

El uniforme

Incluí este punto en la lista cuando tenía once años. Hay que entender que, cuando recibí mi primer uniforme, era la primera vez que tenía ropa de mi talla, la primera vez que me ponía una chaqueta y una corbata. De repente, me sentí alto y elegante. Hasta que Baz entró en el aula: él era el más alto y elegante de todos.

En Watford, los estudios duran ocho años. Los alumnos de primero y segundo usan chaquetas a rayas —de dos tonos de morado y dos tonos de verde— con pantalones gris oscuro, jerséis verdes y corbatas rojas.

Hasta sexto, dentro de la escuela hay que usar un sombrero como los que llevan los gondoleros, aunque en realidad es solo una prueba para ver si eres capaz de lanzar un Estate quieto suficientemente potente como para mantener el sombrero en su sitio. (El mío siempre lo hechizaba Penny. Si lo hubiera hecho yo, habría terminado durmiendo con el maldito sombrero todo el curso.)

Cada otoño, cuando llego a nuestra habitación, hay un uniforme nuevo esperándome. Lo encontraré sobre mi cama, limpio, planchado, y me quedará perfectamente, da igual cuánto haya cambiado o crecido.

Los alumnos de cursos superiores —como yo, ahora mismo— visten chaquetas verdes con ribetes blancos. Además, si queremos podemos llevar jerséis rojos. Las capas son opcionales. Yo nunca las he usado, me hacen sentir un poco imbécil, pero a Penny le gustan. Dice que se siente como Stevie Nicks, la cantante de Fleetwood Mac.

Me gusta el uniforme. Me gusta saber la ropa que voy a llevar todos los días. No sé cómo vestiré el año que viene, cuando haya terminado en Watford…

He pensado en unirme a los Hombres del Hechicero. Ellos tienen sus propios uniformes, una mezcla de Robin Hood y agente del MI6, el servicio secreto británico. Pero el Hechicero dice que ese no es mi camino.

Me lo dice así:

—Ese no es tu camino, Simon. Tú camino está en otro lado.

Él quiere que me mantenga apartado de todo el mundo. Que reciba entrenamiento exclusivo. Lecciones especiales. Creo que ni siquiera me habría permitido asistir a Watford si él no fuera el director y pensara que es el lugar más seguro para mí.

Si le preguntara al Hechicero qué ropa debería usar cuando termine en Watford, probablemente me daría un equipamiento de superhéroe.

Pero, cuando me marche, no pienso preguntarle a nadie cómo debería vestirme. Ya tengo dieciocho años.

Me vestiré yo solo.

O me ayudará Penny.

Nº 5

Mi habitación

Debería decir «nuestra habitación», pero no echo de menos la parte que comparto con Baz.

En Watford, cuando entras en primero, se te asigna una habitación y un compañero para toda tu estancia allí. Nunca tienes que recoger tus cosas, ni quitar tus pósteres.

Compartir habitación con alguien que quiere matarme, con alguien que lleva queriendo matarme desde que tenía once años, ha sido… Bueno, ha sido un poco jodido, ¿vale?

Pero tal vez el Crisol se sintiera un poco mal por ponernos a Baz y a mí juntos en la misma habitación (no literalmente, no creo que el Crisol tenga sentimientos), porque, a cambio, Baz y yo tenemos la mejor habitación de Watford.

Vivimos en la Casa de los Enmascarados, casi en el confín de los terrenos de la escuela. Es un edificio de piedra de cuatro pisos y medio, y nuestra habitación está en la parte superior, en una especie de torreta que da al foso. La torreta es demasiado pequeña para tener más de una habitación, pero es más grande que las habitaciones de los demás alumnos. Y aquí solía alojarse el personal, así que tenemos nuestro propio baño.

Baz es en realidad una persona bastante decente para compartir un baño. Se pasa toda la mañana ahí, pero es limpio; y no le gusta que toque sus cosas, así que lo mantiene todo bastante despejado. Penelope dice que nuestro cuarto de baño huele a cedro y bergamota, y ese olor debe ser de Baz porque, definitivamente, yo no huelo así.

Te contaría cómo consigue Penny entrar en nuestra habitación —las chicas tienen prohibido entrar a las habitaciones de los chicos y viceversa—, pero es que todavía no lo sé. Yo creo que lo hace con el anillo. Una vez la vi usarlo para abrir una cueva, así que cualquier cosa es posible.

Nº 6

El Hechicero

También metí al Hechicero en la lista cuando tenía once años. Y ha habido muchas veces que he pensado en sacarlo.

Como en sexto, cuando prácticamente me ignoró. Cada vez que intentaba hablar con él, me decía que estaba en medio de algo importante.

A veces, me lo sigue diciendo. Lo entiendo. Es el director. Y es mucho más que eso: es el líder del Aquelarre, así que, técnicamente, es quien gobierna el mundo de los Hechiceros. Y no es que sea mi padre. No es nada mío…

Pero es lo más parecido que tengo a un pariente.

El Hechicero fue la primera persona que se acercó a mí en el mundo de los Normales y me explicó (o intentó explicarme) quién soy. Sigue cuidando de mí, a veces sin que yo me dé cuenta. Y cuando me puede dedicar un poco de tiempo, para hablar de verdad conmigo, es cuando me siento más apoyado. Lucho mejor cuando él está cerca. Pienso mejor. Es como si, cuando él está a mi lado, consiguiera creer lo que siempre me dice: que soy el Hechicero más poderoso que jamás se haya conocido en el mundo de los Hechiceros.

Y que tener tanto poder es algo bueno, o que, al menos, algún día lo será. Que un día conseguiré resolver mis problemas y solucionar más de los que causo.

El Hechicero también es la única persona a la que se le permite mantener contacto conmigo durante el verano.

Y siempre se acuerda de que mi cumpleaños es en junio.

Nº 7

La magia

No necesariamente mi magia. Esa me acompaña a todas partes y, sinceramente, no es algo con lo que me sienta demasiado cómodo.

Lo que echo de menos, cuando estoy lejos de Watford, es estar rodeado de magia. Un ambiente de magia natural, relajado. Gente lanzando hechizos por los pasillos y en las clases. Alguien que envía un plato de salchichas flotando hacia la mesa del comedor como si estuvieran transportándolas con cables.

El mundo de los Hechiceros no es un «mundo» como tal. No tenemos ciudades. Ni siquiera barrios. Los magos siempre han vivido entre la gente del mundo de los Normales. Según la madre de Penelope, así es más seguro, y evitamos alejarnos demasiado del resto del mundo.

Ella dice que eso fue lo que les pasó a las hadas. Que se cansaron de tener que lidiar con el resto de criaturas, se refugiaron en los bosques durante siglos, y después no encontraron el camino de vuelta al mundo.

El único lugar donde los magos conviven es en Watford, a no ser que estén emparentados entre sí. Existen algunos clubs sociales y asociaciones de magia, reuniones anuales, ese tipo de cosas. Pero Watford es el único lugar donde compartimos todo nuestro tiempo juntos. Precisamente por eso, la gente se pone a buscar pareja como loca durante los dos últimos cursos. Si no encuentras pareja en Watford, dice Penny, podrías terminar solo, o inscribiéndote en los viajes de solteros de magos británicos al cumplir los treinta y dos.

Ni siquiera sé de qué se preocupa Penny; ella tiene un novio estadounidense desde cuarto. (Un estudiante que vino de intercambio a Watford.) Micah juega al béisbol y tiene una cara tan simétrica que se puede invocar un demonio en ella. Hablan por videoconferencia cuando ella está en casa, y, cuando Penny está en la escuela, él le escribe casi todos los días.

—Sí —me dice ella—, pero Micah es estadounidense. Ellos no se toman el matrimonio como nosotros. Igual me deja por alguna chica guapa que conozca en Yale. Mi madre dice que por ahí es por donde se nos está yendo la magia: disipándose en los irreflexivos matrimonios estadounidenses.

Penny cita a su madre casi tanto como yo la cito a ella.

Son un par de paranoicas. Micah es un chico de fiar. Se casará con Penelope, y después querrá llevársela a Estados Unidos con él. Eso es lo que nos debería preocupar de verdad.

En fin…

La magia. Echo de menos la magia cuando estoy lejos.

Cuando estoy solo conmigo mismo, la magia es algo personal. Mi carga, mi secreto.

Pero, en Watford, la magia es el aire que respiramos. Es lo que me hace sentir parte de un todo mayor, no lo que me distingue de los demás.

Nº 8

Ebb y las cabras

Empecé a ayudar a Ebb, la cabrera, en segundo. Y, durante algún tiempo, pastorear a las cabras era básicamente mi actividad favorita. (Y Baz solía ponerse las botas riéndose de mí por ello.) Ebb es la mejor persona de Watford, es más joven que los profesores. Y sorprendentemente poderosa para alguien que ha decidido pasarse la vida cuidando cabras.

—¿Qué tendrá que ver ser poderoso con dedicarte a lo que te dé la gana? —diría Ebb—. La gente alta no tiene por qué dedicarse al balonpapelera obligatoriamente.

—¿Te refieres al baloncesto?

(Al no salir de Watford, Ebb ha perdido un poco el contacto con el mundo de los Normales.)

—Da igual. Yo no soy un soldado. No veo por qué debería ganarme la vida luchando solo porque sepa dar puñetazos.

El Hechicero dice que todos somos soldados, y que todos poseemos una pizca de magia. Eso era lo peligroso de los métodos antiguos, según él: los magos simplemente se divertían y hacían lo que les venía en gana, trataban la magia como un juguete o como si fuera un derecho, no como algo que tuvieran que proteger.

Ebb no tiene perro pastor que la ayude a cuidar de las cabras. Solo su bastón. La he visto traer de vuelta al rebaño con un sencillo gesto de la mano. Empezó a enseñarme a llamar a las cabras para que volvieran al redil una a una; cómo hacer que el rebaño al completo sienta que se está alejando demasiado. Una primavera, incluso, me dejó ayudar en el parto de un cabritillo.

Ya no tengo mucho tiempo libre que pasar con Ebb.

Pero las sigo manteniendo, a ella y a las cabras, en la lista de cosas que echo de menos. Aunque solo sea para poder pararme un minuto a pensar en ellas.

Nº 9

El Bosque Velado

Tengo que sacar esto de la lista.

A la mierda el Bosque Velado.

 

Nº 10

Agatha

Quizá también tendría que sacar a Agatha de la lista.

Ya empiezo a acercarme a Watford. Llegaré a la estación en cinco minutos. Alguien de la escuela vendrá a recogerme.

Solía dejar a Agatha para el final de la lista. Así me pasaba el verano entero sin pensar en ella, y esperaba hasta estar prácticamente en Watford para volver a traerla a mi mente. Así no tenía que pasarme todo el verano convenciéndome de que era demasiado buena para ser verdad.

Pero, ahora… No sé, quizá Agatha sea realmente demasiado buena para ser verdad, al menos para mí.

El semestre pasado, justo antes de que el Humdrum nos secuestrara a Penny y mí, vi a Agatha con Baz en el Bosque Velado. Supongo que en algún momento noté que quizá había algo entre ellos, pero nunca creí que Agatha me traicionaría de esa manera, que cruzaría esa línea.

No tuve tiempo de hablar con ella después de verla con Baz: estaba demasiado ocupado siendo secuestrado y, luego, intentando escapar. Y, después, no pude hablar con ella porque durante el verano no se me permite hablar con nadie. Y, ahora, yo no sé…

No sé qué significa Agatha para mí.

Ni siquiera estoy seguro de haberla echado de menos.

Título

3
SIMON

Cuando llego a la estación, nadie me está esperando. Nadie que conozca, al menos. Hay un taxista de aspecto cansado que lleva una cartulina en la que está escrito «Snow».

—Ese soy yo —le digo.

Parece dudar. No tengo pinta de alumno de internado privado, sobre todo cuando voy sin el uniforme. Llevo el pelo demasiado corto —me lo rapo todos los años cuando termina el semestre—, mis deportivas baratas, y no parezco lo suficientemente aburrido: no puedo mantener los ojos quietos.

—Ese soy yo —repito en un tono levemente agresivo—. ¿Quiere que le enseñe el carnet de identidad?

Suspira y baja el letrero.

—Si quieres que te deje en medio de nada, colega, yo no pienso discutir contigo.

Me siento en la parte trasera del taxi y coloco la maleta en el asiento, a mi lado. El conductor enciende el motor y también la radio. Cierro los ojos; siempre me mareo en los coches, y hoy no va a ser menos. Estoy nervioso, y la única comida que me queda es una tableta de chocolate y una bolsa de patatas fritas con sabor a queso y cebolla.

Ya casi estamos.

Esta es la última vez que hago esto. Volver a Watford en otoño. Volveré alguna vez, claro, pero no así, no como si estuviera volviendo a casa.

En la radio se escucha Candle in the Wind y el conductor se pone a cantarla.

La traducción del título de la canción de Elton John, Una vela al viento, es un hechizo peligroso. Aunque la frase hecha simboliza algo frágil, que se puede apagar en cualquier momento, los chicos de la escuela dicen que se puede usar para tener más, bueno, ya sabes, aguante. Pero si se enfatiza la sílaba equivocada, se puede terminar prendiendo un fuego imposible de apagar. Un fuego real. Nunca se me habría ocurrido intentarlo, ni aunque lo hubiera necesitado: nunca se me han dado bien los hechizos con doble sentido.

El coche coge un bache, y yo salgo propulsado hacia delante: me tengo que agarrar del asiento delantero para no caerme.

—Ponte el cinturón —me dice bruscamente el conductor.

Obedezco mientras miro a mi alrededor. Ya hemos dejado la ciudad atrás y estamos entrando en el campo. Trago saliva y echo los hombros hacia atrás para estirarlos.

El taxista vuelve a cantar, más fuerte ahora, «nunca sé a quién recurrir», como si estuviera realmente metido en la canción. Me dan ganas de decirle que se ponga él también el cinturón.

Pillamos otro bache, y estoy a punto de golpearme la cabeza contra el techo. Estamos en una carretera de grava. Este no es el camino habitual a Watford.

Miro el reflejo del conductor en el espejo. Tiene algo raro: su piel es verde oscuro y sus labios son rojos como la carne cruda.

Entonces, le miro directamente a él: está sentado justo delante de mí. No es más que un taxista. Dientes retorcidos, nariz de borracho. Cantando Elton John.

Luego le miro otra vez en el espejo. Piel verde. Labios rojos. Hermoso como una estrella del pop. Un trasgo.

No pienso esperar a averiguar qué se trae entre manos. Me llevo la mano a la cadera y comienzo a murmurar el encantamiento de la Espada de los Hechiceros.

Es un arma invisible. Más que invisible, de hecho. Ni siquiera aparece hasta que se pronuncian las palabras mágicas.

El trasgo me escucha conjurar y nuestros ojos se encuentran en el espejo. Sonríe con malicia y busca algo en el interior de su chaqueta.

Si Baz estuviera aquí, estoy seguro de que haría una lista con todos los hechizos que podría usar en este momento. Probablemente haya alguno en francés que quedaría de maravilla. Pero en cuanto la espada se materializa en mi mano, aprieto los dientes y la extiendo hacia delante para cortar de un tajo la cabeza girada del trasgo y, de paso, el reposacabezas del coche. Voilà.

Él sigue conduciendo durante un segundo; luego el volante se vuelve loco. Gracias a la magia, la parte delantera y la trasera no están separadas por una barrera: me desabrocho el cinturón, me lanzo hacia el asiento delantero (por el lugar donde estaba la cabeza del trasgo) y me aferro al volante. Debe de tener el pie apoyado en el acelerador. Nos hemos salido de la carretera, y no dejamos de acelerar.

Intento volver a la carretera. En realidad, no sé conducir: giro el volante hacia la izquierda y el costado del taxi golpea contra una verja de madera. El airbag se abre en mi cara y salgo despedido hacia atrás. El coche sigue golpeando contra algo, probablemente otra parte de la valla. Nunca pensé que fuera a morir así

El taxi se detiene antes de que se me ocurra una manera de salvarme.

Estoy medio tirado en el suelo, me he golpeado la cabeza contra la ventanilla y luego contra el asiento. Cuando tenga oportunidad de contarle esto a Penny, pienso saltarme la parte en la que me desabrocho el cinturón de seguridad.

Estiro el brazo por encima de mi cabeza y agarro el tirador de la puerta. Cuando se abre, caigo del taxi de espaldas sobre la hierba. Parece que hemos atravesado la verja y hemos entrado en un campo. El motor sigue encendido. Me levanto con un gemido, estiro el brazo por la ventanilla del conductor y lo apago.

Esto es un desastre. El airbag está lleno de sangre. Y el cadáver también. Y yo.

Le abro la chaqueta al trasgo, pero no encuentro nada más que un paquete de chicles y una navaja suiza. Eso no parece obra del Humdrum, en el aire no se percibe su rastro áspero e irritante. Inspiro hondo, solo para asegurarme.

Quizá sea otro intento de venganza, entonces. Los trasgos llevan detrás de mí desde que ayudé al Aquelarre a expulsarlos de Essex. (Se dedicaban a hechizar borrachos en los baños de las discotecas, y el Hechicero estaba preocupado de que se empezara a perder la jerga regional.) Creo que el trasgo que consiga matarme se convertirá en rey de su raza.

Pero no será este el que se ponga la corona. Mi espada se ha quedado clavada en el asiento del copiloto, así que la saco de un tirón y dejo que desaparezca de nuevo en mi cadera. Entonces, me acuerdo de mi maleta y también la recojo, limpiándome la sangre en los pantalones de chándal grises antes de abrir la maleta para sacar mi varita. No puedo dejar este desastre así, sin más, y no creo que valga la pena dejar ninguna prueba.

Sostengo mi varita sobre el taxi y siento cómo mi magia fluye con dificultad hacia mi piel.

—Que me funcione aquí… —murmuro—. ¡Fuera, maldita mancha!

He visto a Penelope usar el conjuro para deshacerse de cosas horribles. Pero a mí para lo único que me sirve es para limpiarme un poco de sangre de los pantalones. Supongo que algo es algo.

La magia se está acumulando en mi brazo tan intensamente que me empiezan a temblar los dedos.

—Vamos —digo, apuntando—. ¡Que baje el telón!

De mi varita mágica y de las puntas de mis dedos brotan chispas.

—Joder, vamos…

Sacudo la muñeca y apunto de nuevo. Veo la cabeza del trasgo, que ha recuperado su verdadero color verde, sobre el césped junto a mis pies. Los trasgos son diablos guapos. (Bueno, la mayoría de los diablos están bastante bien.)

—Supongo que te comiste al taxista —digo, dando una patada a la cabeza y enviándola hacia el taxi.

Siento como si el brazo me quemara.

—¡Desaparece sin dejar rastro! —grito.

Siento una oleada caliente que va desde el suelo hasta la punta de mis dedos, y el coche desaparece. Y la cabeza desaparece. Y la verja desaparece. Y la carretera…

Una hora más tarde, sudoroso y todavía cubierto de sangre de trasgo seca y del polvo que sale de los airbags, finalmente veo aparecer frente a mí los edificios de la escuela. (Solo he hecho desaparecer un trozo de camino de grava, que en realidad no era una carretera. Lo único que tuve que hacer fue volver a la carretera principal y seguirla hasta aquí.)

Los Normales piensan que Watford es un internado superexclusivo. Y supongo que lo es. Sus terrenos están cubiertos con encantamientos antiguos. Una vez Ebb me dijo que la escuela se va hechizando con conjuros nuevos a medida que los desarrollamos. Así que hay capas y capas de protección. A un Normal, toda esta magia le quemaría los ojos.

Me acerco al portón de hierro —en la parte superior se lee Escuela Watford—, y apoyo la mano sobre las barras para hacerles sentir mi magia.

Antes, eso era lo único que hacía falta. Los portones se abrían ante cualquier persona que poseyera magia. Incluso hay una inscripción sobre el travesaño a modo de recordatorio: «La magia nos separa del mundo, no dejemos que nada nos separe entre nosotros».

—Es una idea bonita —dijo el Hechicero cuando convocó al Aquelarre para endurecer las medidas de seguridad—, pero no vamos a seguir los consejos de una puerta de seiscientos años de antigüedad en materia de protección. Yo no espero que la gente que entra en mi casa obedezca los mensajes bordados a punto de cruz en los cojines.

Yo asistí a aquella asamblea del Aquelarre junto con Penelope y Agatha.

(El Hechicero quiso que asistiéramos para mostrar al resto de miembros lo que estaba en juego. «¡Los niños! ¡El futuro de nuestro mundo!») Yo no presté atención a todo el debate. Mi mente andaba perdida, pensando en dónde vivía realmente el Hechicero y si alguna vez me invitaría allí. Era difícil imaginar al Hechicero en una casa, y mucho menos con cojines bordados a punto de cruz. Tiene aposentos en Watford, pero a veces se marcha durante semanas enteras. Cuando era más pequeño, pensaba que, cuando el Hechicero se ausentaba, vivía en el Bosque Velado alimentándose de frutos secos y bayas y durmiendo en las madrigueras de los tejones.

La seguridad en las puertas de Watford y en la muralla del perímetro exterior se han endurecido año tras año.

Uno de los Hombres del Hechicero —Premal, uno de los hermanos de Penelope— está justo ahora montando guardia. Probablemente esté cabreado por tener que cumplir este encargo. El resto del equipo del Hechicero debe de estar en su despacho, planeando la próxima ofensiva, y Premal está abajo, rellenando el registro de los alumnos de primero. Da un paso para colocarse delante de mí.

—¿Todo bien, Prem?

—Parece que soy yo el que debería preguntarte eso…

Bajo la vista hacia mi camisa ensangrentada.

—Un trasgo —le digo.

Premal asiente y me apunta con su varita, murmurando un hechizo de limpieza. Es tan poderoso como Penny. Prácticamente es capaz de lanzar hechizos en voz baja. Detesto que la gente me lance hechizos de limpieza; me hace sentir como un niño.

—Gracias —le digo de todas maneras y empiezo a avanzar, dejándole atras.

Premal me detiene extendiendo el brazo.

—Espera ahí un minuto —dice, levantando su varita hasta mi frente—. Hoy tenemos medidas de seguridad especiales. El Hechicero dice que el Humdrum está merodeando por aquí con tu cara.

Me estremezco, pero intento no apartarme de su varita.

—Creía que eso se suponía que era secreto.

—Sí —respondió—. Pero es un secreto que la gente como yo tiene que saber si se supone que vamos a protegerte.

—Si fuera el Humdrum —digo—, a estas alturas ya te habría devorado.

—Quizá eso sea lo que el Hechicero tenga en mente —dice Premal—. Al menos así estaríamos seguros de que es él.

Baja la varita.

—Estás limpio. Adelante.

—¿Penelope ya ha llegado?

Se encoge de hombros.

—No soy el guardián de Penelope.

Por un segundo, creo que está diciendo eso con cierto énfasis, con magia, lanzando un hechizo, pero se aparta de mí y se apoya contra el portón.

No hay nadie afuera en el Gran Prado. Debo de ser uno de los primeros en haber vuelto a la escuela. Echo a correr, solo por el placer de hacerlo, espantando un montón de golondrinas escondidas en la hierba. Vuelan a mi alrededor, gorjeando, y yo sigo corriendo. Atravieso a la carrera el césped, el puente levadizo, otra muralla, el segundo y tercer nivel de puertas.

Watford lleva en pie desde el siglo XVI. Está estructurada como una ciudad amurallada: los campos y bosques fuera de las murallas, y los edificios y los patios en el interior. Por la noche, suben el puente levadizo, y nada ni nadie puede cruzar más allá del foso y las puertas interiores.

Sigo corriendo hasta que llego a lo alto de la Casa de los Enmascarados, y me recuesto contra la puerta de mi cuarto. Saco la Espada de los Hechiceros y me hago un pequeño corte con el filo en la yema del pulgar, que presiono contra la piedra. Esto también se puede hacer con un hechizo: que la habitación me reconozca y me permita acceder después de los meses que han pasado, pero la sangre es más rápida y más segura, y Baz no está cerca para olerla. Me meto el pulgar en la boca para chupármelo y empujo la puerta, ahora abierta, sonriendo.

Mi cuarto. En unos días, volverá a ser nuestro cuarto, pero ahora es mío. Me dirijo hacia las ventanas y abro una. El aire fresco tiene un olor aún más dulce ahora que estoy dentro. Abro la otra ventana, todavía chupándome el pulgar, mientras observo cómo las motas de polvo se arremolinan en la brisa y la luz del sol para luego caer de nuevo sobre mi cama.

El colchón es muy antiguo —relleno de plumas y preservado con hechizos— y me hundo en él. Ay, por Merlín. Merlín y Morgana y Matusalén, cómo me alegro de estar de vuelta. Siempre me alegro tanto de estar de vuelta…

La primera vez que volví a Watford, en segundo, me metí directamente en la cama y me eché a llorar como un bebé. Todavía seguía llorando cuando Baz entró.

—¿Qué haces que ya estás llorando? —gruñó—. Vas a echar a perder mis planes de hacerte llorar yo.

Ahora cierro los ojos y aspiro todo el aire que puedo.

Plumas. Polvo. Lavanda.

El olor del agua del foso.

Además de ese olor ligeramente acre que Baz dice que son los lobos de mar. (No hay que dejar que Baz provoque a los lobos de mar: a veces se asoma por la ventana y escupe en el foso, solo para fastidiarlos.)

Si él estuviera aquí, difícilmente podría oler otra cosa que no fuera su jabón caro…

Aspiro profundamente ahora, tratando de atrapar una nota de olor a cedro.

Escucho un forcejeo en la puerta, y me levanto, con la mano en la cadera y vuelvo a invocar la Espada de los Hechiceros. Ya van tres veces en lo que llevo de día, quizá simplemente tenga que dejarla fuera. El conjuro de invocación es el único hechizo que siempre me sale bien. Quizá porque no es como otros hechizos. Es más bien una promesa: Por la justicia. Por el valor. En defensa del débil. En presencia de los poderosos. Mediante la magia, la sabiduría y el bien.

No está obligada a aparecer.

La Espalda de los Hechiceros es mía, pero no pertenece a nadie. Solo aparece si confía en ti.

La empuñadura se materializa en mis manos, y yo levanto la espada a la altura de mi hombro al tiempo que Penelope empuja la puerta abierta.

Bajo la espada.

—Se supone que no deberías poder abrir esa puerta —le digo.

Se encoge de hombros y se deja caer sobre la cama de Baz.

Me doy cuenta de que estoy sonriendo.

—Ni siquiera deberías poder atravesar la puerta.

Penelope vuelve a encogerse de hombros y se coloca la almohada de Baz bajo la cabeza.

—Si Baz se entera de que has tocado su cama —digo—, te mata.

—Que lo intente, si se atreve.

Giro levemente la muñeca y la espada desaparece.

—Tienes una pinta horrible.

—Me he cruzado con un trasgo malvado viniendo hacia aquí.

—¿No pueden simplemente votar para elegir a su nuevo rey?

Habla con naturalidad, pero sé que me está evaluando. La última vez que me vio, yo era un manojo de hechizos y harapos. La última vez que vi a Penny, todo se estaba desmoronando…

Acabábamos de escapar del Humdrum, huimos de vuelta a Watford e irrumpimos en la Capilla Blanca en medio de la ceremonia de clausura: la pobre Elspeth estaba recibiendo un premio por ocho años de asistencia intachable. Yo todavía estaba sangrando (por los poros, nadie sabía por qué). Penny lloraba. Su familia estaba allí —porque todas las familias estaban presentes—, y su madre empezó a gritarle al Hechicero.

—Míralos, ¡esto es culpa tuya!

Y, entonces, su hermano Premal se interpuso entre ellos y empezó a devolverle los gritos a su madre. La gente creyó que el Humdrum estaba justo detrás de nosotros, y empezaron a salir corriendo de la capilla con las varitas mágicas en ristre. Era el típico caos de final de curso multiplicado por cien, y la sensación era mucho peor que un simple caos. Aquello parecía el fin del mundo.

Entonces, la madre de Penelope hechizó a todos los miembros de su familia para sacarlos de allí, incluso a Premal. (Probablemente solamente los llevara hasta el coche, pero, aun así, montó un buen numerito.)

Desde entonces, no he vuelto a hablar con ella.

Una parte de mí quiere agarrarla y cachearla desde la cabeza a los pies, solo para asegurarme de que sigue entera, pero Penny odia los numeritos casi tanto como a su madre le encantan.

—No me saludes, Simon —me dijo su madre—. Porque después tendremos que decir adiós, y no puedo soportar las despedidas.

Mi uniforme está doblado al borde de mi cama, y empiezo a colocarlo, prenda a prenda. Pantalones grises nuevos. Corbata a rayas verdes y moradas nueva.

Penelope resopla a mis espaldas. Me dirijo a la cama otra vez y me dejo caer, delante de ella, intentando no sonreír de oreja a oreja.

Tiene el rostro contraído en un mohín.

—¿Qué bicho te ha picado? —pregunto.

—Adelfa —resopla.

Adelfa es su compañera de cuarto. Penny dice que la cambiaría por una docena de vampiros malvados y conspiradores en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Qué ha hecho ahora?

—Volver.

—¿Y esperabas que no lo hiciera?

Penny se coloca la almohada de Baz.

—Todos los años vuelve más desquiciada de lo que estaba el curso anterior. Primero se convirtió el pelo en un diente de león, y luego le dio por llorar cada vez que soplaba viento y se lo volaba.

Me reí.

—En defensa de Adelfa —digo—, hay que tener en cuenta que es mitad elfa. Y la mayoría de los elfos están un poco desquiciados.

—Ya, qué me vas a contar. Estoy segura de que lo usa como una excusa. No creo que pueda sobrevivir un curso más con ella. No garantizo que no vaya a convertirle la cabeza en un diente de león para luego soplársela.

Contengo una carcajada y hago un esfuerzo enorme para intentar no sonreírle. Serpientes siseantes, cuánto me alegro de volver a verla.

—Ya es tu último año —digo—. Lo conseguirás.

Penny me mira con ojos serios.

—Es nuestro último año —dice—. Piensa lo que estarás haciendo el verano que viene…

—¿Qué?

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